Menos mal que, a pesar de su mutismo, el Muchacho Que Apenas Hablaba ejerció sus buenos oficios en la Tienda. No sabría calcular ahora cuántas, pero sí puedo decir que muchas personas se agolpaban ante el largo mostrador, todas vociferando, cada cual intentando que los despacharan a ellos antes, los más diciendo que cómo iba a ser eso, que ellos habían llegado antes y que los otros acababan de entrar. El Muchacho Que Apenas Hablaba me hizo pasar, no sin grandes esfuerzos, a través de aquella marea humana y me llevó a la parte del mostrador que estaba más tranquila, donde el que desde el primer momento se me apareció como Juan el Poeta estaba atareado con cientos de papelitos de diversos colores, que clasificaba pinchándolos en unos alambres punzantes empingorotados en peanas de madera, que tenía colocados ordenadamente en el mostrador. La presentación fue lacónica:

—De parte de la Posada, que atienda usted bien a este señor, que es nuestro Huésped Ilustre.

Después, el Muchacho Que Apenas Hablaba, muy suficiente, se dirigió a mí. Por momentos creí que iba a desaparecer su mutismo. Pero todo lo que me dijo fue:

—Supongo que sabrá volver solo…

Como comprendí que lo que quería era irse cuanto antes y aún no estaba en las claves de su mutismo, no le puse el menor inconveniente:

—Sí, sí. Y si no, no se preocupe. Ya preguntaré…

«Ya preguntaré a alguien más simpático que tú», pensé para mis adentros, pero me pareció demasiado decirlo. Quisiera o no, empezaba a vestir mi recién estrenado cargo de Huésped Ilustre. Así que no me fue difícil corresponder con una sonrisa a los halagos de Juan el de la Tienda, quien con mucho apartamiento de alambres de los papelitos de colores y saliendo de detrás del mostrador, al tiempo que se quitaba el guardapolvo terrizo que hasta entonces llevaba, después de levantar un trozo practicable de la madera del mostrador, comenzó a hacerme los honores. Y en Calenda, por lo que en aquellas breves horas ya llevaba comprobado, hacer los honores era imposible sin echarle a uno un discurso. Menos mal que me iba acostumbrando:

—Bienvenido sea, Huésped Ilustre, a la Tienda, a la famosa Tienda de Calenda. Esto, aunque caiga en verso, se lo digo intencionadamente.

Hablaba con voz de algodón y seda. Sobre las orejas, el pelo se le rizaba en dos tufos dieciochescos, que a la legua denotaban unas buenas horas previas de espejo y peine. Era entrado en carnes sonrosadas, de triste muñeca antigua de china, con coloretes de sangre o de pintura en los pómulos, contrastando con la estética palidez del rostro. Gesticulando mucho y ahuecando más la voz, mientras con una mano me mostraba el camino a seguir y con la otra me empujaba en la espalda para que lo siguiera, me fue alejando del griterío del mostrador para llevarme, por fin, a una estancia de la trastienda, decorada en medieval y con muchos libros ocultando la humedad de las paredes.

—Por favor, tome asiento —me dijo, mientras me empujaba para que no tuviera otro remedio que dejarme caer en un incómodo butacón frailuno, cuyas patas eran unas garras aguileras que apresaban una piedra de madera para no perder el equilibrio—. Le venía diciendo, y ahora se lo repito más solemnemente —añadió—, que sea usted bien, venido a la famosa Tienda de Calenda, que aunque caiga en verso, es intencional. Habrá usted oído cantar nuestra célebre copla…

—Sí, la de la librería y la Tienda —me limité a contestar, fastidiado ya, a pesar de los pocos minutos que habían pasado desde mi llegada al local, con tanta estudiada escenografía como derrochaba ante mí el tendero.

—¿Dónde la ha oído, si preguntar no es molestia? —me dijo relamidamente, cada vez más muñeca antigua, sonrosados sus pómulos y empezando a asomarle dos satisfechas bolsas grasientas bajo los ojos, que le marcaban unos puntos negros en el sebo de la piel.

—Pues, en el autobús… Sí, en el autobús. La cantaba la gente…

Para qué lo dije. Aquel hombre, dejándome solo en aquella especie de despacho donde me había hecho sentar, se fue al otro extremo de la estancia, donde bajo un dosel de damasco rojo había un sillón como el que yo ocupaba, pero con un altísimo respaldo, colocado a manera de trono. Subiendo el tono de la voz y ahuecándola más todavía, cada vez los libros que forraban las paredes podían contener menos el rancio olor a humedad.

