CAPITULO III

CYRIL

 

I

 

Constanza estaba junto a la gran ventana de numerosos cristales de la sala. Había engordado. Aunque siempre había sido rellenita, su figura era linda y tenía la cintura bien marcada. Pero ahora había perdido aquella figura; la cintura ya no existía y ya no había miriñaque para crearla artificialmente. Un observador que no se hallara bajo el encanto de su rostro estaría quizá justificado si dijera que estaba gorda y abultada. Su rostro, grave, amable y expectante, con aquellas radiantes y frescas mejillas y la redondeada suavidad de sus curvas, compensaba por la figura. Tenía casi veintinueve años.

Eran los últimos días de octubre. En Wedgwood Street, cerca de Boulton Terrace, todas las casitas marrones habían sido demolidas a fin de dejar sitio para un grandioso mercado cubierto, cuyos cimientos se estaban excavando. Aquella destrucción dejaba ver un extenso trozo de cielo al noroeste. Una gran nube gris de borde irregular se elevaba desde las profundidades y tapaba el suave azul del cercano crepúsculo; mientras tanto, al oeste, detrás de Constanza, el sol se ocultaba con serena y esplendorosa melancolía en el silencio de jueves de la villa. Era una de aquellas tardes que reunían toda la tristeza de la tierra y la transformaban en belleza.

Samuel Povey volvió la esquina de Wedgwood Street y cruzó King Street en oblicuo a la puerta principal, que abrió Constanza.

—¿Y bien? —inquirió ésta.

—No está mejor. Hay que reconocerlo, está peor. Tendría que haberme quedado, pero sabía que estarías preocupada. Así que cogí el de las tres y cuatro.

—¿Qué tal es esa señora Gildchrist como enfermera?

—Muy buena —dijo Samuel con convicción—, ¡Muy buena!

—¡Qué bendición! Me imagino que no verías al médico, por casualidad.

—Sí que lo vi.

—¿Qué te dijo?

Samuel hizo un gesto despectivo:

—No dijo nada en particular. Con la hidropesía, en esa fase, ya sabes…

Constanza había vuelto junto a la ventana; su ansiedad no se había atenuado, al parecer.

—No me gusta el cariz de esa nube —murmuró.

—¡Cómo! ¿Todavía están fuera? —preguntó Samuel, quitándose el abrigo.

—¡Ahí están! —exclamó Constanza. Sus rasgos se transfiguraron repentinamente, corrió a la puerta, la abrió y bajó la escalera.

Por la pendiente subía un cochecito de niño empujado por una muchacha sin aliento.

—Amy —protestó Constanza con suavidad—, le dije que no fuera lejos.

—He venido todo lo deprisa que he podido, señora, en cuanto vi esa nube —dijo resoplando la chica, con aspecto de estar profundamente agradecida por haber escapado a un gran desastre.

Constanza metió las manos en los rincones del cochecito y sacó del capullo al centro del universo, lo examinó con callada pasión y luego se lo llevó corriendo al interior de la casa, aunque aún no había caído una gota de lluvia.

—¡Precioso! —profirió Amy en éxtasis, siguiéndolo con sus juveniles ojos virginales hasta que desapareció. Después se llevó el cochecito, que ya no tenía más valor ni interés que una cáscara de huevo. Hubo que dar la vuelta para llevarlo a la entrada del patio de Brougham Street, más allá de la fachada de la tienda, que estaba cerrada.

Constanza se sentó en el sofá de crin y abrazó y besó a su tesoro antes de quitarle el gorrito.

—¡Aquí está papá! —le dijo, como si le comunicara una noticia extraña y embelesada—. ¡Aquí está papá, que viene de colgar el abrigo en el pasillo! ¡Papá, frotándose las manos! —y después, con una rápida transición en voz y expresión—: ¡Míralo, Sam!

Samuel, absorto, se inclinó hacia delante.

—¡Ah, pícamelo! ¡Ah, pícamelo! —saludó al bebé, levantando el dedo ante la nariz de éste.

El bebé, que hasta entonces había mantenido una pasiva indiferencia ante los fenómenos exteriores, levantó los codos y los dedos de los pies, de su diminuta boca salieron unas pompas y miró fijamente el dedo con la sonrisa más pillina y cautivadora, como si dijera: «Conozco ese gran dedo, es una broma que no ve nadie más que yo y que es mi secreta alegría, que nunca compartiréis».

—¿Está preparado el té? —preguntó Samuel, recuperando su gravedad y su actitud habitual.

—Tienes que dar tiempo a la chica para que saque las cosas —respondió Constanza—. Vamos a apartar la mesa del fuego; el bebé puede estar en la alfombrilla de la chimenea, envuelto en las mantillas, mientras tomamos el té. —Luego se dirigió a la criatura con embeleso—: Y jugar con sus juguetes, ¡todos sus juguetes, tan bonitos!

—Sabes que la señorita Insull se queda a tomar el té, ¿no?

Constanza, con la cabeza inclinada sobre el bebé, que formaba una mancha blanca sobre su cómodo vestido marrón, hizo un gesto de asentimiento sin hablar.

