CAPITULO I

LA PLAZA

 

I

Aquellas dos muchachas, Constanza y Sofía, no prestaban atención alguna a los múltiples puntos de interés de su situación, de la cual, por lo demás, nunca habían sido conscientes. Por ejemplo, se hallaban casi exactamente en el paralelo cincuenta y tres de latitud. Un poco al norte de ellas, en los pliegues de una colina famosa por sus divertimentos religiosos, nacía el río Trent, la tranquila y característica corriente de la Inglaterra central. Algo más hacia el norte, en las proximidades de la taberna más alta de la región, nacían dos ríos menores, el Dane y el Dove, que, habiéndose peleado en su primera infancia, se volvían la espalda y, el uno gracias al Weaver y el otro gracias al Trent, regaban en medio de ellos toda la extensión de Inglaterra y desembocaban en el Mar de Irlanda y en el Océano Alemán respectivamente. ¡Qué condado aquel con sus modestos e inadvertidos ríos! ¡Qué condado tan sencillo y natural, contento de fijar sus límites por medio de aquellos tortuosos arroyos isleños con sus incómodos nombres: Trent, Mease, Dove, Tern, Dane, Mees, Stour, Tame, e incluso el precipitado Severn! Claro está que el Severn no es propio para este condado. En él los excesos están mal vistos. Lo que le gusta es no ser motivo de comentarios. Se conforma con que Shropshire posea esa hinchada protuberancia, el Wrekin, y con que el exagerado aire agreste del Pico rebase su frontera. No desea ser una empanadilla como Cheshire. Tiene todo lo que tiene Inglaterra, incluyendo treinta millas de Watling Street[23], e Inglaterra no puede mostrar nada más hermoso ni nada más feo que las obras de la naturaleza y las obras del hombre que se ven dentro de los límites del condado. Es Inglaterra en pequeño, perdida en medio de Inglaterra, olvidada por los buscadores de lo extremo; acaso de vez en cuando se duele algo de ese abandono, pero ¡cuán orgullosa en el conocimiento instintivo de sus rasgos y trazos representativos!

Constanza y Sofía, entregadas a las profundas preocupaciones de la juventud, no se cuidaban de tales asuntos. Vivían rodeadas del paisaje. A cada lado, los campos y brezales de Staffordshire, cruzados por caminos y carreteras, ferrocarriles, ríos y líneas de telégrafo, delimitados por setos, ornados y dotados de respetabilidad por casas solariegas y elegantes parques, animados por pueblos en las intersecciones y cálidamente contemplados por el sol, se extendían ondulantes. Y por las curvas de los profundos cortes se precipitaban trenes, y por los amarillos caminos trotaban y resonaban carros y carromatos, y sobre la superficie de los imperturbables canales pasaban largas y estrechas barcas con lentitud majestuosa e infinita; los ríos sólo tenían que sostenerse a sí mismos, pues los de Staffordshire han permanecido hasta el día de hoy vírgenes de quillas. Sería posible imaginar los mensajes acerca de precios, muertes repentinas y caballos en su vuelo por los cables bajo las patas de los pájaros. En las posadas los utopistas llamaban al orden al universo delante de sus cervezas; en las casas solariegas y los parques se conservaba la dignidad de Inglaterra como es debido. Las aldeas estaban llenas de mujeres que no hacían otra cosa que luchar contra el hambre y la inmundicia y reparar los efectos del desgaste de la ropa. En los campos había miles de labriegos, pero los campos eran tan extensos y numerosos que esta dispersa multitud se perdía totalmente dentro de ellos. El cuco era mucho más perceptible que el hombre; dominaba millas cuadradas enteras con su canto sonoro. Y en los ventosos brezales jugaban las alondras en los imborrables caminos de mulas utilizados durante siglos, aún antes de que los romanos pensaran en hacer Watling Street. En suma, la vida cotidiana del condado se desarrollaba con toda su inmensa variedad e importancia, pero Constanza y Sofía, aunque estaban en él, no formaban parte de él.

