Oyendo iba los lejanos sonidos de la plaza pública cuando sentí que se acercaba un automóvil. Tuve el cuidado de hacerme a un lado de la carretera, recordando tantas historias de fingidos mendigos arrollados y muertos en accidentes que no fueron siquiera una cuarta parte de lo fortuitos que consiguieron presentarlos. Cuando noté que el coche se acercaba, y que disminuía la velocidad, y que se detenía, y que el motor seguía en marcha, agitando el menor número posible de piezas metálicas y haciendo muy poco ruido —lo que al momento me dio idea de la calidad del vehículo—, francamente, sentí miedo. Las piernas me temblaban, y eso que había tenido la precaución de cruzar la cuneta y alejarme lo más posible de la rodadura del camino. Me volví para ver qué me iría a ocurrir. Y se me presentó la estampa tan suburbial como antigua de una señora muy enjoyada y llena de pieles que bajaba del coche, mientras el conductor uniformado le abría la puerta. Que yo supiera, no había por aquellos desiertos contornos más chabolas que las distantes chozas de los pastores, ni otro pobre por socorrer que no fuera yo. Pero, por fortuna para mí y para mi estómago, en Calenda no habían conocido mi habitual apariencia de vagabundo cascarrabias, encubierto tras los honores de mi declaración como Huésped Ilustre.
Así que no supe qué pensar. Y seguí sintiendo pánico cuando la señora enjoyada me llamó:
—Oiga, oiga…
Yo seguí andando, a pasito quedo, como solía hacer por los caminos, para no levantar polvo ni sospechas, por la que pudiera tronar. Pero la señora insistía:
—Manuel, llámelo, que a lo mejor es sordo…
Y el chófer y la señora, sin distinción de rangos, se pusieron a llamarme. Con tanto esfuerzo lo hacían, que hasta me dieron pena, y me detuve, y me volví hacia ellos.
—Venga, venga —me dijo la Señora Enjoyada—, no tema, somos sus amigos…
Aunque no los conocía de nada ni supiera que fueran mis amigos hasta que lo intentaban, por lo visto, ser a partir de aquel instante, me acerqué. La Señora Enjoyada, con toda dignidad, buscó una excusa de descampado para evitar que el conductor oyera cuanto pudiéramos decir:
—Manuel, ¿no me dijo usted que parecía que se había caído una tuerca dos kilómetros atrás? ¿Por qué no va a buscarla?
Y el hombre uniformado, resignadamente, se disponía a la caminata cuando la señora le concedió:
—No, no vaya andando, por Dios… Puede coger el coche… Este caballero es de plena confianza —añadió, cuando vio que el chófer hacía un gesto de desconfianza por mi presencia en descampado.
El coche aplastó de cincuenta a sesenta hormigas al salir de la carretera para dar la vuelta, y se alejó a toda velocidad. Entonces, la Dama Enjoyada, sentándose en una piedra y abriendo el bolso, me dio unos billetes con el poco disimulado orgullo de quien practica la caridad organizadamente:
—Tenga, buen hombre, que le van a hacer falta. Ya sé que se le han puesto las cosas difíciles en Calenda y marcha a Nonas. Ha hecho bien con escapar. Ya ve a mi pobre amiga. A estas horas, ya la habrán condenado.
Casi tan lejos ya mi miedo como el lujoso coche, relacioné entonces los gritos que al comienzo de mi caminata escuchaba con aquella señora y la Noble Dama que me visitara en la Posada, con el desposeído bando de los poderosos. Mientras, la Dama Enjoyada seguía consolándome:
—No tenga remordimientos de conciencia; ya estaban sobre nosotros. No crea que ha sido por su culpa por lo que han detenido a su amiga, que también lo es mía; tenga la conciencia tranquila. ¿No le contó ella que no la dejaban terminar la casa nueva? Pues estoy casi segura: han sido los Luchadores. Envidian que nosotros podamos seguir siendo lo que éramos, y que ellos no hayan llegado a nada…
Me vi tan gratuitamente consolado mientras cantaban los pájaros y las abubillas saltaban tontamente sobre las cercas de piedra, sintiendo al aire agitar las cargadas ramas de los olivos, que me dio vergüenza mi libertad con aquel dinero entre las manos. Cuando iba a devolverlo advertí, además, que no eran los billetes que circulaban en Calenda, con la efigie del Hombre de las Ceremonias y de una estampa de la Gran Carga, sino que era una moneda para mí desconocida, con el retrato de unos hombres que nunca había visto, poderosos en el recuerdo o en el mando.
—Tome, muchas gracias; pero no puedo consentirlo —le dije, mientras le devolvía los billetes—. Además, de nada me servirían. ¿No ve que son monedas falsas?
—¿Falsas? No sabe usted lo que dice. Son billetes de Nonas, que no es lo mismo. No puede usted imaginarse el trabajo que nos cuesta conseguirlos en Calenda. El contrabando de divisas está muy perseguido por el Hombre de las Ceremonias.
