CAPÍTULO I
UNA REVOLUCIÓN
I
—¡Bien! —dijo el señor Povey, levantándose de la mecedora que en una época anterior fue de John Baines—¡Como alguna vez tengo que empezar, igual puedo empezar ahora!
Y pasó de la sala a la tienda. Constanza lo siguió con los ojos hasta la puerta, donde se encontraron sus miradas en ese instante pasajero que expresa la ternura de las personas que sienten más que besan.
Era el día en que la señora Baines, renunciando a la soberanía de la Plaza de San Lucas, se había ido a vivir a la casa de su hermana Harriet Maddack en Axe. Poco sospechaba Constanza la secreta angustia de aquella marcha. Sólo sabía que era muy propio de su madre, luego de disponer perfectamente la casa para la llegada desde Buxton de la pareja en viaje de novios, desaparecer temprano para evitar el natural y ruboroso retraimiento de dicha pareja. Era propio del sentido común de su madre y de la cordial comprensión de su madre. Además, Constanza no se ocupaba de los sentimientos de su madre porque estaba muy ocupada con los suyos. Allí estaba rebosante de nuevo conocimiento y de nueva importancia, de experiencia y de extrañas e inesperadas aspiraciones, propósitos, sí, ¡y astucias! Y con todo, aunque las mismas curvas de sus mejillas parecían haberse alterado misteriosamente, aún estaba allí la antigua Constanza, un alma inocente que titubeaba en extender sus alas y abandonar para siempre el cuerpo que había sido su hogar; se veía al tímido ser asomándose con añoranza a los ojos de la mujer casada.
Constanza tocó la campanilla para decir a Maggie que quitara la mesa; al hacerlo tuvo la ilusión de que no era en realidad una mujer casada y un ama de casa sino solamente una especie de imitación. Esperaba fervientemente que todo marchara bien en la casa, por lo menos hasta que estuviese más acostumbrada a su situación.
Sus esperanzas habían de verse decepcionadas. La sonrisa obsequiosa y bastante tonta de Maggie ocultó por un momento la indecible tragedia que estaba esperando a la desarmada Constanza.
—Si me hace el favor, señora Povey —dijo Maggie amontonando tazas en la bandeja de estaño con sus grandes manos rojas, que siempre tenían el aspecto de algo que viniera de la carnicería; y tras una pausa—, ¿quiere usted aceptar esto?
Ahora bien, antes de la boda Maggie ya había regalado a Constanza con lágrimas de afecto una pareja de jarrones de cristal azul (para salir a comprar los cuales se había visto obligada a pedir un permiso especial), y Constanza se preguntó qué iba a salir ahora del bolsillo de Maggie. Salió un pequeño papel doblado. Constanza lo aceptó y leyó: «Le comunico con un mes de antelación que me despido. Firmado, Maggie. 10 de junio de 1867».
—¡Maggie! —exclamó la antigua Constanza, aterrada por aquel increíble suceso, antes de que la mujer casada pudiera reprimirla.
—Como nunca me he despedido, señora Povey —dijo Maggie—, no sé cómo hay que hacerlo. Pero espero que lo acepte, señora Povey.
—¡Oh! ¡Por supuesto! —dijo cortésmente la señora Povey, como si Maggie no fuera la columna que sostenía la casa, como si no la hubiese visto nacer, como si no se hubiese anunciado de repente el fin del mundo, como si la Plaza de San Lucas no resultara inconcebible sin Maggie—. Pero ¿por qué…?
—Bueno, señora Povey. Lo he estado pensando en mi cocina y me dije: «Si va a haber un cambio, mejor que haya dos», digo. Claro que yo me deslomaría trabajando por usted, señorita Constanza.
Aquí Maggie se echó a llorar en la bandeja.
Constanza la miró. A pesar de la muselina especial de aquel día, tenía restos del desaliño del que la señora Baines nunca había sido capaz de curarla. Tenía más de cuarenta años; era grandona y desgarbada. No tenía figura ni encantos de ninguna clase. Era lo que quedaba de una mujer después de veintidós años en la cueva de aquella familia de filántropos. ¡Y lo cierto es que en su cueva había estado pensando cosas! Constanza captó por primera vez, bajo la obrera deshumanizada, los indicios de una individualidad diferenciada y tal vez caprichosa. Los compromisos de Maggie nunca habían sido reales para sus patronos. Dentro de la casa no había sido nunca, en la práctica, nada más que Maggie: un organismo. ¡Y ahora se estaba permitiendo tener ideas sobre cambios!
—Pronto encontrará a alguien que le convenga, señora Povey —dijo Maggie—. Hay muchas…, muchas… —estalló en sollozos.
—Pero, si de verdad quiere irse, ¿por qué llora, Maggie? —le preguntó la señora Povey, con gran perspicacia—. ¿Se lo ha dicho a mamá?
—No, señorita —gimoteó Maggie, secándose distraídamente las arrugadas mejillas con la inútil muselina—. Ni se me ocurriría decírselo a su madre. Y como usted es ahora la señora, pensé esperar hasta que usted viniese a casa. Espero que me disculpe, señora Povey.
—Desde luego, lo siento mucho. Ha sido usted muy buena sirvienta. Y en estos tiempos…
La joven había tomado este giro de su madre. A ninguna de las dos se les ocurrió al parecer que vivían en la década de los sesenta.
