Cualquiera que lea con los años este memorial podrá figurarse aquel autobús como el más triste de los que cruzan los caminos de la tierra. Pero no era así. Conforme avanzaba por la carretera, iba desatardeciendo, íbamos volviendo al mediodía. Pudiera parecer como un autobús tétrico. Si así ocurre, es que me he expresado mal. Porque aquel autobús que avanzaba contra el discurrir de la tarde se me ofreció como el más alegre del mundo. Hablar, nadie hablaba. Pero todos, como si previamente se hubieran puesto de acuerdo, nada más que abandonamos las últimas casas de la ciudad, cruzamos la frontera y comenzamos a atravesar los campos de olivares, empezaron a cantar. También contrariamente a lo que pudiera pensarse, las canciones no hablaban de miedo, y de muertes, sino de niños rubios, de botellas de vino, de muchachas en amor y de cementerios con salas de baile dedicadas a las familias dolientes.
Había otras canciones muy hábiles, mediante las cuales los que estaban en los últimos asientos podían conversar en cierto modo con los que ocupaban los de la parte delantera. Francamente el diálogo no servía para nada, ya que nada podían comunicarse. Pero así sabían que seguían estando vivos. Iniciar el canto de uno de estos diálogos con música y aumentar la alegría de todos era una y la misma cosa. Los de delante, por ejemplo, empezaban:
Nos parece que estamos
llegando ya a Calenda…
Y los de la trasera seguían con el semitonado de los versos:
Donde hay siete librerías
y tan sólo una tienda.
Para mí, que entonces venía de un país donde en los autobuses reinaba un silencio sacro, no por disposición legal alguna, sino porque las conversaciones que pueden entablarse con los ocasionales compañeros de viaje suelen ser, aparte de aburridas, tediosas y a veces hasta comprometidas; para mí, decía, que acababa de llegar entonces de un país donde no se suele hablar con los desconocidos (por desconfianza hacia segundas personas, pero no por miedo a los guardias), el hecho de que todos los que fueran en el autobús cantasen tan desaforadamente era un espectáculo gratuito e insólito. Y para que no me miraran con malos ojos al verme espectador, me convertí también en protagonista. Como podía, seguía el canto, adivinando el final de los versos, lo cual no era nada difícil, dada la escasa calidad de las rimas populares de aquel país.