CAPÍTULO V
LA FIEBRE
I
Luego se halló acostada en un pequeño cuarto, oscuro a causa de unas gruesas cortinas; a través de los visillos de encaje se filtraba una tenue luz de una bella tonalidad plateada. Había un hombre en pie junto al lecho; no era Chirac.
—Bien, madame —le dijo con amable firmeza y pronunciando las vocales con una exagerada pureza que resultaba encantadora—. Tiene fiebre mucosa. Yo también la tuve. Tendrá que tomar baños con mucha frecuencia. Tengo que pedirle que se someta a ello, que sea buena.
No contestó. Ni se le ocurrió contestar. Pero sí pensó que aquel médico —probablemente era un médico— estaba exagerando su caso. Se sentía mejor que en los últimos dos días. Sin embargo no tenía ganas de moverse ni estaba preocupada en lo más mínimo en cuanto a dónde estaba. Se quedó callada.
Una mujer con un deshabillé bastante coqueto cuidaba de ella con habilidad de experta.
Más tarde, a Sofía le pareció que volvía a visitar el mar en cuyas olas había nadado el coche, pero esta vez se hallaba debajo del agua, en un golfo de espantosa profundidad; los sonidos del mundo le llegaban a través del agua, extraños y repentinos. Unas manos la agarraron y la sacaron de la gruta subacuática en la que estaba escondida para someterla a nuevas alarmas. Y percibió brevemente que había una gran bañera al lado de la cama y que la estaban introduciendo en ella. El agua estaba helada. Después de aquello su visión de las cosas fue durante un tiempo más clara y precisa. Por los retazos de conversación que oyó supo que la metían en el baño frío que estaba junto a su cama cada tres horas, de día y de noche, y que permanecía diez minutos en él. Siempre, antes del baño, tenía que beber un vaso de vino, y a veces otro mientras estaba en el baño. Aparte de esto y alguna que otra taza de sopa no tomaba nada, ni sentía deseos de hacerlo. Se acostumbró del todo a aquellos extraordinarios hábitos de vida, a esta fusión de la noche y el día en una monótona e interminable repetición del mismo rito en las mismas circunstancias y exactamente en el mismo lugar. Luego siguió un período durante el cual se oponía a que la despertaran a cada momento para la irritante inmersión. Y luchaba contra ella hasta en sueños. Le pareció que pasaban largos días en los que no estaba segura de si la habían metido en el baño o no, en los que todos los fenómenos externos estaban desconcertantemente entretejidos con cosas que ella sabía que eran meras fantasías. Y después se sintió abrumada por la desesperada gravedad de su estado. Creía que su estado era desesperado. Creía que se estaba muriendo. Se sentía en extremo desgraciada, no porque se estuviera muriendo sino porque los velos del sentido fueran tan desconcertantes y exasperantes y porque su extenuado cuerpo estuviera tan viciado por la enfermedad en cada una de sus fibras. Se daba perfecta cuenta de que iba a morir. Gritó pidiendo unas tijeras. Quería cortarse el pelo y enviar parte a Constanza y parte a su madre, en paquetes distintos. Insistió en los paquetes distintos. Nadie quería darle unas tijeras. Imploró con mansedumbre, con altivez, con furia, pero nadie quiso contentarla. Le parecía horrible que todo su cabello tuviera que ir con ella al ataúd mientras Constanza y su madre no tenían nada para recordarla, ninguna remembranza tangible de su belleza. Entonces luchó por las tijeras. Se agarró —siempre a través de aquellos engañosos velos— a alguien que la estaba metiendo en la bañera; luchó frenéticamente. Le pareció que aquella persona era la mujer corpulenta que había visto cenando en Sylvain con el inglés buscapleitos hacía cuatro años. No podía librarse de aquella singular idea, aunque sabía que era absurda…
Mucho después —le pareció un siglo— vio real e inconfundiblemente a la mujer sentada al lado de su cama; estaba llorando.
—¿Por qué llora? —le preguntó Sofía asombrada.
Y la otra mujer, más joven, que estaba junto a los pies de la cama, replicó:
—¡Hace usted bien en preguntarle! Es usted quien le ha hecho daño, en su delirio, cuando pedía las tijeras como una loca.
La mujer corpulenta sonrió con las lágrimas aún en las mejillas, pero Sofía lloró de remordimiento. La mujer corpulenta parecía vieja, gastada y desaliñada. La otra era mucho más joven. Sofía no se molestó en preguntarles quiénes eran.
Aquella pequeña conversación supuso un breve interludio en el delirio, que volvió a apoderarse de ella y a distorsionarlo todo. Olvidó, no obstante, que estaba destinada a morir.
Un día su mente se aclaró. Pudo estar segura de que se había dormido por la mañana y no se había despertado hasta avanzada la tarde. Por lo tanto no la habían metido en el baño.
—¿He tomado mis baños? —inquirió.
Era el médico quien estaba ante ella.
—No —dijo—; los baños se han terminado.
Supo por su expresión que estaba fuera de peligro. Además sentía una nueva sensación en su cuerpo, como si la fuente de la energía física que había en su interior, mucho tiempo interrumpida, hubiera vuelto a empezar a fluir, pero muy lentamente, un goteo. Era volver a nacer. No estaba alegre, pero su cuerpo sí lo estaba; su cuerpo tenía existencia propia.
Ahora la dejaban sola muchas veces en la habitación. A la derecha de los pies de la cama había un piano de nogal y a la izquierda una chimenea con un gran espejo. No dijo una palabra de ello a ninguna de las dos mujeres.
A menudo se sentaban en la cama y hablaban sin cesar. Sofía se enteró de que la mujer corpulenta se apellidaba Foucault y la otra Laurence. En ocasiones Laurence se dirigía a madame Foucault como Aimée, pero por lo general era más formal. Madame Foucault siempre llamaba Laurence a la otra.
Se despertó la curiosidad de Sofía. Pero no pudo obtener ninguna información muy precisa acerca de dónde se encontraba, salvo que la casa estaba en la Rue Bréda, a la altura de la Rue de Notre Dame de Lorette. Vagamente recordó que la calle tenía una fama siniestra. Resultó que el día que había salido con Chirac la parte alta de esta calle estaba cerrada por obras (se acordaba de esto) y el cochero había girado por la Rue Bréda para dar un rodeo, y que había perdido el conocimiento justo delante de la casa de madame Foucault. En aquel momento madame Foucault estaba subiendo a un coche, pero había dicho a Chirac que llevase a Sofía a la casa; un policía le ayudó. Luego, cuando llegó el médico, se descubrió que no se la podía trasladar, como no fuera a un hospital, y madame Foucault y Laurence estaban decididas a que ninguna amiga de Chirac fuese entregada a los horrores de un hospital parisiense. Madame Foucault había estado en uno como paciente y Laurence había sido enfermera en otro…
Chirac se había marchado. Las dos mujeres hablaban de manera poco precisa de una guerra.
—¡Qué amables han sido ustedes! —murmuró Sofía con los ojos húmedos.
Pero ellas la hicieron callar con sus gestos. No debía hablar. No tenían nada más que decirle, al parecer. Dijeron que Chirac volvería pronto quizá y que podría hablar con él. Era evidente que le profesaban afecto. A menudo decían que era un muchacho encantador.
Poco a poco Sofía comprendió la duración y la gravedad de su dolencia, la inmensa devoción de las dos mujeres, lo mucho que había perturbado sus vidas y su propia debilidad. Vio que las mujeres le tenían gran apego y no podía entender por qué, ya que nunca había hecho nada por ellas, mientras que ellas lo habían hecho todo por ella. No sabía que el bien que se hace, no el que se recibe, es la causa de ese apego.
Estaba constantemente conspirando y reuniendo sus fuerzas para desobedecer las órdenes y llegar hasta el espejo. Sus estudios preliminares y sus preparativos fueron tan complicados como los de un preso que se dispone a escapar de una fortaleza. El primer intento fue un fracaso. El segundo tuvo éxito. Aunque no podía mantenerse en pie sin un apoyo, agarrándose a la cama consiguió llegar a una silla y luego ir empujando ésta delante de sí hasta acercarse al espejo. La empresa fue excitante y tremenda. Después vio un rostro en el espejo: pálido, increíblemente demacrado, con grandes ojos de loca que miraban fijamente; los hombros se encorvaban como de vejez. Era una visión dolorosa, casi horrible. La asustó; alarmada, retrocedió. Al no prestar suficiente atención a la silla cayó al suelo. No pudo levantarse y en aquella ignominiosa situación la encontraron sus enfadadas carceleras. La visión de su rostro le había mostrado mejor que ninguna otra cosa la gravedad de su aventura. Cuando las mujeres levantaron su masa inerte y arrepentida y la llevaron al lecho, reflexionó: «¡Qué vida tan extraña la mía!». Le parecía que tendría que estar arreglando sombreros en el entresuelo en vez de hallarse en aquel misterioso interior parisiense con sus cortinas corridas.
II
Cierto día, madame Foucault llamó a la puerta de la pequeña habitación de Sofía (esta ceremonia de llamar a la puerta era una de las indicaciones de que a Sofía, convaleciente, se le habían devuelto sus derechos como persona) y gritó:
—¡Madame, vamos a dejarla sola un rato!
—Pase —dijo Sofía, que estaba sentada en un sillón, leyendo.
Madame Foucault abrió la puerta.
—Vamos a dejarla sola un rato —repitió en voz baja y confidencial, que contrastaba marcadamente con el grito que había dado detrás de la puerta.
Sofía hizo una inclinación de cabeza y sonrió; madame Foucault hizo lo mismo. Pero el rostro de madame Foucault recobró enseguida su expresión preocupada.
—El hermano de la sirvienta se casa hoy y ella nos ha rogado que le demos dos días: ¿qué podíamos hacer? Madame Laurence está fuera. Y yo tengo que salir. Son las cuatro. Volveré a las seis en punto. Así que…
—Perfectamente —asintió Sofía.