Lo cierto es que estando en el condado estaban también en la región; y nadie que viva en la región, aunque sea viejo y no tenga nada que hacer más que reflexionar sobre las cosas en general, piensa jamás en el condado. Por lo que atañe al condado, casi daría igual que la región estuviese en medio del Sahara. Hace caso omiso del condado, excepto para usarlo a veces, despreocupadamente, para estirar las piernas por la tarde, los días de fiesta, como un hombre puede usar su jardín trasero. No tiene nada en común con el condado; se basta generosamente a sí misma. No obstante, esa autosuficiencia y la verdadera sal de su vida sólo se pueden apreciar imaginándolas constreñidas por el condado. Se extiende ante él como una mancha insignificante, como una Pléyade oscura en un verdoso cielo vacío. Y Hanbridge tiene forma de caballo con su jinete, Bursley de medio asno, Knype de unos pantalones, Longshaw de pulpo y el pequeño Turnhill de escarabajo. Las Cinco Ciudades[24] parecen pegarse unas a otras buscando seguridad. Sin embargo, semejante idea las hace reír. Son únicas e indispensables. Desde el norte del condado hasta el sur, sólo ellas representan la civilización, la ciencia aplicada, la manufactura organizada y el siglo… hasta que llegamos a Wolwerhampton. Son únicas e indispensables porque no podemos tomar el té en una taza de té sin la ayuda de las Cinco Ciudades, porque no podemos comer decentemente sin la ayuda de las Cinco Ciudades. Por eso la arquitectura de las Cinco Ciudades es una arquitectura de hornos y chimeneas; por eso su atmósfera es tan negra como su barro; por eso arde y humea toda la noche, de tal modo que se ha comparado a Longshaw con el infierno; por eso es desconocedora de los entresijos de la agricultura y no ha visto el trigo excepto en forma de paja de embalar y hogazas de kilo y medio; por eso, en otro orden de cosas, comprende los misteriosos hábitos del fuego y la tierra pura; por eso vive apiñado en calles resbaladizas donde el ama de casa tiene que cambiar los visillos de las ventanas al menos cada quince días si quiere seguir siendo respetable; por eso se levanta en masa a las seis de la mañana en verano y en invierno y se va a dormir cuando cierran las tabernas; por eso existe: para que uno pueda tomar té en una taza de té y juguetear con una chuleta en un plato. Toda la loza cotidiana que se utiliza en el reino se hace en las Cinco Ciudades, y mucha más. Una región capaz de una manufactura tan gigantesca, de un monopolio tan completo —y que encuentra energía para producir también carbón, hierro y grandes hombres—, será tal vez una mancha insignificante en un condado, considerada geográficamente, pero sin duda tiene toda la justificación para tratar al condado como su jardín trasero de una vez a la semana y no hacerle ni caso el resto del tiempo.

Ni siquiera la majestuosa idea de que en todo momento y lugar en que, en toda Inglaterra, una mujer friega, lo que friega es el producto de la región; que en todo momento y lugar en que, en toda Inglaterra, se rompe un plato, la rotura significa más negocio para la región; ni siquiera esa majestuosa idea se les ha ocurrido jamás a ninguna de estas muchachas. Lo cierto es que estando en las Cinco Ciudades estaban también en la Plaza, en Bursley, y la Plaza prestaba tan poca atención a la manufactura principal como la región al condado. Bursley se lleva la palma de la antigüedad en las Cinco Ciudades. Ningún desarrollo industrial puede arrebatarle su superioridad en edad, que le hace sentirse absolutamente segura en su engreimiento. Y jamás llegará el momento en que las demás ciudades —por mucho que se hinchen y echen bravatas— dejen de pronunciar el nombre de Bursley como pronuncia uno el de su madre. Añadid a esto que la Plaza era el centro del comercio al por menor de Bursley (que despreciaba la producción principal como algo al por mayor, vulgar y sin duda inmundo) y comprenderéis la importancia y el voluntario aislamiento de la Plaza en el plan del universo creado. ¡Ahí la tenéis, incrustada en la región, y a la región incrustada en el condado, y al condado en el corazón de Inglaterra, perdido y soñando!

La Plaza llevaba el nombre de San Lucas. Al evangelista le habrían sorprendido quizá algunos fenómenos que tenían lugar en su plaza, pero, con excepción de la Semana de Vigilia, cuando siempre sucedía lo inesperado, la Plaza de San Lucas vivía de una manera aceptablemente santa, aunque en ella había cinco tabernas. Había cinco tabernas, un banco, una barbería, una confitería, tres tiendas de ultramarinos, dos farmacias, una ferretería, una casa de modas y cinco mercerías. Éste era el catálogo completo. La Plaza de San Lucas no tenía sitio para establecimientos menores. La aristocracia de la Plaza se componía indudablemente de los merceros (pues el banco era impersonal), y de los cinco la tienda de Baines era la más importante. No era posible que hubiese un establecimiento más respetado que el del señor Baines. Y aunque John Baines llevaba una docena de años confinado en su lecho, seguía viviendo en boca de admirados y ceremoniosos burgueses como «nuestro honorable conciudadano». Se merecía su fama.

La tienda de los Baines, para formar la cual se habían unido tres viviendas contiguas, se hallaba en el extremo de la Plaza. Formaba más o menos la tercera parte del lado sur de ella, estando ocupado el resto por Critchlow (una farmacia), la casa de modas y la Bodega Espíritu de Hanover. («Bodega» era un sinónimo favorito de «taberna» en la Plaza. Sólo dos de las tabernas eran tabernas ordinarias; el resto eran «bodegas»). Era un edificio compuesto y de tres pisos, de un ladrillo entre rojo y negruzco, con una fachada de tienda saliente y, sobre ésta y detrás de ella, dos filas de ventanitas. En el marco de cada ventana había un rollo de tela roja lleno de serrín para evitar corrientes; había sencillas persianas blancas bajadas unas seis pulgadas desde lo alto de cada ventana. No había cortinas en ninguna de éstas salvo en una; era la ventana del salón, que se hallaba en el primer piso y daba a la esquina de la Plaza con King Street. Otra ventana, en el segundo piso, era especial porque no tenía persiana ni almohadilla y estaba muy sucia; era la ventana de una habitación que no se usaba y a la que conducía una escalera independiente aislada por una puerta siempre cerrada con llave. Constanza y Sofía habían vivido en constante expectación de algo anormal que pudiera salir de aquella misteriosa habitación, contigua a la suya. Pero sufrieron una decepción. La habitación no contenía ningún secreto vergonzoso salvo la incompetencia del arquitecto que había convertido las tres casas en una; no era más que una habitación vacía inutilizable. El edificio tenía también una considerable fachada a King Street, donde, detrás de la tienda, estaba cobijada la sala, con una gran ventana y una puerta que conducía directamente a la calle por medio de dos escalones. Una extraña peculiaridad de la tienda era que no ostentaba rótulo alguno. En tiempos había tenido uno grande que un memorable vendaval se había llevado a la Plaza. El señor Baines había decidido no reemplazarlo. Siempre había desaprobado lo que él denominaba «bombo» y por esta razón jamás quería oír hablar de rebajas. El odio al «bombo» aumentó tanto en él que hasta llegó a considerar un rótulo como «bombo». Las personas no informadas que deseaban encontrar la tienda tenían que preguntar y enterarse. Para el señor Baines, volver a poner el rótulo habría supuesto aprobar, sí, participar en la locura moderna por la autopublicidad poco escrupulosa. Este modo del señor Baines de abstenerse de esos lujos de rótulos era de un modo u otro aceptado por los miembros más reflexivos de la comunidad como una prueba de que los principios del señor Baines eran todavía más elevados de lo que creían.