—Gracias, señorita.
—Y ¿qué piensa hacer, Maggie? Ya sabe que no encontrará muchas casas como ésta.
—A decir verdad, señorita, yo también voy a casarme.
—¿Sí? —murmuró Constanza mecánicamente, por el hábito de responder a aquellas noticias.
—¡Oh! Sí, señora —insistió Maggie— Está todo arreglado. Con el señor Hollins, señora.
—¡No será Hollins, el vendedor ambulante de pescado!
—Sí, señora. Parece ser que le gusto. No recordará usted que estuvimos comprometidos en el 48. Fue mi primer novio, pues. Rompí con él porque estaba con esos cartistas[32] y yo sabía que el señor Baines no lo consentiría. Ahora me ha pedido otra vez. Es viudo desde hace mucho.
—Por supuesto, espero que sea feliz, Maggie. Pero ¿y las costumbres de él?
—Conmigo no tendrá costumbres, señora Povey.
Estaba claro que de la humilde obrera estaba saliendo una mujer.
Cuando Maggie, después de dejar de sollozar, hubo guardado el mantel plegado en el cajón de la mesa y se hubo marchado con la bandeja, su ama volvió a ser con toda franqueza una jovencita. ¡No había en ella porte estirado alguno cuando se quedó sola en la salita, ni simulación de que el aviso de despido de Maggie era un documento cotidiano al que había que echar un vistazo casual como a una factura sin pagar! Se vería obligada a buscar una nueva sirvienta, haciendo solemnes indagaciones de su carácter; a formarla y a hablarle desde alturas desde las cuales nunca se había dirigido a Maggie. En aquel momento tuvo la impresión de que no había más sirvientas adecuadas disponibles en todo el mundo. ¿Y el matrimonio concertado? Pensó que aquella vez —la decimotercera o decimocuarta— el compromiso iba en serio y acabaría en el altar. La visión de Maggie y Hollins ante el altar la escandalizó. El matrimonio era una serie de fenómenos y una situación general, santos y maravillosos en extremo, demasiado sagrados en cierto modo para seres como Maggie y Hollins. Su vaga e instintiva rebelión contra semejante uso del matrimonio se centró en la idea de un fuerte y eterno olor a pescado. Sin embargo, el proyectado ultraje de una institución santificada le preocupó mucho menos que el inminente problema del servicio doméstico.
Fue corriendo a la tienda —o habría ido corriendo si no hubiera contenido a tiempo sus impulsos infantiles—; en sus labios, preparadas para ser vertidas en el oído de un sorprendido esposo, estaban las palabras «¡Maggie se ha despedido! ¡Sí! ¡De verdad!». Pero Samuel Povey estaba ocupado. Se inclinaba sobre el mostrador mirando fijamente un papel desplegado sobre el cual un tal señor Yardley hacía trazos con un grueso lápiz. El señor Yardley, que lucía una larga barba roja, pintaba casas y habitaciones. Ella sólo lo conocía de vista. Mentalmente siempre lo asociaba con el rótulo que campeaba sobre su establecimiento, sito en Trafalgar Road: «Yardley Hnos. Fontaneros autorizados. Pintores. Decoradores. Empapeladores. Escritura de Rótulos». Durante años, de niña, estuvo pasando por delante de aquel rótulo sin saber qué eran «Hnos.» ni «Rótulos» ni cuál era la misteriosa similitud que existe entre un fontanero y una versión de la Biblia. No podía interrumpir a su marido, ya que estaba plenamente absorto en su tarea, ni podía quedarse en la tienda (que parecía ser sólo un poco más pequeña de lo habitual), pues ello habría significado un infructuoso esfuerzo por enfrentarse a las dependientas como si no le hubiera sucedido nada en especial. De manera que subió sosegadamente la escalera del entresuelo y pasó a los pisos de dormitorios de la casa: ¡su casa! ¡La casa de la señora Povey! Subió incluso al antiguo dormitorio de Constanza —su madre había quitado la ropa de la cama—, que se correspondía todo él, salvo una pequeña disminución de aquella estancia, con la tienda. Después, al salón. En el rincón de detrás de la puerta estaba todavía la negra caja del servicio de plata. Pensaba que su madre se la habría llevado, ¡pero no! Sin duda su madre era una persona que hacía las cosas bien… cuando las hacía. ¡En el salón no se había tocado ni una borla de un tapete! ¡Sí; la pantalla de la chimenea, el cautivador ramo de rosas sobre fondo de mostaza que Constanza había hecho para su madre años atrás había desaparecido! El que de toda la pesada opulencia del salón su madre se hubiera aferrado únicamente a aquel recuerdo emocionó íntimamente a Constanza. Se dio cuenta de que si no podía hablar con su marido tenía que escribir a su madre. Y se sentó ante la mesa ovalada y escribió: «Querida mamá, estoy segura de que te sorprenderá mucho que te diga… Va en serio… Creo que está cometiendo un grave error. ¿Debo poner un anuncio en la Señal o bastará con que…? Por favor escribe a vuelta de correo. Ya estamos aquí y lo hemos pasado muy bien. Sam dice que le encanta levantarse tarde…». Y así sucesivamente hasta la última pulgada de la cuarta página festoneada.
