CAPÍTULO III
HACIA LA VIDA DE HOTEL
I
Sofía llevaba zapatillas de orillo por la mañana. Era una costumbre que había adquirido en la Rue Lord Byron, por casualidad más que con intención de usarlas para supervisar eficazmente a las criadas. Estas zapatillas de orillo fueron la causa inmediata de importantes acontecimientos en la Plaza de San Lucas. Sofía llevaba con Constanza un mes de calendario —¡desde luego, era sorprendente cómo había pasado el tiempo! —y se había familiarizado con la casa. La circunspección había dejado de marcar las relaciones entre las hermanas. Sobre todo Constanza no le ocultaba nada a Sofía, a la que hacía saber los grandes y pequeños defectos de Amy y todos los demás crujidos de la máquina doméstica. En las comidas usaban los manteles corrientes; los días en que se arreglaba la sala, Constanza daba por supuesto, con una risita, que Sofía excusaría el mandil de Amy, que no había tenido tiempo para cambiarse. En suma, Sofía ya no era una extraña y nadie se sentía obligado a fingir que las cosas no eran tal y como eran. A pesar de la inmundicia y el provincianismo de Bursley, Sofía gozaba con la intimidad de Constanza. En cuanto a Constanza, estaba encantada. Las inflexiones de sus voces, cuando conversaban en privado, eran a menudo tiernas, y aquella repentina y sorprendente ternura las entusiasmaba secretamente a las dos.
La mañana del cuarto domingo, Sofía se puso la bata y aquellas zapatillas de orillo muy temprano y fue de visita a la habitación de Constanza. Estaba un poco preocupada por ella y aquella preocupación le resultaba grata. Le daba mucha importancia. Amy, con su eterno descuido por lo que atañe a las puertas, la mañana anterior se había olvidado, vergonzosamente, de echar el cerrojo de la puerta de la calle que daba a la sala, y Constanza no se había dado cuenta de ello sino por el fenómeno de sentir frío en las piernas mientras desayunaban. Siempre se sentaba de espaldas a la puerta, en la mecedora acanalada de su madre, y Sofía en el lugar —aunque no en la silla— que ocupaban John Baines en los años cuarenta y Samuel Povey en los setenta y después. Constanza se había alarmado por aquel frío. «¡Me va a volver la ciática!», había exclamado; a Sofía la sobresaltó su tono aprensivo. Antes del final de la tarde la ciática había vuelto a atacar a Constanza y Sofía se hizo por primera vez idea de lo que puede hacer una ciática palpitante para torturar a su víctima. Constanza, además de la ciática, se había resfriado y no paraba de estornudar, acto que le causaba agudísimo dolor. Sofía había detenido pronto los estornudos. Hizo que Constanza se acostara. Hubiera querido llamar al médico, pero Constanza le aseguró que éste no le iba a aconsejar nada nuevo. Sufría angelicalmente. La débil y exquisita dulzura de su sonrisa, mientras yacía en la cama aquejada de un dolor punzante y en medio de botellas de agua caliente, le resultaba asombrosa a Sofía. Le hacía pensar en las reservas del carácter de Constanza y en la variedad de manifestaciones de la sangre de los Baines.
Así pues, la mañana del domingo se había levantado temprano, justo después que Amy.
Halló que Constanza estaba un poco mejor por lo que se refiere a la neuralgia, pero extenuada por los tormentos de una noche sin sueño. Sofía, aunque tampoco había dormido bien, sintió cierto cargo de conciencia por haber dormido.
—¡Pobrecita mía! —murmuró, rebosante de simpatía—. Te voy a hacer té ahora mismo.
—Oh, Amy lo hará —dijo Constanza.
Sofía repitió, con entonación resuelta:
—Lo haré yo misma. —Y tras asegurarse de que no era necesario renovar de inmediato las botellas de agua caliente, continuó escaleras abajo con sus zapatillas.
Mientras descendía los oscuros peldaños de la cocina oyó la voz de Amy exclamando malhumorada:
—¡Oh, tú, lárgate! —y después un gañido de Fossette. Sofía hizo un rápido movimiento de ira que logró contener. Las relaciones entre ella y Fossette no se caracterizaban por las efusiones, y su dominio sobre los perros era en general severo; ni siquiera cuando estaba sola besaba al animal apasionadamente, como suelen hacer las personas que tienen perro. Pero quería a Fossette. Y, además, aquel cariño se había avivado últimamente por el ridículo del que Bursley había cubierto a aquel extraño animal. Por fortuna para el amour-propre de Sofía, en Bursley no había manera de esquilar a Fossette, y así la perrita se iba haciendo de día en día menos cómica a los ojos de Bursley. Su ama, por lo tanto, podía ceder a la fuerza de las circunstancias sin menoscabo de su dignidad lo que no habría cedido a la opinión popular. Sospechaba que a Amy no le agradaba la perra, pero el acento que había puesto en el «tú» indicaba al parecer que Amy hacía distinciones entre Fossette y Mancha, cosa que perturbó a Sofía mucho más que el gañido de Fossette.
Sofía tosió y entró en la cocina.
Mancha lamía la leche de su desayuno en un platito y Fossette estaba con aire nostálgico, una masa amorfa de pelo oscuro, debajo de la mesa.
—Buenos días, Amy —dijo Sofía con aterradora cortesía.
—Buenos días, señora —repuso Amy, hoscamente.
Amy sabía que Sofía había oído aquel gañido y Sofía sabía que lo sabía. La simulación de cortesía era terrible. Las dos tenían una sensación como si la cocina estuviese alfombrada de pólvora y hubiese cerillas encendidas por doquier. Sofía tenía un motivo de queja muy justo contra Amy por haberse dejado la puerta abierta el día anterior. Pensó que, después de aquel pecado, lo menos que podía hacer Amy era mostrar contrición y docilidad y estar ansiosa por complacer, cosas que no había dejado ver. Amy tenía un motivo de queja contra Sofía porque ésta le había impuesto un nuevo método para cocer la verdura. Amy era enemiga declarada de los métodos nuevos o extranjeros. Sofía no sabía nada de aquel resentimiento, pues Amy lo ocultaba bajo la acostumbrada cortesía rastrera que gastaba con ella.
Se inspeccionaron mutuamente como ejércitos enemigos.
—¡Es una lástima que no tenga cocina de gas aquí! Quiero hacer té ahora mismo para la señora Povey —dijo Sofía, examinando el recién nacido fuego.
—¿Cocina de gas, señora? —dijo Amy en tono hostil. Fueron las zapatillas de orillo de Sofía lo que finalmente decidió a Amy a dejar caer la máscara de la deferencia.
No hizo ningún esfuerzo para ayudar a Sofía; no le dio indicación alguna de dónde se encontraban las diversas cosas necesarias para hacer el té. Sofía cogió la tetera de hervir el agua y la lavó; cogió la tetera de servir más pequeña y, como se habían dejado hojas dentro, la lavó también, exagerando el ruido y la meticulosidad. Cogió el azúcar y las demás bagatelas y avivó el fuego con el fuelle. Y Amy no hizo nada en especial salvo animar a Mancha a beber.
—¿Es ésa toda la leche que le da a Fossette? —inquirió fríamente Sofía, cuando le tocó el tumo a Fossette. Estaba esperando que hirviera el agua. El plato de la perra, la cual era del doble de tamaño que Mancha, no estaba lleno ni a la mitad.
—Es todo lo que sobra, señora —gruñó Amy.
Sofía no contestó. Al poco rato se fue con el té hecho. Si Amy no hubiera sido una mujer madura, de más de cuarenta años, se hubiera quedado bufando al marcharse aquélla. Pero Amy no era precisamente la chica tonta de costumbre.
Excepto por una cierta rigidez al presentar la bandeja a su hermana, la conducta de Sofía no dejó entrever que la amazona que había en ella se había despertado. La anhelante y temblorosa satisfacción de Constanza al ver el té la conmovió hondamente y se sintió muy agradecida porque Constanza la tuviera a ella, a Sofía, para socorrerla en los momentos de aflicción.
Unos minutos después, Constanza, tras preguntar a Sofía qué hora era en el reloj que había en una urna sobre la cómoda (el reloj suizo no funcionaba desde hacía tiempo), tiró de la borla roja del cordón de la campanilla, que pendía sobre la cama. Una campana tintineó a lo lejos, en la cocina.
—¿Puedo hacer algo? —interrogó Sofía.
—Oh, no, gracias —dijo Constanza—, Sólo quiero las cartas, si ha venido el cartero. Ya hace rato que tendría que haber pasado.
Sofía había visto durante su estancia que era el domingo por la mañana cuando Constanza esperaba carta de Cyril. Se había acordado expresamente entre madre e hijo que Cyril escribiera los sábados y Constanza los domingos. Sofía sabía que Constanza valoraba mucho aquella carta; se mostraba cada vez más preocupada por Cyril conforme se aproximaba el fin de semana. Desde la llegada de Sofía, las cartas de Cyril no habían dejado de venir, pero una vez se había reducido a una o dos líneas garabateadas y Sofía dedujo que nunca había certeza y que Constanza estaba acostumbrada a las desilusiones, aunque no reconciliada con ellas. Sofía tenía permiso para leer las cartas. Dejaban en su mente la ligera impresión de que su favorito era tal vez un poco descuidado en sus relaciones con su madre.
No hubo respuesta a la campanilla. Constanza la hizo sonar de nuevo, sin resultado.
Con un movimiento brusco, Sofía salió de la habitación por la de Cyril.
—Amy —llamó desde la barandilla—,¿no oye que está llamando la señora?
—Voy todo lo deprisa que puedo, señora —la voz seguía siendo hosca.
Sofía murmuró algo inaudible y permaneció allí hasta estar segura de que era cierto que Amy acudía; después volvió a la habitación de Cyril. Aguardó allí, indecisa, no exactamente de vigilancia ni exactamente reacia a asistir a una entrevista entre Amy y su señora; en realidad no podría haber analizado con precisión el motivo que tenía para quedarse en la habitación de Cyril con la puerta entre ella y la de Constanza abierta.
Amy subió a regañadientes la escalera y entró en el dormitorio de su ama con la barbilla levantada. Pensaba que Sofía había subido al segundo piso, que era «su sitio». Se quedó en silencio junto a la cama, sin mostrar simpatía alguna por Constanza ni curiosidad por su indisposición. Le molestaban los ataques de ciática de Constanza por constituir una reconvención permanente de su negligencia en lo tocante a las puertas.
Constanza aguardó también una fracción de segundo, como expectante.
—Bien, Amy —dijo al cabo, con la voz debilitada por la fatiga y el dolor—, ¿Y las cartas?
—No hay cartas —dijo Amy, lúgubremente—. Ya podía saber que si hubiera llegado alguna se la habría subido. El cartero pasó hace veinte minutos. No hacen más que interrumpirme, ¡como si no tuviera bastante que hacer… ahora!
Se dio la vuelta para irse y estaba abriendo la puerta.
—¡Amy! —llamó con acritud una voz. Era la de Sofía.
La sirvienta dio un salto y a pesar de sí misma obedeció la implícita e imperiosa orden de detenerse.
—Hará el favor de no hablar a la señora en ese tono, por lo menos mientras yo esté aquí —dijo Sofía gélidamente—. Sabe que está enferma y débil. Debería avergonzarse de sí misma.
—Yo nunca…—empezó Amy.
—No quiero discutir —concluyó Sofía, enojada—. Por favor, salga de la habitación.
Amy obedeció. Estaba acobardada además de estupefacta.