Constanza y Sofía eran las hijas de este prodigio de la naturaleza humana. No tenía más vástagos.

 

 

 

II

 

Apretaron la nariz contra la ventana del entresuelo[25] y miraron hacia la plaza todo lo perpendicularmente que permitía la saliente fachada de la tienda. El entresuelo estaba encima de la mitad de la tienda dedicada a sombrerería de señora y seda. Sobre la mitad dedicada a lana y camisería estaban la sala y el dormitorio principal. Cuando, buscando productos de belleza, uno subía de la tienda por una escalera curva, la cabeza iba llegando al nivel de la gran estancia, con mostrador de caoba delante de la ventana y en un lado, linóleo amarillo en el suelo, numerosas cajas de cartón, un magnífico espejo articulado de cuerpo entero y dos sillas. Como el alféizar de la ventana era más bajo que el mostrador, había un hueco entre los vidrios y la parte de atrás de éste, hueco en el cual desaparecían continuamente importantes objetos como tijeras, lápices, tizas y flores artificiales: otra prueba de la incompetencia del arquitecto.

Las muchachas sólo podían apretar la nariz contra la ventana arrodillándose en el mostrador, y eso es lo que estaban haciendo. La nariz de Constanza era respingona, pero encantadora. Sofía tenía una fina nariz romana; era una hermosa muchacha, hermosa y buena moza al mismo tiempo. Las dos eran como caballos de carreras, vibrantes de vida delicada, sensible y exuberante; una prueba exquisita y encantadora de la circulación de la sangre; inocentes, astutas, picaras, gazmoñas, efusivas, ignorantes y milagrosamente sabias. Sus edades eran quince y dieciséis; es una época en la que, si somos francos, hemos de admitir que no tenemos nada que aprender: sencillamente lo hemos aprendido todo en los últimos seis meses.

—¡Por allí va! —exclamó Sofía.

Por la Plaza, procedente de la esquina de King Street, pasaba una mujer que llevaba un gorrito nuevo con cintas rosas y un vestido nuevo azul caído en los hombros y que se ensanchaba en una amplia circunferencia en el dobladillo. A pesar de la silenciosa y soleada soledad de la Plaza (pues era un jueves a primera hora de la tarde y todas las tiendas estaban cerradas excepto la confitería y una farmacia), aquel gorrito y aquel vestido flotaban hacia el norte en busca de algo novelesco, bajo la mirada despiadada de Constanza y Sofía. Dentro de ellos, en alguna parte, estaba el alma de Maggie, una sirvienta de la casa Baines. Maggie estaba en la tienda desde antes de la concepción de Constanza y Sofía. Pasaba diecisiete horas al día en una cocina y despensa subterráneas y las otras siete en un ático, sin salir nunca salvo para ir a la capilla el domingo por la tarde y, una vez al mes, el jueves después de comer. Le estaban estrictamente prohibidos los «acompañantes», pero en raras ocasiones se le permitía, como un enorme favor, que una tía de Longshaw la visitara en su guarida subterránea. Todo el mundo, incluida ella misma, consideraba que tenía una buena «casa» y era bien tratada. Era innegable, por ejemplo, que se le permitía enamorarse exactamente a su elección, siempre que no «tuviera enredos» en la cocina o el patio. Y lo cierto era que Maggie se había enamorado. En diecisiete años se había comprometido once veces. Nadie podía concebir cómo aquel organismo feo y vigoroso podía languidecer blandamente por la seducción hasta de un miembro de una cuadrilla de carboneros, ni por qué habiendo atrapado a un hombre en sus dulces redes podía ser tan estúpida como para dejarlo escapar. Sin embargo, hay misterios en el alma de las Maggies. Aquella sirvienta había estado comprometida quizá más veces que ninguna mujer de Bursley. Sus empleadores estaban tan acostumbrados a sus interesantes anuncios, que durante años se había formado el hábito de no decir en respuesta nada más que «¿De veras, Maggie?». Los compromisos y las trágicas rupturas eran el pasatiempo de Maggie. De haber estado en otra posición, lo mismo se habría puesto a estudiar piano.

—¡Sin guantes, claro! —criticó Sofía.

—Bueno, no puedes exigirle que lleve guantes —dijo Constanza.

Después, una pausa, mientras el sombrero y el vestido se aproximaban al extremo de la Plaza.

—¿Y si se vuelve y nos ve? —sugirió Constanza.

