Por unas calles oscuras, creo que sin que nadie se fijara demasiado en mí, llegué a la Posada. Y me dormí. No debían haber pasado muchas horas, y por supuesto que no habría llegado todavía la medianoche, cuando alguien llamó a la puerta de tal modo que al momento comprendí que no sería ni el lechero ni el repartidor del periódico. Porque tengo el sueño ligero, que si no, no podría haberlos oído; tan imperceptibles sonaron los golpes.
Adormilado, abrí. Me encontré con una cara conocida. Pero el sueño no me dejaba recordar demasiado. Menos mal que aquella misma persona, colándose en la habitación sin que yo la hubiera invitado a entrar y cerrando tras sí la puerta, con más miedo que misterio, se identificó. Lo hizo como cuantos tienen la certeza de que no nos acordamos de ellos:
—Me recordará, ¿no?
Por no ser menos, respondí lo obligado en estos casos:
—Claro que sí, hombre. ¿Cómo no le voy a recordar? Usted es…
Naturalmente que no sabía quién era. Su cara desde luego sí la había visto, y en las últimas horas. Pero lo mismo podía ser un compañero del viaje en autobús, que el Hombre de las Ceremonias, que un dependiente de la Tienda de Juan el Poeta. Tuve la suerte de que el hombre no fuera aficionado a los equívocos:
—No diga que me recuerda, porque se le ve en la cara que no. Soy el botones que esta tarde le acompañó a la Tienda.
—¿Pero —le dije, por excusarme— cómo se me iba a olvidar su cara? Claro que sé que usted es el botones. Es que no me ha dejado decírselo…
Iba sin uniforme. Y se había apeado del suficiente tono de lacónico misterio con el que aparecía nimbado por la tarde. Por decir algo, ante la violencia de aquella involuntaria visita, me excusé:
—Perdone, pero es que sin el uniforme parece usted mayor, menos niño, vamos…
Desconcertaba. Nunca podía uno saber qué iba a decir en el instante siguiente el Muchacho Que Apenas Hablaba.
—¿Sabe qué me trae aquí?
—Evidentemente no viene a traer el periódico, porque es muy temprano para que haya salido.
—No, vengo a ayudarle. A salvarle.
A chamusquina no olía. Por lo que sentí una gran satisfacción. Debe ser sobre todo engorroso salir en pijama y con una manta por los hombros de un hotel que está ardiendo por los cuatro costados, sin que funcionen los ascensores, sin luz en los largos pasillos alfombrados, sin nadie en la conserjería a quien pedir el libro de reclamaciones para protestar contra tamaña imprevisión, no especificada en el viaje de vacaciones organizado por la agencia.
Tampoco entraba el agua por debajo de las puertas, ni temblaban las paredes, ni el aire se hacía más irrespirable de lo que es habitual en las habitaciones con las ventanas precintadas por culpa del aire acondicionado. Así que, con sueño y con pocas ganas de pasar revista a los peligros que pudieran acecharme, poniendo un gesto de curiosidad, me entregué al Muchacho Que Apenas Hablaba.
—Vengo a salvarle —me precisó—, porque le están dando una falsa imagen de Calenda. Cuanto vio en el autobús, en la plaza, en la Tienda, aquí mismo en la Posada, nada tiene que ver con la realidad. La gente habla y habla, se pregunta y responde. Pero no es feliz. No crea que todos son como el Hombre de las Ceremonias, como Juan el Poeta. Ellos son los que siempre se dejan ver, los que acosan a los viajeros para impedirles que conozcan a otras personas que hay aquí, y que somos muchísimos, aunque usted crea lo contrario o se lo hayan hecho creer; muchísimos a los que no nos gusta hablar, que creemos que esta agua es malísima, que la convivencia no hay quien la soporte, que el pan suele estar duro, que el aire casi siempre es irrespirable con los humos de las fábricas y que el sol, aparte de que calienta demasiado en los veranos, se come los colores de las cintas que se ponen en el pelo las muchachas.
