—Buenas noches —dije al llegar a la Posada.
—Buenos días —me respondió el portero, sin ocultar una sonrisa de complicidad.
Y para evitar que mi barba de ya casi veinticuatro horas y mi traje arrugado infundieran nuevas sospechas, me acosté y dormí hasta casi el anochecer.
Cuando bajé a cenar estaba de ascensorista el Joven Luchador. En la corta distancia del descenso de unos cuantos pisos me puso al día de sus trabajos:
—Ha debido haber una delación. ¿No vio ayer por la noche a los especiales?
—Sí, ya los vi. Pero le aseguro que no le he dicho ni media palabra a nadie.
—Tenga mucho cuidado que…
No pudo advertirme de más. Ya habíamos llegado a la planta noble, y la presencia de otros clientes, que se disponían a subir en el ascensor, hizo enmudecer automáticamente a mi iniciador.
Habían debido correrse las voces de mi timidez. Porque raro era el día, después que pasaron algunos de mi estancia en Calenda, que no me abordaba alguien para contarme su problema. Y el caso era que me lo contaban y nunca me pedían ni siquiera mi opinión. Todo el mundo quería enseñarme algo, comunicarme algo, iniciarme en algo.
Por eso me sorprendió que aquella mujer alta y bien vestida, con porte extranjero, me dijera nada más empezar a hablarme:
—En sus manos está mi felicidad.
Pensé en una apasionada proposición de matrimonio en una viuda a la que se le hubiera pasado la edad. Después de todo, hasta hubiera sido normal. Raro era el día que mi foto no venía en los periódicos, por una u otra cosa, y siempre con comentarios elogiosos rodeándola de plomo. Alguna mujer se habría enamorado de mí, quizás exclusivamente por esta mi cercanía en las páginas impresas con actores guapísimos, con héroes de guerras lejanas, con hombres ricos y poderosos. Puestos a contribuir a la formación de una institución tan tradicional en Calenda como la familia, no me hubiera importado hacerlo con una mujer de una distinción tan atractiva como aquélla, ya entrada en años, que muy serenamente me echaba a la cara el humo de un largo cigarro que había sacado momentos antes de una delgadísima pitillera de plata, contra la que lo golpeó. Estaba visto que todas las mujeres de Calenda, de la vida o de la aristocracia, o al menos las que había podido conocer hasta entonces, se empeñaban en echarme el humo a la cara, con lo que me molesta.
—Usted me puede hacer feliz —siguió—, solamente usted.
Traté de hacerme interesante, ya que, aunque cada vez tenía mayores argumentos para desconfiar en mis dotes de adivinación, creí que el camino que tenía que recorrer aquella señora para llegar a su felicidad pasaba por una cama, quizá por la de mi habitación o por la de su posible señorial apartamento de esculturas antiguas, espejos con bronce, candelabros de plata y retratos de nobles y rubios antepasados en uniformes carnavalescos anteriores a la Revolución. Pero de nada me sirvió. Echando más cuenta a su pitillera de plata —en el juego nervioso de las manos— que a mi presencia, casi sin mirarme, me contó apresuradamente su tragedia:
—Verá, es muy largo de contar, pero se lo resumiré, ya sé que usted es un hombre muy ocupado. Todo empezó cuando quise labrarme una casa nueva. El palacio me traía los recuerdos de mi marido…
Por esta vez no había fallado al predecir su nobleza. Muy satisfecho, seguí escuchando:
—Como sabrá, la Revolución abolió la nobleza en Calenda.
—No, no lo sabía.
—Sí, querían que todos fueran iguales. Y para demostrarlo, nos quitaron los títulos e hicieron marqueses a todos los hijos de prostitutas y de madres solteras abandonados aquel año en la Inclusa.
—Crearon entonces una nueva nobleza, no la abolieron —filosofé la historia.
—No, abolieron la tradicional nobleza de Calenda. Aunque hay que reconocer que eso fue sólo sobre el papel. Los marqueses incluseros, cuando pasaron los años y pudieron usar sus títulos, no tenían de qué vivir, después que pasaron por la Casa Cuna y por el Hospicio. Y como todos se convirtieron en ladrones, o en traficantes de palillos de dientes, el título no les servía para nada. Lo único que les servía era lo que no tenían: el dinero. Y nosotros teníamos el dinero, pero nos faltaban los títulos que nos habían quitado los que hicieron la Revolución. Dinero, a pesar de todo lo que ha ocurrido en Calenda y de cómo nos han perseguido y nos han hecho la vida imposible, a nosotros nos sigue sobrando. Nos quitaron las tierras, pero los colonos siguen abonándonos unas rentas simbólicas.
—¿Por qué?