—A mí me da igual —dijo Sofía, con una altivez casi desapasionada; su cabeza tembló levemente.

Había, como de costumbre, varios haraganes en el extremo de la Plaza, en la esquina entre el banco y el «Marqués de Granby». Y uno de ellos se adelantó y estrechó la mano a una Maggie visiblemente bien dispuesta. Estaba claro que era una cita, abierta y sin reparos. ¡La virgen cuarentona, cuyo beso no habría fundido la manteca, había elegido a la duodécima víctima! La pareja desapareció por Oldcastle Street.

—¡Bien! —exclamó Constanza— ¿Has visto algo parecido en tu vida?

Y Sofía, a falta de palabras adecuadas, enrojeció y se mordió los labios.

Con la profunda e instintiva crueldad de la juventud, Constanza y Sofía se habían reunido expresamente en su lugar predilecto, el entresuelo, para mofarse de Maggie con su nuevo atavío. Abrigaban la vaga idea de que una mujer tan fea y sucia como Maggie no tenía derecho a poseer ropa nueva. Hasta su deseo de tomar el aire un jueves por la tarde les parecía antinatural y en cierto modo reprensible. ¿Por qué iba a querer moverse de su cocina? En cuanto a sus tiernos anhelos, decididamente les costaba reconocérselos a Maggie. Que Maggie diera rienda suelta a una casta pasión era más que grotesco; era ofensivo y malvado. ¡Pero no hay que dudar ni por un momento que eran unas muchachas amables, bondadosas, obedientes y encantadoras! Porque lo eran. No eran ángeles.

—¡Es demasiado ridículo! —dijo Sofía con severidad. Tenía a su favor juventud, belleza y categoría. Y para ella era en verdad ridículo.

—¡Pobre Maggie! —murmuró Constanza. Era estúpidamente buena, una completa fábrica de excusas para los demás; su benevolencia estaba eternamente invadiéndola y superando a su razón.

—¿A qué hora dijo mamá que volvería? —preguntó Sofía.

—Hasta la hora de cenar no.

—¡Oh! ¡Aleluya! —estalló Sofía, entrelazando las manos de gozo. Y las dos se deslizaron del mostrador como si fueran chicos y no, como decía su madre, «unas chicas mayores».

—Vamos a tocar las cuadrillas de Osborne —sugirió Sofía. (Las cuadrillas de Osborne eran una serie de danzas concebidas para ser tocadas en el piano del salón por cuatro manos adornadas con joyas).

—Ni se me ocurriría —dijo Constanza con un precoz gesto de seriedad. En aquel gesto y en su tono hubo algo que le dijo a Sofía: «Sofía, ¿cómo puedes ser tan ciega ante la gravedad de nuestra transitoria existencia como para pedirme que vaya a aporrear el piano contigo?». Sin embargo, un momento antes era como un chiquillo.

—¿Por qué no? —interrogó Sofía.

—No volveré a tener otra oportunidad como la de hoy para seguir con esto —dijo Constanza, cogiendo una bolsa del mostrador.

Se sentó y sacó de la bolsa un trozo de lienzo de trama ancha en el cual estaba bordando un ramo de rosas con lanas de colores. El lienzo estaba antes en un bastidor, pero, ahora que estaba hecha la labor delicada de los pétalos y las hojas y no faltaba más que el monótono fondo, Constanza se contentaba con sujetarse con alfileres la tela a la rodilla. Con la larga aguja y varias madejas de lana color mostaza, se inclinó sobre el lienzo y se puso a rellenar los diminutos cuadrados. Todo el dibujo se disponía en cuadrados —las gradaciones de rojos y verdes, las curvas de los capullos más pequeños—, todo estaba constreñido a los cuadrados, y el resultado imitaba un fragmento de rígida alfombra de Axminster. Con todo, la fina textura de la lana, la gracia regular y rápida de aquellos dedos que iban incesantemente detrás y delante del lienzo y el leve ruido de la lana al pasar por los agujeros, y la concentrada y juvenil seriedad de aquellos ojos bajos, disculpaban y prestaban encanto a una actividad que no era posible justificar por motivos artísticos. El lienzo estaba destinado a adornar una pantalla dorada de chimenea del salón y también a constituir el regalo de cumpleaños de su hija mayor para la señora Baines. Pero nadie sino la señora Baines podía saber si la empresa era tan secreta para ella misma como esperaba Constanza.

—Con —murmuró Sofía—, a veces das asco.

—Bueno —dijo Constanza con indiferencia—; no sirve de nada hacer como si no hubiera que acabar esto antes de que volvamos al colegio, porque hay que acabarlo.

Sofía se puso a dar vueltas por la habitación: una presa madura para el Maligno.

—¡Oh! —exclamó gozosamente, casi en éxtasis, atisbando detrás del espejo de cuerpo entero—. ¡Aquí está la falda nueva de mamá! ¡La señorita Duncan le ha puesto el ribete! ¡Oh, mamá, qué imponente vas a estar!

Constanza oyó un frufrú detrás del espejo.

—¿Qué estás haciendo, Sofía?

—Nada.

—¿No te estarás poniendo la falda, verdad?

—¿Por qué no?

—¡Te vas a enterar muy bien, te lo aseguro!

