Hice inventario de mis fuerzas y saberes, para ver en qué podría ocuparme con provecho. Títulos, no tenía. Y mucho menos, los raros títulos que más se cotizaban en Nonas. Acudí de nuevo a ver a mi ya amiga la Consultora en la oficina de empleos:
—No —me dijo—, a su edad ya no se puede ingresar en ningún Centro de Estudios Humanos, ni incluso de nivel medio. El tope máximo de edad son dieciocho años. Después ya es imposible.
—¿Y para qué sirve estudiar allí?
—Los titulados en esos centros son los que pueden colocarse de albañiles, de vigilantes, de maleteros. Ya se lo expliqué otra vez…
—Sí, ¿pero qué estudian?
—Pues cultura de lujo, carreras de ricos, como en realidad son. No estudian nada que tenga relación con la tecnología ni con las ciencias. Se dedican a aprender cosas inútiles: arameo, métrica latina, historia del arte, esgrima, gimnasia rítmica, estilística escultórica, liturgia mozárabe… Así salen plenamente capacitados. Con esa formación se les asegura que nunca trabajarán en una fábrica, en un centro de investigación tecnológica, en una empresa de ordenación de servicios…
—¿Y es imprescindible el título?
—Totalmente. Como ya sabe que el Gobierno está en manos de los más acaudalados, votaron esta ley para asegurar que sus hijos no enloquecerían y que vivirían felices toda su vida. Porque en los Centros de Estudios Humanos cuestan tan caras las matrículas que sólo los hijos de los antiguos poderosos, los que ya tenían un cierto grado de bienestar cuando comenzamos el avance tecnológico, pueden acudir a estudiar allí.
—Y si yo, por ejemplo, sé hacer alguna de esas cosas sin tener título, qué sé yo, arameo o métrica latina, ¿puedo ejercer de albañil o algo así?
—Imposible. No, si esas cosas, la métrica o el arameo, no sirven realmente para nada. Sólo son para poner una traba administrativa y convertir los buenos empleos en cotos cerrados, en cuerpos limitados.
—Pero yo sé jugar al ajedrez, y sé hasta un poco de latín eclesiástico, y tirar con arco, y contar historias orientales…
—De nada le servirá. Sí, ya sé que no tiene cualificación, que está totalmente al margen de nuestros niveles de tecnología. Pero aquí todos los que estaban en sus circunstancias se preocuparon a tiempo por aprender algo útil a la sociedad: perforistas, técnicos en marketing, programadores de expertos en relaciones públicas, ejecutivos, consultores de empresas… En fin, las más bajas ocupaciones, pero con una cierta especialización.
—Así que no me queda más remedio que el intrusismo…
—Tampoco. Está castigado con cadena perpetua. Pero nadie tiene que recurrir a eso. No sé si sabrá que la cárcel está vacía desde hace muchos años, que ahora se enseña como si fuera un museo. Me parece que hace ochenta años que no ingresa allí nadie. El último fue un preso político, el jefe de un partido clandestino que defendía que las metas del avance tecnológico fueran elegidas por el pueblo mediante votación, y no por el Gobierno.
—Pero ¿no se cometen delitos? ¿No hay criminales?
—A nadie le interesa. Gracias a la técnica, no puede haber delitos por imprudencia, ni delincuentes profesionales. Basta con seguir un tratamiento clínico, que naturalmente corre por cuenta del Gobierno. Sí, ésta puede ser su salida…
A la Consultora de Empleos se le iluminó la cara. Yo creo que había empezado a amarme, sin que se lo ordenara la máquina que tenía en su mesa de trabajo. Por fin había encontrado mi futuro, como si la pantalla del ordenador fuera la bola de cristal de una echadora de cartas.
—Le aconsejo que se haga delincuente —me dijo—, pero delincuente bien visible, para que le puedan sorprender in fraganti y ni siquiera tenga un largo proceso. La Corte de Justicia resuelve estos casos en treinta minutos, o quizás en menos si los perforistas programan pronto su sumario. Y una vez condenado, le envían a una clínica de rehabilitación, donde aprenderá un oficio o le capacitarán para un título.
—¿A quién tengo que matar entonces? —pregunté, ya decidido a todo, viendo el bienestar de Nonas como espectador, sintiéndome profundamente desgraciado ante la felicidad que contagiaba la Consultora de Empleos, en la blancura de su despacho, cuando se puso a reír con mi pregunta.
—¿Matar? Tendría poco éxito. Los asesinatos son casi estadísticamente imposibles. Todos se quedan en asesinatos frustrados, y esos tienen cadena perpetua. Por eso ni siquiera se intentan desde hace tiempo. ¿No ve usted que de nuestras clínicas salen llenos de vida enfermos que hasta hace unos años hubieran tenido que recurrir a los milagros?
—Pero le puedo cortar la cabeza a alguien —se me ocurrió sangrientamente, pensando en los cuadros de ejecuciones medievales que traían las ilustraciones de mis lejanos libros escolares.