—Por tradición, dicen, para no romper con las instituciones de Calenda, aunque el Hombre de las Ceremonias se lo tiene prohibido. Yo vivo de eso, de aquellas tierras que me quitaron y que ya no me pertenecen. Pero cada año vienen a casa los antiguos colonos o los hijos de los antiguos colonos y me dejan sus dineros, las primeras cestas de la cosecha, las terneras de las vacas de vientre que han parido. A muchos los detienen al salir; pero nunca faltan a llevar las rentas. Yo creo que no es por tradición, como ellos dicen muy orgullosamente, sino por miedo. Cuando estoy sola y pienso en estas cosas, en el fondo creo que me siguen sintiendo miedo, que creen que Ignacio podrá un día volver de nuevo al poder.
—¿Ignacio?
—Sí, el pobre de mi marido. Ignacio, Igny el Noble es el nombre con que ha pasado a la historia. ¿No le han contado sus hazañas?
—No, nadie; usted es la primera.
—También es el miedo, señor, el miedo. Él lo era todo en Calenda hasta que el Hombre de las Ceremonias y el Cuerpo de Acemileros hicieron la Revolución. Se sublevaron…
—¿Y a Ignacio, vamos, a su marido?
—Lo fusilaron en la plaza. Yo he querido irme lejos, para olvidar todo esto; pero no me dejan. Para más escarnio, me han hecho cantinera de honor del Cuerpo de Acemileros. Rechacé el nombramiento y me encarcelaron. Al cumplir la condena y quedar en libertad, me nombraron nuevamente. No tuve más remedio que aceptar y que acudir cada mes a cobrar el sueldo, porque es un puesto de honor, pero retribuido. De eso, y de lo que dejan en casa los antiguos colonos cada año, puedo ir viviendo. Y le mentiría si le dijera que vivo mal…
—¿Y la antigua nobleza?
—Algunos pudieron escapar y están ahora en Nonas, muy bien situados, porque llegaron antes de que se iniciara allí la conquista del bienestar, que sabe que es el Sistema que tienen. Pero casi todos corrimos la misma suerte. Por eso, como le estaba contando, cuando los marqueses incluseros pusieron en venta sus títulos, nosotros se los compramos. Los tenemos nuevamente. Y así, nos autorizan a tener palacios, a usar colonia inglesa, a timbrar coronas grabadas en oro en nuestras cartas, a ponernos diminutivos de distinción en nuestros nombres de pila y a usar el título en vez del apellido. Gracias a nuestra astucia de clase, no solamente podemos hablar —en privado, naturalmente— de las hazañas de Ignacio, sino llamarle «el Gran Igny», como le decíamos al pobre en vida, o «Igny el Noble», como ya le he contado que ha pasado a la historia.
Me sentí atraído por las hazañas de Igny, sobre las que su viuda pasaba una y otra vez en el vuelo rasante de la memoria. En cuanto se lo pregunté, me hizo una epopeya de urgencia:
—Fueron famosas —dijo riendo, recordando sin duda los mejores años de su vida—. ¿Sabe lo del pan?
—¿Lo del pan? No tengo el gusto…
—¡Lo del pan fue lo más grande! —comentaba para ella misma entre grandes risotadas—. ¡Qué grande era Igny! Verá usted: fue que hubo una gran sequía. Los colonos se levantaron. Algunas historiadores vendidos al Sistema éste del Hombre de las Ceremonias han dado en decir que aquello fue el precedente de la Revolución; vamos, el ensayo general con vestuario. Eso es una ordinariez. Entonces lo que ocurrió fue que vino la sequía y nosotros, claro, como teníamos hechos los contratos con los colonos sin decir si había sequía o no, cuando llegó la hora les exigimos nuestras rentas. Cuando había buena cosecha no se preocupaban de darnos las gracias, ni de dárselas al cielo, ¿no? Pues lo lógico era que les cobráramos siempre las rentas, hubiera sido el año malo o bueno, ¿no le parece?
En tantos contrapuntos se metía, que temí que acabara sin contarme las hazañas del difunto Gran Igny en aquella sequía. No sin grandes trabajos dialécticos lo conseguí, porque a cada caso se reía de lo que acababa de contar ella misma, como en un continuo chiste:
—Todos se sublevaron, todos. Primero, los segadores; después, los mozos de cuadra… ¿No ha visto que ahora hablan mucho de los acemileros, que los acemileros para arriba y los acemileros para abajo, que gracias al Cuerpo de Acemileros ganaron la Revolución?
—Sí, no me diga más… —Y ahora era yo quien reía, recordando tanto discurso como había tenido que soportar sobre el tema.
—Bueno —continuó la Noble Dama—, pues de acemileros, nada de nada. Mozos de cuadra es lo que eran, que se sublevaron en aquella sequía también, como los sembradores, y los guardas… Todos. Se reunieron, y cercaron nuestros palacios. Cada grupo, el palacio del señor al que tenían que pagar las rentas. ¡Buenos se pusieron los señores! Enfadadísimos y con razón, ¿no le parece?
