CAPITULO II
EL ENCUENTRO
I
Cierto día de primavera del año siguiente, poco después de comer, el señor Critchlow llamó a la puerta de Constanza. Ésta se hallaba en su mecedora, delante de la chimenea del salón. Llevaba un gran delantal «basto», con cuyos extremos estaba secando a un pequeño foxterrier de pelo duro, para el cual no había encontrado un nombre más original que «Mancha». Es verdad que tenía una mancha. Constanza había puesto al mundo por testigo de que jamás volvería a tener un perro joven porque, como ella decía, no podía pasarse la vida corriendo detrás de ellos, y se comían el relleno de los sillones. Pero su último perro había vivido demasiado; un perro puede hacer algo peor que comerse los muebles y, en su reacción natural contra la vejez en los perros y también en la esperanza de retrasar todo lo posible el natural pesar y disgusto que causa la muerte cuando se lleva a un animal doméstico, no había sabido cómo rechazar un foxterrier muy deseable, de diez meses de edad, que le había ofrecido un conocido. La bonita piel rosada de Mancha se veía debajo de su revuelto pelo; era exquisitamente suave al tacto y aborrecible para sí mismo. Sus ojos atisbaban sin cesar entre las esquinas de la agitada toalla; estaban llenos de inquietud y vergüenza.
Amy ayudaba en la faena, vigilando con gravedad para que Mancha no se escapara a la carbonera. Abrió la puerta al oír llamar al señor Critchlow, que entró sin gastar formalidades, como era habitual. No parecía haber cambiado. Tenía la misma cantidad de cabello blanco, llevaba el mismo largo delantal blanco y su voz (que no obstante mostraba en ocasiones cierta tendencia a tornarse chillona) era tan chirriante como siempre. Seguía estando muy derecho. En la apergaminada mano llevaba un periódico.
—¡Bueno, señora! —saludó.
—Así será suficiente; gracias, Amy —dijo Constanza en voz pausada. Amy se fue con mucha calma.
—¡Así que lo está lavando para ella! —dijo el señor Critchlow.
—Sí —admitió Constanza. Mancha clavó la mirada en el anciano.
—¿Y ha visto lo que dice de Sofía el periódico? —inquirió éste, tendiéndole la Señal.
—¿De Sofía? —exclamó Constanza—¿Qué ocurre?
—No ocurre nada. Pero se han enterado. Viene en la columna de «Staffordshire día a día». ¡Aquí! Yo se lo leeré —sacó del bolsillo del chaleco un largo estuche de madera para gafas y se puso un segundo par sobre la nariz. Luego se sentó en el sofá, con las rodillas sobresaliendo en punta, y leyó—: «Tenemos entendido que doña Sofía Scales, propietaria de la famosa Pensión Frensham, en la Rue Lord Byron, París —es tan famosa que nadie en las Cinco Ciudades ha oído hablar de ella jamás—, está a punto de hacer una visita a su ciudad natal, Bursley, tras una ausencia de más de treinta años. La señora Scales pertenecía a la conocida y muy respetada familia Baines. Recientemente ha traspasado la Pensión Frensham a una sociedad limitada y no revelamos ningún secreto al afirmar que el precio pagado asciende a cinco cifras». ¡Así que ya lo ve! —comentó el señor Critchlow.
—¿Cómo se entera de las cosas esa gente de la Señal? —murmuró Constanza.
—Pues no sé —repuso el señor Critchlow.
Era mentira. Él mismo había revelado la información al nuevo director de la Señal, que se había dado cuenta enseguida de la pasión de Critchlow por la prensa y sabía cómo utilizarla.
—Ojalá no hubiera salido precisamente hoy —dijo Constanza.
—¿Por qué?
—¡Oh!, no sé; lo hubiera preferido.
—Bueno; estaré por ahí, señora —concluyó el señor Critchlow, queriendo decir que se marchaba.
Dejó el periódico y bajó los escalones con parsimonia senil. Era típico en él que no hubiera mostrado curiosidad alguna por los detalles de la llegada de Sofía.
Constanza se quitó el delantal, envolvió a Mancha en él y lo puso en un extremo del sofá. Luego, repentinamente, mandó a Amy a comprar un horario.
—Creía que iba usted a ir en tranvía a Knype —observó Amy.
—He decidido ir en tren —dijo Constanza con fría dignidad, como si hubiera decidido el destino de las naciones. Detestaba aquellas observaciones de Amy, que por desgracia carecía, en grado creciente, del supremo don de la obediencia ciega.
Cuando regresó Amy sin aliento encontró a Constanza en su habitación, sacando bolas de papel arrugado de las mangas de su segundo mejor abrigo. Casi nunca se lo ponía. En teoría estaba destinado a la iglesia los domingos que llovía; en la práctica, llevaba mucho tiempo sin salir del armario, pues los domingos se había obstinado en hacer buen tiempo durante semanas y semanas seguidas. Era un abrigo que a Constanza nunca le había gustado realmente. Pero no iba a ir Knype a recibir a Sofía con el abrigo de diario, y tampoco tenía intención de ponerse el mejor para aquella excursión. ¡Hacer su primera aparición ante Sofía con el mejor abrigo que tenía…, eso habría sido un lamentable error de táctica! No sólo habría conducido a un anticlímax el domingo, sino que hubiera hecho que Constanza pareciese temer a Sofía; en treinta años, Sofía había llegado quizá a ser alguien, en tanto que Constanza seguía siendo simplemente Constanza. París era un sitio importante y estaba tremendamente lejos. Y ya sólo la mención de ese asunto de la sociedad limitada resultaba intimidante. ¡Y pensar que Sofía había creado por sus propios esfuerzos algo que una sociedad limitada de verdad quería comprar y había comprado! Sí, Constanza sentía temor, pero no pensaba dejarlo ver en su abrigo. Al fin y al cabo, ella era la mayor. Y tenía también su dignidad —y mucha— guardada en su núcleo secreto, escondida dentro de la docilidad de aquel blando exterior. Así que se había decidido por su segundo mejor abrigo, que, al ser poco utilizado, tenía las mangas llenas de papel a fin de que conservaran su forma y su «caída». Las pelotitas de papel estaban esparcidas sobre la cama.
—Hay un tren a las tres menos cuarto; llega a Knype a y diez —dijo oficiosamente Amy—, Pero sólo con que se retrasara tres minutos y el tren de Londres llegara a la hora, lo mismo ya no la encontraba. Sería mejor que tomara el de las dos quince para más seguridad.
—Déjeme ver —dijo Constanza con firmeza—. Por favor, meta todos estos papeles en el armario.
Hubiera preferido no seguir la indicación de Amy, pero era tan indiscutiblemente sensata que se vio obligada a aceptarla.
—A menos que vaya en tranvía —añadió Amy—, Así no tendría que salir tan pronto.
Pero Constanza no quería ir en tranvía. Si tomaba el tranvía, seguro que se encontraba con gente que había leído la Señal y le diría: «¿Qué, a Knype a esperar a su hermana?». Y luego vendrían tediosas conversaciones. Mientras que en el tren elegiría un compartimento y sería mucho menos probable que se encontrara con charlatanes.