Miró con curiosidad a madame Foucault, que iba arreglada con esmero para salir; llevaba un vestido de shantung amarillo con adornos azules, guantes de color limón claro, un sombrerito azul y una pequeña sombrilla blanca que abierta no abarcaba más que sus hombros. Llevaba mejillas, labios y ojos cargados de rojo, polvos o negro. Y aquella cintura excesivamente generosa había sido constreñida con la mayor astucia en un cinturón que hacía bajar en vez de subir las masas inferiores del amplio contorno. El efecto general era digno del esfuerzo que sin duda había puesto en él. A Madame Foucault no la rejuvenecía su toilette, pero casi le valía el perdón por el crimen de tener más de cuarenta años, estar gorda y gastada y tener arrugas. Era una de esas derrotas que son un triunfo.
—Está usted muy elegante —dijo Sofía, expresando su admiración.
—¡Ah! —exclamó ella, encogiéndose de hombros con desilusión—, ¡Elegante! ¿Qué importa eso?
Pero se sentía complacida.
La puerta principal se cerró con un portazo. Sofía, por primera vez sola en el piso al que la habían llevado inconsciente y del que desde entonces no había salido, tuvo la perturbadora sensación de estar rodeada de habitaciones misteriosas y de cosas misteriosas. Intentó seguir leyendo, pero las frases no le decían nada. Se puso en pie —ya podía andar un poco— y miró por la ventana a través de los intersticios del dibujo de las cortinas de encaje. La ventana daba al patio, que se hallaba unos cinco metros por debajo. Una pared baja separaba el patio del de la casa vecina. Y las ventanas de las dos casas, que solamente se diferenciaban por el diferente matiz de su pintura amarilla, se elevaban hilera tras hilera a la altura de los pisos y continuaban más allá de donde a Sofía le alcanzaba la vista. Oprimió el rostro contra el cristal y recordó la Plaza de San Lucas de su niñez; igual que allí, ni siquiera apretando la cara contra el cristal en la ventana del entresuelo llegaba a ver la acera, aquí no llegaba a ver el tejado; el patio era como el fondo de un pozo. Las ventanas no tenían fin; pudo contar seis pisos y los alféizares del séptimo eran el límite de su visión. Todas las ventanas tenían gruesas cortinas, como la suya. Algunas de las más altas tenían persianas verdes. ¡Apenas se oía ningún ruido! Se cernían misterios fuera igual que dentro del piso de madame Foucault. Sofía vio una mano sin cuerpo que descorrió una cortina y desapareció. Observó un pájaro verde en una diminuta jaula, en un alféizar de la casa de al lado. Una mujer que le pareció la portera apareció en el patio, colocó una plantita bajo un rayo de sol que durante un par de horas iluminaba un rincón por la tarde y volvió a desaparecer. Luego oyó un piano, en alguna parte. Eso fue todo. La sensación de que había secretas y extrañas vidas detrás de aquellas ventanas, de que había humanidad palpitando íntimamente por todas partes en torno a ella, oprimía su espíritu de una manera, sin embargo, no del todo desagradable. El entorno suavizaba su modo de ver el espectáculo de la existencia, ya que la tristeza se tornaba voluptuoso placer. Y el entorno la hizo recogerse sobre sí misma, en una sensual contemplación del hecho fundamental de Sofía Scales, antes Sofía Baines.
Se volvió para contemplar la habitación, con las marcas de la bañera en el suelo, junto a la cama, el piano cubierto con una sábana y que nunca se había abierto, y sus dos baúles, que ocupaban el rincón opuesto de la habitación. Le vino la idea de revisar a fondo aquellos baúles, que Chirac u otra persona debían de haber traído del hotel. ¡Encima de uno de ellos estaba su bolso, atado con una cinta vieja y visiblemente sellado! ¡Qué cómicos eran aquellos franceses cuando consideraban necesario ponerse serios! Vació los dos baúles, examinando con detenimiento todas sus cosas y pensando en las diversas ocasiones en las que las había comprado. Luego las volvió a colocar con todo cuidado, llena la cabeza de recuerdos nuevamente despertados.
Se incorporó suspirando. Un reloj dio la hora en otra habitación. Parecía invitarla a hacer descubrimientos. No había estado en ninguna otra habitación del piso. No sabía nada del resto del piso salvo por los ruidos, pues ninguna de las mujeres se lo había descrito ni se les había ocurrido que a Sofía le pudiera apetecer salir de su habitación aunque no pudiera salir de la casa.
Abrió la puerta y echó una mirada al oscuro pasillo, que ya conocía. Sabía que la cocina estaba contigua a su cuartito y que a continuación se hallaba la puerta principal. Al otro lado del pasillo había cuatro puertas dobles. Cruzó a la que estaba frente a la suya y sin hacer ruido dio la vuelta al tirador, pero la puerta estaba cerrada con llave; lo mismo ocurrió con la siguiente. La tercera cedió y Sofía se encontró en un espacioso dormitorio con tres ventanas a la calle. Vio que el segundo par de puertas, que no había conseguido abrir, correspondían a una habitación que también comunicaba con aquélla. En medio de los dos pares de puertas había una ancha cama. Delante de la ventana central había un gran tocador. A la izquierda de la cama, ocultando a medias las puertas cerradas con llave, había un gran biombo. Sobre la chimenea de mármol, reflejándose en un enorme espejo que llegaba hasta la ornamentada moldura, había un reloj de basalto con dorados y unos candelabros a juego. Al otro lado de la habitación había un diván de gran anchura y longitud. El suelo era de roble pulido, con una piel a cada lado de la cama. A los pies de ésta había un pequeño escritorio con un frasco de tinta de a penique. Unos cuantos grabados y aguafuertes coloreados —que representaban, por ejemplo, a Luis Felipe con su familia y a gente que moría en una balsa— rompían el tedio de las paredes. La primera impresión que causó en Sofía fue de sombrío esplendor. Todo tenía aspecto de estar ricamente adornado, revestido, rizado, tallado y retorcido con suntuosidad. Las colgaduras del lecho, de color carmesí oscuro, formaban majestuosos pliegues al caer desde unas voluminosas rosetas. La colcha estaba cubierta de encaje. Las cortinas de las ventanas se extendían más de lo necesario y colgaban de unos volantes plisados y con flecos. La profusión de bordados daba rigidez al sofá verde y a sus cojines de satén. La araña que colgaba del centro del techo, modelada con figuras de cupidos que sostenían festones, era una centelleante confusión de dorados y brillos; éstos titilaron cuando Sofía pisó determinada parte del suelo. Las sillas de asiento de rejilla estaban doradas de arriba abajo. Se tenía una sensación de amplitud. Y la colocación de la cama entre las dos puertas dobles, con las tres ventanas delante y otros pares de puertas que comunicaban con otras habitaciones a ambos lados, daba lugar además a una admirable simetría.
Pero Sofía, con la mirada perspicaz de una mujer educada en las tradiciones de una modestia tan orgullosa que desdeña la ostentación, rápidamente captó y condenó los detalles de la habitación que imitaban el lujo. No le pareció que hubiera nada «bueno». Y en la Plaza de San Lucas «bueno» significaba labor honrada, permanencia y nada de pretensiones. Todas las telas eran baratas, chillonas y gastadas; todos los muebles estaban agrietados, combados o rotos. En el reloj eran las doce menos cinco, cuando en realidad eran las cinco. Y además había polvo por todas partes, excepto en los lugares en que ni la limpieza más superficial podría haberlo dejado. En los plisados más oscuros de los cortinajes era espeso. Los labios de Sofía se curvaron; instintivamente se recogió el peignoir[47]. Le vino a la memoria una de las frases de su madre: «una mano de gato». Y luego otra: «Si quieres dejar suciedad, déjala donde la vea todo el mundo, no en los rincones».
Atisbó detrás del biombo y todo el horrible turrisburris de un cabinet de toilette saltó a su vista: un repulsivo revoltijo de aguas infectas, recipientes y paños sucios, cepillos, esponjas, polvos y pastas. Había ropas colgadas en desorden de toscos clavos; entre ellas reconoció una bata de madame Foucault y, detrás de cosas de fecha posterior, la deslumbrante capa escarlata con la que había visto por primera ver a madame Foucault. ¡Así que aquélla era la habitación de madame Foucault! ¡Aquélla era la enramada de la que salía aquella elegancia, la inmundicia de la que había brotado la madura flor!
De aquella habitación pasó directamente a otra cuyos postigos estaban cerrados, dejándola en la penumbra. Era asimismo un dormitorio, mucho más pequeño que el de en medio y con una sola ventana, pero amueblado con la misma dudosa opulencia. Estaba cubierto de polvo por doquier; en el polvo del suelo se dejaban ver unas pequeñas huellas. En la parte de atrás había una puertecita, empapelada a juego con la pared, y tras ella un cabinet de toilette[48] sin luz ni aire; ni en la habitación ni en él había signo alguno de que allí viviera alguien. Volvió a atravesar el dormitorio principal y encontró otro que se correspondía con el segundo, pero abierto a plena luz del día y en un estado de extremo desorden; la cama de dos almohadas estaba sin hacer; de todos los muebles colgaban prendas y toallas; por el suelo había zapatos esparcidos, y de un trozo de cuerda tendido delante de las ventanas pendía una sola media blanca, mojada. Atrás había un cabinet de toilette, tan oscuro como el otro, una vil y hedionda mezcolanza de utensilios cuyas familiares formas se dibujaban, vagas y extraordinariamente siniestras, en las densas tinieblas. Sofía se apartó con la justificada repugnancia de alguien cuyos preparativos para someterse a las miradas del mundo son tan francos y sencillos como los de un niño. La suciedad escondida la horrorizó tanto como horrorizaba a su madre; en cuanto a las artimañas de la mesa de aseo, las despreció con tanta dureza como desprecia la debilidad moral una joven santa que nunca ha sido tentada. Pensó en la extraña y laxa vida cotidiana de aquellas dos mujeres, cuyas horas parecían deslizarse sin provecho ni resultado positivo alguno. No había visto nada, pero desde el comienzo de su convalecencia sus oídos oían y podía recomponer las pruebas. Nunca se oía nada en el piso, aparte de la cocina, hasta mediodía. Entonces empezaban unos vagos ruidos y olores. Y hacia la una iba madame Foucault, sin arreglar, a inquirir si la criada había atendido a las necesidades de la inválida. Después, los olores de la cocina se hacían más fuertes; sonaban timbres; escapaban fragmentos de conversación de las puertas abiertas; de vez en cuando se oía una voz de hombre o unos pasos pesados; luego, la fragancia del café; a veces el chasquido de un beso, el ruido de la puerta de la casa al cerrarse, un rumor de alguien cepillando algo o sacudiendo una alfombra, un gritito causado por algún insignificante contratiempo doméstico. Laurence, todavía en bata, acudía a holgazanear a la habitación de Sofía, sucia y andrajosa pero cortés con aquella ceremonia suya, curiosamente rígida, y se tomaba allí el café. Seguía vagando en peignoir hasta las tres y entonces decía quizá, como si hiciera un inmenso y desacostumbrado esfuerzo: «Tengo que estar vestida a las cinco. No tengo ni un momento». Muchas veces madame Foucault no se vestía; aquellos días se iba a la cama inmediatamente después de cenar con la observación de que no sabía lo que le pasaba pero estaba agotada. Y entonces la criada se retiraba a su séptimo piso y todo quedaba en silencio hasta que, de vez en cuando, se percibían tenues deslizamientos a medianoche o más tarde. En una o dos ocasiones, por las rendijas de su puerta, Sofía había visto una luz a las dos de la mañana, poco antes de amanecer.