Para las personas que tomaron parte en él, aquel episodio fue intensamente dramático. Sofía había conjeturado que Constanza consentía a Amy muchas libertades en su manera de hablar; incluso había sospechado que ésta se permitía en ocasiones ser grosera. Pero que la relación entre ellas llegara a que Constanza fuese intimidada por una Amy francamente insolente…, aquello había escandalizado y herido a Sofía, que tuvo de repente una visión de Constanza como víctima de un reinado del terror. «Si esa mujer hace eso estando yo aquí —se dijo Sofía—, ¿qué hará cuando estén las dos solas en la casa?».
—Bien —exclamó—; en mi vida he visto una conducta semejante. ¡Y tú le dejas que te hable de ese modo! ¡Pero, Constanza!
Constanza estaba sentada en la cama con la pequeña bandeja del té sobre las rodillas. Tenía los ojos húmedos. Se le habían llenado de lágrimas cuando supo que no había carta. Habitualmente, el no recibir carta de Cyril no la hubiera hecho llorar, pero la debilidad disminuía su dominio de sí misma. Y una vez habían brotado las lágrimas de sus ojos, no podía echarlas. ¡Allí estaban!
—Lleva mucho tiempo conmigo —musitó Constanza—, Se toma libertades. La he corregido una o dos veces.
—¡Libertades! —repitió Sofía—¡Libertades!
—Por supuesto, en realidad no debería permitirlo —dijo Constanza—, Tendría que haberle puesto fin hace tiempo.
—Bien —dijo Sofía, muy aliviada por aquel síntoma del secreto espíritu de Constanza—. Espero que no me consideres una entrometida, pero de verdad que ha sido demasiado para mí. Me salieron las palabras de la boca antes de que… —Se detuvo.
—Tuviste mucha razón, mucha razón —dijo Constanza, viendo ante sí, en la mujer de cincuenta años, a la apasionada muchacha de quince.
—He tenido mucha experiencia con criadas —explicó Sofía.
—Ya lo sé —la interrumpió Constanza.
—Y estoy convencida de que nunca trae cuenta soportar cualquier frescura. Las sirvientas no entienden la amabilidad ni la tolerancia. Y este tipo de cosas va a más, hasta que ni tu alma te pertenece.
—Tienes toda la razón —repitió Constanza de forma todavía más rotunda.
Le daba fuerza para hablar no sólo el convencimiento de que Sofía tenía toda la razón, sino también el deseo de asegurar a Sofía que no era una entrometida. La alusión de Amy al trabajo adicional avergonzaba a su ama como anfitriona y estaba obligada a repararla.
—Pues bien, en cuanto a esa mujer… —prosiguió Sofía en voz más baja, sentándose confidencialmente en el borde de la cama. Y contó a Constanza lo de Amy y los perros y la grosería de Amy en la cocina—. No hubiera mencionado estas cosas ni en sueños —terminó—, Pero en estas circunstancias creo que tenías que saberlo. Creo que debes saberlo.
Y Constanza asintió con la cabeza mostrando completo acuerdo. No se molestó en pedir disculpas a su invitada por las fechorías de su criada. Las hermanas estaban ahora en un plano de intimidad en el que tales disculpas hubieran sido superfluas. Las voces se hicieron cada vez más tenues y el caso de Amy se puso al descubierto y se examinó hasta en los menores detalles.
Poco a poco se fueron dando cuenta de que lo que había ocurrido era una crisis. Estaban muy excitadas y aprensivas, y se sentían desafiantes, de una manera excesivamente consciente. Al mismo tiempo se sentían empujadas la una hacia la otra, por obra de la generosa indignación de Sofía y de la absoluta lealtad de Constanza.
Pasó largo rato antes de que Constanza dijera, pensando en otra cosa:
—Espero que se haya retrasado en el correo.
—¿La carta de Cyril? ¡Oh, sin duda! ¡Si supieras cómo andan los correos en Francia, santo cielo!
Luego decidieron, con pequeños suspiros, hacer frente con buen ánimo a la crisis.
Cierto que era una crisis, y grande. La sensación de crisis afectó a la atmósfera de toda la casa. Constanza se levantó a la hora del té y consiguió ir andando al salón. Y cuando Sofía, tras un rato de ausencia en su habitación, bajó a tomar el té y lo encontró todo servido, Constanza susurró:
—¡Ha dado aviso de que se despide! ¡Y en domingo, encima!
—¿Qué te ha dicho?
—No dijo gran cosa —replicó vagamente Constanza, ocultando a Sofía que Amy había insistido en la profusión de señoras que había en aquella casa—. Después de todo, es lo mismo. Ella estará perfectamente. Ha ahorrado un buen pico y tiene amigos.
—Pero ¡qué estúpido por su parte renunciar a una casa tan buena!
—Lo que pasa es que no le importa —dijo Constanza, que estaba un poco ofendida por la defección de Amy—. Cuando se le mete una cosa en la cabeza, lo que pasa es que no le importa. No tiene sentido común. Yo siempre lo he sabido.
—¿Entonces se marcha usted, Amy? —le dijo Sofía a última hora, cuando Amy pasó por la sala para irse a dormir. Constanza estaba ya preparada para la noche.
—Sí, señora —respondió Amy con precisión.
Su tono no era grosero pero sí firme. Al parecer había estudiado su posición con calma.
—Siento haberme visto obligada a corregirla esta mañana —dijo Sofía con alegre cordialidad, complacida a pesar de sí misma por el tono empleado por la mujer—, Pero pienso que comprenderá que tenía razones para ello.
—Lo he estado pensando, señora —dijo Amy con dignidad—, y creo que debo irme.
Hubo una pausa.
—Bien; usted es quien mejor lo sabe… Buenas noches, Amy.
—Buenas noches, señora.
«Es buena persona —pensó Sofía—, pero ya no puede quedarse en esta casa».
Las hermanas se vieron frente al hecho de que Constanza tenía un mes para encontrar una nueva sirvienta y que era preciso adiestrarla para que hiciera bien las cosas, y era fácil que resultara un desastre. Tanto Constanza como Amy se sentían profundamente disgustadas por la cercana disolución de un vínculo que databa de los años setenta. Y ambas estaban decididas a que no hubiese otra opción que la disolución. Los extraños sólo se enteraron de que la criada de la señora Povey se marchaba. Los extraños sólo vieron el anuncio que puso la señora Povey en la Señal solicitando nueva criada. No podían leer los corazones. Algún miembro de la joven generación llegó a decir, en tono de superioridad, que las mujeres anticuadas como la señora Povey parecían no tener otra cosa en la cabeza que criadas, etcétera, etcétera.
II
—Y bien, ¿has recibido tu carta? —preguntó Sofía a Constanza animadamente cuando entró en la habitación a la mañana siguiente.
Constanza se limitó a mover la cabeza. Estaba muy deprimida. La animación de Sofía se desvaneció. Como aborrecía el optimismo insensato, no dijo nada. De lo contrario podría haber dicho: «Quizá venga en el correo de la tarde». Reinaba la melancolía. Sobre todo a Constanza, como Amy había dado aviso de despido y Cyril andaba «remiso», le parecía que el tiempo estaba dislocado y la vida no valía la pena. Ni siquiera la presencia de Sofía era un gran consuelo. Sofía salió inmediatamente de la habitación. La ciática de Constanza volvió, agravada. Ella lo lamentaba, menos por el dolor que porque acababa de asegurar a Sofía, con toda sinceridad, que no le dolía; Sofía se mostró escéptica. Después de aquello era imprescindible que Constanza se levantara como todos los días. Había dicho que se levantaría como todos los días. ¡Además, estaba la enorme empresa de encontrar una nueva criada! Las preocupaciones se le tornaban montañas. ¿Y si Cyril estuviese gravemente enfermo y no pudiera escribir? ¿Y si le hubiera ocurrido algo? ¿Y si jamás encontraba una nueva criada?
Sofía, levantada en su habitación, se esforzaba en adoptar un talante filosófico y ver el mundo con optimismo. Se decía que tenía que ocuparse de Constanza, que lo que le faltaba a ésta era energía, que era preciso sacarla de su marasmo. Y en la cavernosa cocina, Amy, que estaba preparando el desayuno de las nueve, meditaba sobre la ingratitud de las patronas y se preguntaba qué le reservaba el destino. Tenía una madre viuda en el pintoresco pueblo de Sneyd, donde cuidaba del bienestar mortal e inmortal de todos los habitantes la vicerregente de Dios, la condesa de Chell; poseía unas doscientas libras de su propiedad; su madre llevaba años pidiéndole que compartiese su hogar de forma gratuita. No obstante, el alma de Amy estaba llena de aprensiones y un vago abatimiento. La casa era una casa de aflicción, y aquellas tres mujeres, cada una de ellas solitaria, devotas de la aflicción. Y los dos perros iban de acá para allá desconsolados, sabiendo que había que ser circunspecto y sin sospechar cómo había cambiado la atmósfera de la casa nada más que una puerta a medio cerrar y un tono incorrecto.
Cuando Sofía, esta vez totalmente vestida, bajaba a desayunar, oyó la voz de Constanza que la llamaba débilmente y halló a la convaleciente todavía en el lecho. Era imposible ocultar la verdad. Constanza sufría de nuevo grandes dolores y su estado moral no contribuía a darle fortaleza.
—Tenías que habérmelo dicho, para empezar —no pudo evitar decir Sofía—; entonces hubiera sabido qué hacer.
Constanza no se defendió diciendo que el dolor no había reaparecido hasta después de su primera entrevista aquella mañana. Lo único que hizo fue echarse a llorar.
—¡Estoy muy deprimida! —gimoteó.
Sofía se sorprendió. Pensó que aquello no era «propio de una Baines».
En el transcurso de aquella interminable mañana de abril se incrementó su conocimiento de las posibilidades de la ciática como agente destructor del carácter. Constanza no tenía fuerzas para resistirse a su actividad. La dulzura de su resignación parecía transformarse en nulidad. Insistía en que el médico no iba a hacer nada por ella.
Hacia el mediodía, cuando estaba Sofía moviéndose a su alrededor con nerviosismo, de repente profirió un grito:
—¡Siento como si la pierna me fuera a estallar! —exclamó.
Aquello decidió a Sofía. En cuanto Constanza se calmó un poco bajó la escalera para hablar con Amy.
—Amy —dijo—, ¿es el doctor Stirling el que trata a la señora cuando está enferma, verdad?
—Sí, señora.
—¿Dónde está su consulta?
—Bueno, señora, vivía justo enfrente, con el doctor Harrop, pero hace poco se fue a vivir a Bleakridge.
—Quiero que se vista y vaya allí corriendo y le pida que venga en cuanto pueda.
—Lo haré, señora —respondió Amy con la mayor disposición—. Me pareció oír gritar a la señora. —No era efusiva. Era mejor que efusiva: amable y servicial con una cierta reserva.
«Hay en esa mujer algo que me agrada», se dijo Sofía. Para ser una estúpida declarada, Amy sabía defenderse muy bien.
El doctor Stirling llegó a las dos. Hacía más de una década que se había establecido en las Cinco Ciudades; el sello del éxito estaba grabado en su frente y en la orgullosa cabeza de su caballo trotón. En expresión de la Señal, se había «identificado con la vida local de la región». Agradaba a la gente, al ser un hombre de muchas simpatías. Con su sonoro acento escocés podía hablar con la misma autoridad del sabor del whisky o de un sermón, y le sobraba tacto para no hablar nunca de whiskies o de sermones donde no debía. Había pronunciado un discurso (en representación de las profesiones académicas) en la comida anual de la Sociedad para la Persecución de los Delincuentes, y ese discurso (en el cual el elogio de los libros hizo inocuo el elogió del vino tinto: su excelente biblioteca era famosa) lo había clasificado como una persona ocurrente a juicio del cónsul americano, cuyos modales de después de comer tenían como modelo los de Mark Twain. Contaba treinta y cinco años, era alto y rechoncho y tenía un mofletudo rostro de muchacho que la maquinilla de afeitar azuleaba cada mañana.
