A los pocos días de haber completado estas historias —ahora pienso si no obedecería a alguna sutil orden de ejercicio de rehabilitación al hacerlo— pude abandonar la clínica. El director me llamó a su despacho:

—¿Qué piensa hacer ahora? —me preguntó.

—No sé, algo que me proporcione bienestar.

—¿Contrabando de pájaros?

—No, por favor; de ninguna forma —contesté, viendo que me lo preguntaba para comprobar mi grado de rehabilitación—, no sé; pero haré algo que me permita poder comprar muchas máquinas de bienestar, trabajar produciendo algo que puedan consumir muchas personas…

—Veo que se ha rehabilitado completamente. Y para que no se le presenten problemas, tenga.

Y me extendió una pequeña cartulina de color rosa, que me recordó la de las colas de los autobuses que desde la ciudad iban hacia Calenda.

—Esto —añadió— le servirá para que pueda buscarse un trabajo que le permita tener un total bienestar.

Leí la cartulina. Decía, con una gran simpleza de líneas:

GOBIERNO DE NONAS

Título oficial de vigilante nocturno

Me dio una gran alegría leerla. Pensé instantáneamente en cuanto me había dicho el estudiante como la máxima de sus aspiraciones: en noches tranquilas, en el silencio, en mañanas que podría pasarlas andando por los campos, hablando con la gente que quisiera pararse conmigo a darme los buenos días. Casi me olvidé de dar las gracias en estas alegrías. Cuando lo hice lo más cumplidamente que supe, el director de la clínica me dijo:

—No, no tiene que darme las gracias. Se lo ha ganado usted. Ha demostrado en las pruebas de rehabilitación una inteligencia nada común. Su mismo delito, que ahora usted mismo es el primero que condena, tenía una gran carga de originalidad. Hacía muchos años que no se producían en Nonas cosas de este tipo. Una persona como usted puede ser francamente peligrosa si no es incorporada a tiempo a la sociedad, y este título es la mejor garantía de que usted mismo será el primer guardador de su bienestar, que se integrará en las aspiraciones comunes de todos los ciudadanos de Nonas.

—No lo entiendo, pero debe tener razón en lo que dice —confesé, adulador.

—No, se lo voy a explicar. Nos ha costado mucho alcanzar el grado de desarrollo tecnológico que disfrutamos. Una persona como usted, que ha corrido mucho mundo, puede ser peligrosa, porque le puede hablar a la gente que se encuentre por la calle de libertad, de que no todo en el mundo consiste en ganar dinero para comprar las máquinas del bienestar…

—¿Yo? ¿Con un puesto de vigilante nocturno cree usted que me va a dar la chifladura de ponerme a pensar en esas cosas y más por decírselas a la gente?

—Ya sé que no las piensa, pero quería decírselas para convencerme de que le hemos ayudado a encontrar la felicidad.

Y me dio un gran abrazo, recibiéndome ya entre los suyos, y me acompañó hasta la puerta para despedirme.