¡Sin embargo, aquéllas eran las mujeres que le habían salvado la vida, que entre las dos la habían metido en un baño frío cada tres horas día y noche durante semanas! ¡Sin duda, era imposible después de aquello despreciarlas por haraganear y charlar ociosas en peignoir, era imposible despreciarlas por cosa alguna! Pero Sofía, consciente del fuerte y resuelto carácter que había heredado, las desdeñaba porque eran unas pobrecillas. Lo único por lo que las envidiaba eran sus modales formales con ella, que parecían más dignos y gentilmente distantes conforme su salud mejoraba. Todo era «madame», «madame», con una entonación de creciente deferencia. Tal vez le estaban pidiendo disculpas por ser como eran.
Merodeó por todos los rincones del piso, pero no descubrió más dormitorios, nada más que un gran armario atestado de vestidos de madame Foucault. Luego volvió al dormitorio grande y gozó del bullicioso movimiento y el estrépito de la calle en cuesta, sintiendo vagos y prolongados anhelos de fuerza y libertad en lugares sanos y espaciosos. Decidió que por la mañana se vestiría «como es debido» y nunca volvería a ponerse un peignoir; éste y todo lo que representaba le repugnaban. Y mientras miraba la calle dejó de verla y vio la oficina de Cook y a Chirac ayudándola a subir al coche. ¿Dónde estaba él? ¿Por qué la había traído a aquella casa imposible? ¿Qué pretendía con aquella conducta?… Pero ¿podía haber actuado de otro modo? Había hecho lo único que podía hacer… ¡La casualidad!… ¡La casualidad! Y ¿por qué una casa imposible? ¿Acaso un lugar era más imposible que otro?… Todo aquello era por haberse escapado de casa con Gerald. Era llamativo que pensara tan raras veces en Gerald. Había desaparecido de su vida como había entrado en ella: de una manera absurda y disparatada. Se preguntó cuál sería la siguiente etapa de su vida. No podía preverlo en modo alguno. Tal vez Gerald estaba muriéndose de hambre, o en la cárcel… ¡Bah! Aquella exclamación expresó el tremendo desdén que le inspiraban Gerald y la Sofía que antaño lo había tenido por el parangón de los hombres. ¡Bah!
Un coche que se detuvo ante la puerta de la casa la sacó de su meditación. Bajaron de él Madame Foucault y un hombre mucho más joven que ella. Sofía huyó. Al fin y al cabo era totalmente imperdonable andar metiendo la nariz en las habitaciones de los demás. Se dejó caer en su cama y cogió un libro por si entraba madame Foucault.
III
Por la tarde, justo después de anochecer, Sofía oyó desde la cama fuertes y ásperas voces provenientes de la habitación de madame Foucault. Nada excepto la cena había ocurrido desde la llegada de madame Foucault y el hombre joven. Era evidente que los dos habían cenado informalmente, en la habitación, alguna cosa preparada por madame Foucault, que había servido a Sofía su comida de inválida. Aún flotaban en el aire los olores de la cocina.
El ruido de la violenta discusión continuaba y aumentaba; luego Sofía oyó los sollozos de la mujer, interrumpidos por breves y airadas frases del hombre. Después se abrió bruscamente la puerta de la habitación.
—J’en ai soupé! —exclamó él en tono de enfadada indignación—. Laisse moi, je te prie![49]—Y luego un ruido leve y amortiguado, como de lucha, unos pasos rápidos y un violento portazo en la entrada. Después de aquello hubo un perceptible silencio salvo por lo que se refiere a los regulares sollozos. Sofía se preguntaba cuándo cesaría aquel monótono sollozo.
—¿Qué ocurre? —preguntó desde la cama.
Los sollozos aumentaron de intensidad, como los de un niño que nota que despierta simpatía e instintivamente empieza a aprovecharse de ella. Sofía acabó por levantarse y ponerse el peignoir que casi había decidido no volver a ponerse jamás.
El ancho pasillo estaba iluminado por una pequeña lámpara que apestaba a aceite, con un globo carmesí. Aquella suave y transformadora irradiación parecía pintar todo el pasillo de un lujo voluptuoso; tanto, que era imposible creer que el olor procediera de la lámpara. Debajo de ésta se hallaba madame Foucault tendida en el suelo, una masa informe de encajes, ropa blanca con volantes y corsé; su cabello castaño claro estaba suelto y extendido por el suelo. A primera vista aquel ser abandonado a la aflicción componía una imagen romántica y conmovedora, y Sofía pensó por un momento que al fin había visto la vida en un plano que se correspondía con sus sueños novelescos. Y la asaltó un sentimiento en cierto modo afín al de una persona corriente que se ve ante un vizconde. De lejos había algo imponente y sensacional en aquella figura postrada y temblorosa. Los trágicos efectos del amor estaban allí al parecer manifiestos, en una especie de digna belleza. Pero cuando Sofía se inclinó sobre madame Foucault y tocó su fofo cuerpo aquella ilusión se desvaneció inmediatamente; en lugar de dramáticamente patética, la mujer era ridícula. Su cara, sobre todo estropeada por el llanto, no podía sufrir la dura prueba de una inspección; era horrible; no era un cuadro sino una paleta de pintor; semejaba también el dibujo coloreado de un artista que pinta en el suelo, después de un fuerte chaparrón. Ya sólo sus grandes párpados bajados habrían hecho ridícula cualquier cara, y había monstruosos detalles mucho peores que los párpados. Era asombrosamente gorda; las carnes parecían escapar por todas partes de un corsé apretado hasta el límite extremo. Y por encima de las botas —todavía llevaba puestas unas primorosas botas de tacón alto, atadas muy justas— se le salían de repente las pantorrillas.
Siendo una mujer entre los cuarenta y los cincuenta, el obeso sepulcro de una difunta belleza vulgar—, no tenía derecho a pasiones, lágrimas ni homenajes, ni siquiera a un medio de vida; no tenía derecho a exponerse pintorescamente bajo un fulgor carmesí con toda la panoplia de ligas adornadas con cintas y las seducciones del encaje. Era una necia; era una vergüenza. Debería saber que sólo la juventud y la delgadez tienen derecho a apelar a los sentimientos con un indecente abandono.
Aquellos fueron los pensamientos que se mezclaron con la simpatía de la hermosa y esbelta Sofía cuando se inclinó sobre madame Foucault. La dueña de la casa le daba pena, pero al mismo tiempo la despreciaba y su congoja la molestaba.
—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja.
—¡Me ha plantado! —balbuceó madame Foucault—, Y es el último. ¡Ahora ya no tengo a nadie!
Se revolcó de la manera más grotesca, pataleando y estallando de nuevo en sollozos. Sofía se sentía profundamente avergonzada por ella.
—Venga a echarse. ¡Vamos! —dijo, con un toque de aspereza—. No debe estar aquí en el suelo, de esa manera.
La conducta de madame Foucault era en verdad demasiado vergonzosa. Sofía la ayudó a levantarse, más moral que físicamente, y después la convenció de que entrase en el gran dormitorio. Madame Foucault cayó sobre la cama, cuyo cobertor estaba retirado a los pies. Sofía tapó con él la parte inferior del convulsivo cuerpo.
—¡Ahora cálmese, por favor!
También aquel cuarto estaba iluminado en color carmesí por una lamparita que había en la mesilla; aunque la pantalla estaba agrietada, el efecto general era indudablemente romántico. Sólo las almohadas del amplio lecho y un pequeño semicírculo del suelo estaban iluminados; todo lo demás estaba sumido en la sombra. La cabeza de madame Foucault estaba hundida entre las almohadas. En el escritorio, una bandeja que contenía platos y vasos sucios y una botella de vino resultaba engañosamente pintoresca.
A pesar de su sincera gratitud hacia madame Foucault por su asombrosa manera de cuidarla durante su enfermedad, a Sofía no le agradaba la dueña de la casa y aquella escena le inspiraba una fría cólera. Veía la probabilidad de que los problemas de otra persona se amontonasen encima de los suyos. En su fuero interno no se opuso activamente, pues pensaba que ya no podía ser más irremediablemente desdichada de lo que era, pero pasivamente le disgustaba aquella imposición. Su razón le decía que debía ser comprensiva con aquella mujer avejentada, fea, desagradable e indigna, pero su corazón se negaba a ello; su corazón no quería saber nada en absoluto de madame Foucault ni meterse en su vida privada lo más mínimo.
—Ya no me queda ni un solo amigo —balbuceó madame Foucault.
—Oh, sí, claro que le quedan —dijo Sofía con animación—. Tiene a madame Laurence.
—Laurence…, eso no es un amigo. Ya sabe lo que quiero decir.