Tuvo que volver a la tienda a por un sello, ya que los sellos se guardaban en el pupitre del señor Povey, en el rincón; un pupitre alto que se utilizaba de pie. El señor Povey estaba sumergido en seria conversación con el señor Yardley en la puerta; el crepúsculo, que empezaba en la tienda una hora antes que en la Plaza, arrojaba tenues sombras a los rincones tras los mostradores.
—¿Quiere ir un momento a echar esto al buzón?
—Con mucho gusto, señora Povey.
—¿Adonde va usted? —el señor Povey interrumpió su conversación para detener a la muchacha, que salía a toda prisa.
—Va a echarme una carta —dijo Constanza desde la zona de la caja.
—¡Ah! ¡Está bien!
¡Una insignificancia! ¡Una nadería! Sin embargo, de alguna manera, en la silenciosa tienda vacía de clientes, aquel episodio, con la diferencia apenas perceptible del tono empleado por Samuel en su segunda observación, a Constanza le resultó delicioso.
De alguna manera era el verdadero comienzo de su vida como esposa. (Había habido como otros nueve verdaderos comienzos en los quince días anteriores.)
El señor Povey acudió a cenar cargado de libros de contabilidad y otros trabajos que Constanza nunca había pretendido entender. Por parte de él era señal de que la luna de miel había terminado. Ahora era un propietario y su entusiasmo por los libros de contabilidad era muy justificable. Además estaba la cuestión de la sirvienta.
—¡No es posible! —exclamó cuando ella le contó todo acerca del fin del mundo. ¡Un «no es posible» que expresaba el mayor asombro y la más viva preocupación!
Pero Constanza se figuraba que se iba a quedar algo más pasmado, helado, estupefacto, atónito, anonadado. En un rápido destello de perspicacia vio que había corrido peligro de olvidarse de su papel de mujer casada capaz y experimentada.
—Tendré que ponerme a buscar otra —dijo apresuradamente, asumiendo admirablemente un aire de ligera y tranquila despreocupación.
El señor Povey pensaba al parecer que Hollins resultaría muy adecuado para Maggie. No hizo ninguna observación a la novia cuando ésta acudió a la última llamada nocturna de la campanilla.
Abrió sus libros de contabilidad, silbando.
—Creo que me voy arriba, querido —dijo Constanza— Tengo un montón de cosas que guardar.
—Anda —dijo él—; cuando hayas terminado, llamas.
II
—¡Sam! —gritó desde lo alto de la retorcida escalera.
No hubo respuesta. La puerta que había al pie de ésta se encontraba cerrada.
—¡Sam!
—¿Qué?—lejana y débilmente.
—¡Ya he terminado y me voy a dormir!
Y volvió corriendo por el pasillo, una figura blanca en las densas tinieblas, y se metió a toda prisa en la cama, subiéndose el embozo hasta la barbilla.
En la vida de una recién casada hay algunos momentos dramáticos. Si se casa con el industrioso aprendiz, uno de esos momentos tiene lugar cuando ocupa por primera vez la sagrada cámara de sus antepasados y la cama en la que nació. La habitación de sus padres había sido siempre para Constanza, si no sagrada, al menos poseedora de una cierta solemnidad moral. No podía entrar en ella como entraría en otra habitación. El curso de la naturaleza, con su sucesión de muertes, concepciones y nacimientos, hace poco a poco augusta a esa habitación dotándola de una misteriosa cualidad que interpreta la grandeza de la mera existencia y se impone a todo. Constanza tenía las más extrañas sensaciones en aquel lecho, cuya pesada y digna ornamentación simbolizaba una época pasada; sensaciones de sacrilegio y de invasión, de ser una chiquilla traviesa sobre la cual recaería un castigo por aquel hecho insólito y escandaloso. No había vuelto a dormir en aquella cama desde que era muy pequeña, una noche con su madre, antes de que su padre sufriera el ataque, estando él fuera. ¡Qué cama tan ilimitada e insondable era entonces! Ahora no era más que una cama —así tenía que decírselo a sí misma— como cualquier otra. La pequeñuela que, sintiéndose segura gracias al contacto con su madre, había dormido en aquella vasta extensión le parecía ahora una personilla patética; su imagen le causaba melancolía. Y su mente se detuvo en la consideración de tristes acontecimientos: la muerte de su padre, la fuga de Sofía; el inmenso pesar y el exilio de su madre. Pensó que sabía lo que era la vida, y que era triste. Y suspiró. Pero el suspiro era afectado, encaminado en parte a convencerla de que era una adulta y en parte a mantener su compostura en el intimidatorio lecho. Aquella melancolía era ficticia, era menos que espuma pasajera en el profundo mar de su alegría. La muerte y la aflicción y el pecado eran para ella unas formas imprecisas; el despiadado egoísmo de la felicidad los hacía desaparecer de un soplo y sus rostros se desvanecían. Viéndola en el lecho, en un marco de caoba y borlas, tendida de costado, con sus juveniles mejillas encendidas y su mirada honesta pero no sin malicia y la opulenta curva de su cadera levantando el cobertor, cualquiera habría dicho que jamás había oído hablar de otra cosa que de amor.
Entró el señor Povey, el recién casado, con rapidez y firmeza, manteniendo el tipo bastante bien pero todavía con timidez. «Al fin y al cabo —estaban tratando de decir sus hombros—¿qué diferencia hay entre esta habitación y la de una casa de huéspedes? En realidad ¿no deberíamos sentirnos más a gusto aquí? ¡Además, maldita sea, llevamos quince días casados!».