—No sé que decirle, señora, no conozco el tema —tuve que confesar, para evadirme.
—Pues si no lo conoce se lo voy a seguir explicando. Cuando los otros señores se vieron venir a aquella gente, mandaron a un criado que les dijera: «Que dicen los señores que vayan ustedes a hablar con el Gran Igny. Que lo que él haga, harán ellos». Así que fíjese usted la que le echaron encima a Igny, el pobre. Pero menos mal que tenía valor para acabar con esa gentuza y más. Así que cuando llegaron a casa los del pueblo, mandó un criado para decirles que subieran unos cuantos de ellos, que quería hablarles. Parlamentar, ¿no se dice? Subieron. A mí me mandó retirarme. Pero pude escuchar tras una puerta. ¿Y sabe qué les dijo?
Le confesé que no tenía la menor idea de las hazañas del Gran Igny.
—Pues les dijo —continuó la Noble Dama— que qué querían. Y los otros les dijeron que pan, y no pagar las rentas, que el año había sido muy malo y todavía duraba la sequía. Y entonces Igny, con uno de aquellos golpes geniales suyos, qué hombre, va y les dice: «Todo se arreglará, señores. Tendrán ustedes pan, no pagarán las rentas». Y después les preguntó: «¿Tienen ustedes hambre?». La gentuza aquella se puso a bramar. Él, con su aplomo de siempre, que para algo había estudiado en Inglaterra, fue y les dijo: «Bien, hablemos tomando el aperitivo». No me negará que hay que tener valor para tomar el aperitivo con los colonos que venían a matarnos.
—Sí, hay que tener valor —le dije. Y por agravar la tensión, añadí en broma—: Valor, y una botella de vermut…
Tras reír cortésmente mi ocurrencia, la Noble Dama, esta vez sin la menor incitación por mi parte, prosiguió el relato de las hazañas de su Igny:
—Así que mandó llamar a los criados, y les sirvió de todo. Lo mismo que tomábamos nosotros en el aperitivo, sin distingo alguno. Y los criados, sirviéndoles con guantes blancos a aquella gentuza, no crea. Igny era muy demócrata. Otra cosa no tendría, pero a demócrata no le ganaba nadie. Todavía se recuerda que cuando recorría nuestros campos, les daba tabaco y les decía buenos días a los que se cruzaban con él por los caminos. Así que mientas que los otros estaban allí comiendo y bebiendo, que no sabían ni comer ni beber con educación, y daba asco cómo engullían los canapés de salmón, comenzó a buscar soluciones. Dijo que le pagaran más tarde, cuando hubieran recogido la cosecha. «Pero es que no vamos a recoger nada, es que hemos perdido hasta las simientes», le dijo uno de ellos, de lo más ordinario. Igny, una solución y otra, y los otros, que nada, que lo que querían era que les perdonáramos la renta de aquel año. ¿Eso cómo iba a ser, no cree? Así que a Igny se le ocurrió una solución genial. Con mucho aplomo, porque hacía falta tenerlo, les dijo que si lo que tenían era hambre, y que no querían pagar las rentas, que aceptaran una apuesta. Es que Igny era genial para las apuestas, mire. Claro, como había estudiado en Inglaterra… Les dijo a aquellos ordinarios que si eran capaces de comerse todo lo que les sirvieran los criados, que les perdonaba las rentas. Y los otros, pobrecillos, aceptaron. Uno hasta tuvo la desfachatez de decir: «¿Cómo todo? Hasta a su señora de usted nos la comemos, con un respeto, claro, es un decir». Igny, con su flema, no lo tomó en cuenta; si lo llega a tomar, habría mandado en seguida que un criado le diera dos tiros a aquel soez. Porque, eso sí, a Igny nunca le gustó mancharse las manos de sangre, y menos de sangre plebeya.
Después me contó la comida que Igny ofreció a los colonos rebelados. Pero como mis conocimientos de gastronomía no son muy extensos, no me atrevo a reproducir el extenso menú para evitar inexactitudes y errores que quizás harían reír a muchos que leyeran mi memorial. Lo que sí recuerdo es el fin de la historia:
—Total —me dijo la Noble Dama, resumiendo—, que todos fueron muriendo, uno detrás de otro, entre grandes arcadas, revolviéndose en sus propios excrementos y vómitos. Ninguno pudo sobrevivir al banquete. Igny entonces mandó que los criados bajaran a la plaza, donde todavía esperaban los otros revoltosos, que optaron por montar a sus muertos en los carros que habían traído cargados de hoces para asesinarnos y de hachas para cortarnos las cabezas y las manos, y llevárselos a las fincas para darles sepultura. Desde entonces, hasta la Revolución, nadie intentó rebelarse más.