El efecto inmediato de su llegada sobre Constanza fue milagroso. Su presencia casi la curó por un momento, como si su enfermedad hubiera sido un dolor de muelas y él un dentista. Después, concluido el examen, volvió a apoderarse de ella el dolor.
Al hablar con ella y con Sofía, el médico escuchó con mucha seriedad todo cuanto dijeron; era como si considerara que era el único caso que despertaba su auténtico interés profesional, pero tal como se desarrollaba, con toda su dificultad y su urgencia, parecía descubrir modos maravillosos de tratarlo; aquellos misteriosos descubrimientos le daban al parecer seguridad, y comunicaba su seguridad a la paciente por medio de salidas humorísticas apenas perceptibles. Era un médico muy cualificado. Este hecho, sin embargo, no tenía parte en su popularidad, la cual se debía exclusivamente a su raro don de tomarse muy en serio un caso sin dejar de estar alegre.
Dijo que regresaría al cabo de un cuarto de hora y lo hizo pasados trece minutos, trayendo una aguja hipodérmica con la que atacaba al dolor en sus principales bastiones.
—¿Qué es? —preguntó Constanza, respirando gratitud por el alivio que sentía.
Él hizo una pausa, mirándola pícaramente con los ojos entrecerrados.
—Sería mejor que no se lo dijera —contestó—. Podría llevarla a hacer diabluras.
—Oh, pero tiene que decírmelo, doctor —insistió Constanza, a quien preocupaba que él tuviera que estar a la altura de su reputación a causa de Sofía.
—Es hidrocloruro de cocaína —dijo, y levantó un dedo—. Guárdese del hábito de la cocaína. Ha destrozado muchas familias respetables. Pero si no tuviera la confianza que tengo en su fuerza de carácter, señora Povey, no me habría arriesgado.
—¡Qué bromista es este doctor! —sonrió Constanza, que ya estaba en un mundo más luminoso.
Él dijo que volvería hacia las cinco y media y llegó hacia las seis y media; le inyectó más cocaína. La especial importancia del caso quedó establecida con ello. En esta segunda visita, él y Sofía se hicieron pronto buenos amigos. Cuando lo acompañó abajo, se quedó charlando con ella un buen rato, como si no tuviese otra cosa que hacer en el mundo, mientras su cochero paseaba al caballo arriba y abajo ante la puerta.
Su actitud hacia ella halagó a Sofía, pues demostraba que la tenía por una mujer nada corriente. Implicaba la permanente idea de que sin duda era una mina de interés para todo el que tuviera el privilegio de ahondar en sus recuerdos. Hasta entonces, entre los conocidos de Constanza, Sofía no había conocido a nadie que mostrara más que una curiosidad superficial por su vida. Su regreso era aceptado con indiferencia. Su huida, hacía treinta años, había perdido enteramente su carácter dramático. En realidad, mucha gente no se había enterado de que se había escapado de casa para casarse con un viajante de comercio; a quienes lo recordaban o se habían enterado de ello les parecía una hazaña más bien banal: ¡después de treinta años…! Su temor, y el de Constanza, de que la ciudad murmurara y cotilleara era ridículamente infundado. El efecto del paso del tiempo era tal que hasta el señor Critchlow parecía haber olvidado incluso que ella había sido la responsable directa de la muerte de su padre. Ella misma casi lo había olvidado; cuando por casualidad pensaba en ello, no sentía vergüenza ni remordimiento; consideraba su muerte puramente accidental y no del todo una desgracia. Sólo en relación con dos puntos se mostraba curiosa la ciudad: en relación con su marido y con la cifra exacta por la que había vendido la pensión. La ciudad sabía que probablemente no fuera viuda, pues se había visto obligada a decírselo al señor Critchlow y éste, en algún momento de ternura, se lo había dicho a María. Pero nadie osaba mencionarle el nombre de Gerald Scales. Con su vestimenta a la moda, su llamativo semblante imperioso y la leyenda de su riqueza, inspiraba respeto, si no temor, a las gentes de la ciudad. En la actitud del médico había un punto de asombro; ella lo percibió. Aunque la sosa apatía de la gente que había conocido hasta entonces no carecía desde luego de su lado ventajoso para la tranquilidad mental de Sofía, hería su vanidad, y la mirada del médico aliviaba el escozor. Era evidente que había adivinado lo interesante que era; era evidente que quería disfrutar de ello.
—Acabo de leer El desastre, de Zola —dijo.
Sofía buscó en su memoria y recordó un cartel.
—¡Oh! —contestó—,¿La Debâcle?
—Sí. ¿Qué opina de ella? —Sus ojos se iluminaron ante la perspectiva de una charla. Le agradó incluso oírle el título en francés.
—No la he leído —dijo ella, lamentando por un momento no haberlo hecho, pues veía que él estaba deslumbrado. El médico se imaginaba que residir en un país extranjero suponía conocer la literatura de dicho país. Sin embargo, nunca se había imaginado que residir en Inglaterra supusiera conocer la literatura inglesa. Sofía llevaba sin leer casi nada desde 1870; para ella el autor más reciente era Cherbuliez[56]. Además, de Zola tenía la impresión de que no era nada agradable y de que era enemigo de su raza, aunque en aquella fecha el mundo apenas sabía nada de Dreyfus. El doctor Stirling había dado por hecho con excesivo apresuramiento que las opiniones del bourgeois en materia de arte eran diferentes en países distintos.
—¿Y es cierto que vivió usted el asedio de París? —interrogó, intentándolo de nuevo.
—Sí.
—¿Y la Comuna?
—Sí, la Comuna también.
—¡Vaya! —exclamó él—¡Es increíble! Anteanoche, leyendo El desastre, me dije que usted seguro que había vivido muchas de aquellas cosas. No sabía que iba a tener tan pronto el placer de charlar con usted.
Ella sonrió.
—Pero ¿cómo sabía usted que estuve en el asedio de París? —le preguntó curiosa.
—¿Que cómo lo sabía? Lo sabía porque vi la felicitación de cumpleaños que envió a la señora Povey en 1871, después de que hubiese terminado. Es una de sus más preciadas posesiones, esa tarjeta. Me la enseñó un día, cuando me dijo que usted iba a venir.
Sofía se sobresaltó. Había olvidado por completo aquella tarjeta. No se le había ocurrido pensar que Constanza atesorara las tarjetas que le había mandado durante sus años de exilio. Satisfizo lo mejor que pudo el anhelo del médico de conocer detalles personales acerca del sitio y la Comuna. Tal vez se hubiera sentido decepcionado por lo prosaico de sus respuestas de no ser porque estaba decidido a no dejarse decepcionar.
—Parece usted habérselo tomado todo con mucha tranquilidad —observó él.
—¡Ah, sí! —concedió ella, no sin orgullo—. Pero ha pasado mucho tiempo desde entonces.
Aquellos acontecimientos, tal como persistían en su memoria, difícilmente justificaban el tremendo barullo que hubo posteriormente en tomo a ellos. ¿Qué eran, al fin y al cabo? Eso pensaba en secreto. El mismo Chirac no era nada más que una vaga sombra. Sin embargo, fuese verdadera o falsa la valoración que se hiciese de aquellos acontecimientos, era una mujer que los había vivido, y la alta estima en que el doctor Stirling tenía este hecho le resultaba muy placentera. Su relación amistosa estaba cerca de la intimidad. Había anochecido. Fuera se oyó a un caballo tascar el freno.
—Tengo que marcharme —dijo él al fin, pero no se movió.
—Entonces, ¿no hay nada más que pueda yo hacer por mi hermana? —inquirió Sofía.
—Creo que no —dijo él—. No es cuestión de medicina.
—Entonces, ¿de qué? —interrogó ella sin rodeos.
—Nervios —respondió el médico—. Casi todo son nervios. Ya conozco algo la constitución de la señora Povey y esperaba que la visita de usted le haría bien.
—Ha estado muy bien —quiero decir, lo que se podría llamar muy bien— hasta anteayer, cuando estuvo en esa corriente. Estaba mejor anoche y luego, esta mañana, la encontré muchísimo peor.
—¿No tiene preocupaciones? —El doctor la miró con aire confidencial.
—¿Qué preocupaciones puede tener? —exclamó Sofía—. Es decir…, preocupaciones de verdad.
—¡Exactamente! —asintió él.
—Yo le digo que no sabe lo que son las preocupaciones —añadió Sofía.
—¡Igual que yo! —dijo el médico, con los ojos brillantes.
—Estaba un poco disgustada porque ayer no recibió su habitual carta del domingo de Cyril. Pero entonces estaba débil y deprimida.
—¡Un chico listo, Cyril! —reflexionó el médico.
—Yo creo que es un muchacho especialmente agradable —dijo Sofía con entusiasmo.
—Entonces ¿lo ha visto?
—Por supuesto —dijo Sofía con bastante frialdad. ¿Se imaginaba el médico que no conocía a su propio sobrino? Volvió al tema de su hermana—. Está también un poco molesta, creo yo, porque la criada se despide.
—¡Oh! ¿Entonces Amy se despide? —Bajó aún más la voz—. Entre usted y yo, no es mala cosa.
—Me alegro de que lo piense.
—Unos años más y la criada habría sido el ama aquí. Esas cosas se ven venir, pero es difícil hacer algo. En realidad no se puede hacer nada.
—Yo sí que hice algo —replicó Sofía—, Le dije lisa y llanamente que esto no podía continuar así mientras yo estuviera en esta casa. Al principio no lo sospeché, pero cuando lo averigüé…, ¡ya se puede figurar! —Dejó al doctor que imaginara lo que se podía figurar.
Él sonrió.
—No —dijo—. Puedo entender fácilmente que no sospechara nada al principio. Cuando está bien y animada, la señora Povey sabe defenderse; eso me dicen. Pero lo cierto es que la situación iba empeorando poco a poco.
—Así pues, ¿la gente hablaba de ello? —inquirió Sofía, escandalizada.
—¡Como natural de Bursley, señora Scales —explicó el médico—, debería usted saber lo que hace la gente de Bursley! —Sofía frunció los labios. El médico se puso en pie, alisándose el chaleco.
—¿Y para qué tiene que agobiarse con las criadas? —estalló—. Es totalmente libre. No tiene ni una preocupación en el mundo, ojalá se diera cuenta. ¿Por qué no sale y se divierte? Lo que necesita es movimiento; eso es lo que necesita su hermana.
—Tiene toda la razón —estalló a su vez Sofía—. ¡Eso es exactamente lo que yo me digo; eso exactamente! Esta misma mañana lo estaba pensando. Necesita movimiento. Está metida en la rutina.
—Necesita distraerse. ¿Por qué no va a algún sitio de playa a vivir en un hotel y a divertirse? ¿Hay algo que se lo impida?
—Nada en absoluto.
—¡Y no estar dependiendo de una criada! Yo creo en la diversión…, ¡siempre que uno tenga dinero para ello! ¿Se puede imaginar que alguien viva en Bursley por gusto? ¡Y sobre todo en la Plaza de San Lucas, justo en lo peor de todo! ¡Humo! ¡Suciedad! ¡Sin aire! ¡Sin luz! ¡Sin paisaje! ¡Sin entretenimientos! ¿Para qué lo hace? Está metida en la rutina.
—Sí, está metida en la rutina —dijo Sofía, repitiendo su propia frase, que él había copiado.