Ahora no había un minuto que perder. Y la excitación que, en el transcurso de los días anteriores, había ido en aumento en aquella casa, bajo una simulada calma, salió con celeridad a la luz del día con toda desvergüenza. Amy tuvo que ayudar a su señora a ponerse todo lo guapa que era posible sin su vestido, su abrigo y su sombrero mejores. Amy fue consultada francamente en cuanto al efecto. Se bajó durante un tiempo la barrera de la clase. Hacía muchos años que Constanza no había vuelto a tener consciencia de un vivo deseo de estar elegante. Recordó los tiempos en que, luciendo todas sus galas para ir a la iglesia, bajaba corriendo la escalera los domingos por la mañana y, colocándose en actitud de inspección en el umbral de la sala, preguntaba a Samuel: «¿Estoy bien?». ¡Sí, bajaba corriendo la escalera, como una niña, y sin embargo en aquellos tiempos se creía sosegada y madura! Suspiró, sintiendo una mezcla de lancinante añoranza y leve desdén por aquella voluble criatura de menos de treinta años. A los cincuenta y uno se consideraba vieja. Y era vieja. Y Amy tenía los trucos y maneras de una vieja solterona. Así pues, la excitación que reinaba en la casa era una excitación «vieja» y, como el deseo de Constanza de estar elegante, tenía su lado ridículo, que era también su lado trágico, el lado que habría hecho reír a un hombre grosero, a un estúpido histérico llorar y a un sabio meditar tristemente sobre la manera de renovarse de la tierra.
A la una y media, Constanza estaba vestida, con excepción de los guantes. Miró por segunda vez el reloj para asegurarse de que podía echar un vistazo a la casa sin temor a perder el tren. Subió a la habitación del segundo piso, el antiguo dormitorio suyo y de Sofía, que había preparado con enorme cuidado para Sofía. La ventilación de aquel cuarto había sido una empresa de días, pues, salvo por lo que respecta a un ministro cuando Bursley había sido sede de la Conferencia Metodista Wesleyana, no se había vuelto a ocupar desde la época en la que María Insull dormía alguna que otra vez en la casa. Cyril, en sus visitas, prefería su antigua habitación. Constanza tenía gran cantidad de muebles sólidos y majestuosos; la cámara destinada a Sofía estaba iluminada en todas las esquinas por los reflejos de la caoba pulida. Estaba también impregnada del olor de la pasta para muebles, un olor del que ninguna ama de casa tenía que avergonzarse. Además, se había vuelto a empapelar de un azul delicado, con uno de los nuevos dibujos artísticos. Era una habitación «Baines». Y a Constanza no le importaba de dónde venía Sofía ni a qué cosas estaba acostumbrada, ni en qué sociedad limitada se había transformado: ¡aquella habitación era adecuada! Era imposible mejorarla. No había más que ver la esterillas de crochet, hasta las del lavabo, debajo de la jarra blanco y oro y otros utensilios. Era una estupidez exponer aquellas esterillas a los salpicones de agua de un lavabo, pero una estupidez sublime. Sofía podría quitarlos si lo deseaba. Constanza estaba orgullosa de su casa; el orgullo de su casa estaba dormido en su interior y ahora ardía.
Un fuego iluminaba el salón, que era una estancia verdaderamente espléndida, un museo de objetos valiosos coleccionados por las familias Baines y Maddack desde el año 1840 y atemperados por las últimas novedades en antimacasares y tapicerías. En todo Bursley podía haber cuatro salones comparables con el de Constanza. Constanza lo sabía. No tenía temor alguno de que cualquiera viese su salón.
Entró un momento en su habitación, donde estaba Amy recogiendo pacientemente bolas de papel de la cama.
—Bien, ¿ha entendido todo lo del té? —le preguntó Constanza.
—Oh, sí, señora —repuso Amy, como si dijera «¿cuántas veces me va a hacer esa pregunta?»—. ¿Se va ya, señora?
—Sí —dijo Constanza—. Venga a cerrar la puerta de la calle cuando salga.
Bajaron juntas a la sala. Sobre la mesa había un mantel blanco de té, plegado. Era del damasco más fino que la habilidad podía escoger y el dinero pagar. Tenía quince años y nunca se había usado. Constanza no lo habría sacado para la primera colación de no haber tenido otros dos de igual magnificencia. Sobre el armonio se habían dispuesto varios jamones y pasteles, una empanada de cerdo de Bursley y salmón escabechado, junto con la necesaria plata. Todo estaba allí. Amy no podía equivocarse. En los jarrones de la repisa de la chimenea había azafranes de primavera. ¡Su «jardín», en la expresión que hacía pensar a Samuel lo extraordinariamente femenina que era! Hacía mucho que no tenía un «jardín» en la repisa de la chimenea. Su interés por su ciática crónica y por sus palpitaciones había aumentado a expensas de su interés por los jardines. Muchas veces, cuando había concluido el complicado proceso mediante el cual sus muebles y otros enseres se conservaban como es debido, sólo tenía fuerzas para «descansar». Era una mujer frágil, pequeña y gruesa, que enseguida se quedaba sin aliento y se sentía indispuesta fácilmente. Los trabajos de preparar la llegada de Sofía le habían resultado auténticamente colosales. Sin embargo, los había culminado muy bien. Su salud era bastante buena; sólo estaba un poco cansada, y más que un poco preocupada y nerviosa cuando echó el último vistazo.
—¡Vamos, quite de ahí ese delantal! —dijo a Amy, señalando el mandil basto que había en el extremo del sofá—. Por cierto, ¿dónde está Mancha?
—¿Mancha, señora? —repitió Amy.
—¡Amy, me sorprende usted! —exclamó trágicamente Constanza. Abrió la puerta.
—¡Bueno, no he visto en la vida cosa como ese perro! —murmuró Amy.
—¡Mancha! —llamó Constanza—, Ven aquí ahora mismo. ¿Me oyes?
Mancha apareció de improviso y contempló inmóvil a Constanza. Después sacudió la cabeza, salió disparado hacia la esquina de la Plaza y de nuevo se quedó inmóvil, mirando. Amy salió a cogerlo. Pasado largo rato lo trajo aullando. Su estado era una verdadera ofensa para la vista y para el olfato. Desde luego, se había librado del olor del jabón, que aborrecía. Constanza estuvo a punto de echarse a llorar. En verdad le parecía que nada había salido bien aquel día. Y Mancha tenía un aire inocente y confiado. Era imposible hacer que se diera cuenta de que su tía Sofía estaba al llegar. Habría vendido a toda su familia como esclavos para comprar diez metros de arroyo de King Street.
—Tiene usted que lavarlo en el cuarto de fregar; allí hay todo lo necesario —dijo Constanza, dominándose—. Póngase ese delantal y no olvide ponerse uno de los nuevos cuando vaya a abrir la puerta. Será mejor que lo encierre en la habitación del señorito Cyril cuando lo haya secado.
Y se fue, llena de inquietudes, agarrando el bolso y el paraguas y alisando los guantes y sin dejar de vigilar los pliegues del abrigo.
—¡Qué manera más rara de ir a la estación de Bursley, vaya que sí! —se dijo Amy al ver que Constanza bajaba por King Street en lugar de cruzarla para salir a Wedgwood Street. Y dio a Mancha «un buen capón en la cabeza» para indicarle que ahora estaba en su poder.
Constanza se dirigía a la estación dando un rodeo con el fin de que, si la paraba algún conocido, no fuera demasiado evidente que iba hacia allí. Sus sentimientos acerca de la llegada de Sofía y de la actitud de la ciudad hacia ella eran muy complejos.
Tuvo que apresurarse. Y aquella mañana se había levantado con unos planes perfectamente ideados para evitar las prisas. Le desagradaban las prisas porque siempre la «sacaban de quicio».