Sin que yo todavía le hubiera comunicado mi complacencia por tenerle en mi habitación —como realmente ocurría—, ya había tomado posesión de ella. Le veía pasear con ademán de jefe, extendiendo mucho los brazos hacia el techo, mientras me iba colocando su discurso:
—Usted habrá estado en otros pueblos, en otras ciudades, y podrá comparar. Pero nosotros no conocemos otra cosa que ésta. Y por los papeles que nos llegan a escondidas sabemos que por ahí, en otras ciudades, está prohibido hablar y entablar conversación con extraños, y que hay otros pueblos donde todo lo hacen con máquinas. Pero viven felices. Están satisfechos con el agua que beben, pero no dan discursos para decir que es la mejor del mundo. En el invierno, los viejos y los jubilados se calientan al sol en las plazas, como los gatos ancianos, pero no por eso ponen los ojos en blanco cuando pronuncian la palabra sol. En fin, qué voy yo a contarle que usted no sepa. ¿No le han hablado de Nonas?
—¿Nonas? —era la vez primera que me preguntaban por aquello y me llamaba la atención, como todo lo que envolvía al Muchacho Que Apenas Hablaba, que empezaba a aparecérseme como un Joven Luchador—. ¿Qué es Nonas?
—Un país vecino, donde todo lo hacen con máquinas. ¿No le han hablado de Nonas?
—Pues no…
—No se crea cuanto le digan. Viene a ser como lo del sol y lo de nuestra convivencia. ¿Me permite sentarme?
Y antes de que se lo permitiera, se sentó. Metió la cabeza entre las manos, en un súbito abatimiento.
—¿Le pasa algo, joven?
—Nada, muchas gracias. Muchas gracias por escucharme, por no llamar al Gran Alguacil. Otro en su caso ya lo habría hecho. A otros compañeros les ha ocurrido, por eso duran tan poco los botones en esta Posada.
—¿Llamar yo? No lo entiendo. No sé por qué habría de llamar a nadie, como no fuera al conserje para que le despidiera por haberme despertado, por haber entrado en la habitación sin mi permiso y sin uniforme, y por haberme desvelado.
—No, yo me refería a que me denunciara por alterar la convivencia, la mítica convivencia nuestra de Calenda que inventó Juan el Poeta en maldita sea la hora.
—No se preocupe, joven —le tranquilicé, viéndole tan abatido en el sillón—, por mí puede despotricar todo lo que quiera contra Calenda, que no voy a meterme en la complicación de llamar a nadie. Aquí, como ve, la gente se mete en las habitaciones sin llamar. ¿Para qué llamar encima? Se llenaría esto…
Por primera vez, se echó a reír. Aproveché para preguntarle:
—Pero ¿le pasaba algo, se encuentra mal?
—No, es que estoy hablando más de la cuenta; después tendré que hacer mi autocrítica. Va a creer usted que nosotros somos también igual que los demás…
—Si yo no digo nada, si es usted quien lo está diciendo todo…
—Por eso precisamente, señor viajero, porque no va a saber usted distinguirnos.
—Sabría si fueran tan callados como los de la ciudad.
—Eso pensamos todos, pero tendrán que pasar muchos años. Mientras que todo el mundo hable y pregunte, y haga loas del agua y del pan, no tendremos más remedio que conformarnos con hablar. Hasta que no llegue el momento en que pueda uno pasar horas y horas callado sin que lo denuncien ante el Gran Alguacil…
—¿Y cuándo llegará ese día, joven?
—Todavía está muy lejano. Muchos han muerto con la esperanza de conocerlo. Me temo que muchos más vamos a morir con la misma esperanza.
Tan triste se puso el Joven Luchador, que me sentí en la obligación de consolarle:
—No se preocupe, hombre, si son ustedes tantos como dicen, haciendo cosas calladamente, a lo mejor, ¿quién sabe?
Me miró como a un profeta:
—¿Usted cree?
—Cómo que si lo creo…
—Entonces, mejor todavía para lo que me ha traído aquí.
—¿Ah, pero le ha traído algo que no sea el afán de despertar a los clientes por… digamos la Causa? —le dije con toda la mala intención que se me vino de golpe, entre el sueño y la sorpresa—. A lo mejor los de los suyos no duermen y tampoco quieren que duerma nadie…
—Algo de eso es, señor —siguió diciéndome el Joven Luchador, que ya me empezaba otra vez a recordar al hermético Muchacho Que Apenas Hablaba de la tarde—; pero no dormimos solamente algunos días. Son los días en que nos dedicamos a trabajar por Calenda.
—¿Pero no estábamos en que no podían ver a Calenda?