—¡Caramba! —exclamó el médico—. ¡Ya me largaría yo a divertirme si pudiera! Su hermana es una mujer joven.
—¡Claro que lo es! —coincidió Sofía, pensando que ella era todavía más joven—. ¡Claro que lo es!
—Y, quitando que tiene una constitución nerviosa y ciertas predisposiciones, no le pasa nada. Esa ciática… no quiero decir que se curara con un cambio total y quitándose de encima esas ridículas preocupaciones, pero pudiera ser. No solamente vive en las condiciones más deprimentes, sino que además padece torturas por causa de ello, y no tiene ninguna necesidad de estar aquí.
—Doctor —dijo Sofía solemnemente, impresionada—, tiene usted toda la razón. Estoy de acuerdo con cada palabra que dice.
—Naturalmente, tiene mucho apego a la casa —prosiguió él, echando un vistazo en tomo suyo—. Lo sé perfectamente. ¡Después de vivir aquí toda su vida! Pero es preciso que se libre de ese apego. Tiene la obligación de hacerlo. Debe mostrar un poco de energía. Yo tengo un profundo apego a mi cama por las mañanas, pero he de dejarla.
—Por supuesto —dijo Sofía en tono impaciente, como si le repugnara toda persona que no pudiese percibir o no suscribiera las verdades palmarias que expresaba el médico—, ¡Por supuesto!
—Lo que necesita es el ajetreo de la vida en un buen hotel, un buen balneario, por ejemplo. Estar entre gente animada. ¡Fiestas! Juegos! ¡Excursiones! No sería la misma. Ya lo vería usted. ¿No lo haría yo, si pudiera? Se olvidaría pronto de su ciática. No sé cuáles son los ingresos anuales de la señora Povey, pero me figuro que si se le mete en la cabeza la idea de vivir en el hotel más caro de Inglaterra no habría ninguna razón para que no lo hiciera.
Sofía levantó la cabeza y sonrió, calladamente divertida.
—Supongo que no —dijo en tono de superioridad.
—Un hotel…, eso es vida. Sin preocupaciones. Si uno necesita algo, toca un timbre. Si un camarero se despide, no es uno quien tiene que preocuparse por ello. Pero usted sabe todo eso, señora Scales.
—Nadie lo sabe mejor —murmuró Sofía.
—Buenas tardes —dijo bruscamente el médico, tendiéndole la mano—. Vendré por la mañana.
—¿Ha mencionado esto alguna vez a mi hermana? —le preguntó Sofía, poniéndose en pie.
—Sí —repuso él—, Pero es inútil. Oh, sí que se lo he dicho. Pero ella está convencida de que es de todo punto imposible. Ni siquiera querría oír hablar de vivir en Londres con su querido hijo. No quiere escuchar.
—Nunca se me había ocurrido —dijo Sofía—. Buenas noches.
El apretón de manos fue íntimo y mutuamente comprensivo. A él le agradaron la rápida receptividad de su temperamento y el imperioso vigor que de vez en cuando brillaba en sus respuestas. Se dio cuenta de la apenas perceptible distorsión de su rostro, hermoso y algo gastado, y se dijo: «Ha pasado lo suyo» y «tendrá que andarse con cuidado». Sofía se sintió complacida de la admiración de él y porque con ella dejaba de lado sus jocosidades para con los pacientes y hablaba llanamente como hablaría un hombre sensato cuando se encuentra con una mujer de singular prudencia, y también porque en sus pensamientos hallaba eco y ampliación de los suyos propios. Le hizo el honor de quedarse en la puerta hasta que se hubo marchado.
Durante unos momentos permaneció cavilando a solas en la sala; después bajó el gas y subió a ver a su hermana, que estaba en la cama, a oscuras. Sofía encendió una cerilla.
—Has estado mucho rato hablando con el médico —dijo Constanza—, Es muy agradable, ¿verdad? ¿De qué habló esta vez?
—Quería saber cosas de París y todo eso —respondió Sofía.
—¡Oh! Creo que es un gran estudioso.
Allí acostada en la penumbra, la sencilla Constanza no sospechó que aquellos dos activos y enérgicos personajes le habían estado organizando la vida para que se divirtiera y viviera veinte años más. No sospechó que había sido juzgada y hallada culpable de apegos pecaminosos y de haberse metido en la rutina, y de carecer de los elementos de la normal sagacidad. No se le había ocurrido que, si estaba preocupada y enferma, la razón había de buscarse en su ciega y estúpida obstinación. Se había creído un tipo de persona bastante sensato.
III
Las hermanas comieron juntas temprano en la habitación de Constanza. Ésta se encontraba mucho mejor. Imaginando que le haría bien moverse un poco, incluso se había levantado unos momentos y había paseado un poco por la habitación. Ahora estaba acomodada entre almohadas. Ardía el fuego en la anticuada e ineficaz chimenea. De la Bodega del Sol, que se hallaba enfrente, llegaba el sonido de un fonógrafo, que cantaba invitando a Dios a que salvase a su graciosa reina. Aquel fonógrafo era una asombrosa novedad y llenaba cada noche el «Sol». Durante unas cuantas tardes había suscitado el interés de las hermanas a pesar de sí mismas, pero pronto se habían hartado de él y le habían tomado aborrecimiento. Sofía estaba cada vez más obsesionada por lo monstruosamente absurdo que era el simple hecho de que ella y Constanza estuviesen allí, en aquella casa oscura e incómoda, fastidiada por la alegría de las tabernas, ennegrecida por el humo, rodeada de barro, en lugar de estar lujosamente instaladas en un buen clima, en medio de escenas llenas de belleza y de una resplandeciente limpieza. Secretamente se sentía cada vez más indignada.
Entró Amy llevando una carta en su tosca mano. Cuando, sin ceremonia, se la tendió a Constanza, Sofía pensó: «Si fuera criada mía traería las cartas en una bandeja». (Ya habían puesto un anuncio en la Señal.)
Constanza tomó la carta temblando.
—¡Aquí está por fin! —exclamó.
Cuando se hubo puesto las gafas y la leyó, dijo:
—¡Santo cielo, qué noticia! ¡Va a venir! Por eso no escribió el sábado como de costumbre.
Dio la carta a Sofía para que la leyese. Decía así:
Domingo a medianoche
Querida madre:
Sólo dos letras para decirte que voy a Bursley el miércoles, para un negocio con los Peel. Llegaré a Knype a las 5,28 y tomaré el circular. He estado muy ocupado, y como pensaba ir no escribí el sábado. Espero que no estuvieras preocupada. Un abrazo para ti y para la tía Sofía.
Tuyo, C.
—Tengo que mandarle dos letras —dijo Constanza, excitada.
—¿Qué? ¿Esta noche?
—Sí. Amy puede llevarla al último correo perfectamente. Si no, no sabrá que he recibido su carta.
Tocó la campanilla.
Sofía pensó: «El que venga no es en realidad excusa para que no escribiera el sábado. ¿Cómo iba a figurarse ella que iba a venir? Tendré que decirle una palabrita a ese muchacho. Me sorprende que Constanza esté tan ciega. Ahora que ha llegado la carta, ya está tan contenta». En nombre de la generación mayor le molestaba considerablemente la impaciencia de Constanza por contestarla.
Pero Constanza no estaba tan ciega. Pensaba exactamente lo mismo que Sofía. En su fuero interno, no justificaba ni excusaba en modo alguno a Cyril. Recordaba, uno por uno, casi todos sus momentos de falta de atención hacia ella. «¡Espera que no estuviera preocupada, vaya por Dios!», se dijo con un adarme de amargura, a propósito de lo que decía en su carta.
Con todo, insistió en escribir de inmediato. Y Amy tuvo que traerle recado de escribir.
—El señorito Cyril vendrá el miércoles —dijo a Amy con gran dignidad.
La pétrea tranquilidad de Amy se conmocionó, pues el señorito Cyril significaba mucho para ella. Amy se preguntó cómo podría mirarlo a la cara cuando supiera que se iba a despedir.
Mientras escribía encima de las rodillas, Constanza alzó la mirada a Sofía y dijo, como defendiéndose de una acusación:
—No le escribí ayer, ya lo sabes, ni hoy.
—No —murmuró Sofía en tono de conformidad.
Constanza tocó de nuevo la campanilla y enviaron a Amy al correo.
Poco después, la campanilla sonó por cuarta vez y no hubo respuesta.
—Supongo que no habrá vuelto aún. Pero me había parecido oír la puerta. ¡Cuánto tarda!
—¿Qué quieres? —preguntó Sofía.
—Nada más que hablar con ella —repuso Constanza.
Cuando la campanilla había sonado siete u ocho veces reapareció Amy, algo sin aliento.
—Amy —dijo Constanza—, déjeme ver esas sábanas, ¿quiere?
—Sí, señora —dijo Amy, al parecer sabiendo cuáles de todas las variadas e innumerables sábanas que había en aquella casa.
—Y los almohadones —añadió Constanza cuando Amy salía de la habitación.
Y así siguieron las cosas. Al día siguiente le había subido la fiebre. Constanza se levantó temprano, antes que Sofía, y estuvo trotando por la casa como una chicuela. Inmediatamente después de desayunar, la habitación de Cyril fue asediada y revolucionada; no fue hasta avanzada la tarde cuando se restableció el orden en aquella cámara. Y la mañana del miércoles se le tuvo que limpiar el polvo de nuevo. Sofía contempló los preparativos y la creciente agitación de la conducta de Constanza con un asombro que tuvo verdaderas dificultades para ocultar. «¿Se ha vuelto loca del todo esta mujer?», se preguntaba. El espectáculo era ridículo, o así se lo parecía a ella, cuya trayectoria no incluía mucha experiencia con madres. Las manifestaciones de la ansiedad de Constanza no tenían nada de digno, original ni espléndido. No eran otra cosa que un ajetreo tonto y vulgar; no tenían ningún sentido. Sofía se cuidó bien de hacer observación alguna. Pensó que antes de que ella y Constanza fuesen mucho mayores iba a tener mucho que hacer y que haría falta una diplomacia sutil y una táctica cautelosa. Además, el angélico temperamento de Constanza se veía un tanto afectado por la tensión de la expectación. Mostraba tendencia a gruñir. Cuando la merienda cena estuvo preparada, de repente se subió al sofá y bajó el grabado del «Ciervo en el crepúsculo». El polvo que había en la parte superior del marco la indignaba.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Sofía con un último pasmo.
—Voy a cambiarlo por ése —dijo Constanza, señalando otro grabado que estaba frente a la chimenea—. Él dijo que el efecto sería mucho mejor si se cambiaban. ¡Y su señoría es muy especial!
Constanza no fue a la estación de Bursley a esperar a su hijo. Explicó que la trastornaba y que Cyril también prefería que no fuera.
—¿Y si fuera yo? —dijo Sofía a las cinco y media. La idea se le había ocurrido repentinamente. Pensó: «Así podría hablar con él antes que nadie».
—¡Oh, sí! —accedió Constanza.
Sofía se vistió con notable celeridad. Llegó a la estación un minuto antes de la llegada del tren. Sólo se apearon unas pocas personas, y Cyril no estaba entre ellas. Un mozo dijo que no había ninguna conexión entre los trenes de la línea circular y los expresos de la línea principal, y que probablemente el expreso no había llegado a tiempo de conectar con el circular. Sofía aguardó treinta y cinco minutos al siguiente circular, pero Cyril no llegó tampoco en aquel tren.
Constanza le abrió la puerta y le enseñó un telegrama:
«Lo siento. Imposible último momento. Sigue carta. Cyril».
Sofía se lo esperaba. Por alguna razón sabía que era inútil esperar el segundo tren. Constanza estaba callada y serena; Sofía también.
«¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!», palpitaba el corazón de Sofía.
Era un episodio de lo más común. Pero por debajo de su serenidad estaba furiosa contra su favorito. Vaciló.
—Voy a salir un momento —dijo.
—¿Adonde? —inquirió Constanza—¿No sería mejor que tomáramos el té? Supongo que tendremos que tomar el té.
—No tardaré mucho. Tengo que comprar una cosa.
Sofía fue a correos y puso un telegrama. Después, parcialmente aliviada, regresó a la árida y dolorosa desolación de la casa.
IV
A la tarde siguiente estaba Cyril sentado a la mesa del té, en la sala, con su madre y su tía. Para Constanza, su presencia tenía algo de milagroso. ¡Había venido, después de todo! Sofía llevaba un rico vestido y como adorno una cadena antigua de plata dorada que se abrochaba a la garganta y caía dando dos vueltas hasta la cintura, donde se sujetaba al cinturón. Aquella cadena despertó el interés de Cyril. La mencionó una o dos veces y luego dijo:
—Déjame echar un vistazo a esa cadena —y extendió la mano; Sofía se inclinó hacia delante para que pudiera cogerla. Los dedos del joven jugaron con ella unos segundos; la imagen afectó sorprendentemente a Constanza. Al cabo la soltó y exclamó:
—¡Hum! —Y tras una pausa—: ¿Luis XVI, eh?
—Eso me dijeron —respondió Sofía— Pero no es nada; no me costó más que treinta francos, ¿sabes? —Y Cyril:
—¿Eso qué importa? ¿Se te rompen mucho los eslabones?
—Oh, sí —repuso ella— Cada vez se queda más corta.
Y él murmuró, misteriosamente:
—¡Hum!
Seguía siendo misterioso, retraído dentro de sí mismo, extraordinariamente desinteresado por su entorno físico. Pero aquella tarde habló más de lo que tenía por costumbre. Se mostró benévolo, en especial hacia su madre, forzándose al parecer a contestar sus preguntas de forma completa y sincera, como si admitiese francamente su derecho a ser curiosa. Elogió el té; parecía que se daba cuenta de lo que comía. Se puso a Mancha en las rodillas y miró con admiración a Fossette.
—¡Cáspita! —exclamó—¡Eso sí que es un perro, sí señor!… De todos modos… —Y estalló en carcajadas.
—No quiero que nadie se ría de Fossette —le advirtió Sofía.
—No; en serio —dijo él, en su calidad de aficionado a los perros—, es estupenda. —Aun así no pudo dejar de añadir—: ¡Por lo que se puede ver de ella!
Al oír aquello, Sofía movió la cabeza, reprobando aquella agudeza. Era muy indulgente con él. Su indulgencia se notaba en sus ojos, que seguían constantemente sus movimientos.
—¿Crees que se parece a mí, Constanza? —preguntó a su hermana.
—Ojalá fuera la mitad de guapo que tú —dijo rápidamente Cyril; y Constanza añadió:
—De pequeño se parecía mucho a ti. Era un niño precioso. Cuando estaba en el colegio no se te parecía nada. Estos últimos años ha empezado a parecérsete otra vez. Ha cambiado mucho desde que acabó el colegio; era pesadote y desmañado entonces.
—¡Pesadote y desmañado! —repitió Sofía—, ¡Nunca lo hubiera creído!
—¡Pues lo era! —insistió Constanza.
—Oye, mamá —terció Cyril—, es una lástima que no quieras que se empiece ese pastel. Creo que me habría gustado comerme un trozo. ¡Pero, claro, si está sólo de muestra…!
Constanza se levantó de un salto y cogió un cuchillo.
—No deberías tomar el pelo a tu madre —le reconvino Sofía—. En realidad no quiere, Constanza; se ha atiborrado a base de bien.
Y Cyril estuvo de acuerdo.
—No, no, mamá, no cortes; de verdad que no podría. Sólo estaba haciendo el tonto.
Pero Constanza nunca entendía aquellos rasgos de humor. Cortó tres rebanadas de pastel y le tendió el plato a Cyril.
—¡Si te he dicho que no podía! —protestó.
—¡Vamos! ¡Estoy esperando! ¿Cuánto tiempo me vas a tener con el plato en la mano?
Y el muchacho tuvo que coger una rebanada, al igual que Sofía. Cuando Constanza se enfurecía, los dos tenían que ceder ante ella.
Con los perros, el esplendor de la mesa del té a la luz de gas, la distinción de Sofía y Cyril y la conversación, que era en general alegre y libre, elevándose en ocasiones a un parloteo alborozado, la escena de la sala tendría que haber resultado totalmente satisfactoria para Constanza. Debería ser completamente feliz, ya que la ciática había levantado el asedio durante un tiempo. Pero no lo era. Las circunstancias de la llegada de Cyril la habían perturbado; en realidad la habían herido, aunque no se podía decir que lo admitiera. Por la mañana había recibido una breve carta suya en la que decía que le había sido imposible ir y hacía una vaga promesa de hacerlo en fecha posterior. Aquella carta tenía los defectos cardinales de todas las relaciones de Cyril con su madre; era informal y no era sincera. No daba ninguna indicación de la naturaleza del obstáculo que le había impedido ir. Cyril siempre había sido excesivamente misterioso. Ella se sintió muy deprimida a causa de la carta, que no enseñó a Sofía porque menoscababa su dignidad de madre y daba una mala imagen de su hijo. Después, hacia las once, había llegado un telegrama para Sofía.
—¡Qué bien! —había dicho Sofía al leerlo—. ¡Estará aquí esta tarde! —Y había pasado a su hermana el telegrama, que decía:
«Muy bien. Llegaré hoy en algún tren».
Y Constanza se enteró de que cuando Sofía salió a toda prisa justo antes del té, la tarde anterior, era para telegrafiar a Cyril.
—¿Qué le dijiste? —inquirió Constanza.
—¡Oh! —exclamó Sofía, con aire despreocupado— Le dije que pensaba que debía venir. ¡Al fin y al cabo, tú eres más importante que cualquier «negocio», Constanza! Y no me gusta que se porte así. ¡Estaba decidida a que viniera!
Sofía sacudió su orgullosa cabeza.
Constanza hizo como si estuviese complacida y agradecida. Pero era innegable que existía una herida. ¡Así que Sofía tenía más ascendiente con Cyril que ella! Sofía sólo lo había visto una vez y se lo había metido en el bolsillo. Nunca habría hecho tanto por su madre. ¡Vaya un obstáculo el suyo, si un simple telegrama de Sofía pudo vencerlo…! Y Sofía también era misteriosa. Había salido a telegrafiar y no había dicho ni una palabra hasta que tuvo contestación, al cabo de dieciséis horas. Se parecían. Se agradaban. Pero Sofía era una curiosa mezcla. Cuando Constanza le preguntó si iba a ir otra vez a la estación a recibir a Cyril, le respondió desdeñosamente:
—¡Desde luego que no! Se acabó eso de ir a recibirlo. Las personas que no se presentan no deben esperar que se las vaya a recibir.
Cuando Cyril llegó ante la puerta, Sofía estaba aguardándolo. Bajó la escalera corriendo.
—No digas nada de mi telegrama —susurró rápidamente a Cyril; no había tiempo para más explicaciones. Constanza estaba en lo alto de la escalera; no había oído el cuchicheo pero lo había visto, como también una expresión culpable y desconcertada en el rostro de Cyril y luego, en el rostro de ambos, un aire de conspiradores, ineficazmente disimulado. ¡Había «algo entre ellos» de lo que ella, la madre, estaba excluida! ¿No era natural que se sintiese herida? Era demasiado orgullosa para mencionar los telegramas, y como ni Cyril ni Sofía los mencionaron, no se hizo alusión alguna a las circunstancias que habían conducido al cambio de planes de Cyril, lo cual fue muy curioso. Y luego, Cyril era más sociable que en toda su vida; era diferente bajo la mirada de su tía. Cierto era que su forma de tratar a su madre era impecable. Pero Constanza se decía: «Es porque está ella por lo que es tan amable conmigo».
Cuando concluyó el té y subieron al salón, le preguntó, mirando el grabado del «Ciervo en el crepúsculo»:
—Y bien, ¿qué tal queda?
—¿Qué? —su mirada siguió la de ella—, ¡Ah, lo has cambiado! ¿Para qué lo has hecho, madre?
—Tú dijiste que estaría mejor así —le recordó ella.
—¿De veras? —parecía auténticamente sorprendido—. No me acuerdo. Creo que está mejor, de todas maneras —añadió—. Quizá estaría aún mejor si lo pusieras del revés.
Hizo una mueca a Sofía y se encogió de hombros, como indicando: «¡Sí que la he hecho buena esta vez!».
—¿Cómo? ¿Del revés? —inquirió Constanza. Después, al comprender que le estaba tomando el pelo, dijo—: ¡Anda ya! —e hizo como si le tirara de las orejas—, ¡Bien que te gustaba ese grabado, en tiempos! —dijo con ironía.
—Sí, es verdad, mamá —asintió, sumiso—. Eso no lo he olvidado. —Y oprimió las mejillas de ella entre sus manos y las besó.
En el salón estuvo fumando cigarrillos y tocando al piano valses que él mismo había compuesto. Constanza y Sofía no comprendían del todo aquellos valses. Pero estaban de acuerdo en que todos eran maravillosos y uno verdaderamente precioso. (A Constanza la tranquilizaba el que la opinión de Sofía coincidiera con la suya.) Él dijo que aquel vals era el peor de todos. Cuando terminó con el piano, Constanza le informó acerca de Amy.
—¡Oh! Me lo contó —dijo él— cuando me trajo el agua. No lo he mencionado porque pensé que era un tema bastante delicado —Tras su tono informal se escondía una cierta curiosidad, un deseo de enterarse de los detalles. Se enteró.
A las diez menos cinco, cuando Constanza empezaba a bostezar, lanzó una bomba en medio de ellas, sobre la alfombra.
—Bien —empezó—, he quedado con Matthew en el Club Conservador a las diez. Tengo que irme. No me esperéis levantadas.
Las dos mujeres protestaron, Sofía más vivamente. Ahora era ella la que se sentía herida.
—Es un negocio —dijo él a modo de defensa—. Se marcha mañana temprano y no tengo otra oportunidad. —Y como Constanza no se animaba, prosiguió—: Hay que atender a los negocios. No creáis que no tengo otra cosa que hacer más que pasármelo bien.
¡Ni palabra acerca de la naturaleza del negocio! Nunca daba explicaciones. En cuanto a negocios, Constanza sólo sabía que le pasaba una asignación de trescientas libras al año y le pagaba el sastre local. La suma le había parecido enorme al principio, pero había acabado por acostumbrarse.
—Hubiera preferido que vieras al señor Peel-Swynnerton aquí —dijo Constanza— Podríais haber tenido una habitación para estar a solas. No me gusta que salgas a las diez de la noche para ir a un club.
—Bien; buenas noches, mamá —dijo él, poniéndose en pie—. Hasta mañana. Me llevaré la llave de la puerta. Claro que mi bolsillo nunca volverá a ser el mismo.
Sofía acompañó a Constanza a la cama y le puso dos botellas de agua caliente contra la ciática. No hablaron gran cosa.
V
Sofía estaba esperando, sentada en el sofá de la sala. Le parecía que, aunque había pasado poco más de un mes desde su llegada a Bursley, se había amoldado ya a una serie de nuevos intereses e inquietudes. París y su antigua vida se habían alejado de la manera más extraña. A veces se olvidaba por completo de París durante horas. El pensar en París le resultaba desconcertante, pues o París o Bursley habían de ser por fuerza irreales. Mientras aguardaba en el sofá, París no cesaba de acudir a su mente. Era sin duda sorprendente que estuviera tan preocupada por sus planes para el bienestar de Constanza como lo había llegado a estar por los planes para la mejora de la Pensión Frensham. Se dijo: «Mi vida ha sido muy rara; sin embargo, cada parte de ella, por separado, parecía bastante corriente… ¿Cómo terminará?».
