Deseé por un momento llamar al Joven Luchador, que seguro que estaba entre los botones del turno de la tarde. Pero temí que si nos veían hablar demasiado, algo podría ocurrimos a cualquiera de los dos. Por un instante preferí los grandes silencios miedosos de la ciudad, mis preguntas por la altura que había tenido en cada esquina la riada de la sangre, los guardias vigilando las colas de los autobuses, el furgón gris aparcado en la esquina previsoramente. Pensé que todo en la ciudad era más espontáneo, que siempre había forma de evitar la presencia de los guardias, de preguntar a las muchachas en la misma calle de cada tarde por qué la sangre había llegado tan alta en aquella casapuerta.

Así que, para hacerme el encontradizo con el Joven Luchador, y viendo que era ya la hora, puesto que había dormido una larga siesta y comenzaba a anochecer, me fui hacia el comedor de la Posada.

Cuando me senté a la mesa, un camarero me trajo el periódico abierto por la página donde hablaban de mí y de la asamblea celebrada por la mañana en el Gran Salón.

—Muchas gracias, ya lo he leído —le dije.

—¿Le ha gustado la asamblea al señor?

—Mucho.

—¡Quién conociera una de ellas! —dijo casi suspirando.

—¿Pero no ha estado usted nunca allí? —me extrañé.

—No, señor. Según lo que publica el periódico, a mí me tocará dentro de unos catorce o quince años. Van todavía por los de 1924, y yo nací en 1937…

—Créame que lo siento —fue todo lo que se me ocurrió decirle.

—No lo sienta, señor —me respondió muy digno—; ésta es la grandeza de nuestras normas de convivencia, que está uno toda la vida esperando el día en que pueda asistir a la asamblea, preparándose para ella.

—Entonces, ¿aquel hombre de campo que me preguntó?

—¿Cuál, el que viene en el periódico con tantas alabanzas? —me dijo el camarero—. Ésa es nuestra grandeza, como le iba diciendo, señor. Ese campero que le preguntó, según he podido saber por lo que he desprendido de lo que leí en el periódico, dicen que es la vez primera que viene a Calenda, que solamente dejó el cortijo para hacer la Revolución y participar en la famosa Carga de Caballería con su mulo de noria. Según me ha dicho el cocinero, que está muy enterado de nuestras cosas históricas, porque dentro de siete meses le tocará asistir al Gran Salón, ese campero es analfabeto. ¿No es grande que hasta los analfabetos puedan hablar una vez en su vida en la asamblea, señor?

Tras el elogio a que me vi obligado, me comenzaron a servir la cena. En silencio estaba yo comiendo, cuando vi que dos muchachas que estaban cenando en una mesa cercana empezaron a discutir con el camarero. El hombre que tan amablemente había hablado conmigo antes de servirme la cena se mostraba ahora agresivo con ellas, con los ojos enrojecidos por el odio. Así que presté atención a lo que se traían en la discusión, y, disimulando mientras partía anatómicamente el pescado, pude enterarme de que lo que ocurría es que habían pedido unos palillos de dientes. El camarero estaba explicándoles a gritos:

—¿Pero ustedes no saben que los palillos de dientes están prohibidos en Calenda, porque atentan a la convivencia?

Las muchachas se pusieron a reír y darse palmotadas, celebrando su sorpresa ante tal contestación. Hasta me miraron intencionadamente, para que participara en su alborozo. Les había entrado una risa nerviosa que difícilmente pudieron contener cuando por la puerta que daba a la cocina salieron cuatro alguaciles y se las llevaron, después de esposarlas.

Cuando todo había pasado, mientras firmaba mi conformidad en la nota de la comida, pude preguntar al camarero, haciéndome de nuevas:

—¿Y por qué están prohibidos los palillos de dientes?

—Muy claro, señor —me dijo—: la gente, sabrá usted, no siempre sabe hacer recto uso de la libertad que aquí disfrutamos. Y engañadas por falsas doctrinas que vienen de fuera… En fin, usted me entenderá, usted no, usted es un forastero honrado, un forastero que respeta nuestro orden, y por eso ha sido declarado nuestro Huésped Ilustre. Pero no todos los forasteros son iguales, señor. Hay algunos que siembran la cizaña, que predican doctrinas erróneas entre la juventud y los ideológicamente más débiles. ¿Y sabe usted qué hacen con los palillos de dientes?

—Pues no, señor; no tengo ni idea —respondí, fingiendo cuanto podía.

—Pues ¡catedrales y monumentos! —exclamó indignado.

—¿Cómo que catedrales y monumentos? —insistí en mi falsa candidez.

—Pues sí, señor: catedrales y monumentos. Los cogen, y con goma y cortándolos hacen copias en miniatura de los monumentos famosos. Incluso hay algunos tan faltos de patriotismo que se atreven a copiar con palillos de dientes la torre de la iglesia.

—Y eso está mal… —dije, por seguir en mi salvadora ingenuidad.

—¿Cómo que está mal? ¡Está castigadísimo! ¿No ve usted que nuestras normas dicen bien claro que los palillos de dientes no deben servir más que para hurgarse las encías y las caries el que las tenga, o todo lo más para ponerles en la punta un hisopillo de algodón atado con hilo y limpiarles las orejas y las narices a los niños de pecho? Pues nada: ellos, llevados por esas doctrinas, se empeñan en todo lo contrario. Y lo que más me fastidia es que hacen todo esto porque saben que va contra nuestras tradiciones. Fíjese usted si serán ilusos —me dijo ya en un tono menos amenazante—, que creen que así van a derribar nuestro sólido Sistema.