II
El expreso procedente de Londres llegó con retraso, de modo que Constanza tuvo tres cuartos de hora de la pétrea tranquilidad que luce el andén de Knype cuando aguarda un tren importante. Por fin los mozos de cuerda empezaron a gritar «Tren a Macclesfield, Stockport y Manchester»; la enorme locomotora se deslizó por la curva, haciendo parecer pequeños los vagones que venían tras ella, y Constanza sintió un supremo estremecimiento. La tranquilidad del andén se transformó en un batiburrillo. La pequeña Constanza se vio en el borde de una agitada muchedumbre que al parecer trataba de escalar un precipicio coronado de ventanas y puertas por cuyas aberturas se asomaban los defensores del tren. Daba la impresión de que el andén de Knype nunca iba a poder ser sometido de nuevo al orden. Y Constanza pensó que no tenía muchas posibilidades de distinguir a una Sofía desconocida entre aquel maremágnum. Estaba seriamente preocupada. Todos los músculos de su rostro estaban tensos mientras su mirada vagaba ansiosamente de un extremo al otro del tren.
Al cabo de un momento vio un perro singular. Otras personas lo vieron también. Era de color chocolate; tenía la cabeza y los hombros espesamente cubiertos de pelo, que colgaba formando miles de mechones como los de una moderna mopa de las que se compran en las tiendas. Aquel pelo se interrumpía de improviso bastante antes de la mitad de la longitud del cuerpo, el resto del cual estaba pelado y tan liso como el mármol. Su efecto era dar a los habitantes de las Cinco Ciudades la impresión de que el perro se había olvidado de una parte esencial de su atavío y estaba insultando al decoro. La bola de pelo que se había permitido crecer en la cola y los círculos de pelo que adornaban sus tobillos no hacían sino acentuar la impresión indecorosa. Completaba el insulto una cinta rosa alrededor del cuello. El animal tenía totalmente el aspecto de una mujerzuela endomingada. Una tensa cadena iba del cuello del animal al centro de una pequeña multitud de personas que gesticulaban en tomo a los baúles, y Constanza la siguió hasta una mujer alta y distinguida, con chaqueta y falda y un sombrero notablemente extravagante. ¡Una mujer hermosa y aristocrática, pensó Constanza al verla de lejos! Entonces se le ocurrió la extraña idea: «¡Es Sofía!». Estaba segura… No estaba segura… Estaba segura. La mujer salió de la multitud. Su mirada se detuvo en Constanza. Ambas vacilaron y, por así decirlo, se dirigieron titubeantes la una hacia la otra.
—Te habría conocido en cualquier parte —dijo Sofía, con una calma aparentemente despreocupada, cuando se inclinó para besar a Constanza, levantándose el velo.
Constanza vio que había que imitar aquella maravillosa calma, y la imitó muy bien. Era una tranquilidad «Baines». Pero observó un temblor en los labios de su hermana. Aquel temblor la tranquilizó, al probarle que no era la única tonta. Había además algo raro en las líneas permanentes de la boca de Sofía. Debía de deberse al «ataque» al que se había referido en sus cartas.
—¿Fue Cyril a esperarte? —preguntó Constanza. Fue todo lo que se le ocurrió decir.
—¡Oh, sí! —respondió Sofía con ansiedad—, Y fui a su estudio, y me acompañó a Euston. Es un chico muy agradable. Lo quiero mucho.
Dijo «lo quiero mucho» con la entonación de cuando tenía quince años. Su tono y su gesto imperioso hicieron retroceder a Constanza a los años sesenta. «No ha cambiado nada —pensó con alegría—. No hay nada que pueda hacer cambiar a Sofía». Y detrás de aquella idea había una más general: «No hay nada que pueda hacer cambiar a una Baines». Era verdad que la Sofía de Constanza no había cambiado. Las personalidades fuertes no se desfiguran sean cuales fueren las vicisitudes que sufran. Tras esta revelación de la Sofía original, brotada de sus elogios a Cyril, Constanza se sintió más cómoda y tranquila.
—Ésta es Fossette —dijo Sofía, tirando de la correa.
Constanza no supo qué contestar. Desde luego, Sofía no podía saber lo que hacía trayendo un perro como aquél a un sitio donde la gente era tan especial como lo es en las Cinco Ciudades.
—¡Fossette! —repitió el nombre en tono afectuoso, inclinándose hacia la perrita. Al fin y al cabo, ésta no tenía la culpa. Sofía había mencionado un perro en sus cartas, pero no había preparado a Constanza para el espectáculo de Fossette.
Todo aquello sucedió en un momento. Apareció un mozo de cuerda con dos baúles pertenecientes a Sofía. Constanza reparó en que eran unos baúles superlativamente «buenos»; también en que la ropa que llevaba Sofía, aunque «del tipo ostentoso», era superlativamente «buena». A continuación las ocupó el sacar un billete a Bursley para Sofía y pronto había pasado la primera conmoción del encuentro.
En un compartimento de segunda del tren circular, con Sofía y Fossette frente a ella, Constanza tuvo tiempo para «asimilar» a Sofía. Llegó a la conclusión de que, a pesar de estar delgada y erguida y del alargado óvalo de su rostro bajo el sombrero, a Sofía se le notaban los años. Veía que sin duda había pasado mucho: sus experiencias estaban dañosamente impresas en los detalles de sus rasgos. Vista a distancia, podría pasar por una mujer de treinta años, incluso por una muchacha, pero desde el otro lado de un estrecho vagón de tren era una mujer avejentada por los sufrimientos. Sin embargo, era evidente que su espíritu no había sido quebrantado. ¡Había que oírla diciendo a un mozo vacilante que por supuesto que iba a llevar consigo a Fossette en el vagón! ¡Había que verla cerrar la puerta del compartimento con la intención expresa de que no entrase nadie más! Estaba acostumbrada a mandar. Y al mismo tiempo había en su rostro una sonrisa casi fija, como si se dijera: «Me moriré sonriendo». A Constanza le dio pena. Aunque reconocía en Sofía a alguien superior a ella misma en encanto, en experiencia, en conocimiento del mundo y en fuerza de personalidad, le daba pena y sentía una especie de serena superioridad fundamental.
—¿Qué te parece? —dijo Sofía, jugueteando distraídamente con Fossette— En Euston, mientras Cyril iba por mi billete, se me acercó un hombre y me dijo: «Eh, señorita Baines, no la he visto desde hace treinta años, pero sé que es usted la señorita Baines, o lo era, y qué guapa está». Después se fue. Creo que era Holl, el tendero.
—¿Tenía barba blanca y larga?
—Sí.
—Entonces era el señor Holl. Ha sido alcalde dos veces. Es concejal, ¿sabes?
—¿De veras? —exclamó Sofía—, Pero ¿no fue una cosa rara?
—¡Ay! ¡Válgame Dios! ¡No me hables de cosas raras! Es terrible cómo pasa el tiempo.
La conversación se interrumpió y se negó a empezar de nuevo. Dos mujeres que están llenas de afectuosa curiosidad la una por la otra, que llevan treinta años sin verse y que están ansiosas de confiarse la una a la otra no deberían encontrar ninguna dificultad para hablar, pero, por alguna razón, no podían hacerlo. Constanza vio que Sofía se sentía igual de violenta que ella.
—¡Es increíble! —exclamó de pronto Sofía. Al mirar por la ventanilla había visto dos camellos y un elefante en un campo cercano a la vía, entre manufacturas, almacenes y anuncios de jabón.