—¡Yo, yo! ¡Yo soy su amiga! —exclamó Sofía, obedeciendo a su conciencia.
—Es usted muy amable —replicó madame Foucault desde las almohadas—, Pero ya sabe lo que quiero decir.
Lo cierto era que Sofía no sabía lo que quería decir. Los términos de su relación habían cambiado de improviso. Ya no había ninguna pretenciosa ceremonia sino la sinceridad que trae el desastre. La amplia estructura de simulación que se había ido levantando entre ellas se había derrumbado por completo.
—Jamás en mi vida he tratado mal a un hombre —gimoteó madame Foucault—, Siempre he sido una buena chica. No hay ningún hombre que pueda decir que no he sido una buena chica. Nunca fui una chica como las demás. Y todos lo han dicho. ¡Ah! Cuando le digo que en tiempos tuve un palacete en la Avenue de la Reine Hortense. Cuatro caballos… He vendido un caballo a madame Musard… Ya conoce usted a madame Musard… Pero una no puede hacer economías. ¡Imposible hacer economías! ¡Ah! En el cincuenta y seis yo gastaba cien mil francos al año. Eso no puede durar. Siempre me he dicho a mí misma «eso no puede durar». Siempre tuve la intención… Pero ¿qué iba a hacer? Me instalé aquí y tomé dinero a préstamo para pagar los muebles. No me quedó ni una joya. ¡Todos los hombres son unos vagos! Pude alquilar tres habitaciones por trescientos cincuenta francos al mes, y sirviendo comidas y todo eso pude vivir.
—Entonces —dijo Sofía señalando la habitación que ocupaba, al otro lado del pasillo—, ¿ésa es su habitación?
—Sí —respondió madame Foucault—, La puse a usted ahí porque en aquel momento todas estas estaban alquiladas. Ya no lo están. Sólo una, la de Laurence, y no siempre me paga. ¿Qué iba a hacer? Los inquilinos… actualmente no se encuentran… No tengo nada, y debo dinero. Y él me deja. ¡Elige este momento para dejarme! Y ¿por qué? Por nada. Por nada. No es por su dinero por lo que lo siento. ¡No, no! ¡Ya sabe, a su edad —tiene veinticinco años— y con una mujer como yo… uno no es generoso! No. Yo lo amaba. Es a mi edad cuando una sabe amar. ¡La belleza siempre desaparece, pero no el temperamento! ¡Ah, lo que es eso…! ¡No! Yo lo amaba. Lo amo.
Las facciones de Sofía se estremecieron con una súbita emoción, motivada por la repetición de aquellas últimas palabras, cuyo hechizo ningún uso que se haga de ellas puede destruir. Pero no dijo nada.
—¿Sabe usted en qué me voy a convertir? Ya no me queda ninguna otra cosa. Y sé de otras que ya lo son. En una fregona. ¡Sí, en una fregona! Antes o después. Bueno, así es la vida. ¿Qué voy a hacer? Hay que seguir viviendo. —Y luego, en un tono diferente—: Le pido perdón, madame, por hablar así. Debería estar avergonzada.
Y Sofía pensó que también debería estar avergonzada por escucharla. Pero no lo estaba. Todo le parecía muy natural e incluso corriente. Y además Sofía se sentía imbuida de un sentimiento de superioridad sobre la mujer tendida en la cama. Cuatro años antes, en el restaurante Sylvain, la ingenua e ignorante Sofía había contemplado temerosa a la resplandeciente cortesana, con su mirada altiva, sus gestos amplios y fáciles y su imperturbable desprecio por el hombre que pagaba. Y ahora Sofía tenía conciencia de saber todo lo que había que saber sobre la naturaleza humana. Poseía no sólo juventud, belleza y virtud sino también conocimiento, el suficiente conocimiento para reconciliarla con su propia desgracia. Tenía una inteligencia clara y vigorosa y una conciencia limpia. Podía mirar a la cara a cualquiera y juzgar a cada cual como una mujer de mundo. Por el contrario, a aquel obsceno despojo que yacía en el lecho no le quedaba nada en absoluto. No solamente había perdido su deslumbrante belleza; se había vuelto repulsiva. Seguramente no había tenido nunca sentido común ni fuerza de carácter. Su altivez de los tiempos gloriosos era sencillamente fatua y se fundaba en la estupidez. Se había pasado los años ociosa, dando tumbos todo el día por habitaciones sin aire y apareciendo por la noche para impresionar a unos papanatas; siempre queriendo hacer cosas que nunca hacía, siempre sorprendida por lo tarde que era, siempre ocupada con las fruslerías más nimias. Y allí estaba, con más de cuarenta años, retorciéndose por los suelos porque un muchacho de veinticinco años (que tenía que ser un despreciable idiota) la había abandonado después de una escena de ridículos gritos y portazos. ¡Ella dependía de los caprichos de un bribonzuelo, el último asno que se había apartado de ella con aborrecimiento! Sofía pensó: «¡Santo Dios! Si yo estuviera en su lugar no serían así las cosas. Yo sería rica. Habría ahorrado como el mayor de los tacaños. No habría dependido de nadie a esa edad. ¡Si no hubiera sido una cortesana mejor que esa lamentable mujer me habría ahogado!».
Eso pensó, con la dura vanidad de su consciente capacidad y de su energía juvenil, medio olvidando sus propias locuras y medio disculpándolas por su inexperiencia.
Sofía deseaba recorrer el piso y destruir todas las pantallas de color carmesí que había en él. Deseaba obligar a madame Foucault a recuperar el respeto de sí misma y la sagacidad. La reprensión moral, aunque la tenía presente, no era sino muy débil. Sin duda percibía el inmenso abismo que hay entre la mujer honrada y la descocada, pero no de la manera que habría esperado percibirlo. «¡Qué estúpida has sido!», pensaba, no «¡Qué pecadora!». Con su precoz cinismo, que chocaba un tanto con el juvenil encanto septentrional de su rostro, se dijo que la situación en su conjunto y sus actitudes relativas habrían sido diferentes si madame Foucault hubiera tenido el juicio de amasar una fortuna, como (según Gerald) algunas de sus rivales habían logrado hacer.
Y no dejaba de pensar, en otra parte de su mente: «No debería estar aquí. No sirve de nada discutir. No debería estar aquí. Chirac hizo por mí lo único que podía hacer. Pero ahora tengo que irme».
Madame Foucault seguía recitando sus congojas, sobre todo financieras, con débil voz humedecida por las lágrimas; seguía también disculpándose por hablar de sí misma. Ya no sollozaba; tenía la mirada clavada en la pared, lejos de Sofía, que se hallaba indecisa junto al lecho, avergonzada de la debilidad e incapacidad de su compañera.
—No debe usted olvidar —dijo Sofía, irritada por lo irremediablemente sombrío que era el cuadro que pintaba madame Foucault— que por lo menos yo le debo una suma considerable y que sólo estoy esperando a que me diga a cuánto asciende. Ya se lo he preguntado dos veces, creo.
—¡Oh, usted todavía está enferma! —repuso madame Foucault.
—Estoy lo bastante bien como para pagar mis deudas —dijo Sofía.
—No quiero aceptar dinero de usted —dijo madame Foucault.
—Pero ¿por qué no?
—Tendrá que pagar al médico.
—Por favor, no diga eso —interrumpió Sofía—, Tengo dinero y puedo pagarlo todo, y lo pagaré todo.
Estaba irritada porque tenía la seguridad de que madame Foucault sólo estaba fingiendo delicadeza y que de todos modos aquella delicadeza era ridícula. Sofía lo había observado las dos veces que había mencionado el tema de las facturas. Madame Foucault no la trataría como a un inquilino corriente, ahora que su enfermedad había pasado. Quería, por decirlo así, terminar brillantemente lo que había empezado y vivir en el recuerdo de Sofía como una figura única de generosa filantropía. Era un sentimiento, un lujo que deseaba ofrecerse a sí misma: pensaba que había hecho el papel de la providencia con una respetable señora casada en apuros; hacía frecuentes alusiones a las desdichas y el desamparo de Sofía. Pero no podía permitirse ese lujo. Lo miraba como mira una mujer pobre unas telas costosas en el escaparate de una tienda. La verdad era que no necesitaba el lujo para nada. Sofía estaba exasperada por dos razones: por el absurdo deseo de madame Foucault y por una natural objeción a representar el papel de sujeto de una acción filantrópica. No quería admitir que la dedicación de madame Foucault como enfermera le diese derecho a la satisfacción de ser una filántropa cuando no hacía ninguna falta la filantropía.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —inquirió Sofía.
—No lo sé —murmuró madame Foucault—, Ocho semanas, o acaso nueve.
—Pongamos nueve —dijo Sofía.
—Muy bien —accedió madame Foucault.
—Y bien, ¿cuánto debo pagarle por semana?
—No quiero nada… ¡No quiero nada! Usted es amiga de Chirac. Usted…
—¡Nada de eso! —la interrumpió Sofía, dando golpecitos con el pie y mordiéndose los labios—. Claro que debo pagarle.
Madame Foucault lloraba en silencio.
—¿Le doy setenta y cinco francos por semana? —preguntó Sofía, deseosa de concluir con el asunto.
—¡Es demasiado! —protestó madame Foucault con poca sinceridad.
—¿Cómo? ¿Después de todo lo que ha hecho por mí?
—Yo no hablo de eso —replicó modestamente madame Foucault.
Si no era preciso pagar por la dedicación, setenta y cinco francos a la semana era indudablemente demasiado, ya que la mitad del tiempo Sofía no había comido casi nada. Madame Foucault, por tanto, no faltaba a la verdad cuando de nuevo protestó al ver los billetes que Sofía sacó de su baúl:
—¡Estoy segura de que es demasiado!
—¡Nada de eso! —repitió Sofía—. Nueve semanas a setenta y cinco francos. Eso hace seiscientos setenta y cinco. Aquí tiene setecientos.
—No tengo cambio —dijo madame Foucault— No tengo nada.
—Pues por el alquiler de la bañera —concluyó Sofía.