Samuel Povey, paseándose arriba y abajo por la habitación, empezó a darle detalles sobre su precipitado viaje a Axe. La anciana señora Baines, habiendo visto a su nieto, se preparaba para abandonar este mundo. Nunca más volvería a exclamar, con su brusco tono cordialmente despiadado, «¡bobadas!». La situación era muy difícil y angustiosa, pues Constanza no podía dejar al niño, ni quería correr el riesgo de llevarlo consigo a Axe hasta que las cosas llegaran al límite. Lo estaba destetando. En cualquier caso, Constanza no podría hacerse cargo de cuidar a su madre. Fue preciso buscar una enfermera. El señor Povey había descubierto una en la persona de la señora Gilchrist, la segunda esposa de un granjero de Malpas, Cheshire; la primera era hermana del difunto John Baines. El señor Povey reconocía los méritos de la señora Gilchrist. La señora Baines estaba muy inquieta por Sofía, que llevaba mucho tiempo sin dar señales de vida. El señor Povey fue a Manchester y supo por los parientes de Scales que en efecto no se sabía nada de la pareja. No fue a Manchester de propio a este cometido. Más o menos una vez cada tres semanas, el martes, tenía que visitar los almacenes de Manchester. Pero el seguir la pista de los parientes de Scales le costó tanto tiempo y esfuerzo que, curiosamente, llegó a creer que había ido a la ciudad un martes con aquel objeto y no otro. Aunque estaba muy ocupado con la tienda, iba a Axe en un vuelo y volvía siempre que le era posible, descuidando sus asuntos. Se alegraba de hacer cuanto estuviera en su mano; aunque así no fuese, su conciencia sensible y tiránica le hubiera obligado a hacerlo. Pero, no obstante, se sentía virtuoso, y la preocupación, la fatiga y la falta de sueño intensificaban este sentimiento de virtud.

—De manera que si hay algún cambio repentino telegrafiarán —concluyó.

Constanza levantó la cabeza. Aquellas palabras, que confirmaban lo que las había motivado, la sacaron de su ensueño; por un momento vio a su madre agonizando.

—Pero ¿no querrás decir…? —empezó, tratando de ahuyentar la dolorosa visión por no justificarla los hechos.

—Querida mía —dijo Samuel, con todos los nervios de su cuerpo en tensión, los ojos ardiendo y un zumbido en la cabeza—, lo único que quiero decir es que si hay algún cambio repentino telegrafiarán.

Mientras tomaban el té, Samuel sentado frente a su mujer y la señorita Insull casi contra la pared (por causa del traslado de la mesa), el bebé rodaba sobre la alfombrilla de la chimenea, cubierta con un chal de lana grande y mullido, originariamente propiedad de su abuela. Él no tenía preocupaciones ni responsabilidades. El chal era tan amplio que no distinguía con claridad los objetos que había más allá de sus confines. Encima había una pelota de goma, un muñeco de goma y un sonajero y también estaba Fan. El pequeñuelo recordaba vagamente las cuatro cosas y sus características. El fuego era también un viejo amigo. Alguna que otra vez había intentado tocarlo, pero siempre se interponía una reja alta y brillante. En diez meses no había dejado pasar un solo día sin hacer experimentos con aquel cambiante universo en el cual solamente él se mantenía firme y permanente. Los experimentos eran realizados principalmente por pura diversión, pero en lo referente a la comida se ponía serio. Recientemente, la conducta del universo en lo tocante a su comida le había desconcertado un tanto, incluso le había enojado. Sin embargo poseía un temperamento olvidadizo y alegre, y, mientras el universo siguiera cumpliendo su único objetivo como maquinaria para la satisfacción, en una u otra forma, de sus imperiosos deseos, no sentía inclinación a protestar. Contempló las llamas y se rió, y se rió porque se había reído. Lanzó lejos la pelota, culebreó tras ella y la atrapó con la seguridad que da la práctica. Trató de tragarse el muñeco; no fue hasta después de tratar de tragárselo varias veces cuando recordó el fracaso de intentos anteriores y desistió filosóficamente. Rodando, chocó violentamente, piernas y brazos en el aire, con el costado, que era como una montaña, de aquel mamut, Fan, y agarró la oreja de Fan. Toda la masa de Fan se levantó y desapareció de su vista; al instante se olvidó de Fan. Echó mano del muñeco e intentó tragárselo, y repitió la exhibición de sus habilidades con la pelota. Después vio de nuevo el fuego y se rió. Y así siguió existiendo durante siglos, sin responsabilidades ni ambiciones, y el chal era muy extenso. Por encima de su cabeza se desarrollaban operaciones tremendas. Se movían gigantes de un lado para otro. Se llevaban grandes vasijas y se traían grandes libros; profundas voces retumbaban regularmente en los espacios que se extendían más allá del chal. Pero él seguía ajeno a todo. Al final se dio cuenta de que una cara se inclinaba para mirarlo. La reconoció e inmediatamente se sintió perturbado por una sensación molesta en el estómago; la soportó durante cincuenta años más o menos, y luego profirió un gritito. La vida había recobrado su seriedad.

—Alpaca negra. Calidad B. Ancho 20, t.a. 22 yardas —leyó la señorita Insull en un gran libro. Ella y la señora Povey estaban comprobando las existencias.

Y el señor Povey respondió:

—Alpaca negra. Calidad B. Ancho 20, t.a. 22 yardas. Aún faltan diez minutos. —Había echado un vistazo al reloj.

El bebé no se figuraba que un alto dios invisible llamado Samuel Povey, a quien nada pasaba inadvertido y podía hacerlo todo al mismo tiempo, tenía dominio sobre su universo desde una distancia inconcebible. Por el contrario, la criatura clamaba para sí: «No hay Dios».

Su destete había llegado a la fase en la cual no sabe realmente qué es lo que va a ocurrir después. El enojo había comenzado tres meses justos después de su primer diente, lo cual es la norma de los dioses; cada vez había mayor motivo de perplejidad. No bien se había acostumbrado a un fenómeno, éste cesaba misteriosamente y era sustituido por otro que había olvidado por completo. Aquella tarde su madre le había dado el pecho, pero sólo después de tratar tontamente de distraerlo de los asuntos serios de la vida con baratijas de las que estaba harto. Sin embargo, cuando se vio ante su pletórico seno lo olvidó y perdonó todo. Él prefería aquel sencillo seno natural a las invenciones más modernas. Y no tenía vergüenza ni recato. Ni su madre tampoco. Era una juerga indecorosa a la cual tenían que asistir su padre y la señorita Insull. Su padre hubiera preferido que, puesto que la señorita Insull se había ofrecido amablemente a quedarse a trabajar en la tienda el jueves por la tarde y que en ésta hacía mucho frío, a las cinco y media se le diera el biberón y no el pecho. Era un progenitor muy tímido, casi como para andar pidiendo perdón al mundo, y proclive a mantenerse a distancia y hacer como si no tuviese nada que ver con el asunto; le desagradaba sinceramente que cualquiera presenciara la escena íntima de su esposa dando de mamar a su hijo. ¡Especialmente la señorita Insull, aquella solterona remilgada, atezada y bigotuda! No había llegado a definir como un ultraje a la señorita Insull el obligarla a presenciar dicha escena, pero en su pensamiento se acercaba a esa definición.