Sin defenderse más, Sofía salió de detrás del enorme espejo. Ya se había quitado una parte considerable de su propio vestido y en su rostro se veía el rubor de la culpa. Atravesó corriendo la habitación y examinó atentamente una gran estampa coloreada que había en la pared.

Aquel grabado representaba a quince hermanas, todas de la misma estatura y de figura igualmente delgada, todas de la misma edad, unos veinticinco años, y de la misma altiva y aburrida belleza. Que eran en verdad hermanas lo dejaba claro el parecido facial entre ellas; su porte indicaba que eran princesas, la descendencia de algún rey y alguna reina inverosímilmente prolíficos. Aquellas manos nunca habían trabajado, aquellos rasgos nunca habían descansado de la sonrisa de la corte. Las princesas se movían en un paisaje de peldaños de mármol y porches con un quiosco de música y extraños árboles en la distancia. Una iba vestida de amazona, otra en traje de tarde, otra vestida para el té, otra para el teatro; otra parecía preparada para irse a dormir. Una llevaba a una niña de la mano; no podía ser su hija, porque aquellas princesas estaban muy por encima de las pasiones humanas. ¿De dónde había sacado a la niña? ¿Por qué una hermana se iba al teatro, otra a tomar el té, otra el establo y otra a dormir? ¿Por qué una llevaba un grueso abrigo y otra se resguardaba de los rayos del sol con una sombrilla? La imagen estaba envuelta en el misterio; lo más raro era que todas aquellas altezas estaban al parecer contentas con sus atavíos, tan ridículos y pasados de moda. ¡Sombreros ridículos, con velos flotando por detrás; gorritos ridículos, pegados a la cabeza y con lunares; peinados ridículos casi colocados en el cogote; mangas ridículas, engorrosas; cinturas ridículas que llegaban casi a la altura del codo; chaquetas ridículas con festones! ¡Y las faldas! ¡Qué espectáculo eran aquellas faldas! No eran sino amplias pirámides adornadas; en la cima de cada una estaba pegada la mitad superior de una princesa. Era sorprendente que unas princesas consintieran en ir tan ridículas y tan incómodas. Pero Sofía no veía nada extraño en la estampa, que llevaba el letrero: «La última moda de París para verano. Suplemento gratuito de la Revista de Myira». Sofía nunca se había imaginado nada más elegante, encantador y gallardo que el atuendo de las quince princesas.

Pues Constanza y Sofía tenían la desventaja de vivir en la Edad Media. La crinolina no había alcanzado toda su circunferencia y quienes se ocupaban de mejorar la vestimenta ni siquiera habían pensado en ello. En todas las Cinco Ciudades no había un baño público, una biblioteca gratuita, un parque municipal ni un teléfono, ni siquiera un colegio interno. La gente no había comprendido la vital necesidad de ir a la playa todos los años. El obispo Colenso acababa de dejar estupefacta a la cristiandad con sus desvergonzadas ideas acerca del Pentateuco. Medio Lancashire se moría de hambre a causa de la guerra americana. El garrote vil era la principal diversión de las clases homicidas. Por increíble que pueda parecer, no había otro transporte más que un tranvía de mulas entre Bursley y Hanbridge, y sólo dos veces cada hora; y entre las demás ciudades no había transporte de ninguna clase. Uno se iba a Longshaw como si se fuera a Pekín. Era una época tan tenebrosa y atrasada que cabía preguntarse cómo podía dormir la gente por la noche en la cama pensando en su triste estado.

Felizmente, los habitantes de las Cinco Ciudades en aquella época estaban aceptablemente satisfechos consigo mismos y nunca hubieran siquiera sospechado que no eran totalmente modernos ni estaban totalmente despiertos. Pensaban que los movimientos intelectuales, industriales y sociales habían llegado todo lo lejos que podían llegar y se asombraban de su propio progreso. En vez de ser humildes y avergonzarse, se mostraban orgullosos de sus lamentables logros. Tendrían que haber mirado hacia delante, anhelando mansamente las prodigiosas hazañas de la posteridad, pero, como tenían demasiada poca fe y demasiado engreimiento, se conformaban con mirar hacia atrás y hacer comparaciones con el pasado. No preveían esta milagrosa generación nuestra. ¡Unos desdichados, ciegos y complacientes! Una cosa típica de ellos era el risible coche de caballos. El cochero hacía sonar una enorme campana cinco minutos antes de partir para que se oyera desde la capilla wesleyana hasta el patio de Cock; después, tras algunas deliberaciones y vacilaciones, el vehículo salía rodando sobre sus raíles dirigiéndose a ignotos peligros mientras los pasajeros gritaban sus despedidas. En Bleakridge tenía que detenerse en la barrera de peaje; para subir las montañas de Levesaon Place y Sutherland Street (hacia Hanbridge) le ayudaba un tercer caballo, en cuyo lomo iba encaramado un rapaz diminuto haciendo restallar el látigo; aquel chico vivía como una lanzadera en la carretera entre Leveson Place y Sutherland Street e incluso cuando hacía mal tiempo era la envidia de todos los demás chicos. Tras media hora de peligroso tránsito, el coche enfilaba solemnemente una estrecha calle junto a la oficina de Señales de Hanbridge y el rubicundo cochero, después de dar muchas vueltas a la palanca de hierro pulido de su único freno, dirigía su atención a los pasajeros con aire serenamente triunfal; despidiéndolos con una especie de sentimiento de gloria insuficientemente reconocida.

