Lina me llevó a uno de los rincones más oscuros del ya de por sí oscuro local. Momentáneamente, el Hombre de Etiqueta se había perdido por otro rincón con una amiga de Lina, justamente la que con ella y un hombre de sexo no claro —que después desapareció con un muchacho— había hecho momentos antes un número de estristís que anunciaron como «La convivencia».

Lina me echó sus manos por los hombros. Había un faro que portuaria y cronométricamente pincelaba rayos de luz por los más oscuros rincones. Yo, francamente, no estaba como para cronometrar cada cuántos segundos nos tocaba la pasada de aquellas largas cerdas de luz. Pero a cada destello podía comprobar que Lina tenía pintados los labios con un potingue que, a la luz, los hacía reflectantes. Solos como estábamos en aquel oscuro rincón, intenté besarla. Me puso entonces un dedo en la boca y me alejó un poco. Y con voz de copa bordeada de azúcar y sal, me dijo:

—¿Por qué no te vienes mejor a mi apartamento?

—¿Y el Hombre de Etiqueta?

—Deja al Hombre de Etiqueta, estará por ahí con Tina y se irán a su apartamento también…

—Pero tendremos que pagar esto…

—Déjaselo también al Hombre de Etiqueta.