Constanza presentó el seno al niño a la manera inconsciente y primitiva de una joven madre; mientras el bebé mamaba, por la cabeza de Constanza pasaban fugazmente pensamientos acerca de su propia madre a modo de vagas formas que flotaban sobre el profundo mar de contento que anegaba su mente. Aquella enfermedad de su madre era anormal y el bebé era ahora, quizá por primera vez, enteramente normal en la conciencia de Constanza. Era algo que podía verse perturbado, no algo que perturbaba. ¡Qué cambio! ¡Qué cambio, que parecía imposible hasta que tuvo lugar!

Durante meses, antes del nacimiento, por la noche y en otras horas de silencio tenía vislumbres de la tremenda alteración que se avecinaba. No se había permitido ser tonta por anticipado; por temperamento era demasiado sagaz, demasiado equilibrada para ello; con todo, tuvo intermitentes momentos de terror en los cuales el suelo parecía ceder bajo sus pies y su imaginación se estremecía ante lo que le esperaba. ¡Sólo momentos! Por lo general representaba la comedia del sensato sosiego casi a la perfección. El instante señalado se aproximaba. Y ella seguía sonriendo, y Samuel sonreía. Pero los preparativos, meticulosos, revolucionarios, desmentían sus sonrisas. La firme resolución de mantener a la señora Baines, por medios más o menos escrupulosos, alejada de Bursley hasta que todo hubiera terminado, desmentía sus sonrisas. ¡Y luego los primeros dolores, agudos, espeluznantes, crueles, precursores de la tortura! Pero cuando pasaron volvió a sonreír débilmente. Después estaba en la cama, con la sensación de que la casa estaba patas arriba, desorganizada sin remedio. Y entró el médico en la habitación. Ella sonrió al doctor como disculpándose, tontamente, como si dijera: «A todas nos llega. Aquí estoy». Estaba exteriormente tranquila. ¡Oh, sí, pero interiormente se sentía presa de un abyecto terror! «Estoy al borde del precipicio —era lo que pensaba—; dentro de un momento lo cruzaré». Y después los dolores: no los precursores sino el ejército de destrucción, interminable, que extendía el terror al pasar por ella rugiendo. Sin embargo pudo pensar, con gran claridad: «Ahora estoy en la mitad. Es esto; el horror que no me atrevía a contemplar. Mi vida está en la balanza. Parecía que nunca iba a llegar, que esto nunca me podría ocurrir a mí. ¡Pero al final ha llegado!».

¡Ah! Alguien le volvió a poner en la mano el extremo retorcido de una toalla —lo había soltado —y ella tiró y tiró, tanto como para haber roto un cable de acero. Y luego gritó. Fue de lástima. Fue para que alguien la ayudara, por lo menos que reparara en ella. Se estaba muriendo. Su alma la estaba abandonando. Y estaba sola, presa del pánico, en medio de un cataclismo que superaba mil veces todo el nauseabundo terror que había imaginado. «No puedo soportarlo», pensó con pasión. «¡Es imposible que me pidan que soporte esto!». Y luego lloró, vencida, aterrorizada, aplastada y desgarrada. ¡Se acabó el sentido común! ¡Se acabó la sabia calma! ¡Se acabó el respeto a sí misma! ¡Si ni siquiera era ya una mujer! ¡No era nada más que una especie de víctima animalizada! Y después el espasmo supremo e interminable, durante el cual entregó el alma y se despidió de su propio ser…

Yacía muy cómoda en el blando lecho; ociosa, atontada; la felicidad formaba una especie de delgada costra sobre la lava de su angustia y de su miedo. Y a su lado estaba el alma que había luchado por salir de ella, implacablemente; el secreto perturbador revelado a la luz de la mañana. ¡Era curioso verlo! ¡No era como los bebés que había visto, rojos, arrugados, animalescos! Pero —por alguna razón que no se puso a analizar —lo estrechó con inmensa ternura.

Sam estaba junto a la cama, lejos de su vista. Estaba tan cómoda y tan atontada que no pudo mover la cabeza, ni siquiera pedirle que se pusiera donde pudiera verlo. Hubo de esperar a que él se acercase.

Por la tarde volvió el médico y la sorprendió diciendo que el suyo había sido un parto ideal. Se sentía demasiado exhausta para reprender al cruel, ciego e insensible viejo. Pero sabía lo que sabía. «¡Nadie imaginará jamás —pensó—, nadie podrá jamás imaginar por lo que he pasado! Decid lo que queráis. Yo sí lo ahora».

Poco a poco fue recuperando el conocimiento de su entorno hogareño, comprendiendo que estaba desmoralizado de arriba a abajo y que cuando llegara el momento de ponerse manos a la obra no sabría por dónde empezar, aun suponiendo que el bebé no monopolizara su atención. La tarea le pareció abrumadora. Después quiso levantarse. Después se levantó. ¡Qué golpe para su seguridad en sí misma! Volvió a la cama como un conejito asustado a su agujero, muy contenta de verse de nuevo sobre las blandas almohadas. Se dijo: «Sin embargo tendrá que llegar el momento en que esté abajo yendo de un lado a otro, viendo gente, cocinando y supervisando la sombrerería». Bien, pues llegó —con la salvedad de que tuvo que ceder la sombrerería a la señorita Insull—, pero ya no fue igual. ¡No; todo había cambiado! El bebé lo ponía todo en otro plano. Era un increíble intruso; a Constanza no le quedó libre ni un minuto de su vida cotidiana; él no hacía la mínima concesión. Si Constanza apartaba la mirada de él podía estallar en la eternidad y abandonarla.