¡Y esto se consideraba la última palabra en tracción! ¡Un rapaz restallando un látigo sobre un caballo extra! ¡Oh, ciegos, ciegos! No podíais prever los ciento veinte vagones eléctricos que ahora se precipitan como locos dando tumbos y causando estruendo a veinte millas por hora por todas las calles principales de la región.

Así que, naturalmente, Sofía, tocada de su orgullo por su época, no abrigaba duda alguna en lo tocante a la definitiva elegancia de las princesas. Las estudió como a quince apóstoles del no va más; después, sacando flores y plumas de una caja en medio de las advertencias de Constanza, se retiró detrás del espejo y al poco apareció como una gran dama ataviada al estilo de las princesas. La tremenda falda nueva de su madre se inflaba en torno a ella como un globo con toda su fantástica y costosa riqueza. Y junto con la falda se había puesto la importancia de su madre, ese porte de segura autoridad, de capacidad probada en muchas crisis, que caracterizaba a la señora Baines y que ésta parecía comunicar a sus vestidos aun antes de usarlos con regularidad. Pues era un hecho que las prendas vacías de la señora Baines inspiraban respeto, como si alguna esencia hubiera escapado de ella y permaneciera en aquéllas.

—¡Sofía!

Constanza dejó quieta la aguja y, sin alzar la cabeza, levantando los ojos de la labor, contempló la figura inmóvil y teatral de su hermana. Era un sacrilegio lo que estaba presenciando, una prodigiosa irreverencia. Era consciente de que un castigo caería de inmediato sobre aquella chiquilla atrevida e impía. Pero ella, que nunca sentía aquellos locos y sorprendentes impulsos, no pudo sin embargo dejar de sonreír débilmente.

—¡Sofía! —musitó con una alarma tan intensa que se mezclaba con una admiración aprobadora—. ¡Eres incorregible!

El lindo rostro sonrojado de Sofía coronaba la extraordinaria estructura como una flor, casi sin poder contener la risa. Era tan alta como su madre e igual de majestuosa, arrogante y orgullosa y, a pesar de la trenza, la infantil peineta semicircular y los sueltos miembros como de potranca, podía sostener tan bien como su madre la majestad del vestido ribeteado. Sus ojos brillaban con la expresión retadora de la virgen inexperimentada mientras se pavoneaba por la estancia. Una generosa vitalidad inspiraba sus movimientos. La confiada y feroz alegría de la juventud brillaba en su frente. «¿Qué hay en la Tierra que me iguale?», parecía preguntar con arrogancia encantadora y sin embargo implacable. Era hija de un respetado mercero confinado en un lecho, en una población insignificante, perdida en el laberinto del centro de Inglaterra, si queréis; no obstante, ¿qué clase de hombre, viéndose frente a ella, negaría o podría negar su ingenua pretensión de dominio? Allí estaba, con el miriñaque de su madre, para ser deseada por el mundo. ¡Y en la inocencia de su alma lo sabía! El corazón de una joven habla misteriosamente y le revela su poder mucho antes de que pueda utilizarlo. Si no puede encontrar otra cosa que domeñar, podéis sorprenderla en su edad temprana domeñando un poste o recibiendo pleitesía de una silla vacía. La víctima experimental de Sofía fue Constanza, con la aguja en el aire y la blanda mirada de sus ojos bajos.

Entonces Sofía se cayó andando hacia atrás; la pirámide perdió el equilibrio; grandes anillos de seda extendidos temblaron y oscilaron en el suelo, gigantescos, y los pequeños pies de Sofía se quedaron como los de una muñeca en el borde del círculo mayor, que se curvaba y arqueaba sobre ellos como la boca de una cueva. La brusca transición de sus rasgos de un confiado orgullo a una ridícula sorpresa y alarma fue lo bastante cómica como para haber provocado una risa alocada y nada caritativa en cualquier ser menos humano que Constanza. Pero ésta corrió hacia ella como la personificación del instinto de benevolencia y trató de levantarla.

—¡Oh, Sofía! —exclamó en tono compasivo; su voz no parecía conocer ningún tono de reprensión—. Espero que no lo hayas estropeado, porque mamá se pondría…

Sus palabras fueron interrumpidas por unos gemidos procedentes de la puerta que daba acceso a los dormitorios. Dichos gemidos, que indicaban acerbísimo tormento físico, se hicieron más intensos. Las muchachas miraron fijamente la puerta, sorprendidas y asustadas, Sofía levantando su morena cabeza y Constanza con los brazos alrededor de la cintura de Sofía. La puerta se abrió, dejando entrar nuevos gemidos muy amplificados y dando paso a un hombre joven y de pequeña estatura que se agarraba frenéticamente la cabeza y contorsionaba todos los músculos de la cara. Al ver el escultórico grupo de las dos muchachas enlazadas y tendidas boca abajo, una envuelta en una crinolina y la otra con un ramillete de ovillos de lana prendido a la rodilla, retrocedió de un salto, dejó de gemir, compuso el rostro y puso todo su empeño en hacer como si no fuera él el que estaba expresando ruidosamente su padecimiento, como si en realidad estuviera atravesando la estancia cual transeúnte casual de camino a la tienda. Se sonrojó intensamente; las muchachas también se sonrojaron.

—¡Oh, les ruego me disculpen, por favor! —dijo de repente el joven, y dándose la vuelta con celeridad desapareció por donde había venido.

