Y me cogió de la mano y me sacó de allí a través de muchos tropezones con parejas que se abrazaban en la oscuridad, tendidas sobre la moqueta roja. Después de tirar los vasos y las copas de dos mesas, subimos por una escalera de caracol débilmente teñida de luz rojiza. Agradecí el aire fresco de la calle, congestionado como estaba con las copas que nos habíamos bebido, con los abrazos imposibles, con el humo de tantos cigarros en local tan angosto y con la proximidad de los brazos, de los pechos, de los labios de Lina.
Ella se adelantó unos pasos y comenzó a darle vueltas al bolso, como hacen los niños con sus cubos en la playa, como si también hubiera apresado dentro de la negra piel rugosa y esmaltada un trozo de mar e intentara demostrarme que no se caía, que quería permanecer allí en vez de volver a convertirse inútilmente en ola.
Lina, con sus catorce copas de más, cantaba:
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Nos parece que estamos…
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Viendo la que se nos podía venir encima si nos topábamos con un especial haciendo las veces de pocero, paré el primer taxi que pasó. En cuanto ella dijo dónde nos tenía que llevar, me puse a darle besos. Ahora pienso que fue la forma más amable de callarle la boca para evitar mayores complicaciones. Porque a pesar de estar como estaba, no dejé de pensar en que el taxista también podía ser un especial.