Y ahora estaba dándole de mamar tranquila y sensatamente en presencia de la señorita Insull. Estaba acostumbrada a la importancia de la criatura, a la fragilidad de su organismo, a despertarse dos veces por la noche, a estar gorda. Ya había recobrado sus fuerzas. La agitación convulsiva que había perturbado su reposo durante seis meses había desaparecido por completo. Su nuevo estado, ser madre, era normal, y el bebé era tan normal que ella no podía concebir la casa sin él.

¡Y todo en diez meses!

Cuando el bebé quedó instalado en su cuna para la noche Constanza bajó y encontró a la señorita Insull y a Samuel todavía trabajando y más que nunca, pero ahora haciendo sumas. Se sentó, dejando abierta la puerta del arranque de la escalera. Llevaba una labor de bordado, un gorrito. Y mientras la señorita Insull y Samuel combinaban libras, chelines y peniques, cuchicheando a gran velocidad, ella se inclinó sobre aquel delicado, íntimo y costoso trabajo, dirigiendo la aguja con pausada exactitud. Entonces levantó la cabeza y aguzó el oído.

—Disculpe —dijo la señorita Insull—; creo que oigo llorar al niño.

—Y dos, ocho, y tres, once. Es inevitable que llore —dijo rápidamente el señor Povey, sin levantar la cabeza.

Los padres del bebé no acostumbraban a discutir su vida doméstica ni siquiera con la señorita Insull, pero Constanza tenía que justificarse como madre.

—Lo he dejado bien cómodo —dijo Constanza— Llora sólo porque se cree que no le hacemos caso. Nosotros creemos que nunca es pronto para empezar a aprender.

—¡Qué razón tiene! —exclamó la señorita Insull—. Dos, y me llevo tres.

Aquel llanto lejano, débil, quejumbroso y lastimero continuaba obstinadamente. Continuó por espacio de treinta minutos. Constanza no pudo seguir con su labor. Aquel llanto desintegraba su voluntad, disolvía su dura sagacidad.

Sin decir palabra se escurrió escaleras arriba tras dejar el gorrito en su mecedora con cuidado.

El señor Povey vaciló un instante y luego salió tras ella dando un salto que sobresaltó a Fan. Cerró la puerta, dejando a la señorita Insull en la habitación, pero fue demasiado rápida para él. Vio a Constanza con la mano en la puerta del dormitorio.

—Querida —protestó conteniéndose—, ¿y ahora qué vas a hacer?

—Sólo estaba escuchando —dijo Constanza.

—Sé razonable y ven abajo.

Hablaba en voz baja, ocultando apenas su nerviosa irritación; se acercó a ella de puntillas por el pasillo y subió los dos peldaños que había más allá del quemador de gas. Le siguió Fan, meneando la cola con expectación.

—¿Y si no está bien? —sugirió Constanza.

—¡Psché! —exclamó despectivamente el señor Povey—. ¡Acuérdate de lo que ocurrió anoche y de lo que dijiste!

Discutieron, sofocando la voz para aparentar buena voluntad, en el recogimiento del pasillo. Fan, decepcionada, dejó de menear la cola y se fue trotando. El llanto del bebé, detrás de la puerta, se elevó hasta convertirse en un aullido desesperado que ejerció tal efecto en el corazón de Constanza que habría pasado a través del fuego para llegar a su hijo. Pero el señor Povey la retuvo. Ella se rebeló, enfadada, herida, resentida. El sentido común, el ideal de tolerancia mutua, se habían esfumado de aquella excitada pareja. Sin duda habría terminado en pelea, con Samuel mirándola furibundo desde el otro lado de un abismo sin fondo, si la señorita Insull, para gran sorpresa de ambos, no hubiera subido precipitadamente la escalera.

El señor Povey se volvió hacia ella, tragándose la emoción.

—¡Un telegrama! —dijo la señorita Insull— Lo ha traído el jefe de la oficina de correos en persona…

—¿Cómo? ¿El señor Derry? —preguntó Samuel, abriendo el telegrama con fingida majestuosidad.

—Sí. Dijo que era muy tarde para la entrega habitual. Pero como parecía muy importante…

Samuel lo recorrió con la mirada e inclinó la cabeza con gesto grave; después lo pasó a su mujer, cuyos ojos se llenaron de lágrimas.

—Le diré al primo Daniel que me lleve ahora mismo —dijo Samuel, dueño de sí mismo y de la situación.

—¿No sería mejor que alquilaras un carruaje? —sugirió Constanza. Tenía prejuicios contra Daniel.

El señor Povey sacudió la cabeza.

—Él se ofreció —replicó—. No puedo decirle que no.

—Ponte el abrigo grueso, querido —dijo Constanza como soñando mientras bajaba con él.

—Espero que no sea… —terció la señorita Insull.

—Sí que es, señorita Insull —dijo Samuel.

En menos de un minuto se había marchado.

Constanza corrió escaleras arriba. Pero el llanto había cesado. Giró el picaporte lenta y cautelosamente y entró sin hacer ruido en la habitación. Una lamparilla de noche proyectaba largas sombras entre los macizos muebles de caoba y el reps carmesí adornado con borlas de las cortinas. Y entre la cama y el diván (en el que estaba la Biblia familiar de Samuel, comprada recientemente) se veía la cuna entre las sombras. Constanza cogió la lamparilla y dio la vuelta a la cama sigilosamente. Sí, había decidido quedarse dormido. El lejano peligro de muerte había derrotado su diabólica obstinación. El sino lo había vencido. ¡Cuán maravillosamente suave y delicada era aquella mejilla húmeda de lágrimas! ¡Cuán frágil aquella diminuta mano apretada! En Constanza, el pesar y la alegría se unieron místicamente.