Era el señor Povey, persona universalmente apreciada tanto dentro como fuera de la tienda, el delegado del señor Baines en su confinamiento, el consuelo y sostén inquebrantable del señor Baines, el radiante centro de orden y disciplina de la tienda; un joven tranquilo, tímido, reservado, aburrido y obstinado, absolutamente leal, absolutamente eficiente en su esfera; sin brillo, sin distinción; tal vez de mentalidad pequeña, sin duda de mentalidad estrecha, pero ¡qué fuerza en la tienda! La tienda era inconcebible sin el señor Povey. Tenía menos de veinte años y no había concluido su aprendizaje cuando el señor Baines sufrió el ataque, y al momento había dado muestra de lo que valía. De los ayudantes era el único que dormía en la casa. Su dormitorio era contiguo al de su principal; había una puerta entre las dos cámaras y dos peldaños que bajaban del más grande al más pequeño.

Las muchachas se pusieron en pie, Sofía con la ayuda de Constanza. No era fácil enderezar una crinolina vuelta del revés. Las dos empezaron a reír nerviosamente, con un toque de histeria.

—Creo que debería ir al dentista —susurró Constanza.

El dolor de muelas del señor Povey llevaba dos días siendo motivo de preocupación en aquel microcosmos; en la comida había quedado claro que el jueves por la mañana el señor Povey iría a ver a los hermanos Oulsnam, los dentistas de Hillport, sin más dilación. Sólo los jueves y los domingos comía el señor Povey con la familia. Los demás días lo hacía más tarde; solo, pero en la mesa familiar, cuando la señora Baines o uno de los ayudantes podía «relevarlo» en la tienda. Antes de irse a visitar a su hermana mayor, que vivía en Axe, la señora Baines insistió al señor Povey en que llevaba veinticuatro horas sin comer más que «bazofia» y que si no tenía cuidado se haría cargo de él. Él había contestado, en su tono más tranquilo, sagaz y práctico —el tono que se granjeaba el respeto de todo el que lo oía—, que sólo estaba esperando al jueves por la tarde para ir de inmediato a la consulta de los Oulsnam y ocuparse del asunto como es debido. Incluso había añadido que las personas que aplazaban el ir al dentista no hacían más que buscarse problemas para el futuro.

Nadie podría haber sospechado que el señor Povey tuviera miedo de ir al dentista. Pero eso era lo que ocurría. No se atrevía a ponerse en marcha. Él, el parangón del sentido común, a quien la mayoría de la gente se representaba de un modo u otro como exento de las fragilidades humanas, no era capaz sin embargo de armarse de valor para llamar a la puerta de un dentista.

—¡Qué aspecto tan gracioso tenía! —exclamó Sofía—. Me pregunto qué pensó. ¡A mí se me escapó la risa!

Constanza no dijo nada, pero cuando Sofía se hubo vuelto a poner su ropa asegurándose de que el vestido nuevo no hubiera salido mal parado, y Constanza estaba de nuevo cosiendo tranquilamente, dijo, deteniendo la aguja como cuando se interrumpió para mirar a Sofía:

—Estaba pensando si no habría que hacer algo por el señor Povey.

—¿El qué? —preguntó Sofía.

—¿Ha vuelto a su habitación?

—Vamos a escuchar —dijo Sofía, la aventurera.

Salieron de la sala, dejaron atrás la escalera que conducía al segundo piso y recorrieron el largo pasillo, interrumpido en su mitad por dos peldaños y cubierto por una estrecha alfombra ribeteada cuyas líneas paralelas lo hacían parecer más largo. Iban de puntillas, muy pegadas la una a la otra. La puerta del señor Povey estaba entreabierta. Escucharon; ni un ruido.

—¡Señor Povey! —exclamó Constanza con una tosecilla discreta.

No hubo respuesta. Fue Sofía la que empujó la puerta y la abrió. Constanza hizo un remilgado ademán de tirar del desnudo brazo de Sofía, pero la siguió cautelosamente dentro de la habitación prohibida, que sin embargo estaba vacía. La cama estaba deshecha y sobre ella había un libro, La cosecha de una mirada serena.

—¡La cosecha de una muela serena! —susurró Sofía entre risitas sofocadas.

—¡Sssh! —siseó Constanza.

De la habitación contigua llegaba un sonido regular, amortiguado, oratorio, como si alguien hubiera empezado muchos años antes a pronunciar un discurso y se hubiera olvidado de concluir y jamás fuera a concluir. Conocían aquel sonido y salieron de la habitación del señor Povey temiendo perturbarlo. En aquel momento reapareció el señor Povey, esta vez en la puerta del salón, al otro extremo del largo corredor. Parecía estar huyendo sin resultado de su muela como un asesino trata de huir de su conciencia.

—¡Oh, señor Povey! —dijo rápidamente Constanza, pues las había sorprendido saliendo de su dormitorio—. Precisamente le estábamos buscando.

—Para ver si podíamos hacer algo por usted —añadió Sofía.

—¡Oh, no, gracias! —dijo el señor Povey.

Luego empezó a dirigirse despacio pasillo adelante.

—No ha ido al dentista —dijo Constanza en tono compasivo.

—No, no he ido —dijo el señor Povey como si Constanza estuviese indicando un hecho que hubiese escapado a su atención—. La verdad es que me pareció que iba a llover, y si me mojara, ya ve…

¡Pobre señor Povey!

