Al llegar a la obra el primer día me esperaba el director general. Noté que bajo los andamiajes habían estacionado un remolque móvil.
—Pase, por favor —me dijo, señalándome aquel remolque—, que voy a enseñarle su despacho.
El remolque tenía, a pesar del espacio tan reducido, todas las máquinas del bienestar que podía encontrar en Nonas. Alfombrado, tenía hasta detalles de buen gusto en la decoración, como una pequeña vitrina con un órgano eléctrico y otros antiguos instrumentos musicales.
—¿Le encuentra alguna falta, señor? —me preguntó el director general.
—No, nada; perfecto.
—Ahora, señor, si me permite, voy a hacerle entrega en nombre de la empresa de su símbolo de distinción.
Y abriendo una caja fuerte que había en el remolque, oculta tras un cuadro, sacó una pistola, y un estuche de piel, que me entregó, diciéndome:
—Ya me han informado que es la vez primera que el señor desempeña este puesto, por lo que le felicito cordialmente. Tengo mucho gusto en hacerle entrega de los símbolos de su poder: la pistola detonadora que usaban los antiguos vigilantes nocturnos antes de la revolución tecnológica y el reloj de sereno que llevaban colgado al cuello y en el que tenían que hacer una perforación cada hora, para demostrar a sus amos que estaban despiertos toda la noche. En cierto modo —me dijo entre halagadoras sonrisas— fueron unos precursores de nuestros actuales perforistas.
Preguntándome si mandaba alguna otra cosa o si algo me hacía falta, el director general se marchó y me dejó solo en la obra. Saliendo del remolque, del que cogí un bastón que estaba también colocado dentro de una vitrina, como el órgano eléctrico, comencé mi trabajo. Hacía una agradable noche de verano. Así que me di una vuelta por todo el contorno de la tapia que cerraba la obra, dando golpes en el suelo con el bastón, como había hecho la Xenófoba cuando yo fornicaba con la Bella Muchacha. En el silencio que me acompañaba, oía cómo los bastonazos resonaban por las nocturnas esquinas desiertas.
Después, conforme pasaba el tiempo, cada vez le fui encontrando mayores alicientes a mi trabajo. Aprendí a contar las horas sin reloj («ahora deben ser las dos»; «ya serán las cuatro») por los pequeños acontecimientos de la noche: cuando pasaban los camiones de la basura, cuando empezaba a refrescar, cuando en el cielo se adivinaban las primeras claras.
Pude permitirme ciertos lujos, como buscarme a un contrabandista que cada noche, en cuanto se iba el director general, llegaba con mucho misterio y sacaba de una furgoneta un perro que le alquilaba por horas, a un alto precio. Yo recordaba de mis años en la ciudad —ya tan lejana— que todos los vigilantes nocturnos tenían un perro, aparte de una pistola detonadora y un reloj colgado al cuello dentro de una funda de piel, y quise permitirme los lujos a que me facultaba mi título.
Como llegué a aquel trabajo cuando la obra estaba recién comenzada, en los cimientos todavía, me esperaron muchas otras venturas. Cuando se fue acercando el invierno, el mismo contrabandista del perro se ofreció una noche para proporcionarme leña, para poder encender una candelada:
—¡Qué buenos tiempos aquellos en que se calentaba uno así! ¿Eh? —me dijo la primera noche que la encendí, tratando de congraciarse conmigo para que le dejara desentumecerse las manos sobre los rescoldos.
Pero me tomé mucho sigilo en estas cosas, lo que no me fue difícil, dado el dinero que ganaba y la posición social que ocupaba. Todo me estaba permitido. Cuando por las noches llegaban los guardias —que aunque también tenían una alta consideración social ganaban menos que yo—, siempre les alargaba unos miles de pesos para que nada dijeran de la candelada. Porque hacer desaparecer las cenizas era completamente fácil. De ello se encargaba el director general cuando por las mañanas, mucho antes de que en sus helicópteros llegaran los obreros, acudía para cubrir el trámite de comprobar si había marcado todas las horas de la noche en mi reloj. A cambio de unos cientos de pesos, cogía las cenizas y los restos de leña, los metía en una bolsa y los escondía, para llevárselos después a enterrarlos muy lejos de allí.
Descubrí en aquellos días cómo con dinero y en la cima del poder perdían importancia hechos a los que yo antes les había dado mucha. Ya no me sorprendía que el coñac saliera de las tuberías instaladas en el remolque. Así que me agencié en un anticuario una vieja botella de vidrio, que llené de coñac y que llevaba en el bolsillo del abrigo. Y en las noches de invierno, mientras me calentaba en la candelada, me tomaba mis grandes tragos de coñac bebiendo a morro de la botella. Y después acariciaba mi perro, y me daba con él una vuelta por la obra o por la acera de la calle, haciendo sonar mucho el bastón sobre las losas del pavimento.
Era uno de los pocos felices de Nonas.