 

 

 

II

 

El salón estaba lleno de visitantes en traje de ceremonia. Era el antiguo salón, pero recientemente revestido con los espléndidos muebles Victorianos de la casa de la difunta tía Harriet en Axe: dos revisteros, una gran librería, una espléndida mesa rutilante que no había quien levantara, sillas y sillones intrincadamente torturados. Los muebles que había en el salón estaban ahora abajo, en la sala, dándole grandiosidad. Toda la casa respiraba opulencia; estaba atiborrada de un lujo callado y comedido; los objetos menos importantes, que ocupaban los rincones más modestos, eran lo que la señora Baines habría llamado «buenos». Constanza y Samuel habían recibido la mitad del dinero de la tía Harriet y la mitad del de la señora Baines; la otra mitad se acumulaba para una hipotética Sofía con el señor Critchlow como fideicomisario. El negocio seguía prosperando. La gente sabía que Samuel Povey estaba comprando casas. Sin embargo, Samuel y Constanza no habían hecho amistades; no se habían, como se decía en las Cinco Ciudades, «establecido relaciones sociales externas», si bien habían establecido relaciones en listas externas de suscripción. Se reservaban para sí mismos (haciendo hincapié en la expresión). Aquellos invitados no eran sus invitados, sino los de Cyril.

Le habían puesto el nombre de Samuel porque Constanza quería que se llamara como su padre, y Cyril porque su padre despreciaba secretamente el nombre de Samuel; lo llamaban Cyril: «señor Cyril» lo llamaba Amy, definitiva sucesora de Maggie. Los pensamientos de su madre estaban fijos en él desde que se despertaba. Su padre, cuando no estaba haciendo planes para el bienestar de Cyril, estaba ganando un dinero cuyo único objetivo no podía ser otro que el bienestar de Cyril. La casa giraba en tomo a Cyril; todo deseo tenía su fin de una u otra forma en él. La tienda existía ahora únicamente por él. Y las casas que Samuel compraba por contrato privado o con aire abochornado en subastas tenían como fin de una u otra forma a Cyril. Samuel y Constanza habían dejado de ser unos seres que tenían en sí mismos su justificación; nunca pensaban en sí mismos salvo como los padres de Cyril.

No eran en modo alguno plenamente conscientes de esto. Si se les hubiese acusado de monomanía habrían mostrado la sonrisa de quienes están seguros de su sentido común y de su equilibrio mental. No obstante, padecían de monomanía. Instintivamente ocultaban el hecho cuanto les era posible. Nunca lo admitían, ni siquiera ante sí mismos. Samuel llegaba incluso a decir: «Este niño no es el mundo entero. Hay que mantenerlo en su lugar». Constanza estaba siempre enseñándole a tener consideración con su padre por ser la persona más importante de la familia. Samuel estaba siempre enseñándole a tener consideración con su madre por ser la persona más importante de la familia. No se ahorró esfuerzo por convencerlo de que era un cero a la izquierda, una persona insignificante, que debiera estar muy contento de vivir. Pero él conocía toda su importancia. Sabía que toda la ciudad era suya. Sabía que sus padres se engañaban. Incluso cuando lo castigaban sabía que era por ser tan importante. Nunca comunicó ni un adarme de este conocimiento a sus padres; una sabiduría primitiva le indujo a guardarlo celosamente en su seno.

Tenía cuatro años y medio, era moreno como su padre y guapo como su tía y estaba alto para su edad; ninguno de sus rasgos se parecía a los de su madre, pero en ocasiones «se le daba un aire». Desde la caprichosa producción de sonidos inarticulados y, después, de algunos monosílabos inarticulados que describían cosas concretas y deseos evidentes, había llegado poco a poco a adquirir un asombroso dominio idiomático de la más difícil de las lenguas teutonas; no había nada que no supiera decir. Sabía andar y correr, estaba imbuido de un conocimiento exacto de Dios y no abrigaba ninguna duda en cuanto a la especial debilidad que tenía por él una deidad menor llamada Jesús.

Ahora bien, aquella fiesta había sido inventada y planificada por su madre. Su padre, después de burlarse de la idea, había dicho que si había que hacerla, había que hacerla bien, y puso en el empeño toda su capacidad organizativa. Cyril, en principio, la había aceptado, nada más que aceptado, pero conforme se aproximaba el día y aumentaba la magnitud de los preparativos, había llegado a verla con fervor y luego con entusiasmo. Cuando su padre lo llevó a la confitería de Daniel Povey, enfrente, a elegir pasteles, había dejado ver, con sus solemnes y exigentes titubeos, con cuánta seriedad consideraba el asunto.

Como es natural, tenía que celebrarse un jueves por la tarde. Era verano, la estación adecuada para los atavíos pálidos y frágiles.

Y los ocho niños que se sentaron en tomo a la gran mesa de la tía Harriet resplandecían como el sol. Ni siquiera las servilletas especialmente elegidas por Constanza pudieron ocultar aquella riqueza y profusión de encaje blanco y bordados. Nunca en su vida vuelven a verse los amables niños de las Cinco Ciudades vestidos con tanta riqueza como entre los cuatro y los cinco años. Semanas de trabajo, miles de pies cúbicos de gas, noches enteras robadas al descanso, a la vista y a la salud en general desaparecen en la manufactura de un solo traje que la mermelada puede estropear accidentalmente en diez segundos. Así era en aquella época y así es hoy. Los invitados de Cyril tenían entre cuatro y seis años; casi todos eran mayores que su anfitrión; esto era una lástima, pues disminuía su importancia, pero hasta los cuatro años de edad el sentido de lo adecuado, incluso del decoro corriente, que tiene un niño es demasiado poco fiable para una fiesta respetable.