Entonces se oyeron pasos en los escalones de la calle y alguien metió la llave en la cerradura; Sofía abrió al momento la puerta.
—¡Oh! —exclamó Cyril, sobresaltado y perdiendo un poco la compostura—, ¡Todavía estás levantada! Gracias. —Entró, fumando la colilla de un cigarro—: ¡Imagínate, tener que cargar con esto! —murmuró, levantando la llave, grande y anticuada, y metiéndola desde dentro en la cerradura.
—Me he quedado —dijo Sofía— porque quería hablar de tu madre contigo y es muy difícil tener una oportunidad.
Cyril sonrió, no sin timidez, y se dejó caer en la mecedora de su madre tras darle la vuelta con los pies para que quedara frente al sofá.
—Sí —asintió—; me preguntaba qué quería decir en realidad tu telegrama. ¿Qué era? —Echó una bocanada de humo y esperó la respuesta.
—Pensé que debías venir —dijo Sofía, animadamente pero con firmeza—. Para tu madre fue una terrible decepción que no vinieras ayer. Y cuando espera carta tuya y no llega, se pone enferma.
—¡Ah, es eso! —dijo él—. Me alegro de que no sea peor. Por tu telegrama pensé que pasaba algo grave. Y luego, cuando me dijiste que no lo mencionara… cuando llegué…
Ella vio que no se hacía cargo de la situación y alzó la cabeza desafiante.
—Descuidas a tu madre, muchacho —aseveró.
—¡Oh, vamos, tiíta! —respondió, muy afable— No debes decir eso. Le escribo todas las semanas. No he fallado ni una semana. Vengo tan a menudo como…
—A veces sí fallas —le interrumpió ella.
—Tal vez —admitió él, receloso—, Pero ¿qué..?
—¿No comprendes que ella vive únicamente para tus cartas? ¡Y si una no llega, se disgusta mucho…, no puede ni comer! ¡Y le causa un ataque de ciática, y no sé qué más!
Su tono atrevido y directo dejó perplejo al joven.
—Pero ¡eso es una tontería! Un hombre no puede estar siempre…
—Quizá sea una tontería. Pero así son las cosas. No puedes hacerla cambiar. Y, al fin y al cabo, ¿qué te costaría ser más atento, incluso escribirle dos veces a la semana? ¡No irás a decirme que estás tan ocupado que no puedes! Sé mucho más de los jóvenes que tu madre. —Sonrió como una tía.
Él respondió a la suya con una sonrisa tímida.
—¡Si pudieras ponerte en el lugar de tu madre…!
—Supongo que tienes toda la razón —dijo él al fin—. Y te estoy muy agradecido por habérmelo dicho. ¿Cómo iba yo a saberlo? —Arrojó la colilla al fuego con un amplio ademán.
—¡Bueno, pues ya lo sabes! —dijo, cortante; pensó: «Debería haberlo sabido. Era de su incumbencia saberlo». Pero le gustó la manera en que había aceptado su crítica, y el ademán con que había tirado la colilla le pareció muy distinguido.
—¡Perfectamente! —dijo él, somnoliento, como si dijera «solucionado», y se puso en pie.
Sofía, sin embargo, no se movió.
—La salud de tu madre no está como debería —continuó, y le contó toda la conversación que había tenido con el médico.
—¿De verdad? —murmuró Cyril, apoyando el codo en la chimenea y bajando la mirada hacia ella—¿Es cierto que Stirling dijo eso? Yo hubiera creído que donde mejor estaría es donde está, en la Plaza.
—¿Por qué en la Plaza?
—¡Oh, no lo sé!
—¡Ni yo tampoco!
—Siempre ha estado aquí.
—Sí —dijo Sofía—; lleva aquí demasiado tiempo.
—¿Qué sugieres tú? —preguntó Cyril, revelando en su voz un sentimiento de impaciencia ante aquella nueva preocupación que se le venía encima.
—Bien —dijo Sofía—: ¿qué te parecería que se fuera a Londres a vivir contigo?
Cyril retrocedió, dando un respingo. Sofía vio que estaba verdaderamente sorprendido.
—No creo que eso sea en absoluto la solución —dijo.
—¿Por qué?
—¡Oh! No creo que lo sea. Londres no le sentaría bien. No es ese tipo de mujer. Yo estaba convencido de que estaba perfectamente aquí. No le gustaría Londres. —Movió la cabeza, mirando a la lámpara; sus ojos tenían un brillo peligroso.
—Pero ¿y si ella dijera que lo iba a hacer?
—Mira —empezó Cyril, en un tono distinto y muy animado—, ¿por qué no os establecéis tú y ella juntas en alguna parte? Eso sería muy…
Volvió la cabeza bruscamente. Se produjo un ruido en la escalera y la puerta que daba a ésta se abrió con su eterno crujido.
—Sí —dijo Sofía—. Los Campos Elíseos empiezan en la Plaza de la Concordia y terminan… ¿Eres tú, Constanza?
La figura de Constanza llenó el hueco. Su rostro mostraba una expresión confusa. Había oído a Cyril en la calle y había bajado a ver por qué permanecía tanto tiempo en la sala. Le sorprendió encontrar a Sofía con él. ¡Allí estaban, tan íntimos como un par de compinches, charlando sobre París!
—Creía que estabas en la cama y durmiendo, Sofía —dijo débilmente—. Es casi la una.
—No —dijo Sofía—; no me apetecía acostarme, y luego dio la casualidad de que llegó Cyril.
Pero ni ella ni Cyril pudieron aparentar inocencia. Y la mirada de Constanza fue de uno a otro con aprensión.
A la mañana siguiente, Cyril recibió una carta que, según dijo —sin dar más explicaciones—, lo obligaba a partir al instante. Dio a entender que había sido arriesgado visitarlas precisamente entonces y que las cosas habían resultado como temía.
—Piensa lo que te dije —musitó a Sofía un momento que estuvieron a solas —y házmelo saber.
VI
Una semana antes de Pascua, los huéspedes del Hotel Rutland, en Broad Walk, Buxton, reunidos para tomar el té en el «salón» de dicho establecimiento, fueron testigos de la llegada de dos damas de mediana edad y dos perros. Examinar críticamente a los recién llegados era una de las diversiones de los ocupantes del salón. Este aposento, amueblado en «estilo oriental», ofrecía un hermoso espectáculo entre las fotografías de los folletos ilustrados del hotel y, aunque lleno de corrientes de aire, era el favorito de los espacios públicos de éste. Tenía corrientes porque sólo estaba separado de la calle (si se puede llamar calle a Broad Walk) por dos pares de puertas batientes, de las que se ocupaban sendos botones. Todo visitante que entraba en el hotel se veía obligado a pasar por el salón, y para los recién llegados pasar por él era toda una prueba; se les hacía sentir como si tuvieran mucho que aprender, mucho a lo que acostumbrarse; como los pasajeros que abordan un barco que toca puerto, veían ante sí la tarea de hacerse un hueco en una sociedad hostil y altiva. Las dos señoras produjeron una impresión muy favorable desde un principio a causa de sus perros. No todo el mundo tiene el valor de llevar perros a un costoso hotel privado; llevar un perro indica que uno no está habituado a negarse pequeños placeres por unos pocos chelines de más; llevar dos indica que uno no tiene miedo a los gerentes de hotel y que tiene costumbre de considerar su capricho como una ley de la naturaleza. La más baja y gruesa de las dos damas no se impuso con mucha fuerza en la visión colectiva del Rutland; vestía de negro, no a la moda, aunque con una riqueza sin pretensiones; sus gestos eran tímidos y nerviosos; era evidente que se acogía a la protección de su alta compañera en sus primeros y duros contactos con la vida de hotel. La dama alta tenía un aire muy diferente. Bella, majestuosa, pausada y magníficamente vestida de color, tenía la mirada fría y segura de una persona que está totalmente acostumbrada a la inspección de los extraños. Preguntó en tono cortante a uno de los botones por el gerente; en respuesta, la mujer de éste bajó la escalera a tropezones y se condujo con llamativa deferencia. La dama hablaba en voz baja y autoritaria, la voz de quien da órdenes que son obedecidas. La opinión del salón en cuanto a si eran o no hermanas estaba dividida.
Desaparecieron en silencio acompañando a la mujer del gerente y no acudieron a tomar el té en el salón; de todas formas no se habría podido beber por estar pasado. Se supo entonces, por medio de uno de esos huéspedes que hay en todos los hoteles y que se enteran de los secretos del hotel valiéndose de la curiosidad del personal, que las dos señoras habían reservado dos habitaciones, las número 17 y 18, y la suntuosa sala privada con balcón del primer piso, denominada «C» en la nomenclatura de las habitaciones. Este hecho establecía definitivamente la posición de las recién llegadas en la estructura moral del hotel. Eran ricas. Tenían dinero a espuertas. Pues ni siquiera en un hotel selecto como el Rutland todo el mundo se da el gusto de tener una sala privada; sólo había cuatro de estos aposentos en un hotel que, en comparación, contaba con cincuenta habitaciones.
En la cena dispusieron de una pequeña mesa para ellas solas. La más baja llevaba un chal blanco sobre los hombros. Sus modales, casi contritos, durante la colación confirmaron la opinión de que debía de ser una persona muy sencilla, poco habituada al mundo y a sus usos. La otra seguía siendo señorial. Pidió media botella de vino y bebió dos copas. Miraba en torno suyo sin un adarme de timidez, mientras que la otra dividía sus miradas entre su compañera y su plato. No hablaron mucho. Inmediatamente después de cenar se retiraron. «Viudas en holgada posición», fue el veredicto, pero el contraste entre las dos contenía enigmas que picaban a los curiosos.
Sofía había vencido de nuevo. Una vez más, había decidido conseguir una cosa y la había conseguido. Los acontecimientos se habían sucedido así. El anuncio en la Señal pidiendo una criada para todo había sido un fracaso descorazonador. Se recibieron algunas respuestas, pero totalmente insatisfactorias. Constanza, mucho más que Sofía, se había quedado pasmada al ver el porte y las exigencias de las sirvientas modernas. Constanza estaba desesperada. Si no hubiese sido tan orgullosa, hubiera estado dispuesta a sugerir a Sofía que pidieran a Amy que se quedase. Pero Constanza habría aceptado antes a una de aquellas descaradas mozas modernas. Fue María Critchlow la que sacó del apuro a Constanza dándole detalles de una sirvienta de fiar que estaba a punto de dejar una colocación en la que llevaba casi ocho años. Constanza no se figuraba que una criada recomendada por María Critchlow le fuera a convenir, pero, como se hallaba en un dilema, se comprometió a verla y ella y Sofía quedaron muy complacidas con la muchacha, llamada Rosa Bennion. El engorro era que Rosa no estaría libre hasta un mes después de la marcha de Amy. Rosa había dejado su antiguo empleo, pero estaba empeñada en ir a Manchester a pasar quince días con una hermana casada antes de instalarse en una nueva casa. Constanza y Sofía pensaban que el capricho de Rosa era verdaderamente fastidioso e innecesario. Desde luego, podrían haber pedido a Amy que se quedara sólo un mes. Probablemente Amy se habría ofrecido a hacerlo de haber conocido las circunstancias. Sin embargo, no conocía las circunstancias. Y Constanza estaba decidida a no deberle nada a Amy. ¿Qué podían hacer las hermanas? Sofía, que dirigió todas las entrevistas con Rosa y otras candidatas, dijo que sería un grave error dejar escapar a Rosa. Además, no tenían a nadie que ocupase su lugar, a nadie que fuera inmediatamente.