—Es lo que dicen todos. Todos los que no nos conocen. Precisamente yo he venido para que usted nos conozca y no piense como los demás. Nosotros, señor mío, somos tan de Calenda como el que más hable; nos gusta esta agua como al que más excelencias diga de ella; pero entendemos que las cosas deben ser de otra manera. Estamos con Calenda, pero no con el Hombre de las Ceremonias…
Después de todo, no era difícil iniciarse en los misterios del Joven Luchador. Por lo que me permití continuar el enunciado de sus anatemas:
—Comprendo: ustedes, con Calenda, pero no Juan el Poeta.
El Muchacho Que Apenas Hablaba casi se emocionó. Se le fue de golpe el abatimiento y, levantándose del sillón donde tan postrado había estado, comenzó otra vez a dar paseos por la habitación:
—Veo que nos comprende —me dijo.
Yo seguía con mi escepticismo y mis ganas de dormir:
—No sé si comprenderé a los demás. A usted, por lo menos, empiezo a comprenderlo. Aunque no le miento si le digo que comprenderle me ha costado el sueño.
En retórico como estaba, lo del sueño le vino maravillosamente para seguir haciendo proselitismo conmigo:
—Muchos compañeros han perdido el sueño por Calenda. Usted los ve durante el día y están en la Tienda, gritando como el que más para que les vendan una muñeca para su hija; o en la plaza, comentando la buena mañana que hace con todo el que pasa; o en el autobús, cantando a voz en grito la canción tonta que compuso Juan. Durante el día adoptamos las costumbres del pueblo para que no nos descubran. Pero por la noche, trabajamos. Trabajamos por Calenda. Y muchos, de tanto trabajar, hasta han perdido el sueño. Hay viejos luchadores que no duermen desde hace diez años. Son los que más hacen, pero casi todos se vuelven locos, o mueren con los nervios destrozados. Es una tensión que sólo aguantan las vanguardias.
Harto ya de discurso, y como aquella música me sonaba igual que la del Hombre de las Ceremonias, sólo que con distinta letra, no pensaba más que en echarme de nuevo a dormir, que demasiado ajetreado había tenido el día como para continuarlo en monsergas nocturnas. En un momento en que el Joven Luchador hizo una pausa, le tendí la mano:
—Bueno, querido amigo, encantado de haberlo conocido. A ver si estoy aquí varios días y puede usted seguir contándome esas historias tan interesantes.
Se puso pálido:
—Pero ¿cómo? ¿No va usted a venir?
—¿Ir a estas horas? ¿Dónde? ¿No le parece que dónde mejor se puede ir ahora es a dormir?
—Los que no piensan como nosotros, los que están enloquecidos con los mitos de Juan, quizá. Pero nosotros debemos estar despiertos, trabajando, luchando.
—Animo, joven: a luchar, a trabajar, a estar despierto —le animé—. Pero con su permiso, un servidor va a seguir durmiendo —dije, abriéndole la puerta e invitándole a salir.
—Es que ya están todos avisados en el centro de que va a ir usted esta noche —me suplicó, otra vez con el hermetismo con que siempre acababa venciéndome, mientras cerraba con miedo la puerta que yo le había abierto.
—¿Al centro? ¿A la plaza a estas horas?
—No —me explicó—, no es el centro urbano. Es el centro, nuestro centro, donde nos reunimos a trabajar por las noches… Quisiéramos que usted viniera para conocerlo.
Desvelado irremediablemente, vi que no me quedaba otro remedio que ir. Si a los que me habían declarado su Huésped Ilustre les consentía que me echaran discursos, ¿por qué no había de escuchar a estos otros que habían tenido la hospitalidad de revelarme sus secretos? Así que no tuve otra salida que la aceptación:
—Quizá sea interesante hablar con sus compañeros de lucha…
—No, hablar no podrá usted, señor. Ya sabe cuáles son nuestras convicciones.
—Entonces usted, ¿cómo es que habla, y que puede estar aquí hablando conmigo?
—Me han encargado de las relaciones con los forasteros y estoy autorizado por los responsables. Hay que tener cuidado en no contagiarse. Sus mitos se le meten a uno por la sangre como una droga. Solamente haciendo cada día unas duras autocríticas me puedo mantener duro. Por eso confían en mí para las relaciones con los forasteros y soy el único que está autorizado a hablar con ellos.
—¿Y está muy lejos el centro?
—Él sitio no se lo puedo decir, por elementales razones de seguridad que comprenderá. Usted me espera en la puerta principal dentro de diez minutos. Yo saldré por la puerta de servicio y me reuniré allí con usted.