—¿No te produce una sensación extraña dormir en esta habitación? A mí sí —dijo Constanza. Las mujeres, hasta las experimentadas, son estúpidamente francas. No tienen decoro ni amor propio.
—¿De verdad? —replicó el señor Povey con altivez, como si dijera: «¡Es increíble que un ser razonable pueda tener tales fantasías! Para mí, esta habitación es exactamente igual que cualquier otra». Y añadió en voz alta, apartando la vista del espejo, ante el que estaba desatándose la corbata:
—No es mala habitación, desde luego —esto, con el aire judicial de un subastador.
Ni por un instante engañó a Constanza, que interpretó con exactitud sus auténticas sensaciones. Pero sus inútiles poses no disminuían en lo más mínimo el respeto que ella le tenía. Por el contrario, le admiraba más por ellas; constituían una especie de bordado en el sólido lienzo de su carácter. En aquella época, a ojos de Constanza no podía hacer nada mal. El fundamento de la consideración en que lo tenía era —pensaba ella muchas veces— su honradez, la genuina amabilidad de su manera de actuar, su conocimiento del negocio, su perseverancia, su pasión por hacer de inmediato lo que hubiese que hacer. Admiraba en extremo sus cualidades; a su juicio, él era un todo indivisible; no podía admirar una parte de él y desaprobar otra. Hiciera lo que hiciera estaba bien porque lo hacía él. Sabía que a algunas personas les hacían sonreír ciertas fases de su personalidad; sabía que su madre, en lo más hondo de su corazón, albergaba la sospecha de que no había hecho una buena boda, aunque sólo fuera por poco. Pero el saberlo no la perturbaba. No tenía ninguna duda en cuanto a que su propio juicio era correcto.
El señor Povey era una persona extremadamente metódica; era también de las personas que siempre tienen que ir «con anticipación». Así, por la noche dejaba su ropa de modo que pudiera ponérsela por la mañana en el mínimo número posible de minutos. Por ejemplo, no era hombre que dejara el cambio de gemelos de una camisa a otra para por la mañana. Si fuera posible se hubiera cepillado el cabello la noche antes. A Constanza le encantaba ya observar sus minuciosos preparativos. En aquel momento lo vio ir a su antiguo dormitorio y volver con un cuello de papel, que dejó en el tocador junto a una corbata negra. El traje que usaba en la tienda estaba colocado en una silla.
—¡Oh, Sam! —dijo impulsivamente—. ¡No irás a ponerte otra vez esos horrorosos cuellos de papel! —durante el viaje de novios había llevado cuellos de tela.
Su tono era absolutamente amable, pero la observación, sin embargo, mostró una falta de tacto. Implicaba que toda su vida el señor Povey había estado envolviendo su cuello en algo horroroso. Como todas las personas con tendencia a caer en el ridículo, el señor Povey era muy sensible a la crítica personal. Se sonrojó intensamente.
—No sabía que fueran «horrorosos» —dijo bruscamente. Se sentía ofendido y enfadado. El enfado lo había cogido desprevenido.
Los dos vieron de pronto que estaban al borde de un abismo y retrocedieron. ¡Habían imaginado que iban por una pradera florida y allí estaba aquel abismo insondable! Fue muy desconcertante.
La mano del señor Povey quedó suspendida, indecisa, sobre el cuello.
—Sin embargo… —murmuró.
Ella se dio cuenta de que estaba tratando con todas sus fuerzas de ser amable y pacífico. Y se horrorizó de su estúpida torpeza, ¡ella, tan experimentada!
—¡Haz lo que gustes, querido, por favor! —dijo con prontitud.
—¡Oh, no! —e hizo cuanto pudo por sonreír; se fue sin mucho aplomo llevándose el cuello y volvió con otro de tela.
La pasión de Constanza por él ardió con más fuerza que nunca. Entonces supo que no le amaba por sus buenas cualidades sino por algo ingenuo e infantil que había en él, un algo indescriptible que a veces, cuando su rostro estaba cerca del de ella, le producía vértigo.
El abismo había desaparecido. En momentos así, en los que cada uno de los dos tiene que fingir no haber visto el abismo, ni siquiera sospechado su existencia, es esencial la charla intrascendente.
—¿No ha estado el señor Yardley en la tienda esta tarde? —empezó Constanza.
—Sí.
—¿Y qué quería?
—Le mandé aviso. Nos va a pintar un rótulo.
Era inútil que Samuel hiciese como si un rótulo fuera lo más corriente del mundo.
—¡Oh! —murmuró Constanza. No dijo más, ya que el episodio del cuello de papel había debilitado su confianza en sí misma.
¡Pero un rótulo!
Entre sirvientas, abismos y rótulos, Constanza consideró que a su vida de casada no le iba a faltar excitación. Mucho rato después se durmió, pensando en Sofía.