El dilema era terrible. Al final así le pareció a Constanza, que creía sinceramente que ninguna señora se había visto jamás «en tan embarazoso aprieto». Y sin embargo, la primera vez que Sofía propuso su solución, Constanza consideró que era una solución imposible. La idea de Sofía era que cerraran la casa y se marcharan el mismo día que Amy la abandonara, para pasar unas semanas en algún lugar de vacaciones. Para empezar, la idea de dejar la casa vacía le parecía a Constanza una locura. La casa nunca había estado vacía. Y luego, ¡irse de vacaciones en abril! Constanza nunca se había ido de vacaciones excepto en el mes de agosto. ¡No! El proyecto estaba erizado de dificultades y peligros que no podían ser vencidos ni previstos.
Por ejemplo: «No podemos volver a una casa sucia» y «no podemos tener aquí a una criada extraña antes de llegar nosotras». A lo cual Sofía replicó: «Entonces, ¿qué piensas hacer?». Y Constanza, tras prodigiosa reflexión, en el aterrador extremo al que la había llevado el destino, dijo que suponía que tendrían que arreglárselas con una asistenta hasta la llegada de Rosa. Preguntó a Sofía si se acordaba de la vieja Maggie. Naturalmente, Sofía se acordaba perfectamente. La vieja Maggie había muerto, como también el afable y borrachín Hollins, pero había una joven Maggie (esposa de un albañil) que salía a limpiar casas en el tiempo que le quedaba libre de cuidar a sus siete hijos. Cuanto más meditaba Constanza acerca de la joven Maggie, más convencida estaba de que la joven Maggie era la solución. Constanza pensaba que podía confiar en la joven Maggie.
El expresar confianza en Maggie fue la perdición de Constanza. ¿Por qué no se iban y acordaban con Maggie que fuera a la casa, unos días antes de su regreso, a limpiar y ventilar? El peso de la razón abrumó a Constanza. Cedió de mala gana, pero cedió. Fue la alusión a Buxton lo que al final la decidió. Conocía Buxton. Su antigua casera de Buxton había muerto y Constanza no había visitado la ciudad desde la muerte de Samuel; no obstante, su nombre tenía a sus oídos un sonido tranquilizador, y era reconocido que, para la ciática, sus aguas y su clima eran los mejores de Inglaterra. Poco a poco Constanza se fue dejando embarcar en esa peligrosa empresa de cerrar la casa durante veinticinco días. Comunicó la información a Amy, que se quedó atónita. Luego empezó con sus preparativos domésticos. Envolvió la Biblia familiar de Samuel en papel marrón; guardó en un cajón la copia de Cyril de sir Edward Landseer con marco de paja y tomó otras diez mil precauciones. Era grotesco; era absurdo; era lo que queráis. Y cuando, con el coche a la puerta y el equipaje en el coche, y los perros atados juntos, y María Critchlow esperando en la acera para hacerse cargo de la llave, Constanza metió ésta en la cerradura desde fuera y cerró la casa desierta, el rostro de Constanza era trágico y expresaba innumerables temores. Y Sofía pensó que había hecho un milagro. Así era.
En términos generales, las hermanas fueron bien recibidas en el hotel, aunque no estaban en una edad que exija popularidad. En la crítica a que fueron sometidas —la libre, realista e implacable crítica de los hoteles—, primero se calificó a Sofía de dominante. Pero a los pocos días esta opinión fue modificada y Sofía aumentó en la estima de los huéspedes. El hecho fue que el comportamiento de Sofía cambió pasadas cuarenta y ocho horas. El Hotel Rutland era muy bueno. Era tan bueno que modificó la honda creencia de Sofía de que en el mundo sólo había una pensión que fuese verdaderamente de primera categoría y de que nadie podía enseñar nada sobre el arte de la gerencia a la creadora de aquella pensión única. La comida era excelente; el servicio de habitaciones era excelente (y Sofía sabía lo difícil que es tener un servicio de habitaciones excelente); y el interior del Rutland ofrecía a los ojos un espectáculo de mucha más riqueza que la Pensión Frensham. El nivel de comodidad era superior. Los huéspedes tenían un aspecto más distinguido. Cierto es que los precios eran mucho más elevados. Sofía fue humillada. Tuvo suficiente sentido común para ajustar su perspectiva. Además, se halló ignorante de muchas cuestiones que los demás huéspedes daban por sentadas y que utilizaban como base para la conversación. Una prolongada residencia en París no justificaba esta ignorancia; antes bien, parecía intensificar lo extraña que resultaba. Así, cuando alguien de experiencia cosmopolita, al enterarse de que había vivido en París muchos años, le preguntó qué se había estrenado últimamente en la Comédie Française, tuvo que admitir que no había pisado un teatro francés en casi treinta años. Y cuando, un domingo, la misma persona le preguntó por el capellán inglés de París, hete aquí que no sabía otra cosa que su nombre y no lo había visto nunca. La vida de Sofía, a su manera, había sido tan estrecha como la de Constanza. Aunque su experiencia de la naturaleza humana era amplia, había estado sumida en un estancamiento tan profundo como el de Constanza. Había estado totalmente absorbida en hacer una única cosa.
Por acuerdo tácito se había encargado de los trámites. Pagaba todas las facturas. Constanza protestó varias veces de lo caro que era, pero Sofía la tranquilizó valiéndose de la simple fuerza de su personalidad. Constanza tenía una sola ventaja sobre Sofía. Conocía muy bien Buxton y el barrio y por lo tanto estaba en situación de hacerse cargo de las visitas a los lugares de interés y ocuparse de las peculiaridades locales. En todos los demás aspectos mandaba Sofía.
Muy pronto se aclimataron al hotel. Se movían con comodidad entre alfombras de Turquía y techos con escayolas; sus ojos se habituaron a la eterna visión en espejos de marco dorado de sus propias imágenes y las de otras dignidades que se movían con lentitud, a la pesadez de los grandes cuadros al óleo con paisajes pintorescos, a los indicios de polvo furtivo detrás de los enormes muebles, al tono pardo grisáceo de las pecheras de los camareros, a las bandejas, botas y cubos esparcidos por los largos pasillos; sus oídos estaban siempre alerta a los sonidos de gongs y campanas. Consultaban el barómetro y pedían el diario carruaje con la indiferencia que da la costumbre. Descubrieron lo que se puede aprender de los trabajos de aguja ajenos en un hotel en un día lluvioso. Invitaron a otros huéspedes a su sala. Cuando había un espectáculo no lo rehuían. Sofía estaba decidida a hacer todo lo que fuera decoroso hacer, en parte como válvula de escape para su propia energía (que se había ido acumulando desde que saliera de París), pero más por Constanza. Recordaba todo lo que le había dicho el doctor Stirling y con cuánto entusiasmo se había ella mostrado de acuerdo con sus opiniones. Fue un gran día aquel en el cual, bajo la tutela de una dama de edad y en la intimidad de su sala, empezaron ambas a estudiar los fundamentos de los solitarios. Ninguna de las dos había jugado jamás a las cartas. A Constanza casi le daba miedo tocarlas, como si en el mismo cartón hubiera algo peligroso y falto de rectitud. Pero la respetabilidad de un lujoso hotel privado hace que cualquier acto que tenga lugar dentro de sus paredes se tome decoroso. Y Constanza argumentó de forma convincente que no puede venir ningún mal de un juego que uno juega por su cuenta. Aprendió, con cierta aptitud, diversas variedades de solitarios. Dijo: «Creo que podría llegar a gustarme si siguiera con ello. Pero hace que me dé vueltas la cabeza».
Sin embargo, Constanza no era feliz en el hotel. Estaba constantemente preocupada por su casa vacía. Preveía dificultades e incluso desastres. Se preguntaba una y otra vez si podría confiar en la segunda Maggie, sola en su casa; si no sería mejor regresar antes y participar personalmente en la limpieza. Hubiera decidido hacerlo así de no haber titubeado en someter a Sofía a las incomodidades de una casa patas arriba. Tenía la cuestión siempre presente. Siempre estaba pensando con impaciencia en el día de la marcha. Había dejado su corazón en la Plaza de San Lucas. Nunca había vivido en un hotel y no le gustaba. La ciática la acosaba de vez en cuando. Sin embargo, cuando se trató de ello, no quiso tomar las aguas. Dijo que nunca las había tomado y al parecer consideraba esto como una razón para no tomarlas nunca. Sofía había hecho un milagro llevándola a Buxton a pasar casi un mes, pero el grandioso efecto final carecía de brillantez.
Entonces llegó la carta fatal, la carta desoladora, que hacía buenas las negras aprensiones de Constanza. Rosa Bennion les escribió para decirles con toda tranquilidad que había decidido no volver a la Plaza de San Lucas. Se lamentaba por cualquier molestia que ello pudiera causar; era muy cortés. Pero ¡qué monstruosidad! Constanza pensó que aquello era cierta y verdaderamente el abismo más hondo de sus calamidades. ¡Allí estaba ella lejos de una casa sucia, sin criada ni perspectiva de tenerla! Se condujo con valentía, con nobleza, pero fue un duro golpe para ella. Quería volver a la casa sucia enseguida.
Sofía entendió que la situación creada por aquella carta exigía que pusiera en juego sus mayores facultades para hacer frente a situaciones y decidió hacer frente a ésta como es debido. Era preciso aplicar grandes remedios, pues estaban en juego la salud y la felicidad de Constanza. Sólo ella era capaz de actuar. Sabía que no podía contar con Cyril. Seguía teniendo una gran debilidad por él; creía que era el joven más encantador que había conocido en su vida; sabía que era ingenioso e inteligente, pero en sus relaciones con su madre había una cierta dureza, un toque de insensibilidad. Se lo explicaba vagamente diciéndose que «no se llevaban bien», lo cual era extraño teniendo en cuenta el carácter amable y cariñoso de Constanza. Sin embargo, su hermana podía sacarlo a uno de quicio un poco, algunas veces. De todas maneras, a Sofía le quedó pronto claro que la idea de que madre e hijo vivieran juntos en Londres era enteramente inviable. ¡No! Si había que salvar a Constanza de sí misma, nadie más que Sofía era capaz de hacerlo.
Después de media mañana dedicada principalmente a escuchar los comentarios de Constanza acerca de la monstruosa carta, Sofía dijo de improviso que tenía que sacar a los perros a tomar el aire. Constanza no se sentía con fuerzas para caminar y tampoco le apetecía salir en coche. No quería que Sofía se «aventurara», pues el cielo estaba amenazador. Sin embargo, Sofía se aventuró; llegó al almuerzo con unos minutos de retraso, llena de vigor y con dos perros muy contentos. Constanza la aguardaba, taciturna, en el comedor. No pudo comer. Peto Sofía comió, derrochando animación y energía como de una fuente inextinguible. Después del almuerzo empezó a llover. Constanza dijo que pensaba retirarse directamente a la sala. «Yo voy también», dijo Sofía, que todavía llevaba puestos el sombrero y el abrigo y los guantes en la mano. En la sala, de aspecto pretencioso y banal, se sentaron a ambos lados de la chimenea. Constanza se echó un pequeño chal sobre los hombros, se sujetó las gafas metiéndolas entre los grises cabellos y dejó escapar un enorme suspiro:
—¡Ay, Dios mío! —Era la musa trágica, envejecida y ataviada de seda negra.