—¡Oh! —dijo Sofía—. Es el circo Barnum, ya sabes. Tienen lo que llaman un almacén central, porque esto es el centro de Inglaterra. —Constanza hablaba en tono de orgullo. (Al fin y al cabo, no puede haber más que un centro). Le faltó poco para decir, en su estilo «ácido», que Fossette tendría que estar con los camellos, pero se contuvo. A Sofía se le ocurrió la excelente idea de observar todos los edificios que eran nuevos para ella y todos los rasgos que recordaba. Era sorprendente lo poco que había cambiado la región.
—¡El humo de siempre! —dijo Sofía.
—¡El humo de siempre! —coincidió Constanza.
—Está todavía peor —prosiguió Sofía.
—¿Tú crees? —Constanza estaba un poco picada—. Pero ahora están haciendo algo para disminuirlo.
—¡Se me debe de haber olvidado lo sucio que estaba! —dijo Sofía—. Me imagino que es así. ¡No tenía ni idea…!
—¿De veras? —inquirió Constanza. Luego, admitiéndolo con franqueza—: La verdad es que sí que está sucio. No te puedes imaginar cómo se pone todo, sobre todo las cortinas.
Cuando el tren pasó humeando bajo Trafalgar Road, Constanza señaló una estación nueva que estaban construyendo allí y que se llamaría «Estación de Trafalgar Road».
—¿A que se va a hacer raro? —dijo, acostumbrada a la eterna secuencia de las estaciones de la línea circular: Tumhill, Bursley, Bleakridge, Hanbridge, Cauldon, Knype, Trent Vale y Longshaw.
Un «Trafalgar Road» insertándose entre Bleakridge y Hanbridge le resultaba en extremo curioso.
—Sí, supongo que sí —repuso Sofía.
—Pero, claro, para ti no es lo mismo —dijo Constanza con osadía. Señaló con modestia las glorias de Bursley Park, mientras el tren reducía la marcha para entrar en Bursley. Sofía miró al exterior y reconoció vagamente las laderas por donde había dado su primer paseo con Gerald Scales.
Nadie las esperaba en la estación de Bursley; fueron a casa en un coche de alquiler. Amy estaba en la ventana, sosteniendo a Mancha, cuya limpieza era tal que rivalizaba con el inmaculado delantal de Amy.
—Buenas tardes, señora —dijo oficiosamente a Sofía cuando ésta subió los escalones.
—Buenas tardes, Amy —respondió Sofía. Halagó a Amy al hacerle ver que sabía cómo se llamaba, pero si alguna vez han puesto a un sirviente en su sitio simplemente por el tono, así le sucedió a Amy en aquella ocasión. A Constanza le hizo temblar la gélida y arrogante cortesía de Sofía. Lo cierto era que ésta no estaba acostumbrada a que las criadas le hablasen primero. Pero Amy no era exactamente una criada corriente. Era mucho mayor que una criada corriente y había adquirido un parcial dominio moral sobre Constanza, aunque ésta lo habría negado con energía. De aquí la aprensión de Constanza. Sin embargo, no ocurrió nada. Al parecer, Amy no percibió el desaire.
—Llévese a Mancha y métalo en la habitación del señorito Cyril —le murmuró Constanza, como si quisiera decir «¿No le he dicho ya que hiciera eso?». La verdad era que temía por la vida de Mancha.
—¡Vamos, Fossette! —Hizo pasar amablemente al caniche, que de inmediato empezó a olisquear.
El grueso y rojo cochero estaba trasteando con los baúles en la acera y Amy estaba arriba. Durante un momento, las dos hermanas se quedaron solas en la sala.
—¡Pues ya estoy aquí! —dijo la alta y majestuosa mujer de cincuenta años. E hizo una mueca al recorrer con la mirada la estancia, que le parecía muy pequeña.
—¡Sí, aquí estás! —asintió Constanza. Se mordió los labios y, como medida de prudencia para evitar derrumbarse, volvió apresuradamente junto al cochero. ¡Un pasajero instante de emoción, como una salpicadura de espuma en un vasto mar tranquilo!
El cochero daba tumbos por la escalera, subiendo y bajando; alabó la altiva generosidad de Constanza y luego se hizo el silencio. Amy estaba ya haciendo el té en la cueva. La mesa de té, dispuesta delante de la chimenea, ofrecía un espectáculo centelleante.
—Bueno, ¿qué hacemos con Fossette? —Constanza expresó las preocupaciones que habían ido creciendo en su interior.
—Fossette estará perfectamente conmigo —dijo Sofía con firmeza.
Subieron a la habitación de los huéspedes, que despertó la admiración de Sofía por lo bonita que era. Corrió a la ventana y contempló la Plaza.
—¿Quieres que se encienda el fuego? —le preguntó Constanza como por cumplir. Encender la chimenea en un dormitorio, en épocas de salud normal, seguía considerándose absurdo en la Plaza.
—¡Oh, no! —exclamó Sofía, pero no consiguió del todo rechazar la sugerencia como algo completamente ridículo.
—¿Seguro? —insistió Constanza.
—Completamente, gracias —repuso su hermana.
—Bien, te dejo. Espero que Amy tenga ya preparado el té. —Bajó a la cocina—. Amy —dijo—, en cuanto haya terminado con el té, encienda el fuego en la habitación de la señora Scales.
—¿En la habitación de arriba, señora?
—Sí.
Constanza subió a su habitación y cenó la puerta. Necesitaba un momento para sí, en medio de su tremendo apuro. Suspiró aliviada al quitarse el abrigo. Pensó: «Sea como fuere, nos hemos encontrado y la tengo aquí. Es muy agradable. No, no ha cambiado nada». Vaciló en admitir que, para ella, Sofía no tenía nada de imponente. Y se dijo una vez más: «Es muy agradable. No ha cambiado nada». En su extrema sencillez, a Constanza no se le ocurrió hacerse cábalas sobre lo que Sofía pensaba de ella.
Sofía bajó la primera y Constanza la encontró mirando a la pared lisa que había pasada la puerta que conducía a las escaleras de la cocina.
—Entonces, ¿es ahí donde tapiaste? —preguntó.
—Sí —repuso Constanza—, Ése es el lugar.
—¡Me da una sensación como cuando alguien nota un cosquilleo en un miembro que le han cortado! —dijo Sofía.
—¡Oh, Sofía!
El té fue objeto de muchas alabanzas por parte de Sofía, pero ninguna de las dos comió mucho. Constanza vio que Sofía era la misma de siempre: seguía comiendo como un pájaro. Probaba exquisiteces por probarlas, pero no hacía más que picotear. No se consumió ni la duodécima parte del té. No se atrevieron a darse caprichos. Sólo comían con los ojos.