La Consultora reía todavía más ante mis disparates:
—¡Qué anticuado está usted! ¿Para qué le va a cortar la cabeza a nadie, si en cualquier clínica volverán a injertársela con plenas garantías de supervivencia? No, lo que le recomiendo es algo más sencillo, que cometa algún delito de los que no lo son.
—No la entiendo.
—Le explicaré. Le recomiendo que cometa un delito de los que, efectivamente, lo son en este país, pero no en otro país. Un delito que no es delito.
Ya comenzaba a entenderla, en cuanto que dejaba de hablar como mis eventuales conciudadanos.
—Vamos a ver —siguió—, me entiende, ¿no?
—Perfectamente —alardeé con satisfacción—. Usted lo que quiere es que yo cometa un delito político.
—Algo así. Por ejemplo, si usted estuviera en Calenda, ¿qué delito de éstos cometería?
—Ninguno, no vea usted cómo se las gastan allí. Aún no han abolido la pena de muerte…
Otra vez la Consultora de Empleos reía con felicidad.
—Si se lo digo como ejemplo, es el método socrático.
—¿Socrático?
—Sí, esta fue una de las cosas que aprendí en el Centro de Estudios Humanos, filosofía griega.
—Y si estuvo en el Centro de Estudios Humanos, ¿por qué anda aquí entre ordenadores y no tiene un empleo mejor?
—Mis padres no tuvieron dinero para poder pagarme el título superior. Me tuve que conformar con el título de grado medio y abandonar entonces los estudios. Sólo aprendí cosas como éstas del método socrático, demasiado útiles todavía por desgracia. El método socrático sirve para convencer a los que no entienden algo. Al menos a mí me sirve.
—Vamos, para las personas como yo —le dije, dándome por aludido, con una sonrisa.
—Sí, como usted. Pero vamos a lo que íbamos. Suponga que en Calenda la justicia fuera como aquí, que no hubiera pena de muerte. Elija un delito de los que allí son muy graves, pero que aquí parecen ridículos.
—Pues —hice como el que recordaba las tradiciones de Calenda por los libros y los medios de información—, no sé, los palillos de dientes quizá… Sí, los palillos de dientes. Me parece que he leído en no sé dónde que allí encarcelan y hasta condenan a muerte a los que hacen reproducciones de monumentos con palillos de dientes, ¿no?
—Así es —me dijo, dándome un aprobado en método socrático—. Pues aquí también tenemos nuestros palillos de dientes, en todas partes del mundo existen… Vamos, que también existen incongruencias, cosas incomprensibles pero ciertas. Puede elegir entre cualquiera de ellas. Así será un delincuente ante los ojos de los demás, del Gobierno y de la Corte de Justicia sobre todo, pero podrá tener su conciencia tranquila, que es lo que proporciona mayor bienestar, según afirmaban nuestros últimos sondeos de opinión.
Yo no conocía apenas la Constitución de Nonas, casi ninguna de sus leyes, aunque había leído resúmenes de propaganda sobre el tema en la «Guía Oficial». Sabía que no existían los que en otras naciones se llaman delitos políticos, ya que las gentes vivían despreocupadas de la política, afanadas sólo en trabajar cuanto menos y cuanto más rentablemente para poder comprar los últimos avances tecnológicos. Era un callejón sin salida: todos aspiraban a poder vivir en el campo, sin complicaciones, lentamente, viendo ponerse el sol cada día. Pero no podían conseguirlo sino tras una vida de preocupaciones, de prisas. Para evitarse preocupaciones y prisas, tenían a toda la industria del país produciéndoles bienestar, máquinas para el bienestar. Pero las máquinas del bienestar costaban dinero, mucho dinero. Y para conseguirlo tenían que trabajar produciendo máquinas del bienestar para otros; tenían que preocuparse, tenían que estar incómodos, que andar siempre con prisas. Así desaparecieron los pájaros de Nonas. Ahora todos aspiraban a tener un pájaro en su casa, que cantara desde la libertad con barrotes de su jaula. Me lo indicó la Consultora de Empleos:
—Nuestros palillos de dientes son meterse a contrabandista de pájaros, que sabe que el Gobierno los tiene prohibidos porque pueden romper el equilibrio biológico que tanto trabajo nos costó conseguir después de las alteraciones producidas por los avances tecnológicos. O bien puede dedicarse a ejercer como deportista aficionado, otra cosa que está prohibida. Puede hacer, por ejemplo, algo que nadie pueda presenciar, que no admita competiciones ni apuestas. Plusmarquista de altura, cazador con perro, pescador de truchas, nadador estilo mariposa, levantador de pesos…
Siguió enumerándome posibles actividades delictivas. De todas ellas, la que más me satisfizo fue la de contrabandista de pájaros. Así que le pagué los honorarios por su consulta y decidí emprender cuanto antes mi nueva actividad.