—¿Sabes lo que he estado pensando? —empezó Sofía, plegando los guantes.
—¿Qué? —preguntó Constanza, esperando que alguna solución maravillosa saliera del activo cerebro de Sofía.
—No hay ninguna razón en el mundo para que vuelvas a Bursley. La casa no se va a ir de allí y ahora no cuesta nada más que el alquiler. ¿Por qué no te tomas las cosas con calma por un tiempo?
—¿Y quedarnos aquí? —dijo Constanza, con una inflexión que reveló a Sofía la intensidad del desagrado que le causaba la vida en el Rutland.
—No; aquí no —negó Sofía con rápido menosprecio—. Hay muchos otros sitios donde podríamos ir.
—No creo que estuviera tranquila —reconoció Constanza—, Entre que todo estaría en el aire y que la casa…
—Pero ¿qué importa la casa?
—Importa mucho —repuso Constanza con seriedad y un poco ofendida—. No dejé las cosas como si fuéramos a estar mucho tiempo ausentes. No podría ser.
—¡No veo que vaya a pasar nada, la verdad! —dijo Sofía, persuasiva—, Al fin y al cabo, la suciedad siempre se puede limpiar. Creo que deberías salir más. Te haría bien, todo el bien del mundo. Y no hay ninguna razón para que no puedas ir donde quieras. Eres totalmente libre. ¿Por qué no íbamos a irnos juntas al extranjero, por ejemplo, tú y yo? Estoy segura de que te encamaría.
—¿Al extranjero? —murmuró Constanza, horrorizada, retrocediendo ante la propuesta como si fuese un grave peligro.
—Sí —insistió Sofía, con vivacidad y ansiosa. Estaba decidida a llevar a Constanza al extranjero—. Hay muchos sitios donde podríamos ir y donde podríamos vivir cómodamente entre ingleses agradables. —Pensó en los lugares de vacaciones que había visitado con Gerald en los años sesenta. Se le habían antojado ciudades de ensueño. Acudieron a su mente como un recurso de ensueño.
—No creo que me convenga ir al extranjero —dijo Constanza.
—Pero ¿por qué no? No lo sabes. Nunca lo has intentado, querida. —Sonrió alentadoramente. Pero Constanza no sonrió. Se inclinaba a mostrarse sombría.
—No creo que me conviniera —dijo, obstinadamente—. Yo soy una de esas personas caseras. No soy como tú. No todos podemos ser iguales —añadió, con su acento «ácido».
Sofía dominó un sentimiento de irritación. Sabía que tenía una personalidad más fuerte que Constanza.
—Bien; entonces —continuó, con el mismo tono persuasivo— en Inglaterra o Escocia. Hay varios sitios que me gustaría visitar: Torquay, Turnbridge Wells. Siempre he tenido entendido que Turnbridge Wells es una ciudad muy bonita, con una gente estupenda y un clima magnífico.
—Creo que tendré que regresar a la Plaza de San Lucas —dijo Constanza, haciendo caso omiso de todo lo que había dicho Sofía—, Hay mucho que hacer.
Entonces Sofía miró a Constanza con aire más serio y resuelto, pero aun así amable, como si la mirara por su propio bien.
—Estás cometiendo un error, Constanza —afirmó—, si me permites que te lo diga.
—¡Un error! —exclamó Constanza, sorprendida.
—Un error muy grande —insistió Sofía, observando que estaba creando efecto.
—No veo cómo puedo estar cometiendo un error —repuso Constanza, ganando confianza en sí misma, ya que daba el asunto por terminado.
—No —dijo Sofía—, estoy segura de que no lo ves. Pero es así. Ya sabes, eres un poco propensa a dejarte esclavizar por esa casa tuya. En vez de que la casa exista para ti, tú existes para la casa.
—¡Oh! ¡Sofía! —murmuró Constanza, incómoda—¡Pero qué ideas tienes! —Nerviosa, se puso en pie y cogió una labor de bordado, poniéndose las gafas y tosiendo. Se volvió a sentar y dijo—: Nadie podría tomarse las cosas con más calma que yo, por lo que se refiere al gobierno de la casa. Te puedo asegurar que dejo pasar docenas de asuntos pequeños en vez de molestarme.
—Entonces, ¿por qué te molestas ahora? —la interrogó Sofía.
—No puedo dejar así la casa —Constanza se sentía herida.
—Hay una cosa que no puedo comprender —continuó Sofía, alzando la cabeza y fijando de nuevo la vista en Constanza—, y es, sencillamente, por qué vives en la Plaza de San Lucas.
—En alguna parte tengo que vivir. Y estoy segura de que es muy agradable.
—¡Con todo ese humo! ¡Y esa suciedad! Y la casa es muy vieja.
—Está mucho mejor construida que muchas de esas casas nuevas que hay junto al parque —replicó Constanza con acritud. A pesar de sí misma, le molestaba que criticaran su casa. Le molestaba incluso la palmaria verdad de que era vieja.
—Por ejemplo, nunca conseguirás que una criada se quede en esa cocina, que parece un sótano —dijo Sofía, conservando la calma.
—¡Oh! ¡Eso no lo sé! ¡Eso no lo sé! Esa mujer, Bennion, no puso ningún inconveniente. De todas maneras, para ti está muy bien hablar así, Sofía. Pero yo conozco Bursley quizá mejor que tú. —Su voz se volvió áspera nuevamente—. Y te puedo asegurar que mi casa se considera muy buena.
—¡Oh! No digo que no lo sea. Pero tú estarías mejor lejos de ella. Todo el mundo lo dice.
—¿Todo el mundo? —Constanza levantó la vista, soltando su labor—. ¿Quién? ¿Quién habla de mí?
—Bueno —contestó Sofía—, el médico, por ejemplo.
—¿El doctor Stirling? ¡Muy bonito! No hace más que decir que el de Bursley es uno de los climas más sanos de Inglaterra. No hace más que defender a Bursley.
—El doctor Stirling piensa que deberías salir más, no pasarte la vida en esa casa oscura. —Si Sofía hubiera reflexionado lo suficiente, no habría utilizado el adjetivo «oscura». No ayudó a su causa.
—¡Oh, eso dice! —exclamó Constanza desdeñosamente— Bien, pues si al doctor Stirling le interesa, me gusta mi casa oscura.
—¿No te ha dicho nunca que deberías salir más? —persistió Sofía.
—Tal vez lo haya mencionado —admitió de mala gana Constanza.
—Cuando estuvo hablando conmigo hizo mucho más que mencionarlo. Y quiero contarte lo que dijo.
—¡Hazlo! —dijo Constanza cortésmente.
—No te das cuenta de lo serio que es esto, me temo —prosiguió Sofía—, No puedes verlo por ti misma. —Titubeó un momento. Como la inflexión de la voz de Constanza al decir «mi casa oscura» le había agitado la sangre, su juicio estaba ligeramente confuso. Decidió dar a Constanza una versión completa de la conversación que había mantenido con el médico.
—Se trata de tu salud —concluyó—. Creo que era mi deber hablarte en serio y así lo he hecho. Espero que comprendas cuál ha sido mi intención.
—¡Oh, desde luego! —se apresuró a afirmar Constanza. Y pensó: «No llevamos juntas ni tres meses y ya está tratando de tenerme en un puño».
Se produjo una pausa. Al cabo dijo Sofía:
—No hay duda de que tu ciática y tus palpitaciones se deben a los nervios. Y dejas que tus nervios se pongan en ese estado porque te preocupas por fruslerías. Un cambio te haría muchísimo bien. Es justo lo que necesitas. De verdad, Constanza, debes admitir que la idea de vivir siempre en un sitio como la Plaza de San Lucas, cuando tienes total libertad para hacer lo que quieras e ir adonde gustes…, debes admitir que es demasiado.
Constanza apretó los labios y se inclinó sobre su bordado.
—Y bien, ¿qué dices? —la conminó amablemente Sofía.
—¡A algunos nos gusta Bursley, por negro que esté! —repuso Constanza. Y a Sofía la sorprendió su voz llorosa.
—¡Vamos, querida Constanza! —la reconvino.
—¡Es inútil! —exclamó Constanza, arrojando de repente su labor y dejando fluir las lágrimas. Tenía el rostro crispado. Se estaba portando como una niña—. ¡Es inútil! Tengo que volver a casa y ocuparme de mis cosas. Es inútil. Aquí estamos tirando el dinero. Es un verdadero pecado. ¡Paseos, coches, extras! Un chelín al día extra por cada perro. En mi vida he visto cosa semejante. Y preferiría irme a casa cuanto antes. Eso es. Preferiría irme a casa cuanto antes. —Era la primera referencia que hacía Constanza en mucho tiempo a la cuestión de los gastos, y con mucho la más violenta. Enfureció a Sofía.
—Consideraremos que estás aquí como mi invitada —dijo con altivez—, si es así como lo ves.
—¡Oh, no! —se opuso Constanza— No es por el dinero por lo que me quejo. Oh, no, no haremos eso. —Y sus lágrimas se hicieron más copiosas.
—Sí, lo haremos —recalcó fríamente Sofía—, Sólo te lo he dicho por tu bien. Yo…
—Bien —la interrumpió Constanza con desesperación—; me gustaría que no trataras de dominarme.
—¡Dominarte! —exclamó Sofía, horrorizada—. Bueno, Constanza, esto ya es…
Se levantó y se fue a su habitación, donde estaban encerrados los perros, que huyeron a la escalera. Ella estaba temblando de emoción. ¡Esto era lo que se sacaba de ayudar a los demás! Era increíble. ¡Constanza! ¡Desde luego era muy injusta y no era propio de ella! Y Sofía alentó en su seno el sentimiento de haber sufrido una injusticia. Pero una voz no cesaba de decirle: «Lo has hecho muy mal. Esta vez no la has conquistado. Estás vencida. Y la situación es indigna de ti, de las dos. ¡Dos mujeres de cincuenta años, peleándose de esta manera! No es digno. Lo has hecho todo mal».
Y para ahogar aquella voz se esforzó todo lo que pudo para alentar el sentimiento de haber sufrido una injusticia.
«¡Dominarla!».
Y Constanza estaba totalmente equivocada. No había razonado en absoluto. ¡Simplemente se había aferrado tercamente a su idea! ¡Cuán difícil y penoso iba a ser el siguiente encuentro con Constanza, después de aquel grave extravío!
Mientras se hallaba sumida en estas reflexiones, la puerta se abrió de golpe y entró Constanza, tropezando como si estuviese ciega. Aún lloraba.
—¡Sofía! —sollozó, suplicante; todo su obeso cuerpo temblaba—, No me mates… Yo soy así: no puedes cambiarme. Soy así. Sé que soy tonta. ¡Pero es inútil! —Ofrecía un aspecto lamentable.
Sofía notó que tenía un nudo en la garganta.
—Está bien, Constanza; está bien. Lo entiendo perfectamente. No te preocupes más.
Constanza, a quien a intervalos se le cortaba la respiración, alzó el mojado y gastado rostro y la besó.
Sofía recordó que habían sido las mismas palabras —«no puedes cambiarla» —las que ella había utilizado al reconvenir a Cyril. ¡Y, ahora, ella había sido culpable de la misma sinrazón que había reprochado a Cyril! Estaba avergonzada por sí misma y por Constanza. Desde luego no era una escena que las mujeres de su edad querrían vivir con frecuencia. Era humillante. Hubiera deseado que se pudiera borrar, como si no hubiese sucedido. Ninguna de las dos la olvidaría jamás. Habían recibido una lección. Y sobre todo Sofía había recibido una lección. Habiéndola aprendido, dejaron el Rutland con las debidas ceremonias y regresaron a la Plaza de San Lucas.