Dejó los billetes en la almohada. Madame Foucault los miró con glotonería, como hubiera hecho cualquiera en su lugar. No los tocó. Al cabo de un instante estalló en un llanto incontenible.
—Pero ¿por qué llora? —preguntó Sofía, ablandada.
—¡No…, no sé! —balbuceó madame Foucault—. Es usted muy hermosa. Estoy muy contenta de que la hayamos salvado. —Sus grandes ojos húmedos se posaron en Sofía.
Aquello era sentimentalismo. Sofía lo catalogó despiadadamente como sentimentalismo. Pero se conmovió. De pronto se conmovió. Aquellas mujeres, siendo estúpidas como eran, quizá le habían salvado la vida, ¡y era una extraña! A pesar de su indolencia, habían sido capaces de mostrar una resuelta perseverancia. Se podía decir que la casualidad las había lanzado a una empresa que no podrían haber abandonado hasta que ellas o la muerte hubiesen ganado la partida. Se podía decir que abrigaban una vaga esperanza de obtener un beneficio de sus esfuerzos. Pero aun así… Juzgando con arreglo a cualquier criterio habitual, habían sido unos ángeles de misericordia. ¡Y Sofía las despreciaba, haciendo pedazos sus motivos con crueldad, acusándolas de incapacidad cuando ella misma era una prueba suprema de su capacidad por lo menos en un sentido!
Se inclinó sobre el lecho.
—Nunca podré olvidar lo amables que han sido conmigo. ¡Es increíble! ¡Increíble! —Hablaba en voz baja, en un tono que revelaba un sentimiento sincero. Fue todo lo que dijo. No era capaz de adornar el tema. No tenía talento para expresar la gratitud.
Madame Foucault hizo un amago de gesto, como si quisiera dar un beso a Sofía con sus gruesos y ajados labios, pero se contuvo. Volvió a dejar caer la cabeza y sufrió un nuevo acceso de llanto nervioso. Inmediatamente después se oyó abrir un pestillo en la puerta del piso; la del dormitorio estaba abierta. Todavía sollozando con gran violencia, aguzó el oído y escondió los billetes debajo de la almohada.
Madame Laurence, como la llamaban —Sofía nunca había oído su apellido—, entró directamente en la habitación y contempló la escena, asombrada, con sus ojos oscuros y chispeantes. Por lo general iba vestida de negro porque el negro nunca se pasaba de moda; era una expresión de su carácter. Mostraba cierta elegancia; en comparación con el extremado desorden de madame Foucault y con el deshabillé de Sofía, su aspecto, recién salida de un restaurante de moda, era brillante; le daba ventaja sobre las otras dos, esa ventaja moral que siempre da un atavío ceremonial.
—¿Qué es lo que pasa? —interrogó.
—¡Me ha plantado, Laurence! —exclamó madame Foucault en una especie de grito histérico que pareció abrirse paso por entre sus sollozos. Por la extraordinaria renovación de la congoja de madame Foucault se hubiera podido imaginar que el joven acababa de marcharse en aquel mismo instante.
Laurence y Sofía cambiaron una rápida mirada; Laurence, naturalmente, percibió que las relaciones de Sofía con la dueña de la casa eran de un género diferente, más franco. Indicó que lo había captado con un ligero movimiento de las cejas.
—¡Pero, escucha, Aimée! —dijo en tono de autoridad— No debes ponerte así. Él volverá.
—Jamás! —clamó madame Foucault— Se ha terminado. ¡Y es el último!
Laurence, sin hacer caso a madame Foucault, se acercó a Sofía.
—Parece usted muy cansada —dijo, acariciando el hombro de Sofía con su mano enguantada—. Está muy pálida. Todo esto no es para usted. ¡No es razonable que se quede aquí; aún está enferma! ¡A estas horas! ¡Verdaderamente no es razonable!
Empujó a Sofía hacia el pasillo. Y lo cierto es que ésta se dio cuenta entonces de lo agotada que estaba. Salió de la habitación con la pronta obediencia de la debilidad física y cerró su puerta.
Al cabo de una media hora, durante la cual estuvo oyendo confusos ruidos y murmullos, la puerta de su habitación se abrió a medias.
—¿Puedo entrar, ya que no está durmiendo? —Era la voz de Laurence. Era la segunda vez que se dirigía a ella sin añadir el formal «madame».
—Pase, por favor —contestó Sofía desde la cama—. Estoy leyendo.
Laurence entró. Sofía se alegraba de verla y al mismo tiempo lo lamentaba. Anhelaba oír cotilleos que sin embargo pensaba que debía despreciar. Además sabía que si hablaban aquella noche lo harían como amigas y que Laurence la trataría ya siempre con la familiaridad de una amiga. Esto la horrorizaba. Con todo, sabía que en cualquier caso cedería a la tentación de escuchar los chismes.
—La he hecho meterse en la cama —dijo Laurence en un susurro, cerrando la puerta con cautela—¡Pobre mujer! ¡Oh, qué pulsera más linda! Es una perla auténtica, ya se ve.
Su mirada errabunda había tropezado inmediatamente, con un infalible instinto, con una pulsera que Sofía había dejado accidentalmente sobre el piano al hacer inventario de sus posesiones. La cogió y luego la volvió a dejar donde estaba.
—Sí —dijo Sofía. Estuvo a punto de añadir: «Es casi la única joya que me queda», pero se detuvo.
Laurence se aproximó a la cama de Sofía y se inclinó sobre ella como hacía en su calidad de enfermera. Se había quitado los guantes y ofrecía una imagen bonita e incitante, con sus treinta años y su cara agradable y un poco picara, en la que se mezclaban la sapiencia de un pilluelo de la calle y la seguridad de una mujer que ha dejado de sorprenderse por la influencia de su nariz respingona en un hombre de gran inteligencia.
—¿Le dijo por qué se habían peleado hoy? —inquirió bruscamente Laurence. Y no sólo la manera de formular la pregunta sino el tono de seguridad en que la expresó mostraron que Laurence pretendía tratar a Sofía con familiaridad.
—¡Ni una palabra! —respondió Sofía.
En la brevedad de la pregunta y de la respuesta se daba por sentado, crudamente, todo lo que antes se hacía como si no existiera. Las relaciones entre las dos mujeres se habían modificado de manera definitiva en un momento.
—¡Sin duda ha sido culpa de ella! —dijo Laurence— Con los hombres es insoportable. Nunca he comprendido cómo esa pobre mujer ha podido salir adelante. Con las mujeres es encantadora. Pero parece que no puede evitar tratar a los hombres como a perros. A algunos les encanta, pero son pocos. ¿No es cierto?
Sofía sonrió.
—¡Se lo dije! ¡Cuántas veces se lo dije! Pero es inútil. Es más fuerte que ella; si acaba en la miseria se podrá decir que fue por eso. ¡La verdad es que no debía haberle invitado a venir aquí! ¡La verdad es que fue demasiado! ¡Si él supiera…!
—¿Por qué no? —preguntó Sofía torpemente. La respuesta la sobresaltó.
—Porque su habitación no ha sido desinfectada.
—Pero yo creía que todo el piso había sido desinfectado.
—Todo menos su habitación.
—Pero ¿por qué su habitación no?
Laurence se encogió de hombros.
—¡No querría revolver sus cosas! ¿Lo voy a saber yo? Ella es así. ¡Se le mete una idea en la cabeza y se acabó!
—Me dijo que todas las habitaciones habían sido desinfectadas.
—Eso dijo a la policía y al médico.
—Entonces ¿toda la desinfección no sirve de nada?
—¡En absoluto! Pero ella es así. Este piso podía dar buenos beneficios, pero con ella, nunca. ¡Ni siquiera ha pagado los muebles… después de dos años!
—Pero ¿qué va a ser de ella? —inquirió Sofía.
—¡Ah, eso! —Volvió a encogerse de hombros—. Lo único que sé es que yo tendré que marcharme. La última vez que traje aquí a monsieur Cerf fue demasiado grosera con él. Sin duda le habrá hablado de monsieur Cerf…
—No. ¿Quién es monsieur Cerf?
—¡Ah! ¿No se lo ha dicho? Me sorprende. Monsieur Cerf es mi amigo, ya sabe.
—¡Oh! —murmuró Sofía.
—Sí —prosiguió Laurence, impulsada por un deseo de impresionar a Sofía y de cotillear largo y tendido—. Es mi amigo. Lo conocí en el hospital. Fue por complacerlo por lo que dejé el hospital. Después estuvimos dos años peleados, pero al final cedió. Yo, ni un ápice. ¡Dos años! Es mucho tiempo. Y había dejado el hospital. Podía haber vuelto. Pero no quise. ¡No es vida, estar de enfermera en un hospital de París! No; me las arreglé lo mejor que pude… ¡Es el muchacho más encantador que se pueda imaginar! Y ahora es rico; es decir, relativamente. Tiene un primo infinitamente más rico que él. Esta noche cené con los dos en la Maison Dorée. Porque nada en la abundancia; me refiero al primo. Parece que ha hecho fortuna en Canadá.
—¿Sí? —dijo Sofía cortésmente. La mano de Laurence jugaba con el borde de la cama y Sofía reparó por primera vez en que llevaba una alianza.
—¿Le llama la atención mi anillo? —rió Laurence—. Ha sido él…, el primo. «¿Cómo?, me dijo, ¿no lleva usted alianza? Es más correcto llevar alianza. Después de cenar iremos a arreglarlo». Yo dije que todas las joyerías estarían cerradas. «Me da lo mismo, dijo. Abriremos una». Y efectivamente… así fue. ¡Lo consiguió! ¿No es bonito? —alargó la mano.
—Sí —dijo Sofía—, Es muy bonito.
—El suyo también lo es —añadió Laurence, con una entonación extremadamente intrigante.
—No es más que la alianza inglesa corriente —repuso Sofía, sonrojándose a su pesar.