Después del té subieron al salón; en el pasillo tuvieron el gusto de ver dos perros que correteaban uno tras otro amistosamente. Mancha había encontrado a Fossette, con ayuda del incorregible descuido de Amy, y al momento la había inspeccionado con todo detalle. La perrita parecía de talante amistoso y no era reacia a las distracciones ligeras. Durante largo rato las dos hermanas estuvieron charlando en el iluminado salón, teniendo como fondo el grato ruido de unos perros contentos jugando en el oscuro corredor. Los animales salvaron la situación, porque requerían una atención constante. Cuando se adormilaron, las hermanas se pusieron a repasar álbumes de fotos, de los que Constanza tenía varios, encuadernados en felpa o tafilete. No hay nada que refresque la memoria, evoque el pasado, resucite a los muertos, rejuvenezca a los viejos y cause suspiros y sonrisas como una colección de fotografías reunidas a lo largo de muchos años. Constanza tenía una asombrosa serie de primos desconocidos, junto con sus parientes, y a gente de la ciudad; tenía a Cyril a todas las edades; tenía raros daguerrotipos de sus padres. El más extraño de todos era un retrato de Samuel Povey de bebé. Sofía reprimió un impulso de echarse a reír al verlo. Pero cuando Constanza dijo: «¿A que es gracioso?» se permitió la risa. Había una fotografía de Samuel, de un año antes de su muerte, en verdad imponente. Sofía la contempló, impresionada. Era el retrato de un hombre honrado.
—¿Cuánto hace que eres viuda? —preguntó Constanza en voz baja, mirando a la erguida Sofía por encima de las gafas, con una hoja del álbum apoyada en el dedo.
Sofía se ruborizó de manera inconfundible.
—No sé si soy viuda —dijo— Mi marido me dejó en 1870, y no lo he visto ni he sabido nada de él desde entonces.
—¡Oh, querida! —exclamó Constanza, alarmada y ensordecida como por acción de un espantoso trueno—. Pensaba que eras viuda. El señor Peel-Swynnerton me dijo que estaba seguro de que lo eras. Por eso yo nunca… —Se detuvo. Tenía una expresión confusa.
—Por supuesto, allí siempre he pasado por viuda.
—Por supuesto —dijo rápidamente Constanza—. Ya veo…
—Y tal vez lo sea —concluyó Sofía.
Constanza no hizo observación alguna. Aquello era un golpe. Bursley era un lugar muy peculiar. Sin duda, Gerald Scales se había portado como un canalla. ¡Eso estaba claro!
Cuando, acto seguido, Amy abrió la puerta del salón (habiendo llamado primero: en aquella casa nunca se había dado alas al hábito de animar a una criada a meterse de golpe en un salón sin aviso previo de ningún género) vio a las dos hermanas sentadas una cerca de la otra a la mesa ovalada de nogal, la señora Scales muy derecha, con la vista clavada en el fuego, y la señora Povey «recogida» y mirando el álbum de fotos; a Amy le parecieron las dos muy envejecidas y temerosas; el cabello de la señora Povey era totalmente gris, aunque el de la señora Scales era casi tan negro como el de la propia Amy. La señora Scales se sobresaltó al oír llamar y volvió la cabeza.
—Están aquí el señor y la señora Critchlow, señora —anunció Amy.
Las hermanas se miraron, levantando la frente. Luego, la señora Povey habló a Amy como si recibir visitas a las ocho y media de la noche fuera un fenómeno corriente en la casa. No obstante, temblaba de pensar qué cosas ofensivas podía decir el señor Critchlow a Sofía después de treinta años de ausencia. La ocasión era grandiosa y podría también ser terrible.
—Dígales que suban —ordenó calmosamente.
Pero Amy jugaba con ventaja.
—Ya lo he hecho —replicó, y al instante los extrajo de la oscuridad del pasillo. Fue providencial: las hermanas no habían hecho ninguna observación que los Critchlow no debieran oír.
Luego, María Critchlow, sonriendo tontamente, tuvo que saludar a Sofía. La señora Critchlow estaba muy agitada, de puro nerviosismo. Hacía corvetas, casi daba brincos, y producía ruidos con la boca como si viera a alguien comiéndose una manzana árida. Quería hacer ver a Sofía cuán diferente era de aquella joven y tímida aprendiza. En verdad había cambiado desde su matrimonio. Cuando gestionaba un negocio ajeno no sentía la necesidad de ser efusiva con los clientes, pero, como propietaria, la ansiedad por triunfar la había sacado a rastras de su indiferencia eficaz y mecánica. Era una lástima. Su permanente sosería poseía una especie de dignidad, pero cordial estaba simplemente ridícula. La animación exhibía cruelmente su terrible vulgaridad y su aspecto gastado. El comportamiento de Sofía no era gélido, pero indicaba que no tenía ningún deseo de ser observada como si fuese un fenómeno de la naturaleza.
El señor Critchlow entró muy despacio en la habitación.
—Sigues llevando la cabeza bien alta —dijo, examinando a Sofía con atención. Después, con mucho cuidado, extendió su brazo largo y delgado y tomó su mano—: ¡Bien, me alegro muchísimo de verte!
Todo el mundo se quedó atónito al oír aquella expresión de contento. Jamás se había sabido que el señor Critchlow se alegrase de ver a nadie.
—Sí —empezó a cotorrear María—, El señor Critchlow quería venir esta noche. No había manera de hacerle cambiar de idea.
—No me dijo esta tarde —terció Constanza —que iba a darnos el placer de su compañía.
Él miró un momento a Constanza.
—No —chirrió—; no sé si lo dije.
Su mirada halagó a Sofía. Era evidente que trataba a aquella experimentada y entristecida mujer de cincuenta años como si fuese una chiquilla. Y ante la avanzada edad de él se sentía como una chiquilla, recordando al mismo tiempo cuánto lo había aborrecido. Rechazando la ayuda de su mujer, puso un sillón delante de la chimenea y se instaló meticulosamente en él. Sin duda era mucho más viejo en un salón que detrás del mostrador de su tienda. Constanza lo había notado por la tarde. Cayó fuera de la chimenea un ascua encendida. Él se inclinó, se humedeció los dedos, cogió el ascua y la volvió a echar al fuego.
—Bueno —dijo Sofía—; yo no lo hubiera hecho.
—Nunca he visto a nadie como el señor Critchlow para coger ascuas calientes —replicó María con una risita.
El señor Critchlow no se dignó hacer comentario alguno.
—¿Cuándo saliste de ese París? —interrogó a Sofía, apoyándose en el respaldo y poniendo las manos en los brazos del sillón.
—Ayer por la mañana —contestó Sofía.
—¿Y qué has hecho desde ayer por la mañana?
—Pasé la noche en Londres.
—Oh, ¿en Londres?
—Sí. Cyril y yo pasamos la tarde juntos.
—¿Eh? ¡Cyril! ¿Qué opinión tienes de Cyril, Sofía?
—Estoy muy orgullosa de que sea mi sobrino —afirmó Sofía.
—¡Oh! ¿De veras? —El tono del anciano era evidentemente irónico.
—Sí, lo estoy —insistió Sofía, cortante—. No pienso escuchar una palabra que se diga contra Cyril.
Se embarcó en una entusiasta alabanza de Cyril que dejó abrumada a su madre. Constanza estaba complacida; estaba encantada.
Y sin embargo, en algún rincón de su mente albergaba la incómoda sensación de que Cyril, encaprichado con su brillante tía, había tratado de fascinarla como raras veces o nunca había tratado de fascinar a su madre. Cyril y Sofía se habían deslumbrado y conquistado recíprocamente; eran del mismo tipo, mientras que ella, Constanza, que no era más que una persona sencilla, era incapaz de centellear.
Tocó la campanilla y dio instrucciones a Amy sobre cosas de comer: pasteles de fruta, café y leche caliente, en una bandeja; Sofía se dirigió también a Amy murmurando una petición relativa a Fossette.
—Sí, señora Scales —dijo Amy con ansiosa deferencia.