Por los alrededores de la mesa se hallaban los adultos, damas en su mayoría; también habían echado el resto, pues tenían que competir entre sí. Constanza exhibía un vestido nuevo de seda carmesí; después del luto por su madre había abandonado definitivamente el negro, que por razón de sus obligaciones en la tienda había llevado desde los dieciséis años hasta pocos meses antes del nacimiento de Cyril. Ya nunca iba a la tienda como no fuera casualmente, en breves visitas de inspección. Seguía estando gruesa; el destructor de su figura estaba sentado en la cabecera de la mesa. Samuel estaba junto a ella; era el único varón hasta que llegó el señor Critchlow, para sorpresa de todos; había una sobrina nieta suya en el grupo. Samuel, si bien no llevaba su mejor traje, tampoco iba de diario. Con su gran pechera de volantes, su pequeña corbata negra y su rostro moreno y su barbita negra coronándolo todo, parecía muy nervioso y tímido. No tenía costumbre de recibir. Constanza tampoco, pero su benevolencia, que siempre rebosaba saliendo a la tranquila superficie de su personalidad, hacía imposible en ella la timidez. La señorita Insull se hallaba también presente, con su traje negro de la tienda, «para ayudar». Finalmente estaba Amy, que conforme pasaban los años iba asumiendo el carácter de una fiel criada aunque sólo tenía veintitrés años. ¡Una muchacha fea, brusca, descarada, con ideas apropiadas respecto al placer! Pues se levantaba temprano y se retiraba tarde a fin de sacar una hora para salir con el señor Cyril, y el que se le permitiera acostar al señor Cyril era verdaderamente su mayor dicha.

Todos aquellos adultos estaban continuamente metiendo brazos en el esponjoso friso de niños que circundaba la colmada mesa: sacaban peligrosas cucharas de las tazas y las ponían en los platos, cambiaban los platos, pasaban pasteles, extendían la mermelada, susurraban palabras de consuelo, explicaciones y sabios consejos. El señor Critchlow, de cabello blanco como la nieve pero aún derecho, observó que había allí «la mar de cotorreo». Aunque la ventana estaba un poco abierta, el aire estaba cargado del olor humano natural que emana de los niños pequeños. Más de una madre, metiendo la nariz en una masa de encaje, aspiró aquel grato perfume con un estremecimiento voluptuoso.

Cyril, al tiempo que satisfacía sin cesar sus exigencias físicas, estaba de un talante que se aproximaba al ideal. Orgulloso y radiante, combinaba la urbanidad con una cierta condescendencia elegante. Sus brillantes ojos y su manera de extender la mermelada con una cuchara decían: «Soy el rey de esta fiesta. Esta fiesta se celebra solamente en mi honor. Yo lo sé. Todos lo sabemos. Sin embargo, hago como si fuéramos iguales, vosotros y yo». Hablaba de sus libros ilustrados con la jovencita que estaba a su derecha, llamada Jennie, de cuatro años, pálida y linda, sobrina nieta del señor Critchlow y sin duda la reina de la fiesta. El atractivo del muchacho era indiscutible; sabía adoptar un aire aristocrático. ¡Era un espectáculo delicioso verlos a los dos, Cyril y Jennie, tan suaves y delicados, tan infantiles en sus pilas de cojines y libros, con sus calcetines blancos y sus zapatos negros colgando tan lejos de la alfombra, y sin embargo tan mayores, tan comedidos! Y no eran más que una representación de toda la mesa. Toda la mesa estaba bañada en el encanto y el misterio de los primeros años, de la fragilidad indefensa, de los instintos que no se avergüenzan de sí mismos, de las almas que se despiertan. Constanza y Samuel estaban muy satisfechos; llenaban de elogios a los hijos de los demás, pero con la reserva de que, por supuesto, Cyril era hors concours[33]. Los dos creían verdaderamente en aquel momento que Cyril era, de alguna manera sutil que ambos percibían pero no podían definir, superior a todos los otros niños.

Alguien, una parienta oficiosa de un visitante, empezó a pasar cierto pastel que tenía paredes de color marrón, tejado con baño de coco y cuerpo amarillo tachonado de glóbulos de color carmesí. No era un pastel fabulosamente llamativo, no era un pastel al que un niño de gustos amplios pudiera dar gran importancia; era un buen pastel de tipo medio. ¿Quién habría sospechado que figuraba en la estimación de Cyril como el rey de los pasteles? Había insistido a su padre para que lo comprara en la confitería del primo Daniel, y quizá Samuel debiera haber adivinado que aquel pastel era para Cyril el fulgor que un espíritu ardiente seguiría a través del desierto. Samuel, sin embargo, no era un observador atento y adolecía gravemente de falta de imaginación. Constanza sabía únicamente que Cyril había mencionado el pastel una o dos veces. No fue por azares del destino por lo que el pastel halló gran favor; a su popularidad contribuyó la atolondrada pariente oficiosa, que, sin imaginarse el volcán que estaba a punto de desencadenar, encarecía sus méritos con necio entusiasmo. Un niño cogió dos trozos, uno con cada mano; dio la casualidad de que era el visitante del cual era pariente la distribuidora del pastel, y ésta protestó, expresando lo escandalizada que estaba. Al momento Constanza y Samuel acudieron allí y juraron con una sonrisa angelical que era perfectamente correcto el que aquel encantador muchachito cogiera dos trozos del pastel. Fue aquel barullo el que llamó la atención de Cyril a la evanescencia del rey de los pasteles. Su expresión cambió al instante de un sereno orgullo a una terrible ansiedad. Los ojos se le salían de las órbitas. Su diminuta boca creció y creció, como una boca que formara parte de una pesadilla. Ya no era humano; era un tigre devorador de pasteles al que se le arrebata la presa. Nadie reparó en él. La tonta oficiosa convenció a Jennie de que cogiera el último trozo del pastel, que era bastante pequeño.