—«Ahora los he casado. Soy yo, el curé[50]», me dijo él, el primo, cuando me puso el anillo en el dedo. ¡Oh, es muy gracioso! Me agrada mucho. Y está completamente solo. Me preguntó si entre mis amigas había alguna muchacha guapa y simpática para que seamos cuatro cuando vayamos de picnic. Dije que no estaba segura, pero que pensaba que no. ¿A quién conozco yo? A nadie. No soy una mujer como las demás. Siempre soy discreta. No me gustan las relaciones superficiales… Pero está muy bien, el primo. Ojos castaños…, es una idea. ¿Vendrá usted un día? Habla inglés. Le encanta el inglés. Es de lo más correcto; un perfecto caballero. Organizaría una fiesta espléndida. Estoy segura de que estaría encantado de conocerla. ¡Encantado!… En cuanto a mi Charles, por suerte está totalmente loco por mí; de otro modo tendría miedo.
Sonrió, y en su sonrisa había un franco respeto por el rostro de Sofía.
—Me temo que no podré ir —dijo Sofía. Se esforzó sinceramente por no dejar traslucir en sus palabras un tono de superioridad moral, pero no lo logró del todo. La sugerencia de Laurence no le causaba el menor horror. Sólo quería rechazarla, pero no pudo hacerlo con una voz natural.
—Es verdad que aún no está lo bastante fuerte —dijo la imperturbable Laurence, rápidamente y con una perfecta simulación de naturalidad—. Pero tiene que salir ya pronto a dar un pequeño paseo —Miró su anillo— Al fin y al cabo, es más correcto —observó juiciosamente—. Con una alianza es menos probable que la irriten a una. Lo que es curioso es que nunca se me haya ocurrido. Sin embargo…
—¿Le gustan las joyas? —inquirió Sofía.
—¿Que si me gustan las joyas? —con un gesto de las manos.
—¿Quiere alcanzarme aquella pulsera?
Laurence obedeció y Sofía se la puso a la joven en la muñeca.
—Quédesela —dijo Sofía.
—¿Para mí? —exclamó Laurence, embelesada—. Es demasiado.
—No es bastante —contestó Sofía—. Y cuando la mire, recuerde lo amable que ha sido conmigo y lo agradecida que le estoy.
—¡Qué bonito es lo que me ha dicho! —exclamó Laurence extáticamente.
Y Sofía pensó que, en efecto, había dicho algo muy bonito. Aquel regalo de la pulsera, recuerdo de una de las pocas locuras caprichosas que Gerald había cometido por ella y no por sí mismo, complacía mucho a Sofía.
—Me temo que el cuidar de mí la hizo descuidar a monsieur Cerf —añadió.
—¡Sí, un poco! —dijo Laurence en tono imparcial, con un leve mohín de altivez—. Es cierto que se quejaba. Pero yo enseguida le dejé las cosas claras. ¡Vaya idea! Él sabe que hay cosas con las que no bromeo. ¡No me la armará por segunda vez, créame!
Fue lo absolutamente convencida que estaba Laurence de su poder lo que impresionó a Sofía. A ésta le parecía un artículo vulgar, con un dudoso encanto, una mirada excesivamente descarada y una manera vulgar de moverse. Y se preguntaba cómo había fundado su imperio y en qué se basaba.
—No se la enseñaré a Aimée —susurró Laurence señalando la pulsera.
—Como quiera —asintió Sofía.
—Por cierto, ¿le he dicho que han declarado la guerra? —observó Laurence sin darle importancia.
—No —replicó Sofía—, ¿Qué guerra?
—La escena con Aimée hizo que lo olvidara… Con Alemania. La ciudad está muy excitada. Hay una enorme multitud delante de la Ópera. Dicen que estarán en Berlín dentro de un mes, o como mucho en dos meses.
—¡Oh! —murmuró Sofía—. ¿Por qué hay guerra?
—¡Ah! Eso me pregunto yo. Nadie lo sabe. Son esos prusianos.
—¿No cree usted que deberíamos empezar otra vez con la desinfección? —preguntó Sofía con preocupación—. Tengo que hablar con madame Foucault.
Laurence le dijo que no se preocupara y se fue a enseñarle la pulsera a madame Foucault. Había decidido privadamente que era un placer al que al fin y al cabo no podía renunciar.
IV
Cosa de dos semanas después —era un espléndido sábado de comienzos de agosto— Sofía, con un gran delantal sobre el vestido, estaba concluyendo los portentosos preparativos de la desinfección del piso. Parte de la tarea había sido ya ejecutada; su habitación y el pasillo habían sido fumigados el día anterior a pesar de la oposición de madame Foucault, que se había tomado a mal que Laurence le fuera con historias a Sofía. Laurence se había ido de la casa; en qué circunstancias exactamente Sofía no lo sabía, pero sospechaba que debió de ser como consecuencia de una escena que hubiera complicado el altercado causado por el resentimiento de madame Foucault contra Laurence. La breve y ficticia amistad entre Laurence y Sofía se había desvanecido como un sueño. La criada había sido despedida; en su lugar madame Foucault empleó a una asistenta que iba dos horas cada mañana. Finalmente, aquella mañana madame Foucault había recibido una carta en la que se la reclamaba junto a su padre enfermo, en St. Mammés-sur-Seine. Sofía estaba encantada de tener aquella oportunidad. La desinfección del piso había llegado a ser una obsesión para ella, la obsesión de una convaleciente cuya visión retuerce sin darse cuenta las cosas de la manera peor. El día antes había tenido problemas con madame Foucault y anticipaba otros más graves cuando llegara el momento de expulsar a aquélla de su propia habitación con todas sus pertenencias muebles. No obstante, Sofía estaba decidida, sucediera lo que sucediera, a llevar a cabo una cumplida fumigación de todo el piso. De ahí el entusiasmo con que, al apremiar a madame Foucault a ir a ver a su padre, había insistido en que estaba totalmente recuperada y podía apañarse sola un par de días. Debido a la parcial supresión de los servicios habituales de ferrocarril en aras de las necesidades militares, madame Foucault no podía ir y volver en el día. Sofía le había prestado un luis.
En cada una de las tres habitaciones delanteras ardían misteriosamente ollas de sulfuro; dos pares de puertas estaban selladas con papel para impedir que escapara el humo. La asistenta se había marchado. Sofía, con cepillo, tijeras, engrudo y hojas de periódico, estaba sellando el tercer par de puertas cuando se oyó llamar a la puerta del piso.
Para abrir no tuvo más que cruzar el pasillo.
Era Chirac. A ella no le sorprendió verlo. El comienzo de la guerra había inducido incluso a Sofía y a la dueña de la casa a ver por lo menos un periódico al día; de este modo había sabido, al ver un artículo firmado por él, que estaba de regreso en París después de una misión en los Vosgos para su periódico.
Él dio un respingo al verla.
—¡Ah! —Exhaló con lentitud aquella exclamación. Luego sonrió, tomó su mano y la besó.
El ver lo mucho que evidentemente le complacía volverla a ver fue la experiencia más grata que había tenido Sofía durante años.
—¿Así que está curada?
—Del todo.
Él suspiró.
—Ya sabe, es para mí un enorme alivio saber de verdad que ya no está en peligro. ¡Buen susto me dio…, un buen susto, querida madame!
Ella sonrió en silencio.
Cuando Chirac lanzó una mirada inquisitiva arriba y abajo por el pasillo, explicó:
—Estoy sola. Estoy desinfectando el piso.
—Entonces ¿es a sulfuro a lo que huele?
Ella asintió con la cabeza.
—Discúlpeme mientras acabo con esta puerta —dijo.
Él cerró la puerta del piso.
—¡Pero parece como si estuviera en su casa! —observó.
—Así tiene que ser —respondió ella.
Chirac volvió a mirar inquisitivamente arriba y abajo por el pasillo.
—¿Y es cierto que está sola ahora? —preguntó, como para asegurarse doblemente.
Sofía le explicó las circunstancias.
—Le debo mis más sinceras excusas por haberla traído aquí —le dijo en tono confidencial.
—Pero ¿por qué? —replicó ella—. Ha sido de lo más amable conmigo. Nadie podría haberlo sido más. Y al ser madame Laurence tan buena enfermera…
—Es verdad —dijo él— Ésa fue una razón. Lo cierto es que son unas mujercitas de muy buen natural… Ya comprenderá que como periodista me sucede conocer a toda clase de gente… —Hizo chascar los dedos—. Y como estábamos enfrente de la casa… En fin, le ruego me disculpe.
—Sujéteme este papel —le pidió Sofía—, Hay que tapar todas las ranuras, y también entre la puerta y el suelo.
—Habla usted un inglés maravilloso —murmuró él cogiendo el papel—. ¡No me la imagino a usted haciendo esto! Después —añadió, volviendo al tono confidencial— supongo que dejará a la Foucault, ¿hum?
—Supongo que sí —respondió ella en tono despreocupado.
—¿Se irá a Inglaterra?
Sofía se volvió hacia él mientras alisaba una tira de papel dándole golpecitos con el trapo del polvo y negó con la cabeza.
—¿A Inglaterra no?
—No.
—Si no es indiscreción, ¿dónde piensa marcharse?
—No sé —respondió con sinceridad.
Y no lo sabía. No tenía ningún plan. Su razón le decía que tenía que regresar a Bursley, o al menos escribir. Pero su orgullo no quería ni oír hablar de semejante rendición. Su situación tenía que ser mucho más desesperada de lo que era para que fuera capaz de confesar su derrota a su familia, incluso por carta. ¡Mil veces no! Eso era algo que estaba decidido para siempre. Se enfrentaría con cualquier desastre, con cualquier otra vergüenza, antes que con la vergüenza de la acogida indulgente de su familia.
—¿Y usted? —preguntó a Chirac—, ¿Cómo le van las cosas con la guerra?
Él le dijo en pocas palabras algunos hechos esenciales acerca de sí mismo.
—No se debe decir —añadió, refiriéndose a la guerra—, pero esto va a ir mal. Yo…, yo lo sé; ya me entiende.
—¿De veras? —respondió ella con indiferencia.
—¿No ha sabido nada de él? —inquirió Chirac.
—¿De quién? ¿De Gerald?
Él hizo un gesto.
—¡Nada! ¡Ni una palabra! ¡Nada!
—¡Habrá vuelto a Inglaterra?
—¡Nada de eso! —dijo ella categóricamente.