III
Unos días después estaba Constanza colocando sus más preciados regalos de boda en la sala; unos tuvieron que ser envueltos en tela y papel marrón y luego atados con una cuerda y etiquetados; otros tenían sus propias cajas, de cuero por fuera y de terciopelo por dentro. Entre éstos figuraba el resplandeciente servicio de doce hueveras plateadas y doce cucharas cinceladas a juego regalado por la tía Harriet. En frase de las Cinco Ciudades, «debía de haber costado su dinero». Aun cuando el señor y la señora Povey tuvieran diez invitados o diez hijos y a los doce les acometiera al mismo tiempo el deseo de comer huevos en el desayuno o con el té, aun en esa remota contingencia la tía Harriet se hubiera condolido de ver que se usaba dicho servicio; semejantes tesoros no están destinados a ser usados. Los regalos, pocos en número, eran sobre todo de este tipo, pues, debido a la heroica cesión por parte de su madre de todo lo que contenía la casa, Constanza poseía ya todo lo necesario. La escasez de regalos la explicaba el hecho de que la boda había sido estrictamente privada y había tenido lugar en Axe. No hay nada como el secreto en las bodas para desanimar los generosos impulsos de los amigos. Fue la señora Baines, instigada por los dos protagonistas, quien decidió que la boda se celebrara privadamente y en soledad. La boda de Sofía se había celebrado demasiado privadamente y en soledad, pero el correr un velo sobre la de Constanza (cuya unión era irreprochable) justificaba en cierto modo las circunstancias de la de Sofía, indicando de ese modo que la señora Baines creía en las bodas secretas por principio. En aquellos asuntos la señora Baines era capaz de una extraordinaria sutileza.
Y mientras Constanza se ocupaba de sus regalos de boda con la debida seriedad, Maggie fregaba la escalera que conducía desde la acera de King Street hasta la puerta lateral, y la puerta estaba abierta. Era una espléndida mañana de junio.
De improviso, por encima del ruido del fregoteo, Constanza oyó el sordo gruñido de un perro y luego una ronca voz masculina:
—¿Ta’l señor, moza?
—Puede que sí, puede que no —se oyó responder a Maggie. No le gustaba nada que la llamaran «moza».
Constanza se dirigió a la puerta, impulsada no sólo por la curiosidad sino también por la sensación de que su autoridad y sus responsabilidades como ama de casa se extendían a la acera que rodeaba la casa.
El famoso James Boon, de Buck Row, el principal criador de perros de las Cinco Ciudades, se hallaba al pie de la escalera: un hombre alto, grueso, vestido de una tela marrón tiesa y llena de manchas; fumaba una pipa de arcilla negra de menos de tres pulgadas de largo. Detrás de él había dos bulldogs.
—¡Buenas, señora! —exclamó Boon alegremente—. Me he enterao de qu’el señor anda buscando un perro, pudiéramos decir.
—No pienso quedarme aquí con esos animales olisqueándome, ¡de eso nada! —observó Maggie, levantándose.
—¿Que quiere un perro? —Constanza vaciló; sabía que Samuel había aludido vagamente a algo sobre perros; con todo, no se había imaginado que considerase un perro de otro modo que como un hermoso sueño. En aquella casa jamás había puesto la pata un perro, y parecía imposible que lo fuera a hacer alguna vez. ¡Y en cuanto a aquellas bestias de presa que había en la acera…!
—¡Pues sí! —dijo James Boon con toda tranquilidad.
—Le diré que está usted aquí —dijo Constanza—, Pero no sé si está desocupado. Pocas veces lo está a estas horas. Maggie, será mejor que entres.
Constanza entró a paso lento en la tienda, llena de aprensión.
—Sam —musitó a su marido, que estaba escribiendo en su pupitre—, ahí hay un hombre que quiere verte para algo acerca de un perro.
Bien puede decirse que se quedó desconcertado. Sin embargo se condujo con gran presencia de ánimo.
—¡Oh, de un perro! ¿Quién es?
—Es ese Jim Boon. Dice que se ha enterado de que quieres uno.
El célebre nombre de Jim Boon le hizo vacilar, pero tenía que llevar el asunto a término y así lo hizo, aunque con nerviosismo. Constanza fue tras sus agitados pasos hacia la puerta lateral.
—Buenas, Boon.
—Buenas, señor.
Se pusieron a hablar de perros, el señor Povey, por su parte, con la debida precaución.
—¡Pues aquí hay un perro! —exclamó Boon señalando a uno de los bulldogs, un milagro de espléndida fealdad.
—Sí —respondió el señor Povey, no muy sinceramente—. Es precioso. ¿Cuánto vale, así, a ojo?
—Pediría por ella ciento veinte soberanos —dijo Boon—, El otro es un poco más barato: cien.
—¡Oh, Sam! —exclamó ahogadamente Constanza.
Y hasta el señor Povey estuvo a punto de perder el dominio de sí mismo.
—Eso es más de lo que quiero pagar —dijo tímidamente.
—Pero ¡mírela! —insistió Boon, agarrando con rudeza al más caro de los dos animales y poniendo al descubierto sus dientes canibalescos.
El señor Povey movió la cabeza. Constanza apartó la vista.
—No es exactamente el tipo de perro que quiero —dijo el señor Povey.
—¿Un foxterrier?
—Sí, más de ese estilo —asintió ansiosamente el señor Povey.
—¿Cuánto se quiere gastar?
—Oh —dijo con altivez el señor Povey—, no sé.
—¿Diez machacantes?
—Pensaba en algo más barato.
—Bueno, ¿cuánto? Desembuche, señor.
—No más de dos libras —contestó el señor Povey. Habría dicho una libra si se hubiese atrevido. Estaba sorprendido de lo que costaban los perros.