La señora Critchlow sonreía vagamente desde una silla baja, cerca de la ventana, que tenía las cortinas corridas. Constanza encendió otro quemador de la araña. Al hacerlo dejó escapar un leve suspiro; era un suspiro de alivio. El señor Critchlow se había comportado. Ahora que él y Sofía se habían encontrado, lo peor había pasado. Si Constanza hubiera sabido de antemano que iría a hacerles una visita, habría estado medio muerta de temor, pero ahora que había venido estaba contenta de que lo hubiese hecho.
Tras tomar leche caliente en silencio, sacó de su abultado bolsillo un grueso fajo de papeles, blancos y azules.
—Y ahora, María Critchlow —dijo, volviéndose ligeramente en su sillón—, lo mejor será que te vayas a casa.
María Critchlow estaba mordiendo un trozo de pastel de nueces, mientras en la mano derecha, toda llena de líneas negras, sostenía una taza de café.
—¡Pero, señor Critchlow…! —protestó Constanza.
—Tengo que hablar de negocios con Sofía y ha de hacerse. He venido para rendir cuentas a Sofía de mi administración, con arreglo al testamento de su padre, y del testamento de su madre, y del testamento de su tía, y no es asunto de nadie excepto mío y de Sofía, creo yo. ¡Así que —echó una mirada a su mujer— lárgate!
María se levantó, medio juguetona y medio avergonzada.
—¡No querrá tratar de todo eso esta noche! —dijo Sofía. Hablaba con voz suave, pues ya se había dado cuenta plenamente de que era preciso manejar al señor Critchlow con el tacto que exigían las caprichosas obstinaciones de la edad avanzada—. Seguro que puede esperar uno o dos días. No tengo ninguna prisa.
—¿No he esperado ya bastante? —replicó con fiereza.
Se produjo una pausa. María Critchlow se movió.
—En cuanto a que no tengas ninguna prisa, Sofía —prosiguió el anciano—, nadie puede decir que la hayas tenido.
Aquello dejó cortada a Sofía, que miró vacilante a Constanza.
—La señora Critchlow y yo bajaremos a la sala —dijo Constanza con prontitud—. Hay fuego allí.
—Oh, no. ¡Ni pensarlo!
—Sí, vamos, ¿no, señora Critchlow? —insistió Constanza, animadamente pero con firmeza. Estaba decidida a que en su casa Sofía tuviera toda la libertad y las comodidades que pudiera tener en la suya. Si hacía falta una habitación privada para las conversaciones entre ella y su fideicomisario, para ella era cuestión de orgullo proporcionarla. Además, Constanza se alegraba de quitar a María de la vista de su hermana. Ella estaba acostumbrada a María; con ella no importaba, pero no tenía ganas de que a Sofía le diese dentera el ridículo comportamiento de María. De modo que las dos salieron del salón y el anciano empezó a abrir los papeles que llevaba semanas preparando.
Había muy poco fuego en la sala y Constanza, además de aburrirse con las inanes e inquisitivas observaciones de la señora Critchlow, tenía frío, lo cual era malo para su ciática. Se preguntaba si Sofía tendría que confesar al señor Critchlow que no era viuda con toda seguridad. Pensaba que habría que tomar medidas para ver de averiguar algo, a través de los Birkinshaw, sobre Gerald Scales. Pero incluso este camino estaba erizado de peligros. ¡Y si aún vivía, aquel villano indescriptible (Constanza sólo podía pensar en él como un villano indescriptible), y si molestaba a Sofía!… ¡Qué escenas! ¡Qué vergüenza en la ciudad! Aquellos terribles pensamientos cruzaban sin cesar la mente de Constanza mientras se inclinaba sobre el fuego intentando mantener viva una conversación tonta con María Critchlow.
Amy atravesó la sala para irse a dormir. No había otra manera de llegar a la parte alta de la casa.
—¿Te vas a dormir, Amy?
—Sí, señora.
—¿Dónde está Fossette?
—En la cocina, señora —dijo Amy, defendiéndose—. La señora Scales me dijo que la perra podía dormir en la cocina con Mancha, ya que eran tan buenos amigos. He abierto el cajón de abajo y Fossette se ha acostado allí.
—¡La señora Scales se ha traído un perro! —exclamó María.
—¡Sí, señora! —dijo Amy secamente, antes de que Constanza pudiera responder. En aquella afirmación lo expresaba todo.
—Son ustedes una familia aficionada a los perros —dijo María—, ¿Qué clase de perro es?
—Bueno —respondió Constanza—, no sé exactamente cómo lo llaman. Es un perro francés, uno de esos perros franceses —Amy remoloneaba al pie de la escalera—. Buenas noches, Amy; gracias.
Amy subió y cerró la puerta.
—¡Oh! ¡Ya veo! —musitó María—, ¡Es increíble!
Pasaban de las diez cuando los ruidos de arriba indicaron que la primera entrevista entre fideicomisario y beneficiaría había concluido.
—Me adelantaré a abrir nuestra puerta lateral —dijo María—. Dé las buenas noches a la señora Scales de mi parte. —No estaba segura de si Charles Critchlow deseaba realmente que se fuera a casa o se habría conformado con que simplemente se ausentara del salón. De manera que se fue. Él bajó la escalera con tediosa lentitud, cruzó la sala en silencio, sin hacer caso de Constanza ni de Sofía, que venía tras él, y desapareció.
Cuando Constanza cerró la puerta de la calle y echó el cerrojo, las dos hermanas se miraron; Sofía sonrió con desmayo. Les pareció que se entendían mejor cuando no hablaban. Con una rápida mirada se comunicaron sus ideas en relación con el tema de Charles Critchlow y María y averiguaron que sus ideas era similares. Constanza no dijo nada de la entrevista privada. Tampoco lo hizo Sofía. De momento, aquel primer día, sólo podían llegar a la intimidad en destellos intermitentes.
—¿Nos vamos a dormir? —inquirió Sofía.
—Debes de estar cansada —repuso Constanza.
Sofía subió la escalera, un poco iluminada por el gas del pasillo, antes de que Constanza, después de comprobar el cierre de la ventana, apagara el gas de la sala. Subieron juntas el primer tramo de escalones.
—Tengo que ver si todo está como es debido en tu habitación —dijo Constanza.
—¿De veras? —sonrió Sofía.
Subieron despacio el segundo tramo. Constanza estaba sin aliento.
—¡Oh, está el fuego encendido! ¡Qué agradable! —exclamó Sofía—. Pero ¿por qué te has tomado tantas molestias? Te dije que no lo hicieras.
—No es ninguna molestia —dijo Constanza, aumentando el gas de la habitación. Su tono insinuaba que las chimeneas encendidas en los dormitorios constituían un incidente del todo habitual en la vida cotidiana de un lugar como Bursley.
—Bueno, querida, espero que lo encuentres todo a tu gusto —dijo Constanza.
—Estoy segura de que sí. Buenas noches, querida.
—Buenas noches, pues.
Se miraron de nuevo con tímido afecto. No se dieron un beso. Las dos estaban pensando: «No podemos estar dándonos besos todos los días». Pero había en su tono mucho afecto tranquilo y contenido, una gran confianza y respeto mutuos, incluso ternura.
Cosa de media hora después hirió los oídos de Constanza un jaleo espantoso. En aquel momento estaba metiéndose en la cama. Escuchó atentamente, muy alarmada. Sin duda eran los perros peleándose, y a muerte. Se imaginó la cocina hecha un campo de batalla y a Mancha muerto. Abrió la puerta y salió al pasillo.