—Pero ¿por qué no?
—Porque prefiere Francia. Le gusta mucho Francia. Creo que es la única pasión verdadera que ha tenido en su vida.
—¡Es asombroso —reflexionó Chirac— cómo ama todo el mundo a Francia! ¡Y sin embargo…! Pero ¿qué hará para vivir? ¡Tiene que vivir!
Sofía se limitó a encogerse de hombros.
—Entonces ¿todo ha terminado entre ustedes? —murmuró él con cierto embarazo.
Ella hizo un gesto afirmativo. Estaba de rodillas, junto a la ranura entre las puertas y el suelo.
—¡Listo! Esta bien, ¿verdad? Ya he terminado.
Le sonrió, de frente a él en la oscuridad del descuidado y deteriorado pasillo. Los dos tuvieron una sensación de gran intimidad. Él se sintió profundamente halagado por la actitud de Sofía, y ella lo sabía.
—Ahora —dijo ella— voy a quitarme el delantal. ¿Dónde puedo llevarlo a usted? Sólo queda mi habitación y la necesito. ¿Qué hacemos?
—Escuche —sugirió inseguro Chirac—. ¿Quiere hacerme el honor de acompañarme a dar un paseo en coche? Le hará bien. Hace sol. Y está usted siempre muy pálida.
—Será un placer —accedió ella cordialmente.
Mientras se vestía, lo oyó ir de acá para allá por el pasillo; de vez en cuando cambiaban unas palabras. Antes de salir, Sofía quitó el papel que tapaba una de las cerraduras de la serie de habitaciones selladas y miraron por ellas, uno detrás del otro; vieron el verdoso fulgor del sulfuro y se sintieron perturbados por su aspecto siniestro. Después Sofía volvió a poner el papel en su sitio.
Al bajar la escalera de la casa sintió debilidad en las rodillas, pero por lo demás, aunque no había salido más que una vez desde que cayó enferma, era consciente de tener fuerzas suficientes. Reacia a todo esfuerzo, no había salido a tomar el aire, como debería haber hecho, pero dentro del piso había ejercitado sus miembros en muchas pequeñas tareas. El menudo Chirac, nerviosamente activo e inquieto, quiso tomarla del brazo, pero ella no se lo consintió. La portera y parte de su familia contemplaron con curiosidad a Sofía cuando ésta pasó bajo el arco de entrada, pues los avatares de su enfermedad habían despertado el interés de toda la casa. En el momento en el que el carruaje partía salió la portera a la acera y la saludó con un cumplido, diciendo luego:
—¿No sabrá por casualidad por qué no ha vuelto Madame Foucault a la hora de almorzar, señora?
—¡A la hora de almorzar! —exclamó Sofía—. No volverá hasta mañana.
La portera hizo una mueca.
—¡Ah! ¡Qué cosa más curiosa! Le dijo a mi marido que volvería al cabo de dos horas. ¡Es muy grave! ¡Asunto de negocios!
—No sé nada, señora —dijo Sofía. Ella y Chirac se miraron. La portera le dio las gracias entre dientes y se marchó farfullando confusamente.
El fiacre torció por la Rue Laferriére; el caballo resbalaba y patinaba como de costumbre en los adoquines. Pronto estuvieron en el bulevar, en dirección hacia los Campos Elíseos y al Bosque de Bolonia.
La fresca brisa y el sol radiante y la amplia libertad de las calles embriagaron rápidamente a Sofía; es decir, la embriagaron en un sentido totalmente físico. Estaba casi borracha del sabor mismo de la vida, que se le subía a la cabeza. La invadió un dulce éxtasis de bienestar. El piso le pareció una cárcel horrible y vil y se culpó por no haber salido de él antes y con más frecuencia. El aire era una medicina para el cuerpo y también para el espíritu. Su manera de ver las cosas cambió al instante. Era feliz, pues no vivía ni en el pasado ni en el futuro, sino en aquella hora y solamente para ella. Y en su felicidad se sentía nostálgicamente melancólica por la Sofía que había sufrido aquella cautividad y aquellas congojas. Anhelaba más y más deleite, despreocupadas orgías de placer apasionado, en medio de las cuales pudiera olvidar todo cuidado. ¿Por qué había rechazado el ofrecimiento de Laurence? ¿Por qué no se había lanzado al instante al espléndido fuego de la alegre complacencia, sin hacer caso de nada más que del elemental instinto de los sentidos? Siendo como era muy consciente de su juventud, de su belleza y de su encanto, se sorprendía de su propia negativa. No la lamentaba. La observaba plácidamente como la consecuencia de algún motivo enormemente poderoso que había en ella misma, que no podía ser puesto en duda y con el que no podía razonar, y que era en realidad la esencia de su propia personalidad.
—¿Tengo aspecto de inválida? —preguntó, reclinándose voluptuosamente en el coche, que avanzaba entre una multitud de otros carruajes.
Chirac vaciló.
—¡A fe mía, sí! —dijo al cabo—. Pero le sienta bien. Si no fuera porque sé que le gustan poco los cumplidos, yo…
—¡Pero si me encantan los cumplidos! —exclamó ella—. ¿Qué le ha hecho pensar eso?
—Bueno, entonces —estalló como un adolescente—, está usted más encantadora que nunca.
Ella se entregó con deleite a su admiración.
Tras un silencio, él dijo:
—¡Ah, si usted supiera lo inquieto que estaba por usted mientras estaba lejos…! No sabía cómo decírselo. ¡Inquieto de verdad, ya me entiende! ¿Qué podía hacer yo? Cuénteme algo sobre su enfermedad.
Sofía le dio detalles.
Cuando el fiacre entró en la Rue Royale repararon en una muchedumbre que estaba delante de la Madeleine profiriendo gritos y vítores.
El cochero se volvió hacia ellos.
—¡Parece que ha habido una victoria! —dijo.
—¡Una victoria! ¡Ojalá fuera cierto! —murmuró Chirac en tono cínico.
En la Rue Royale la gente corría frenética de un lado a otro, riendo y gesticulando jubilosamente. Los habituales de los cafés se subían a las sillas e incluso a las mesas para contemplar aquella fiebre repentina y de vez en cuando unirse a ella. El fiacre tuvo que reducir su marcha hasta ir a paso de peatón. Empezaron a dejarse ver banderas y alfombras en los pisos altos de las casas. La multitud se hacía más densa y más febril. Una y otra vez se oían voces estridentes y enronquecidas que clamaban «¡Victoria! ¡Victoria!».
—¡Dios mío! —exclamó Chirac, temblando—¡Debe de ser una verdadera victoria! ¡Estamos salvados! ¡Estamos salvados!… ¡Oh, sí, es cierto!
—¡Pues claro que es cierto! ¿Qué está usted diciendo? —inquirió el cochero.
En la plaza de la Concordia el fiacre tuvo que detenerse del todo. La inmensa plaza era un mar de sombreros blancos y flores y rostros felices, con carruajes anclados como barcos en su superficie. En los tejados vecinos se veía ondear una bandera detrás de otra con la brisa que atemperaba el sol de agosto. Después empezaron a volar sombreros por los aires y los vítores retumbaron en la plaza como ecos de disparos en un valle cerrado. El cochero de Chirac daba saltos como un loco en su asiento y hacía restallar el látigo.
—Vive la France! —aulló con toda la fuerza de sus pulmones. Mil gargantas le contestaron.
Entonces se produjo un tumulto detrás de ellos. Otro carruaje avanzaba con lentitud hacia delante. La muchedumbre lo rechazaba, gritando «Marseillaise! Marseillaise!». En el coche iba una mujer sola; no era hermosa pero sí distinguida, y su mirada tenía la seguridad propia de alguien que está acostumbrado al homenaje y al aplauso multitudinario.
—¡Es Gueymard! —dijo Chirac a Sofía. Estaba muy pálido. Y gritó también «Marseillaise!». Todos sus rasgos estaban distorsionados.
La mujer se puso en pie y habló a su cochero, que le tendió la mano; ella subió al pescante, se puso en pie sobre él e hizo varias inclinaciones.
«Marseillaise!». El clamor continuaba. Después hubo un estruendo de vítores y el silencio se extendió por la plaza como una inundación. Y en medio de aquel silencio la mujer empezó a cantar La Marsellesa. Mientras cantaba, rodaban las lágrimas por sus mejillas. Todos los que estaban cerca lloraban o fruncían el ceño con severidad. En las pausas de la primera estrofa se oía el ruido de los frenos de los caballos o la sirena de un remolcador en el río. El estribillo, marcado por Gueymard con una orgullosa y desafiante sacudida de la cabeza, se alzó como una tormenta tropical, formidable, abrumadora. Sofía, que no había recibido ningún aviso de la emoción que se concentraba en su interior, sollozaba violentamente. Al concluir el himno, el coche de Gueymard fue asaltado por sus adoradores. A su alrededor, en un tumulto clamoroso, los hombres se besaban y abrazaban y lanzaban nubes de sombreros al aire. Chirac se inclinó sobre el costado del carruaje y estrujó la mano de un hombre que se hallaba junto a la rueda.
—¿Quién es? —preguntó Sofía con voz vacilante, para romper la inexplicable tensión que sentía dentro de sí.
—No lo sé —dijo Chirac. Estaba llorando como un niño. Y entonó—: ¡Victoria! ¡A Berlín! ¡Victoria!
V
Sofía subió sola, fatigada, la estropeada escalera de roble hasta el piso. Chirac había decidido que, en las circunstancias de la victoria, haría bien en ir a las oficinas de su periódico mucho antes de lo habitual. La había traído de vuelta a la Rue Breda. Se habían despedido en una especie de ensueño o encantamiento general causado por su participación en el vasto delirio nacional, que en cierto modo dominaba los sentimientos individuales. No definieron sus relaciones. Sólo habían sido conscientes de su emoción.
A Sofía le repugnaba la escalera, que olía a humedad hasta en verano. Pensaba en el piso con horror y ansiaba lugares con vegetación y lujos. En el descansillo había dos hombres de mediana edad, corpulentos y mal vestidos, que al parecer aguardaban a alguien. Sofía buscó la llave y abrió la puerta.