—¡Había pensao qu’era un perro lo que quería! —dijo Boon—. Mire, señor, véngase a mi perrera y vea lo que tenemos allí. Y traiga a la señora también. ¿Y qué tal un gato pa’ la señora? ¿O un pez de colores?
El final del episodio fue que una damita de unos doce meses entró en la familia Povey a prueba. Sus exiguas patas centelleaban de acá para allá por la sala y tenía el aspecto más raro del mundo en ella. Pero era tan confiada, tan cariñosa y tan medrosa y su negra nariz estaba tan helada en aquel tiempo caluroso que Constanza ya la quería con locura al cabo de una hora. El señor Povey estableció unas normas para ella. Le explicó que no debía meterse en la tienda jamás de los jamases. Pero se metió y recibió una tunda que la hizo chillar, y Constanza lloró un instante, sin dejar de admirar la firmeza de su esposo.
Lo del perro no fue todo.
Otro día, Constanza, curioseando en los menores detalles de la sala, encontró una caja de cigarros debajo de la tapa del armonio, encima del teclado. Tenía tan poca costumbre de ver cigarros que al principio no se dio cuenta de lo que era aquello. Su padre no había fumado nunca, ni gustaba de las bebidas alcohólicas, como tampoco el señor Critchlow. Nadie había fumado nunca en aquella casa, en la cual siempre se había atribuido al tabaco la misma calidad licenciosa que a las cartas, los «juguetes del diablo». Naturalmente, Samuel nunca había fumado en la casa, aunque al ver la caja de cigarros Constanza se acordó de una ocasión en la que su madre había expresado la sospecha incrédula de que el señor Povey, a su regreso de una excursión al mundo un jueves por la tarde, «olía a humo».
Cerró el armonio y no dijo nada.
Aquella misma noche, al entrar de repente en la sala, pilló a Samuel sentado ante el armonio. La tapa cayó con un golpe sonoro que despertó vibraciones por simpatía en todos los rincones de la estancia.
—¿Qué pasa? —preguntó Constanza, dando un salto.
—Oh, nada —replicó el señor Povey con aire desenfadado.
Estaban engañándose mutuamente: el señor Povey ocultaba su delito y Constanza ocultaba su conocimiento del delito. ¡Falsos, falsos! Pero eso es el matrimonio.
Y al día siguiente Constanza recibió en la tienda la visita de una posible nueva sirvienta, que le había sido recomendada por el señor Holl, el tendero.
—¿Quiere subir por aquí? —le dijo Constanza con cortesía, imbuida del nuevo sentido de lo que era ser la única ama responsable de una casa grande. Guió a la joven a la sala y, al pasar ante la puerta abierta del taller de cortar del señor Povey, llegaron a Constanza la clara visión y el penetrante olor de su marido fumando un cigarro. Estaba en mangas de camisa, cortando tranquilamente, y Fan (la señorita de compañía), de vigilancia en un banco, soltó un agudo ladrido a la posible nueva criada.
—Creo que voy a tomar a prueba a esta chica —dijo a Samuel a la hora del té. No dijo nada del cigarro, ni él tampoco.
Aquella tarde, después de cenar, el señor Povey estalló.
—Creo que voy a echar un cigarro. No sabías que fumara, ¿verdad?
De este modo se dejó ver el señor Povey tal cual era, un lechuguino, un vividor y un calavera.
Pero los perros y los cigarros, por desconcertantes que fuesen, resultaron ser, en comparación con el rótulo, cuando éste por fin llegó, como la leche descremada en comparación con el brandy caliente. Fue el rótulo lo que, más sorprendentemente que ninguna otra cosa, señaló el albor de una nueva época en la Plaza de San Lucas. Cuatro hombres tardaron día y medio en colocarlo; usaron escaleras, cuerdas y poleas, y dos de ellos comieron en el plano tejado de plomo de los salientes escaparates. El rótulo tenía treinta y cinco pies de largo y dos de alto; en el centro tenía un semicírculo de unos tres pies de radio; el semicírculo contenía la leyenda, acertadamente dispuesta: «S. Povey y S. Baines, difunto». Todo el rótulo propiamente dicho estaba dedicado a las palabras «John Baines», en letras doradas de un pie y medio de altura sobre fondo verde.
La Plaza lo observaba con asombro y murmuraba: «¡Bueno, Dios nos asista! ¿Adonde vamos a ir a parar?».
Todos coincidieron en que, al dar primordial importancia al nombre de su difunto suegro, el señor Povey había dado muestras de muy buenos sentimientos.
No faltó quien preguntó regodeándose: «¿Qué dirá la anciana señora?».
Constanza se preguntaba lo mismo, pero sin regodearse. Cuando bajaba por la Plaza en dirección a casa apenas podía soportar la vista del rótulo; el pensar en lo que podría decir su madre la llenaba de temor. Era inminente la primera visita oficial de su madre; la iba a acompañar la tía Harriet. Al acercarse el día, Constanza se sentía casi enferma. Cuando insinuó sus aprensiones a Samuel, éste le preguntó como sorprendido:
—¿Es que no se lo has dicho en una de tus cartas?
—¡Oh, no!
—Si no es más que eso —repuso él, echando una bravata—, le escribiré y se lo contaré yo mismo.
