De modo que me encaminé hacia la orilla del río, donde paran los autobuses que van fuera. Me acerqué a un quiosco donde creía que vendían los billetes, mirando el poco dinero que llevaba encima:
—Uno para Calenda.
—No, aquí lo que damos son números para la cola —me dijo el hombre que estaba dentro de aquel confesionario civil, maderas pintadas de verde que permitían adivinarlo dentro con calor y sueño.
—Pero yo lo que quiero es ir a Calenda —le insistí.
—Sí, si no le digo que no. Yo le doy un número, se pone usted en la cola, y cuando llegue el autobús, se sube, si es que le toca. Y si no, espera usted a que venga otro. No tardan.
—Pues deme usted un número, qué le vamos a hacer.
Me entregó entonces una cartulina color rosa, que tenía impreso el número 12. Como en la ancha acera había varias colas, cada una de ellas partiendo de la cabeza metálica de un poste con una cartela que tenía pintada una raya con muchos puntos y letras, me dirigí a una mujer que estaba en una de ellas:
—¿Esta es la cola para el autobús de Calenda?
—No, ésta es…
Un guardia que se acercó al vernos hablar no la dejó que continuara explicándome dónde me tenía que poner. Sacando del bolsillo de culera unas esposas, se las puso con un gesto automático, al tiempo que las cerraba, y con un gesto llamó a un compañero que estaba allí cerca:
—Toma, a ésta la llevas al coche, por hablar demasiado.
La mujer no salía de su asombro:
—Pero mire usted, señor agente, si yo lo que iba era a decirle a este señor…
—Ya explicará usted eso en comisaría —y seguía insistiéndole al otro guardia, que parecía que mandaba menos que él—, venga, venga, al coche, al coche…
Después, metiéndome las manos por la cara, empezó conmigo:
—¿No sabe usted que está prohibido?
—No, señor, no lo sabía.
—¡Usted a callar, y cuando le pregunte hable!
—Pero es que me estaba usted preguntando…
—Que le he dicho que a callar, o si no va usted también al furgón.
—No, señor, lo que usted diga.
—A ver, la documentación.
Se la enseñé. Menos mal que la tenía en regla. Porque estuvo un buen rato viéndola. Lo leyó todo. Después, cogió la parte de la fotografía y me la puso a la altura de la oreja izquierda, a ver si nos parecíamos yo y aquel señor con los ojos engurruñados por el fotomatón. Cuando hubo rezongado lo que tenía que rezongar y emitido tres o cuatro palabras inarticuladas, se volvió a acordar de mí; ya me había hecho una demostración práctica de la satisfacción que tenía en ejercer el oficio que le habían encomendado:
—Conque preguntando, ¿eh?
—No, señor, yo lo que quería era saber…
—Que le he dicho que usted se calla hasta que yo le pregunte. A ver, ¿qué es lo que hacía usted con esa señora?
—Pues preguntarle cuál era la cola del autobús de Calenda.
—¿Cómo, preguntando y sin tener número de orden?
—Sí, señor, aquí lo tengo; mire usted, el 12.
Y le enseñé la cartulina de color rosa que me habían dado en el quiosco. Para qué se la enseñé. El hombre se puso más furioso todavía:
—¿Qué, con que encima queriendo guasearse conmigo?
—No, señor, no es ésa mi intención precisamente. Yo lo único que quiero saber es qué autobús…
—No, si se ve que lo que quiere usted es dormir esta noche en comisaría.
—¿Querer yo dormir en comisaría?
—Sí, usted. ¿No le he dicho ya cien veces que usted sólo tiene que hablar cuando yo le pregunte?
Decidí callarme, mientras el guardia seguía examinando, con mayor morosidad aún que mi documentación, la cartulina que me habían dado en el quiosco verde. Hasta que, por fin, quizá viendo con la sorpresa que yo contemplaba todo aquello, se mostró generoso:
—Tiene usted suerte, porque me ha cogido de buenas y se ve que es usted un pobre hombre, un despistado. Pero ¿a quién se le ocurre? Bueno, dele usted gracias a Dios de que se va a escapar sin multa. Pero ¿usted no sabe que para preguntar en qué cola hay que ponerse hay que ir a aquel otro quiosco, al que está pintado de azul?; ¿usted no sabe que en este país está terminantemente prohibido entablar conversación con nadie?
—¿Ni con los que están en la cola?
—Con nadie. Ni con los que están en la cola.
—Pero si yo no quería entablar conversación, si yo sólo quería…
—Que le he dicho que no me responda… Lástima, lástima me da usted, por eso no lo multo. Tome, hombre —y me devolvió la cartulina con el número 12—, se ve que no conoce el reglamento. Aunque el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento. Pero me ha caído usted en gracia, con esa planta de pobre hombre.
Como ya me había demostrado suficientemente que él era él y que yo era yo, por si todavía me quedaba alguna duda, comenzó impensadamente a representar el papel contrario. Cuando ya me veía en el furgón, tras ser esposado en una décima de segundo, el hombre empezó a sonreír, sacó un paquete de tabaco y encendió un cigarro. Echándome a la cara el humo de la primera chupada, me dijo:
—¿Qué, de pueblo, no?
—¿Quién?
—Pues, ¿quién va a ser? Usted.
—No, señor, yo soy de capital, pero de fuera.
—¿De capital y no sabe usted que las preguntas sobre la cola en que ha de ponerse uno para coger un autobús han de hacerse en el quiosco azul?
—Perdone usted que se lo diga, pero no, no lo sabía. No suelo venir a esta parada, y menos a esta ciudad.
—Pues ya lo sabe. Al quiosco azul a preguntarlo, y dele usted gracias a Dios, le digo otra vez, de que me ha cogido en el cuarto de hora bueno.
—Sí, señor —fue lo único que me atreví a decir, porque todavía no se me había pasado el miedo y vi que no las tenía todas conmigo.
—Que le he dicho que no me responda sin que yo le pregunte… Ande, vaya, vaya…
Más apesadumbrado estaba por el escándalo que pudiera haber dado que por la ridiculez que me había hecho vivir mi forastera inexperiencia. Pero no era así. Debía ser algo que ocurría todos los días, algo tan habitual como para que cuantos estaban en las colas esperando sus autobuses no le dieran la menor importancia. De modo que solamente sentí vergüenza de mi atrevida ignorancia. Si todos estaban tan callados y tan conformes, y seguían leyendo crónicas de partidos de fútbol en los periódicos que tenían extendidos para aliviar la espera, ¿no era yo culpable de que se hubieran llevado tan de mala manera a aquella pobre mujer al furgón celular? Pensé por un instante preguntar a alguien si la conocía, para llamar por teléfono a sus familiares y decirles que no se extrañaran si llegaba un poco más tarde a casa… Pero ¿a quién se lo iba a preguntar? Me exponía a que otra pobre persona fuera engrillada por los guardias sin tener culpa de nada; incluso a que yo mismo fuera llevado a empellones a aquella camioneta oscura que esperaba en la esquina de la calle, sin cola alguna de gentes que subirse a ella pero —tal como estaba viendo— con frecuentes viajeros forzados.