Me llevó por muchas oscuras calles, en las que ni siquiera podía distinguir los rótulos escritos en las esquinas. El Joven Luchador otra vez me conducía como por la tarde, cuando ejercía de Muchacho Que Apenas Hablaba al llevarme a la Tienda. En silencio, marchando a un paso más ligero que yo, algunos metros delante en cuanto me distrajera, me dio ocasión de ir pensando en el contraste del hombre que en la conserjería había alabado momentos antes mi improvisado paseo:
—Se ve —me habían dicho— que el señor tiene buen gusto. No hay nada más bello que un paseo por Calenda de noche.
Quizá fuera así. Lo cierto es que quizá no habría calles más oscuras que aquellas por las que me llevaba con tanto misterio el Joven Luchador. Tenía la impresión de que volvíamos a bajar la cuesta que poco antes habíamos subido, a doblar la esquina que habíamos desdoblado al principio. «Razones de seguridad», pensaba cada vez que me daba un tropezón contra el suelo, sin atreverme a protestar.
Nos detuvimos al llegar ante un portalón, en el que el Joven Luchador llamó con una señal que se adivinaba como convenida previamente y cabalística. Nos abrió un muchacho al que —ahora sí que no tenía duda— había visto en la plaza aplaudiendo más que nadie, cuando el Hombre de las Ceremonias me daba su discurso de bienvenida.
Entramos directamente a un salón inconfundible: el despacho de Juan el Poeta, en la trasera de la Tienda. Había más luz que cuando yo había estado allí al anochecer. Había desaparecido el ambiente de tristeza y se percibía un alegre silencio. Apenas se advertían los libros que tapizaban la humedad de las paredes. A una larga mesa de reuniones, de la que antes no me había dado cuenta, estaban sentados unos hombres mayores, muchachos, algunas mujeres. Dos niños andaban a gatas por allí, mientras todos se afanaban en su trabajo. Hasta había uno sentado de medio ganchete en el sillón que Juan tenía bajo el dosel del fondo.
Todos construían figuras arquitectónicas con palillos de dientes, que engomaban en sus extremos pacientemente. Sobre las mesas había unas cajas de medicinas, de donde sacaban los palillos con unción y misterio, para engomarlos y disponerlos en la esquina exacta del edificio en miniatura.
Antes de que tuviera que preguntar, el Joven Luchador, siseando las palabras como si mientras estuvieran oficiando una ceremonia religiosa, me explicó:
—Éste es nuestro trabajo. Hasta ahora solamente somos cien mil. A estas horas, en todo Calenda, hay tres mil personas en centros como éste, construyendo monumentos con palillos de dientes. En el momento en que todos los habitantes de Calenda hagan por las noches catedrales, o castillos, o torres con palillos de dientes, el Sistema se habrá derribado por sí solo, de inercia y de vejez, y sin que nadie los empuje caerán el Hombre de las Ceremonias y el Gran Alguacil.
También en voz religiosamente baja le pregunté:
—Pero ¿éste es el despacho de Juan el Poeta, no?
—Sí, pero no se lo diga a nadie. Ni ellos mismos saben donde están. No se lo decimos por razones de seguridad. Vienen a trabajar, pero no saben dónde lo están haciendo. Solamente lo sé yo. Yo me encargo de acompañarlos cada noche, como lo he traído a usted. Solamente que a muchos los debo traer con los ojos vendados, porque identificarían los sitios. Por eso tardé tanto en llegar a su habitación, perdone que le hiciera perder el sueño. Aunque le parezca lo contrario, éste es el centro más seguro. Por eso le he traído aquí.
No me lo acababa de creer:
—¿El más seguro? ¿En la Tienda de Juan precisamente? ¿Pero esto no es el sancta sanctorum de Calenda?