IV
Así fue debidamente informada la señora Baines de la existencia del rótulo antes de su llegada. La carta que le escribió a Constanza después de recibir la de Samuel, que era simplemente la afable epístola de un yerno ansioso de ser algo más que correcto, no contenía referencia alguna al rótulo. Este silencio, sin embargo, no alivió en lo más mínimo las aprensiones de Constanza en cuanto a lo que podría ocurrir cuando su madre y Samuel se encontraran bajo el propio rótulo. Fue por tanto con el corazón lleno de temor, aunque también de amor y anhelo, como abrió la puerta lateral y bajó corriendo la escalera cuando el carricoche se detuvo en King Street la mañana del jueves, día de la gran visita de las hermanas. Pero le aguardaba una sorpresa. La tía Harriet no había venido. La señora Baines explicó, mientras besaba ruidosamente a su hija, que en el último momento la tía Harriet no se había sentido lo bastante bien como para emprender el viaje. Enviaba todo su afecto y un pastel. Estaba otra vez con sus dolores. Eran aquellos misteriosos dolores los que habían impedido a las hermanas ir antes a Bursley. Habían tenido la palabra «cáncer» —continuo terror de las mujeres gruesas— en la punta de la lengua, pero no llegaron a pronunciarla; luego hubo una remisión y las dos se alegraron de haberse abstenido de mencionar aquellas terribles sílabas. En vista de la recaída, no era de extrañar que la enérgica locuacidad de la señora Baines fuera un tanto forzada.
—¿Qué crees que es? —inquirió Constanza.
La señora Baines alargó los labios y levantó las cejas, un gesto que significaba que sabe Dios lo que podían significar los dolores.
—Espero que esté bien, sola —observó Constanza.
—Por supuesto —respondió rápidamente la señora Baines—. Pero no creerías que te iba a decepcionar, ¿verdad? —añadió, mirando en torno suyo como para desafiar a los hados en general.
Este discurso y el tono en que fue pronunciado produjo gran placer a Constanza; cargadas de paquetes subieron la escalera juntas, muy contentas la una con la otra, muy felices de descubrir que seguían siendo madre e hija, muy unidas tácitamente.
Constanza había imaginado conversaciones largas, detalladas, absorbentes y muy novedosas entre ella y su madre en aquel su primer encuentro después de casarse. Pero, a solas en el dormitorio y con media hora entera antes de la cena, ninguna de las dos tenía al parecer gran cosa que comunicar a la otra.
La señora Baines se quitó pausadamente la ligera manteleta y la dejó con cuidado sobre el cubrecama de damasco blanco. Después, jugueteando con su atavío de luto, recorrió la habitación con la mirada. Nada había cambiado. Aunque Constanza, antes de casarse, había ideado algunas alteraciones, había decidido aplazarlas, pensando que con un revolucionario en casa había suficiente.
—Y bien, hija mía, ¿estás bien? —dijo la señora Baines con directa y cordial energía, mirando a su hija a los ojos.
Constanza percibió que la pregunta era universal de puro general, la única manera que tenía su madre para expresar su preocupación y curiosidad maternales, y que condensaba en seis palabras un interés tan grande como el que hubiera rebosado en un día entero de charla en algunas madres. Sus ojos se encontraron con aquella sincera mirada y se sonrojó:
—¡Oh, sí! —respondió con un fervor extático—, ¡Estupendamente!
Y la señora Baines asintió con la cabeza, como si desechase aquello.
—Has engordado —dijo cortante—. Si no tienes cuidado te vas a poner como nosotras.
—¡Oh, mamá!
La entrevista descendió a un plano emocional más bajo. Descendió incluso hasta Maggie. Lo que más preocupaba a Constanza era el cambio sutil que observaba en su madre. La encontraba maniática con las nimiedades. Su manera de dejar la manteleta y de alisar los guantes, su preocupación porque el gorrito no sufriera daños, eran algo desquiciante, incluso lamentable. No era nada; era casi imperceptible, y sin embargo bastaba para alterar la actitud mental de Constanza hacia ella. «Me temo que ya no es la que era». ¡Le parecía increíble que su madre hubiera envejecido en menos de seis semanas! Constanza no contó con la química que había venido actuando sobre ella misma.
El encuentro entre la señora Baines y su yerno fue de lo más satisfactorio. Éste estaba esperando en la sala a que bajase. Fue muy agradable con ella; le dio un beso y la halagó con un deseo de complacer visiblemente sincero. Explicó que estaba pendiente de la llegada del carricoche pero habían reclamado su presencia. Su «¡Dios mío!» al enterarse de lo de la tía Harriet no carecía en absoluto de convicción, aunque las dos mujeres sabían que su afecto por la tía Harriet nunca ganaría la batalla a su razón. Para Constanza, la conducta de su marido fue maravillosamente perfecta. No se había imaginado que fuese aquel hombre de mundo. Y sus ojos dijeron a su madre de un modo totalmente inconsciente: «Ya ves, al fin y al cabo, no tenías tan buena opinión de Sam como hubieras debido. Ahora ves que estabas equivocada».