—Pardon, madame! —dijo uno de ellos, levantándose el sombrero, y los dos se colaron en el piso detrás de ella. Se quedaron mirando perplejos las tiras de papel pegadas a las paredes.
—¿Qué desean ustedes? —inquirió Sofía con altivez. Estaba muy asustada. Aquella extraordinaria irrupción la devolvió de un golpe a la escala de individuo.
—Soy el portero —dijo el hombre que se había dirigido a ella. Tenía el aire de un artesano superior—. Fue mi mujer quien habló con usted esta tarde. Éste —señalando a su compañero —es la ley. Lo lamento, pero…
La ley saludó y cerró la puerta del piso. Al igual que el portero, la ley desprendía un cierto olor, el olor de la falta de limpieza en un caluroso día de agosto.
—¿El alquiler? —exclamó Sofía.
—¡No, madame, no es el alquiler: son los muebles!
Entonces se enteró de la historia de los muebles. Habían pertenecido al portero, que los había adquirido de un inquilino anterior y los había vendido a crédito a madame Foucault. Esta había firmado facturas y no las había pagado. Había hecho promesas y las había roto. Había hecho todo menos saldar sus deudas. La habían advertido una y otra vez. Se le había fijado aquel día como último límite y ella había asegurado solemnemente a su acreedor que aquel día pagaría. Al salir de casa había afirmado con exactitud y claridad que volvería antes de comer con todo el dinero. No había dicho nada de que su padre estuviera enfermo.
Sofía percibió poco a poco el alcance de la duplicidad y la cobardía moral de madame Foucault. Sin duda se había inventado lo de su padre enfermo. La mujer, en el extremo de una cadena que ningún ingenio en inventar mentiras podía ya alargar, probablemente se había marchado para evitar una inmediata situación violenta. O acaso se había ausentado sin ningún propósito particular, sino simplemente con la esperanza de que ocurriese algún hecho afortunado. Tal vez esperaba que Sofía, a la que cogerían desprevenida, pagara generosamente. Sofía sonrió a pesar de todo.
—Bien —dijo; yo no puedo hacer nada. Supongo que ustedes tienen que cumplir con su cometido. ¿Me dejarán que recoja mis cosas?
—¡Por supuesto, madame!
Les advirtió del peligro de abrir las habitaciones selladas. El agente de la ley parecía estar dispuesto a quedarse indefinidamente en el pasillo. Ninguna perspectiva de demora le preocupaba.
¡Cuán extraño e inquietante, el triunfo del portero! Era cerrajero de oficio. Él, su mujer y sus hijos vivían en dos pequeñas y oscuras habitaciones junto al arco de la entrada, un fragmento insignificante de la casa. Estaba fuera del hogar unas catorce horas al día, excepto los domingos, día en que fregaba el patio. Todas las demás obligaciones del portero las realizaba su mujer. La pareja siempre presentaba un aspecto de pobreza, desaliño, suciedad y abandono. Pero estaban constantemente cobrando cuotas a todos en la gran casa. Reunían dinero de cuarenta maneras. Vivían para el dinero; todo el mundo tiene algo para lo que vive. ¡Con qué arrogantes gestos descendía madame Foucault de un coche ante la puerta! ¡Con qué actitudes y tonos tan respetuosos recibían la mujer y los niños de la portería a aquella cortesana envejecida! Pero por debajo de aquellas ficciones convencionales la verdad era que el portero tenía el látigo. Al fin lo estaba utilizando. Y se había concedido medio día de fiesta para celebrar su segunda adquisición de aquel ostentoso mobiliario y de las pantallas color carmesí. Ésta era una de las crisis espectaculares de su carrera de hombre de enjundia. El estremecimiento nacional de la victoria no había penetrado en el piso con el portero y la ley. Las emociones del portero eran totalmente independientes de la política exterior napoleónica.
Mientras Sofía, conmocionada al bajar de repente a la tierra, recogía sus cosas y se preguntaba dónde iría y si sería prudente consultar a Chirac, oyó agitación en la puerta del piso; llantos, protestas, súplicas. Las puertas de su habitación se abrieron de par en par e irrumpió en ella madame Foucault.
—¡Sálveme! —exclamó, dejándose caer al suelo.
La teatralidad poco convincente del gesto ofendió el buen gusto de Sofía. Preguntó con severidad qué esperaba de ella madame Foucault. ¿No la había expuesto a sabiendas, sin aviso alguno, a la extrema molestia de la visita de la ley, una visita que en la práctica significaba que Sofía se viera arrojada a la calle?
—¡No debe usted ser dura! —sollozó madame Foucault.
Sofía supo la historia completa de los esfuerzos de la mujer para pagar los muebles: un fárrago de insensateces y engaños. Madame Foucault confesó demasiadas cosas. Sofía desdeñaba el confesar por confesar. Desdeñaba el impulso que obliga a un ser débil a insistir en su debilidad, a gozarse en el remordimiento y a buscar una excusa para su conducta en el hecho mismo de que no hay excusa. Dedujo que madame Foucault, en efecto, se había marchado con la esperanza de que Sofía, atrapada, pagase, y que al final ni siquiera había tenido valor para llevar a cabo su propia artimaña y había regresado apresuradamente, empujada a la audacia por el pánico, para arrojarse a los pies de Sofía, temiendo que ésta no hubiera cedido y se hubieran llevado los muebles. De principio a fin, la conducta de madame Foucault había sido fatua, despreciable y vil. Sofía condenó fríamente a madame Foucault por haberse permitido venir al mundo con un carácter tan débil y llorón, y por haberse dejado envejecer y volverse fea. El espectáculo que ofrecía aquella mujer era visiblemente vergonzoso.
—¡Sálveme! —repitió—, ¡Hice cuanto pude por usted!
Sofía la odiaba. Pero la lógica de la súplica era irresistible.
—Pero ¿qué puedo hacer? —preguntó, reacia.
—Présteme el dinero. Usted puede hacerlo. Si no lo hace, será el fin para mí.
«¡Y eso estará bien, también!», pensó el lado duro de Sofía.
—¿Cuánto es? —preguntó con desánimo.
—¡No llega a mil francos! —dijo ansiosamente madame Foucault—. ¡Todos mis hermosos muebles desaparecerán por menos de mil francos! ¡Sálveme!
Sofía se sentía asqueada.
—Por favor, levántese —dijo, mientras sus dedos jugueteaban sin saber qué hacer.
—¡Se lo devolveré, esté segura! —aseveró madame Foucault—¡Se lo juro!
«¿Me toma por tonta —pensó Sofía— con sus juramentos?».
—¡No! —contestó— No le prestaré el dinero. Pero le diré lo que voy a hacer. Compraré los muebles a ese precio, y le prometo revendérselos en cuanto pueda pagarme. De ese modo puede estar tranquila, Pero tengo muy poco dinero. Necesito una garantía. Los muebles tendrán que ser míos hasta que pueda pagarme.
—¡Es usted un ángel de caridad! —exclamó madame Foucault, abrazándose a las faldas de Sofía—. Haré todo lo que quiera. ¡Ah! Ustedes, las inglesas, son asombrosas.
Sofía no era un ángel de caridad. Lo que había prometido hacer suponía sacrificio y preocupaciones sin perspectiva de recompensa. Pero no era caridad. Era parte del precio que Sofía pagaba por el ejercicio de sus facultades lógicas; lo pagaba a regañadientes. «¡Hice cuanto pude por usted!». Sofía habría preferido morir antes que recordar a nadie un beneficio otorgado por ella; madame Foucault había cometido precisamente esa enormidad. Aquella apelación era imperdonable para un espíritu refinado, pero fue eficaz.
Los hombres estaban detrás de la puerta, escuchando. Sofía tomó el dinero de su reserva de billetes. No hace falta decir que el total era más de mil francos, no menos. Madame Foucault se puso inmediatamente a hablar en tono confidencial con el hombre. Sin consultar a Sofía, pidió al alguacil que hiciera un recibo transfiriendo la propiedad de todo el mobiliario a Sofía; el alguacil, al que la belleza de Sofía impulsaba a mostrarse servicial, consintió en ello. Hubo mucho tira y afloja sobre aspectos formales, así como floreos de la pluma entre dedos gruesos y viles y derramamiento de tinta.
Antes de que los hombres se marcharan, madame Foucault descorchó una botella de vino para ellos y les ayudó a bebería. Durante toda la tarde mostró una insoportable deferencia hacia Sofía, que prefirió irse a la cama. Madame Foucault estuvo conforme con ocupar el dormitorio de la criada, en el sexto piso. Se alegraba de alejarse del sulfuro, pues había penetrado en el corredor una ligera vaharada.
A la mañana siguiente, tras una opresiva noche plagada de malos sueños, Sofía se encontraba demasiado mal para levantarse. Contempló los muebles que había en torno suyo en la pequeña habitación, imaginó los de las restantes habitaciones y acudió a su mente una idea lúgubre: «Todos estos muebles son míos. ¡Nunca me pagará! Me ha cargado con ellos».
Los había comprado baratos, pero era probable que no pudiese venderlos ni siquiera por lo que había pagado. Sin embargo, la sensación de propiedad resultaba tranquilizadora.
La asistenta le trajo café y el periódico de Chirac, que le informó de que la noticia de la victoria que había enloquecido a la ciudad el día anterior era totalmente falsa. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras contemplaba con mirada ausente las ventanas del patio, veladas por cortinas. Poseía juventud y encanto; según las normas, debería ser irresponsable y alegre y tendría que cuidar de ella con indulgencia la sabiduría de una edad admiradora. Pero ella sentía hacia la nación francesa lo que podría sentir una madre por unos hijos adorables que estuvieran sufriendo por su propia insensatez encantadora. Veía a Francia personificada en Chirac. ¡Con cuánta facilidad, a pesar de todo lo que sabía, se había abandonado a la fiebre! Su corazón sangraba por Francia y por Chirac en aquella mañana de reacción y verdades. No podía soportar el recuerdo de la escena en la plaza de la Concordia. Madame Foucault seguía sin bajar.