—Sí, el pueblo la canta. Pero esa copla es mía, la he escrito yo. Sólo mía. Ésa es mi grandeza. Haber salvado a los de Calenda con unos versos. Si no fuera por mí, tendrían que venir callados en el autobús. Y si hablaran, se expondrían a que los detuvieran los guardias y los volvieran para siempre a la ciudad. No podrían más vivir en esta luz, con este sol, respirando este aire…

Los ojillos, sobre las bolsas de sebo con puntitos negros, se le ponían relucientes de orgullo. No hacían falta dotes de clarividencia para comprender que aquel hombre había acuñado los mitos de Calenda. Decía lo mismo que los demás, con igual rutina, pero en sus palabras había un temblor nervioso de vanidad que al instante lo hacían aparecer como el mitólogo de la comunidad.

Bajando de su dosel, se acercó a mi sillón frailuno para preguntarme:

—¿Desea alguna otra cosa, o simplemente conocerme? Si es así, ya me ha conocido, ya sabe dónde puede acudir cada vez que quiera que le hable de nuestra luz, de nuestro sol, de nuestra agua.

—Verá usted, es un poco largo de contar —le dije resueltamente—, pero llegaré al final y empezaré directamente. Yo venía nada más que a comprar un cepillo de dientes.

—¿Cómo dice? —me preguntó, examinándome con indignación, antes de alejarse otra vez hacia su dosel.

—Sí, un cepillo de dientes; me da igual que sea de cerda dura que de cerda blanda, tengo buena dentadura. Pero quisiera comprar un cepillo de dientes. ¡Ah! Y un tubo de pasta, un tubo pequeñito. Es que siempre viajo sin equipaje y…

Cayó derrotado sobre su dosel, con displicencia de rey a quien acaban de anunciar la conjura que lo destronará antes de que se ponga el sol. Echado hacia atrás, los pies lánguidamente caídos sobre el escabel, me hizo con superioridad una señal para que me acercara. Sobre las bolsas grasientas y puntillistas, sus ojos brillaban con odio, acosados:

—¿Y para esto sólo viene usted aquí, me hace perder el tiempo?

—Es que me han dicho que en la Tienda…

—La Tienda, la Tienda —comenzó a discursear, con asco—, siempre la Tienda. Mire usted que el Hombre de las Ceremonias mandó, y ya va a hacer cuarenta años de esto, cerrar todas las tiendas y poner en ellas librerías, para que la gente se olvidara de cosas tan ordinarias como comprar sombreros, regaderas, fiambreras para las excursiones y paraguas plegables. Con este sol, con esta agua nuestra, con esta cosa de preguntar y poder responder, ¿cómo ocuparse de esas cosas? ¿No le parece que con un pueblo así sólo riman la cultura, la sabiduría, la belleza?

Era odioso. Se revolcaba en su propia mitología como un cerdo en un arroyo. Porque no soy violento, que si no, apenas me hubiera importado gran cosa representar una escena de teatro clásico, estrangulando a aquel hombre bajo el damasco rojo de su dosel, en la estancia casi en penumbra. Como no soy violento, y en aquella hora todo mi interés se centraba en encontrar un cepillo de dientes, volví tímidamente a insistirle.

—Todo eso está muy bien. Pero el aseo también es importante, señor. Recuerde la frase de los romanos…

—¿Los romanos? Unos ordinarios. Así les fueron las cosas. Unos auténticos ordinarios, que nada más que se preocupaban de levantarles templos a los dioses para tenerlos contentos y que no les faltaran ni el trigo ni el aceite. Trigo y aceite, qué ordinariez también…

Yo creía que había terminado su tópico discurso sobre la romanidad. Pero cuando iba a insistir en que me vendiera mi ordinario cepillo de dientes, el mitólogo siguió adoctrinándome.

—Y eso que dice usted de los romanos, ya sé por dónde va, es otra ordinariez. ¿Cómo va a poder haber una mente sana, amante de lo bello, de nuestro aire y de nuestro sol, en un cuerpo deformado por el esfuerzo físico, ridiculizado por la musculatura hecha a fuerza de ejercicios antinaturales? Decididamente, una ordinariez…

Como empecé a ver que no había posibilidades de que me vendiera el cepillo de dientes y supuse que al final, cuando me hubiera leído sus poesías completas, encargaría tan ordinario trabajo a un dependiente de los que se afanaban fuera en contener a la gente ante el largo mostrador, opté por seguirle la corriente, pensando aquello de los poetas y los locos que tantas veces había oído decir:

—Entonces usted en sus obras, ¿qué defiende?

—Defiendo cuanto los habitantes de Calenda han hecho suyo gracias a mi iniciativa y a la del Hombre de las Ceremonias: la convivencia, la familia, nuestro sol, nuestro aire, nuestra agua. Mi querido amigo, sabrá usted que se encuentra en uno de los lugares más privilegiados de la tierra…

—Pues me gustaría leer sus versos…

—Quizá ya los conozca.