Mientras aguardaban la cena, Constanza y la señora Baines sentadas en el sofá y Samuel en el borde de la mecedora más próxima, se oyó un ruidillo de algo que correteaba al otro lado de la puerta que daba a la escalera de la cocina, se abrió la puerta y Fan se precipitó en la habitación con aire de importancia, descolocando las esteras. La nariz de Fan le había indicado que estaba atrasada de noticias y no se había puesto al día en los asuntos de la familia, y había ido corriendo desde la cocina para hacer indagaciones. Por el camino se acordó de que aquella mañana la habían bañado. La visión de la señora Baines la detuvo. Se quedó allí, con las patas muy estiradas, la nariz levantada, las orejas tiesas, los brillantes ojos chispeantes y el rabo indeciso. «Ya sabía yo que nunca había olido nada como eso», se decía mientras miraba fijamente a la señora Baines.
Y la señora Baines, mirando fijamente a Fan, tuvo una idea parecida aunque no el mismo sentimiento. Se produjo un terrible silencio. Constanza adoptó una actitud culpable; Sam, evidentemente, había perdido sus modales espontáneos de hombre de mundo.
¡Un perro!
De repente el rabo de Fan empezó a agitarse con mayor rapidez; después, habiendo buscado en vano el estímulo de su amo y de su ama, dio un vigoroso salto y aterrizó en el regazo de la señora Baines. Era un blanco imposible de errar. Constanza dejó escapar un «¡Oh, Fan!» teñido de escandalizado terror y Samuel traicionó su tensión nerviosa con un movimiento involuntario. Pero Fan se había acomodado en aquel titánico regazo como si fuese el paraíso. Aquello era un halago mayor que los del señor Povey.
—¡Así que te llamas Fan! —murmuró la señora Baines, acariciando al animal—, ¡Eres una monada!
—¿A que sí? —dijo Constanza con increíble celeridad.
El peligro había pasado. De aquel modo, sin necesidad de explicaciones, se convirtió Fan en un hecho consumado.
Al cabo de un momento, Maggie sirvió el budín de Yorkshire.
—Bueno, Maggie —dijo la señora Baines—, ¿de manera que esta vez te casas? ¿Cuándo va a ser?
—El domingo, señora.
—¿Y te vas de aquí al sábado?
—Sí, señora.
—Bien, tengo que tener una charla contigo antes de que te marches.
Durante la comida, ¡ni una palabra sobre el rótulo! Varias veces se acercó a él la conversación de la manera más alarmante, pero invariablemente se volvió a alejar, como un tren se aleja de otro cuando los dos salen al mismo tiempo de una estación. Los temores de Constanza fueron tan grandes que anularon su preocupación por la cocina. Al final comprendió que su madre había adoptado una actitud de callada desaprobación. Fan fue muy útil socialmente todo aquel tiempo.
Después de comer, Constanza estaba que no vivía temiendo que Samuel encendiera un cigarro. No le había pedido que no lo hiciera, pues aunque estaba totalmente segura de su cariño, ya se había dado cuenta de que un marido está poseído por un demonio de la contradicción que con frecuencia lo obligaba a violar sus sentimientos más elevados. Sin embargo, Samuel no encendió cigarro alguno. Se fue a supervisar el cierre de la tienda mientras la señora Baines charlaba con Maggie y le daba cinco libras como regalo de bodas. Luego acudió el señor Critchlow a ofrecerle sus respetos.
Poco antes del té la señora Baines anunció que saldría sola a dar un corto paseo.
—¿Adonde ha ido? —preguntó Sam con una sonrisa de superioridad, al verla por la ventana volver la esquina de King Street, en dirección a la iglesia.
—Me imagino que a visitar la tumba de papá —dijo Constanza.
—¡Oh! —exclamó Sam como disculpándose.
Constanza estaba equivocada. Antes de llegar a la iglesia, la señora Baines se desvió hacia la derecha, entró en Brougham Street y desde allí, pasando por Acre Lane, a Oldcastle Street, cuya cuesta subió. Ahora bien, Oldcastle Street termina en la parte alta de la Plaza de San Lucas; desde la esquina la señora Baines obtuvo una excelente vista del rótulo. Como era jueves por la tarde, apenas se veía un alma. Volvió a casa de su hija por la misma extraordinaria ruta y no dijo ni palabra al entrar. Pero estaba notablemente animada.
Llegó el carricoche después del té y la señora Baines hizo sus últimos preparativos de marcha. La visita había resultado ser un éxito fabuloso; habría sido absolutamente perfecta si Samuel no la hubiera estropeado en la puerta misma del carricoche. Sólo una persona de la congénita torpeza de Samuel habría mencionado la navidad en el mes de julio.
—¡Ya sabe que pasará la navidad con nosotros! —dijo dirigiéndose al interior del vehículo.
—¡Nada de eso! La tía Harriet y yo os esperamos en Axe. Ya lo hemos decidido así.
El señor Povey torció el gesto.
—¡Oh, no! —protestó, ofendido por aquel estilo sumario.
Como no tenía parientes excepto su primo el repostero, durante años había soñado con tener por fin una navidad familiar bajo su propio techo; aquel sueño le era muy caro.
La señora Baines no dijo nada.
—No nos sería posible dejar la tienda —dijo el señor Povey.
—¡Tonterías! —replicó la señora Baines apretando los labios—. El día de navidad cae en lunes.
El carricoche, al arrancar, imprimió una sacudida a su cabeza e hizo temblar todos sus rizos. ¡Aún no había canas en aquellos rizos, apenas un toque de gris!
—Ya me cuidaré yo de que no vayamos de todos modos —farfulló acalorado el señor Povey, en parte para sí mismo, en parte para Constanza.
Había estropeado la luminosidad de aquel día.