—Se lo agradezco entonces doblemente, pero no puedo —insistí, cuando a la fuerza la Dama Enjoyada quería meterme los billetes en algún bolsillo—. No puedo aceptar más regalos. Demasiado amables han sido conmigo los días que me tuvieron allí, y con las complicaciones que les he traído…
—¿Un regalo? —me preguntó la Dama Enjoyada haciéndose de nuevas, mientras se echaba aire nerviosamente con un abanico que cogió, suspendido al cuello como lo traía con una cadenita de plata—. No, mi querido amigo, no es un regalo… Verá. Es, ¿cómo le diría yo? Un pago anticipado.
—¿Un pago? ¿De qué?
—Déjeme que le explique, que es usted un impaciente —me reprendió sonriendo—. Es un pago anticipado. Usted llegará a Nonas, verá gente, hablará con ella… Verá a nuestros exiliados… Le preguntarán por nosotros… Usted comprende. Y de lo que usted diga dependerá la fama que tengamos, sus noticias serán las últimas, las más fiables. Quizá le pregunten por nuestras relaciones con el Hombre de las Ceremonias… Usted no es torpe y me entiende. Lo que hago es pagarle anticipadamente para que hable bien de nosotros. Es un pequeño servicio que nos hace, y que le tenemos que retribuir de alguna forma. Y como quizá no le volvamos a ver por aquí, no queremos quedar en deuda con usted.
Sin dinero como iba, igual que cada vez que me echaba al camino, hice un nudo corredizo con mi honradez, para que ella misma se ahorcara, y acepté prestar tales servicios. Para que no pudiese tener después remordimientos sobre mi proceder, quise enterarme detalladamente de mis obligaciones.
—Nada —me dijo la Dama Enjoyada—, usted no tiene que hacer absolutamente nada especial. Simplemente, hablar bien, hablar bien de nosotros, ponernos por las nubes siempre que pueda, siempre que salgamos a colación. Decir que esto de Calenda es cosa de días. Que vamos a volver al poder de aquí a unos cuantos meses como muy tarde. Que el pueblo vuelve a pedir nuestro dominio porque con nosotros vivía más feliz, porque nos preocupábamos más por sus cosas. Que la supresión de los colonos y la cesión de las tierras a los que las cultivaban ha sido un fracaso. Que el Hombre de las Ceremonias sabe que tiene contados sus días en el poder. Y si de paso dice también que los Luchadores trabajan por nosotros, que han hecho causa común, que somos como una piña, mejor. Estos gestos democráticos de que la gente haga alianzas para no conseguir lo que cada uno busca por separado es algo que tengo entendido que cae muy bien por ahí fuera.
—¿Y de su amiga, la procesada, qué digo?
—¿Estuvo usted en el colegio? —me preguntó a su vez, como toda respuesta, la Dama Enjoyada.
—Sí, pero hace ya mucho tiempo y apenas recuerdo nada —me evadí—. Pero ¿y de su amiga? ¿Qué digo de su amiga si me preguntan por ella, de la construcción de su casa, de la venta del palacio de Igny?
—Calma, calma, vayamos con calma… Le decía que si había estado en el colegio por saber si tenía nociones de historia general.
—Sí, lo de siempre. La historia sagrada, la historia nacional, las batallas, los triunfos… Lo que todo el mundo.
—Bueno, pues entonces no hay dificultad —dijo la Dama Enjoyada, levantándose de la piedra de la cuneta donde estaba sentada, con mi gentil ayuda, después de lo cual me invitó a que siguiéramos paseando, al comenzar a hacerlo ella—. En ese caso, lo que tiene que hacer cuando le pregunten por mi amiga es figurarse que está otra vez en la escuela y que es el maestro quien le hace preguntas para examinarle de historia.
—¿De historia? No entiendo —dije nerviosamente, mientras procuraba pasear con igual calma que mi acompañante.
—Sí entenderá, porque yo se lo voy a explicar. Verá, en las clases de historia, ¿no son los nuestros siempre los buenos, los que ganan las batallas aunque las pierdan, y nuestros enemigos siempre son los malos, los que si ganan lo hacen con ardides, con traiciones?
—Sí…
—Pues haga exactamente igual. Convierta a mi amiga, que también creo que lo era suya…
—Sí, una señora muy amable. Se le veía la nobleza, que todo le venía desde la cuna —dije para halagarla, pensando después de todo que el dinero podría hacerme falta y que ya lo tenía en el bolsillo.
—Pues mejor todavía —siguió la Dama Enjoyada—. Convierta a mi amiga, como le iba diciendo, en una heroína de los manuales escolares de historia. Usted ya lo sabe: los buenos, para ese caso, somos nosotros, los nobles. Los malos, el Hombre de las Ceremonias y los suyos…
—Pero ¿qué les digo?
—Lo que se le ocurra, improvise en cada respuesta. Ya sabe la norma: en los libros de historia, los que tenemos la razón, aunque al principio perdamos las guerras, terminamos ganándolas. Y además…
Pero ya no pudo darme más instrucciones de qué hacer a cambio de su dinero. Cuando escuchamos el solemne ruido del coche, la Dama Enjoyada me tendió algunos billetes más, que esta vez guardé en el bolsillo sin ayuda alguna de su insistencia.
Cuando se alejaba, me iba diciendo adiós agitando el abanico de encajes por fuera de la ventanilla.