Entonces todos repararon al mismo tiempo en Cyril, pues profirió un chillido. No era el grito de un alma desesperada que ve su bello sueño iridiscente hecho pedazos a sus pies; fue el grito de un espíritu fuerte y dominante montando en cólera. Se volvió a Jennie, sollozando, y le quitó el pastel. Jennie, que no estaba acostumbrada a semejante conducta en los anfitriones y además era una altiva belleza del futuro, de las que ponen a todo el mundo en su sitio, defendió su pastel. Al fin y al cabo no era ella la que había cogido dos trozos a la vez. Cyril le pegó en el ojo y luego se embutió la mayor parte del trozo de pastel en la enorme boca. No podía tragarlo, ni siquiera masticarlo, pues tenía la garganta rígida y agarrotada. Así que el pastel sobresalía de sus rojos labios y era regado con lagrimones. ¡Era el desastre más grande que se puede imaginar! Jennie lloraba a voz en grito y uno o dos más se unieron a ella cordialmente, pero los demás siguieron comiendo tranquilamente, impasibles ante el horror que paralizaba a sus mayores.

¡Un anfitrión, arrebatarle la comida a un invitado! ¡Un anfitrión, pegar a un invitado! ¡Un caballero, pegar a una dama!

Constanza arrancó a Cyril de la silla y huyó con él a la habitación del niño (antaño la de Samuel), donde le dio un cachete y le dijo que era un niño muy, muy malo y que no sabía lo que iba a decir su padre. Limpió de pastel la pringosa boca —hasta donde pudo —y lo dejó encima de la cama. La señorita Jennie estaba llorando todavía cuando Constanza, ruborizada y tratando de sonreír, volvió al salón. No había manera de calmar a Jennie. Afortunadamente, su madre (que estaba a punto de darle un hermanito) no estaba presente. La señorita Insull había prometido llevarla a casa y se decidió llevarla entonces. El señor Critchlow, de un buen humor sardónico, dijo que se marchaba también; los tres salieron juntos, tras recibir muchos saludos y excusas de Constanza. Después todos fingieron, y dijeron en voz alta que aquellas cosas pasaban siempre en las fiestas infantiles. Y los parientes de los visitantes aseveraron que Cyril era un verdadero encanto y que en realidad el señor Povey no debía…

Pero el intento de guardar las apariencias fue un fracaso.

La Matusalén de los visitantes, una niña de casi ocho años, cruzó la habitación hasta donde estaba Constanza y le dijo en voz alta y tono confidencial y fatuo:

—Cyril ha sido muy grosero, ¿verdad, señora Povey?

La torpeza de los niños es a veces trágica.

Más tarde hubo un desfile de esponjosos fardos por la retorcida escalera y a través de la sala y demás hasta salir a King Street.

Y Constanza recibió muchas expresiones corteses y variadas súplicas de que se perdonase al adorable Cyril.

—Creí que habías dicho que el niño estaba en su habitación —dijo Samuel a Constanza entrando en la sala, cuando se hubo marchado el último invitado. Los dos evitaban la mirada del otro.

—Sí; ¿es que no está?

—No.

—¡Vaya con el jaimito! —lo de «jaimito» era una incursión a lo juguetón, encaminada a quitar importancia a la «jaimitada»—. Me imagino que habrá ido a buscar a Amy.

Constanza bajó hasta el arranque de la escalera de la cocina y llamó:

—Amy, ¿está Cyril ahí abajo?

—¿El señor Cyril? No, señora, pero estaba en la sala hace un momento, cuando se marcharon la primera y la segunda tandas. Le dije que subiera y que fuera buen chico.

Durante unos momentos no entró en la mente de Samuel ni en la de Constanza que Cyril pudiera haber desaparecido, que la casa no contuviera a Cyril. Pero una vez que entró, la sospecha se convirtió en certidumbre. Amy, al ser interrogada, rompió de pronto a llorar, admitiendo que tal vez la puerta lateral se hubiese quedado abierta cuando tras despedir a la «segunda tanda», criminalmente dejó solo a Cyril en la sala para bajar a la cocina. Estaba oscureciendo. Amy vio al indefenso inocente vagando toda la noche por las desiertas calles de una gran ciudad. Una visión similar de canales, ruedas de tranvía y puertas de sótano perturbó a Constanza. Samuel dijo que de todas formas no podía haber ido lejos, que alguien tenía que reparar en él y reconocerlo, y traerlo a casa. «Sí, claro —pensó la sensata Constanza—. Pero ¿y si…?».

Los tres volvieron a registrar toda la casa. Después, en el salón (que estaba en el triste estado de un anticlímax), dijo Amy:

—¡Eh, señor! Ahí está el pregonero, cruzando la Plaza. ¿No sería mejor que lo hiciera pregonar?

—Corra, Amy, que no se vaya —ordenó Constanza.

Y Amy salió a toda prisa.

Samuel y el añoso pregonero parlamentaron en la puerta lateral; las mujeres se quedaron en segundo plano.

—No puó pregonarlo sin mi campana —dijo arrastrando las palabras el pregonero, acariciando su gastado uniforme—. Me he dejao la campana en casa. Tengo qu’ir por la campana. Usté escríbalo en un papel pa que yo puá leelo y voy p’allá corriendo. La gente no m’hará ni caso si voy sin mi campana.

De este modo fue pregonado Cyril.

—Amy —llamó Constanza cuando ella y la muchacha se quedaron a solas—, no sirve de nada que se quede ahí gimoteando. ¡Vaya a trabajar y limpie ese salón, vamos! Seguro que encuentran pronto al niño. El señor ha salido también.

¡Valerosas palabras! Constanza ayudó con el salón y la cocina. El suyo era el sino de la mujer en las grandes crisis. Siempre hay platos que fregar.

Muy poco después entró Samuel Povey en la cocina por el pasadizo subterráneo que llevaba, más allá de los dos sótanos, al patio y a Brogham Street. Llevaba en los brazos una aborrecible masa negra. Aquella masa era Cyril, antaño blanco.