—Precisamente por eso. Es donde menos pueden imaginarse que estamos. Ellos saben lo que hacemos. Serían tontos si no lo supieran. Figúrese el trasiego de tres mil personas todas las noches por las calles, de un lado para otro. Ponen rondas de alguaciles y de agentes especiales, pero no pueden dar con nosotros. Estamos muy bien organizados. Porque los más señalados y los más comprometidos no vienen a los centros, sino que se quedan haciendo las figuras en sus casas. Y aquí no vienen sino los que ya han dado pruebas de amor a nuestra Causa, los que ya saben hacer figuras en tres dimensiones. Porque hay muchos que le llaman a uno para enseñarle una estrella de Sión, pongo por caso, hecha con palillos de dientes, igual que nuestros trabajos. Pero son agentes. Entonces, cuando enseñan una de esas estrellas, hay que poner cara de sorpresa, y preguntar qué es, y para qué sirve. Se lo advierto porque no me extrañaría que mañana le hicieran la prueba, si le han visto por la calle conmigo. Y si encontraran en usted entonces un resquicio de seguridad, le encarcelarían.
Como quien enseña una exposición de trabajos escolares, me fue mostrando lo que estaba haciendo cada cual. Hizo que me detuviera especialmente ante un anciano que construía un perfecto Duomo de Milán:
—Tiene más mérito que nadie —me dijo el Joven Luchador—. Hace muchos años, lo cogieron los especiales en su casa una noche, mientras hacía el Duomo de Milán. Se pasó muchos años en la cárcel. Lo torturaron. Le dieron drogas para que se olvidara de los palillos de dientes. A pesar de todo, ahí lo tiene. Cada semana se hace un Duomo de Milán. No hace otra cosa. ¿Hay que echarle valor, eh? —me preguntó con entusiasmo.
—Sí, muchísimo valor —tuve que contestarle.
Una muchacha hacía la Torre Eiffel. Como yo mostrara cierta curiosidad por su trabajo, el Joven Luchador me explicó:
—Es lo más llamativo, pero también lo más fácil. Por eso se lo dejamos a las jóvenes compañeras que están empezando a trabajar en la Lucha. Si los alguaciles la cogen con una Torre Eiffel, como es lo que más encuentran, con un poco de suerte quizá ni la encarcelan.
Había otros que hacían Torres de Pisa, Plazas de San Marcos, Vaticanos, Casas Blancas, Kremlims, Casas Rosadas, Palacios de la Moneda. Se les veía apasionados, con los ojos enrojecidos por la emoción y el odio. Observé que aprovechaban al máximo el material. Por ejemplo, si para rematar un capitel necesitaban solamente medio palillo, sacaban uno de las cajas de medicinas, lo cortaban con aplicación, engomaban una mitad y la otra, la volvían a depositar en la caja con unción, como quien guarda una joya. Tanto me llamó la atención que no hubiera por el suelo ni sobre las mesas qué digo ni un palillo, ni un trozo, ni una astilla, que le pregunté a mi apasionado guía:
—¿Por qué aprovechan tanto los palillos?
—Es que están prohibidos en Calenda, como comprenderá. Cuando vieron que los utilizábamos para derribar el Sistema, los prohibieron. Desde entonces tenemos que hacernos con ellos clandestinamente y traerlos a escondidas. Estos que se están usando hoy han venido esta misma tarde, precisamente en el autobús que le trajo a usted. Nos los ha pasado una mujer en el fondo de una cesta de huevos, entre la paja. Uno de los nuestros, que es médico, fue a su casa a recoger la cesta y después me los llevó a la Posada en estas cajas, con el pretexto de que eran las medicinas del cliente de la trescientos dos, que padece del estómago. Otras veces los traemos dentro de frascos de jarabe, pero hay que limpiarlos después y es peligroso. Hay muchísimas formas, y ni los alguaciles ni los especiales pueden registrar a todo el que pasa por la calle. Como más frecuentemente los llevamos es en el forro de los vestidos o en una doble suela, en los zapatos. Claro que los especiales acaban siempre descubriendo cada método nuevo que inventamos y hemos de estar renovándonos continuamente. Para eso piensan exclusivamente los del Centro Intelectual, que a cambio están dispensados de tener que hacer de madrugada catedrales y torres, como nosotros.
Como el Joven Luchador vio que con sus palabras me adormilaba, a pesar de la sorpresa con que lo contemplaba todo, comprendió que ya era hora de que me fuera a la Posada. Los hombres seguían trabajando cuando cruzamos el portalón por el que habíamos entrado:
—¿Le acompaño?
—No hace falta, siempre me deja usted volver solo desde este sitio. ¿No es así?
—Pero ya sabe —me alertó el Joven Luchador al despedirse—: ni aunque le torturen diga usted que ha estado aquí. O, bueno, dígalo en ese caso. Así quién sabe si se conseguirá que Juan el Poeta caiga en desgracia.