—Sí, conozco los que cantaban las gentes en el autobús, esa copla que, por cierto, ¿no es publicitaria?

Como comprendió —porque el mitólogo podría ser todo lo que se quisiera, pero hay que reconocer que cogía las cosas al vuelo— que yo había decidido abandonar la ordinariez del cepillo de dientes, no me miró ya con la indignación que yo esperaba:

—¿Publicitaria? Puede ser, si usted lo cree así. ¿Pero le parece incorrecto hacer publicidad de lo propio, cuando se tiene certeza de que lo propio es lo mejor? No me refiero a la Tienda, que al fin y al cabo me ha sido concedida como premio a mi preocupación por Calenda. Antes que yo tuviera uso de poesía, porque los poetas no tenemos uso de razón, sino uso de poesía, porque sabrá usted que la poesía es todo lo contrario de la razón: es la ilusión, la belleza, la magia de las palabras… Como le iba contando, antes de que yo empezara a comunicar mis descubrimientos, aquí en Calenda había ocho tiendas. Pero eso era antes de la Revolución. Ésta, que era de un pobre noble —que quebró por querer poner los precios más baratos para que todo el mundo pudiera comprar de todo—, y siete más. Pero cuando empezamos nuestra Gloriosa Revolución, decidimos cerrar las tiendas y convertirlas en librerías. Para la ordinariez de comprar cosas, sobraba con una, como comprenderá. Y tuvieron el mal gusto de regalármela, como premio a mis altos servicios ciudadanos. Así que, mi querido amigo, mi Huésped Ilustre, comprenderá que no cabe la publicidad. Aunque la letra de esa copla dijera otra cosa, los artículos de mayor necesidad no tendrían más remedio que comprarlos aquí.

—¿Ganará mucho entonces, no?

—No le demos importancia a lo que no la tiene y sigamos con la belleza. Quizás esté usted equivocado con los versos que escuchó en el autobús. No, no son publicitarios, por lo que ya le he dicho. Pero, si lo fueran, ¿le parece ordinario hacer publicidad de la verdad, de la belleza, del bien? Porque, no le dé más vueltas, el bien, la verdad, la belleza tienen un nombre, Calenda, como dije una vez en un discurso. Son nuestra convivencia, nuestro sentido de la conversación, que ya ve usted que se pregunta y se responde lo que se quiere, como en ninguna otra parte del mundo ocurre. Nuestro aire, nuestro sol, nuestro pan…

El orgullo del mitólogo empezaba a interesarme:

—Le repito que me gustaría conocer sus versos.

—Y yo le repito que ya los conoce —me respondió sonriente, tocado de muerte en su vanidad.

—No me habré expresado bien. Quería decirle que me gustaría comprar sus libros. Estarán a la venta en cualquiera de las siete librerías, ¿no?

—¿Comprar? —volvió a indignarse—. Otra ordinariez. Comprar, comprar… Por lo visto a la gente sólo le gusta comprar… Ése es el único vicio de Calenda. Tanto compra la gente, fíjese usted, que no sé lo que hacer con el dinero que me entran por las puertas. Pero yo no tengo esas debilidades. Mis versos no los podrá usted comprar, porque son de todos, son del común, como un monte donde pueda pastar el ganado de todo el pueblo.

—¿Y cómo es que conozco todos sus versos?

—Los conoce usted porque no he escrito en toda mi vida más que cuatro. Exactamente los cuatro versos de la copla que cantan en el autobús, pero soy un poeta. Y si soy un poeta, ¿para qué escribir más? Cuatro versos pueden ser suficientes para condenar a un hombre a muerte o para glorificarle en vida, como a mí, desgraciadamente, me ha ocurrido. Porque verá que ahora soy muy feliz con la Tienda, con el dinero, con las ordinarieces de la gente que se mete aquí a todas horas pretendiendo que les venda mantas para los viejos, biberones para los niños, collares para las mocitas, sábanas de hilo para las recién casadas…

Desde el mostrador llegaban las voces de los que intentaban que les despacharan, porque se iba acercando la hora del cierre. Fue entonces cuando volví a acordarme de lo que me había llevado a la Tienda:

—Bueno, resumiendo, y si no le molesto: ¿le importaría venderme un cepillo de dientes, que me han dicho en la Posada…?

No me dejó terminar. Más indignado que nunca, saliéndosele los ojos por fuera de las bolsas sebáceas que los enmarcaban, señaló escultóricamente la puerta con la mano extendida, como el descubridor de un continente ignoto:

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Pedirme un cepillo de dientes a mí, a un poeta…! ¡Qué ofensa! ¡Dependienteeees!

Y llegaron cuatro dependientes que me cogieron en volandas y, pasándome entre las gentes que se agolpaban ante el largo mostrador y me miraban con curiosidad, me pusieron en la calle.