Me decidí a hacerlo todo a la luz del día. Sacándolos de sus escondrijos, metí a los gorriones en un jaulón. Horas antes, eché en remojo los bollos que había traído del lejano mercadillo subdesarrollado. Cuando llegó el momento, saqué el pan del agua, que casi se deshacía, y lo metí en un paquete de papel impermeable. Me monté en un coche con el pan y la jaula de los gorriones, y poco después llegaba a la plaza principal. Era una hora temprana. Todo el mundo iba para sus trabajos, con prisa, por lo que nadie se fijó en mí cuando bajaba mis trebejos del coche.
Primero cogí el paquetón de pan. Y desmigándolo, fui esparciéndolo por el suelo, en la rotonda central de la plaza. Cuando ya estaba todo aquello lleno de migas, volví al coche y cogí la jaula. Y, poniéndola en el suelo, abrí la puerta. Los gorriones, a los que había dejado adrede sin comer durante los días anteriores, salieron y se pusieron a picotear las migas con alborozo. Yo esperaba que cayeran fulminados, tanto me habían hablado de la contaminación del aire. Pero no; se pusieron a saltar sobre la plaza, a revolotear por el lugar donde me habían dicho que antes estaban los árboles.
Cuando los que iban al trabajo, saliendo de sus prisas y preocupaciones, se dieron cuenta de que habían vuelto los pájaros, y que la plaza estaba invadida, me hicieron corro, estando como estaba echándoles migas. Yo les decía a todos:
—Son míos, los he traído yo, ¿les gustan? Pueden verlos. ¿Quieren echarles migas? Tengo aquí más pan todavía. Los he traído para que todo el mundo en Nonas pueda tener un pájaro, para que hagan aquí sus nidos y sus crías.
Me miraban como a un loco. Ni siquiera se reían de mí, sino que me compadecían. Me miraban con miedo y con lástima, y seguían andando con prisa, con sus carteras de piel en la mano, llenas de papeles que hablaban de máquinas del bienestar. Otros me siguieron mirando hasta que llegaron los guardias y me detuvieron.
Tanto éxito tuvo la suelta de pájaros, que fue ampliamente comentada en todo el país, y condenada por el Gobierno, en una sesión urgente, a cuyo término hizo público un comunicado oficial que fue muy difundido.
Según pude enterarme después, los gorriones más viejos sobrevivieron hasta tres días desde que los solté en la plaza. Los otros fueron cayendo muertos sobre los transeúntes, extenuados de no encontrar árboles donde anidar.