—Constanza —dijo una voz por encima de ella. Dio un brinco—. ¿Eres tú?
—Sí.
—Bien, no te molestes en bajar a ver a los perros; enseguida pararán. Fossette no muerde. Siento mucho que haya causado este trastorno.
Constanza miró hacia arriba y distinguió una pálida sombra. Los perros cesaron pronto en su altercado. Aquel breve coloquio en las tinieblas afectó extrañamente a Constanza.
III
A la mañana siguiente, tras una noche en la que alternaron períodos de vigilia no desagradables, Sofía se levantó, tomando las debidas precauciones para no enfriarse, y se acercó a la ventana. Era sábado; había salido de París el jueves. Descorrió la cortina y contempló la Plaza. Se esperaba, desde luego, que ésta hubiera disminuido de tamaño, pero con todo se sorprendió de ver lo pequeña que era. Le parecía apenas mayor que un patio. Recordaba una mañana de invierno en la que, desde la ventana, había estado contemplando la Plaza cubierta de nieve virgen a la luz de las farolas; era extensa, y el primer viandante, que la cruzó en diagonal dejando las irregulares huellas de sus pies, parecía llevar horas viajando por un interminable desierto blanco antes de desaparecer, dejando atrás la tienda de Holl, en dirección al ayuntamiento. Recordaba sobre todo la Plaza nevada; las mañanas frías y la frialdad del hule de la ventana, y la corriente de aire gélido que entraba por el postigo que ajustaba mal (ahora estaba arreglado). Aquellas visiones de sí misma le parecían bellas; su existencia infantil le parecía bella; las tormentas y tempestades de su primera juventud le parecían bellas, incluso la gran extensión estéril de tedio de la época en la que, tras renunciar a una carrera escolar, había estado dos años trabajando en la tienda: hasta esto poseía un extraño encanto en su memoria.
Y pensó que ni por millones de libras volvería a vivir su vida.
En cuanto a su contenido, la Plaza, sorprendentemente, no había cambiado durante el enorme y aterrador intervalo que la separaba de su virginidad. En el lado este se habían unido varias tiendas en una, y se las había obligado a ofrecer una semblanza de eterna unidad por medio de una capa de estuco. Y en el lado norte había una fuente que era una novedad para ella. ¡No había ningún otro cambio de carácter constructivo! Pero el cambio moral, la triste decadencia desde el que fuera orgulloso espíritu de la Plaza…, esto era dolorosamente deprimente. Había varios establecimientos sin arrendatario, visiblemente desde hacía largo tiempo. Había carteles de «Se alquila» colgados de sus ventanas altas, sucias y mugrientas o inseguramente adheridos a sus postigos cerrados. Y en los rótulos de esos establecimientos había nombres desconocidos para Sofía. El carácter de la mayoría de las tiendas parecía haber ido a peor; se habían convertido en pequeños y mezquinos agujeros descuidados, deslucidos, pobres; sin alegría ni sensación de vitalidad. Y el suelo de la Plaza estaba cubierto de indefinidos desperdicios. Toda la escena, mísera, limitada y monótona, era a sus ojos el colmo del provincianismo. Era lo que los franceses llamaban, con elocuente entonación, la province. Una vez dicho esto, no había nada más que decir. Bursley, desde luego, se hallaba en provincias; era algo natural que Bursley tuviera que ser típicamente provinciana. ¡Pero, en su fuero interno, siempre se había diferenciado de la province corriente; siempre había tenido un aire, una distinción, y sobre todo la Plaza de San Lucas! Ahora aquella ilusión se había desvanecido. Sin embargo, el cambio no estaba totalmente en ella; no era totalmente subjetivo. La Plaza verdaderamente había cambiado para peor; tal vez no fuera más pequeña, pero se había deteriorado. Como centro de comercio estaba sin duda muy cerca de la muerte. Una mañana de sábado, treinta años antes, habría estado llena de tenderetes entoldados, campesinos charlando y la agitación de los regateos. Ahora, la mañana del sábado era como cualquier otra mañana en la Plaza; el tejado de cristal del mercado de San Lucas, en Wedgwood Street, que veía desde la ventana, resonaba con los ecos del ruidoso comercio. En ese ejemplo, el comercio se había limitado a trasladarse unos pocos metros al este, pero Sofía sabía, por insinuaciones de las cartas de Constanza y por lo que había hablado con ella, que el negocio en general se había trasladado más que unos pocos metros; se había trasladado un par de kilómetros: al arrogante y avasallador Hanbridge, con su luz eléctrica, sus teatros y sus grandes tiendas llenas de publicidad. La cúpula de espeso humo sobre la Plaza, la negra capa que cubría la carpintería pintada, el ulular intermitente de las sirenas de vapor, mostraban que el comercio mayorista de Bursley aún era próspero. Pero Sofía no recordaba el comercio mayorista de Bursley; no significaba nada para la juventud de su corazón; la unían íntimos lazos al comercio minorista de Bursley, y como mercado el viejo Bursley estaba acabado.
Pensó: «Me moriría si tuviera que vivir aquí. Es opresivo. Resulta agobiante. ¡Y esa suciedad, y esa horrible fealdad! ¡Y cómo hablan, y cómo piensan! Lo noté primero en la estación de Knype. La Plaza es muy pintoresca, pero ¡es una birria! ¡Mira que tener que verla cada mañana, toda la vida! ¡No!». —Casi tembló.
En aquellos momentos no tenía hogar. Con Constanza estaba «de visita».
Constanza no parecía darse cuenta de las espantosas condiciones de suciedad, deterioro y provincianismo en que vivía. Hasta la casa de Constanza era extremadamente incómoda, oscura y sin duda insalubre. Una cocina como un sótano; sin recibidor; una escalera abominable, y, por lo que atañe a la higiene, sencillamente medieval. No podía comprender cómo Constanza se había quedado en aquella casa. Tenía mucho dinero y podría vivir donde quisiera, y en una buena casa moderna. Sin embargo se quedaba en la Plaza. «Me imagino que se habrá acostumbrado —pensó Sofía con indulgencia—. Me imagino que a mí me hubiera ocurrido lo mismo en su lugar». Pero en realidad no lo pensaba y seguía sin entender el estado de ánimo de Constanza.
Cierto era que no podía afirmar todavía que hubiera entendido a Constanza. Consideraba que su hermana era, en algunos aspectos, totalmente provinciana, lo que llamaban en las Cinco Ciudades «un tipo». Un tanto excesivamente insegura, no lo bastante enérgica, no lo bastante erguida; con curiosas pronunciaciones, acentos, gestos y amaneramientos provincianos y exclamaciones inarticuladas, con unos puntos de vista curiosamente estrechos. Pero, al mismo tiempo, Constanza era muy astuta, y muchas veces demostraba con alguna pequeña observación que sabía qué era qué, a pesar de su provincianismo. En sus juicios sobre la naturaleza humana indudablemente pensaban lo mismo; había entre ellas, por naturaleza, una profunda sintonía general. Y Constanza tenía buen fondo. A intervalos, Sofía descubrió que adoptaba una actitud protectora hacia Constanza, pero la reflexión siempre hacía que dejase de ser protectora y examinase sus propias defensas. Constanza, además de ser la esencia de la amabilidad, no era ninguna tonta. Podía calar un fingimiento, un absurdo, tan rápidamente como cualquiera. A Sofía le parecía, con toda franqueza, superior a cualquier francesa que hubiese conocido. Hallaba en ella, en su más alto grado, la cualidad que había reconocido en los mozos de cuerda de Newhaven al desembarcar: una buena voluntad honrada e ingenua, una poderosa sencillez. Esa cualidad se le presentaba como la más grande del mundo y le daba la impresión de estar en el mismo aire de Inglaterra. La podía captar incluso en el señor Critchlow, quien, por lo demás, le agradaba, y de cuyo carácter admiraba la fuerza brutal. Le perdonaba su brutalidad para con su esposa. La encontraba apropiada. «Al fin y al cabo —se dijo—, si no se hubiese casado con esa mujer, ¿qué habría sido ella? ¡Nada más que una esclava! Vive infinitamente mejor siendo su esposa. En realidad ha tenido suerte. Y sería absurdo que él la tratara de otra manera». (Sofía no adivinaba que su autoritario Critchlow había deseado antaño a María como se pudiera desear una estrella.)