Constanza dio un grito. Era libre de dejarse dominar por sus sentimientos, pues casualmente Amy estaba arriba.

—¡No te acerques! —exclamó el señor Povey—. No está como para tocarlo.

Y el señor Povey hizo ademán de seguir adelante sin hacer caso de la madre.

—¿Dónde lo has encontrado?

—En el último sótano —dijo el señor Povey, forzado a detenerse después de todo—. Estuvo allá abajo conmigo ayer y se me ocurrió que lo mismo había vuelto allí.

—¡Cómo! ¿En esa oscuridad?

—¡Había encendido una vela, qué te crees! Yo había dejado una vela y una caja de cerillas a mano porque no terminé esos estantes.

—¡Bueno! —murmuró Constanza—¡No me puedo imaginar cómo se atrevió a ir allí solo!

—¿No puedes? —dijo el señor Povey cínicamente—. Yo sí. Lo hizo sencillamente para asustamos.

—¡Oh, Cyril! —amonestó Constanza al niño—, ¡Cyril!

El niño no mostraba emoción alguna. Su rostro era un enigma. Podía esconder hosquedad o simple indiferencia insensible, o una total inconsciencia del pecado.

—Dámelo —dijo Constanza.

—Yo me ocuparé de él esta tarde —dijo Samuel con severidad.

—Pero no puedes lavarlo —prosiguió Constanza, cuyo alivio cedía a la aprensión.

—¿Por qué no? —inquirió el señor Povey. Y se puso en marcha.

—Pero, Sam…

—¡Te digo que yo me ocuparé de él! —repitió el señor Povey en tono amenazador.

—Pero ¿qué vas a hacer? —preguntó Constanza con temor.

—Bien —respondió el señor Povey—, esta clase de cosas, ¿hay que resolverlas o no? —y se fue arriba.

Constanza lo alcanzó en la puerta de la habitación de Cyril.

El señor Povey no esperó a que hablase. Sus ojos echaban chispas.

—¡Oye! —la amonestó cruelmente—. ¡Tú vete abajo!

Y desapareció en la habitación con su inmunda e indefensa víctima.

Al cabo de un instante asomó la cabeza por la puerta. Constanza le había desobedecido. Salió al pasillo y cerró la puerta para que Cyril no lo oyera.

—Ahora, por favor, haz lo que te he dicho —dijo a su mujer entre dientes—. No tengamos una escena, por favor.

Ella bajó despacio, llorando. Y el señor Povey se retiró de nuevo al lugar de ejecución.

Amy casi se cayó encima de Constanza con la última bandeja de cosas del salón. Y Constanza tuvo que decir a la muchacha que habían encontrado a Cyril. Por alguna razón no pudo resistirse al instinto de decirle también que el señor se estaba ocupando del asunto. Entonces Amy se echó a llorar.

Pasada una hora aproximadamente reapareció por fin el señor Povey. Constanza estaba tratando de contar cucharillas de plata para el té en la sala.

—Ya está acostado —dijo el señor Povey con un magnífico intento de parecer desenfadado—. No debes ir ahora.

—Pero ¿lo has lavado? —gimoteó Constanza.

—Lo he lavado —contestó el sorprendente señor Povey.

—¿Qué le has hecho?

—Le he castigado, naturalmente —dijo el señor Povey como un dios que está por encima de las debilidades humanas—. ¿Qué esperabas que hiciera? Alguien tenía que hacerlo.

Constanza se secó los ojos con la punta del delantal blanco que se había puesto encima del vestido de seda nuevo. Se dejó vencer y aceptó la situación; se las arregló como pudo. Y se pasaron la tarde fingiendo lúgubre y pésimamente que sus corazones latían al unísono. La elaborada y risueña afabilidad del señor Povey resultaba extremadamente penosa.

Se fueron a dormir; en su habitación, Constanza, en pie junto a Samuel, abandonó de improviso toda simulación y, con ojos y voz agónicos, le dijo:

—Tienes que dejarme verlo.

Se miraron de frente. Por un breve instante Cyril dejó de existir para Constanza. Sólo Samuel la obsesionaba, y sin embargo parecía un hombre extraño, desconocido. En la vida de Constanza fue una de esas crisis en las que el alma humana parece estar a punto de adquirir un conocimiento misterioso y desconcertante y luego la oleada retrocede tan inexplicablemente como se había formado.

—¡Pues claro! —dijo el señor Povey, dándose la vuelta con celeridad, como queriendo decir que ella estaba haciendo una tragedia de nada.

Ella hizo un gesto involuntario de alivio casi pueril.

Cyril dormía tranquilamente. Fue un triunfo para el señor Povey.

Constanza no pudo dormir. Mientras yacía vagamente despierta al lado de su marido, lo último de su ser parecía estar temblando de emoción. ¡No era exactamente tristeza, ni exactamente alegría; era una emoción más elemental que éstas! ¡Una sensación de la intensidad de la vida en aquella hora, perturbadora, inquieta, pero no triste! Se dijo que Samuel tenía toda la razón, toda la razón. Y después se dijo que el pobrecito no tenía ni cinco años y que aquello era monstruoso. Los dos tenían que reconciliarse. Y nunca se podrían reconciliar. Ella estaría siempre entre los dos para reconciliarlos y para ser aplastada por su choque. Siempre tendría que llevar la carga de los dos. Jamás tendría reposo ni cesaría aquella tremenda preocupación y responsabilidad. No podía hacer cambiar a Samuel; ¡además, tenía razón! Y aunque Cyril no tenía ni cinco años, ella pensaba que tampoco podía hacerle cambiar. Era tan imposible hacerle cambiar como a una planta que está creciendo. No acudió a su mente el recuerdo de su madre ni de Sofía; sin embargo sintió algo parecido a lo que había sentido la señora Baines en ocasiones históricas; pero, como era de un natural más blando, era más joven y estaba menos desgastada por el destino, no fue consciente de amargura alguna, sino sólo de una solemne dicha.