¡Pero estar siempre con aquella gente! ¡Estar siempre con Constanza! ¡Estar siempre en la atmósfera de Bursley, física y mental!
Imaginó París tal como estaría aquella misma mañana: alegre, limpio, centelleante; la pulcritud de la Rue Lord Byron y el magnífico esplendor de los Campos Elíseos. París siempre le había parecido una hermosa ciudad, pero no la vida de París. Sin embargo, ahora sí que le parecía hermosa. Podía escarbar en los años en que había sido la propietaria de la pensión y veía una belleza plácida, regular, en su vida diaria en ella. Su vida en ella, hasta sólo dos semanas antes, le pareció hermosa; triste, pero hermosa. Había pasado a la historia. Suspiró al pensar en las innumerables entrevistas con Mardon, en las interminables formalidades del sindicato. Había pasado por todo aquello. Realmente había pasado por aquello y se había terminado. Había comprado la pensión por casi nada y la había vendido por una fortuna. Había pasado de no ser nadie a ser la deseada de los sindicatos. Y tras largos, monótonos y agotadores años de posesión había llegado el día, había llegado el momento emocional en que había cedido las llaves de la propiedad al señor Mardon y a un empleado del Hotel Moscú, había pagado por última vez a sus criadas y había firmado la última factura con recibo. Los hombres habían sido muy galantes y le habían rogado que se quedase en la pensión como su invitada hasta que hubiese preparado su marcha de París. Pero no había aceptado. Nada la habría llevado a permanecer en la pensión bajo el reinado de otro. Se había ido inmediatamente a un hotel con sus escasos bienes mientras acababa de resolver algunas cuestiones financieras. Y una tarde había ido Jacqueline a verla y se había echado a llorar.
Su salida de la Pensión Frensham le producía ahora una impresión conmovedoramente patética por su celeridad y su ausencia de ceremonia. Diez pasos y su trayectoria había concluido, se había cerrado. ¡Era asombroso con qué líquida ternura se había vuelto a contemplar aquella vida en París, tan dura, tan llena de lucha, tan agotadora! Pues, si bien inconscientemente le había gustado, nunca había disfrutado de ella. Siempre había comparado a Francia con Inglaterra en desventaja de aquélla; siempre le había desagradado el temperamento francés en los negocios; siempre había estado convencida de que con los comerciantes franceses «nunca sabe uno a qué atenerse». Y ahora pasaban fugazmente ante ella dotados de un maravilloso encanto, tan corteses en su forma de mentir, tan ansiosos por no herir los sentimientos ajenos y por tranquilizar a la gente, tan pulcros y tan correctos. ¡Y las tiendas francesas, tan exquisitamente ordenadas! Hasta una carnicería era en París un placer para la vista, mientras que la carnicería de Wedgwood Street, que recordaba de antiguo y de la que había tenido una vislumbre desde el coche…, ¡qué colección de despojos sangrientos! De nuevo anhelaba París. Anhelaba respirar a pleno pulmón en París. Aquellas gentes de Bursley no se figuraban lo que era París. No apreciaban ni apreciarían jamás las maravillas que ella había realizado en un teatro de las maravillas. Probablemente nunca se dieron cuenta de que el resto del mundo no era más o menos como Bursley. No tenían curiosidad alguna. Incluso Constanza estaba mil veces más interesada en contar insignificancias del chismorreo de Bursley que en escuchar detalles de la vida en París. De vez en cuando había expresado una leve e insulsa sorpresa por las cosas que le contaba Sofía, pero no estaba realmente impresionada, pues su curiosidad no se extendía más allá de Bursley. Ella, como los demás, tenía el formidable y tres veces insensible egocentrismo de las provincias. Y si Sofía la hubiese informado de que a los parisienses les salía la cabeza del ombligo habría murmurado: «¡Bueno, bueno! ¡Válgame Dios! ¡No tenía ni idea de esas cosas! ¡El segundo niño de la señora Brindley tiene la cabeza toda torcida, pobrecillo!».
¿Por qué estaba triste Sofía? No lo sabía. Era libre; libre para ir donde quisiera y para hacer lo que quisiera. No tenía responsabilidades ni preocupaciones. El pensar en su marido hacía mucho que ya no despertaba en ella ningún sentimiento de ninguna clase. Era rica. El señor Critchlow había acumulado para ella aproximadamente otro tanto de lo que había ganado ella misma. ¡Nunca podría gastarse sus ingresos! No sabía cómo gastarlos. No carecía de nada que estuviera al alcance de una persona. No tenía deseo alguno salvo el de ser feliz. Si unas treinta mil libras hubiesen podido comprar un hijo como Cyril, se habría comprado uno para ella. Lamentaba amargamente no tener hijos. En esto envidiaba a Constanza. Un hijo le parecía el único artículo que valía la pena poseer. Era demasiado libre, estaba demasiado exenta de responsabilidades. A pesar de Constanza, estaba sola en el mundo. Lo extraño de los azares de la vida la abrumaba. Allí estaba a los cincuenta años, sola.
Pero la idea de dejar a Constanza, después de haberse reunido con ella, no le agradaba. La inquietaba. No se imaginaba viviendo lejos de Constanza. Estaba sola…, pero Constanza estaba allí.
Bajó la primera y tuvo una breve conversación con Amy. Y esperó en el peldaño de la puerta de la calle mientras Fossette hacía una primera inspección del arroyo de Mancha. El aire le pareció cortante.
Constanza, cuando bajó, vio un paraguas extendido en un lado de la mesa del desayuno, el regalo que Sofía le traía de París. Era imposible encontrar uno mejor. Habría impresionado hasta a la tía Harriet. El puño era de oro, con un aro de opalinas engastadas. Las puntas de las varillas eran también de oro. Fue este detalle el que dejó estupefacta a Constanza. Francamente, aquel derroche de lujo había sido desconocido e insospechado en la Plaza. El que las puntas de las varillas hicieran juego con el puño…, ¡eso, en verdad, lo superaba todo! Sofía dijo tranquilamente que aquel artefacto era cosa corriente. Pero no ocultó que se trataba de un paraguas estrictamente de la clase más alta y que podía lucirse ante una reina sin desdoro. Insinuó que el armazón (un «Fox Paragon»), el puño y las puntas durarían muchas sedas. Constanza estaba tan contenta como una niña.
Decidieron ir a la compra juntas. Ambas pensaban sin decirlo que, puesto que era preciso presentar a Sofía en la ciudad más tarde o más temprano, más valía hacerlo más temprano.
Constanza miró al cielo.
—Seguro que no llueve —dijo—. Me llevaré el paraguas.