—Sí —respondió Constanza—; por supuesto tiene que guardarse de las corrientes. ¿No le parece que estaría bien que viniese a sentarse en la sala? Está encendida la chimenea.

—Estoy bien, gracias —dijo el señor Povey. Y tras una pausa—: Bueno, gracias, iré.

 

 

 

III

 

Las muchachas dejaron que pasara delante de ellas en lo alto de la retorcida escalera que bajaba a la sala. Constanza le seguía y Sofía seguía a Constanza.

—Siéntese en la mecedora de papá —ofreció Constanza.

Había dos mecedoras de respaldo estriado protegido por un tapete. La de la izquierda seguía ostentando el título de «la mecedora de papá» aunque su propietario no se había sentado en ella desde mucho antes de la guerra de Crimea y nunca volvería a hacerlo.

—Creo que mejor en la otra —dijo el señor Povey—, porque es en el lado derecho, ¿ve? —Y se tocó la mejilla derecha.

Ocupó la mecedora de la señora Baines e inclinó la cara hacia la chimenea, buscando alivio en el calor. Sofía metió el atizador en el fuego, por lo que el señor Povey apartó bruscamente la cara. Luego sintió una cosa ligera en los hombros. Constanza había quitado el tapete del respaldo y lo protegía de las corrientes con él. No se rebeló inmediatamente y por tanto quedó excluido de la rebelión. Quedó atrapado por el tapete, que lo constituyó formalmente en un inválido y a Constanza y Sofía en sus enfermeras. Constanza corrió la cortina de la puerta de la calle. Por la ventana no podía entrar corriente alguna, pues tal ventana no estaba «hecha para abrirse». La era de la ventilación no había llegado. Sofía cerró las otras dos puertas. Y las muchachas, cada una cerca de una puerta, contemplaron al señor Povey desde detrás de su espalda, indecisas pero llenas de un delicioso sentido de responsabilidad.

La situación adquiría ahora tintes diferentes. La gravedad del dolor de muelas del señor Povey, que hacía cada vez más manifiesta, había borrado el recuerdo del ridículo encuentro en el entresuelo. Viendo a aquellas dos muchachas, con sus vestidos negros de manga corta y sus delantales negros, sus suaves cabellos y sus caras serias y tranquilas, cualquiera las habría juzgado incapaces de apartarse ni lo más mínimo de una formalidad de arcángeles; especialmente Sofía, que ofrecía una maravillosa imitación de santa inocencia. En cuanto al dolor de muelas, su acción sobre el señor Povey era al parecer periódica; iba creciendo hasta la crisis, como una ola, aumentando la tortura hasta que la ola se rompía y dejaba al señor Povey extenuado pero libre del dolor por un momento. Estas crisis se repetían más o menos cada minuto. Y ahora, acostumbrado a la presencia de las doncellas y habiendo admitido tácitamente, mediante su aceptación del tapete, que su estado era anormal, se entregó con franqueza a la aflicción. No ocultó en absoluto su agonía, totalmente exhibida por repentinas contorsiones de su anatomía y frenéticas oscilaciones de su mecedora. Luego, mientras se recostaba en el respaldo tras el paso de la última ola, debilitado, murmuró con voz de enfermo:

—No tendrán ustedes láudano, ¿verdad?

Las muchachas se animaron repentinamente.

—¿Láudano, señor Povey?

—Sí, para enjuagarme la boca.

Se incorporó, tenso; se estaba formando otra ola. El excelente individuo había perdido todo respeto a sí mismo, todo decoro.

—Seguro que hay en el aparador de mamá —dijo Sofía.

Constanza, que llevaba en el cinturón las llaves de la señora Baines —una solemne responsabilidad—, se acercó un poco temerosamente a un aparador de esquina, que ocupaba un ángulo a la derecha de la saliente chimenea, por encima un estante sobre el cual había un gran samovar de cobre. Aquel aparador, de ébano con incrustaciones de arce y caoba formando un sencillo dibujo a modo de cenefa, era típico de la habitación. Hacía juego con el papel de la pared en relieve, de color verde oscuro; el samovar de cobre, las mecedoras con sus tapetes y el armonio de palisandro, con una caja de té china de papel maché encima; hasta con la alfombra, sin duda la alfombra más curiosa que jamás se ha visto en una sala, hecha de tiras de alfombra de escalera cosidas. Aquel aparador había prestado ya muchos servicios; había contenido las medicinas de varias generaciones. Brillaba oscuramente con el grave y genuino lustre que sólo da el uso de mucho tiempo. La llave que Constanza eligió de su manojo era como el aparador, lisa y brillante por el paso de los años; entraba y giraba con gran facilidad, pero con un firme chasquido. La puerta se abrió reposadamente, como la puerta de una casa.

Las muchachas examinaron el sagrado interior, que tenía aspecto de estar habitado por un ejercito de diminutos prisioneros, cada uno gritando con toda la fuerza de su etiqueta para que se le enviase a una misión.

—¡Aquí está! —exclamó Sofía.

Y allí estaba: un frasco azul con etiqueta de color azafrán: «Precaución. VENENO. Láudano. Charles Critchlow, M.P.S., Farmacéutico. Plaza de San Lucas, Bursley».

Aquellas grandes mayúsculas atemorizaron a las jóvenes. Constanza cogió el frasco como habría podido coger un revólver cargado y miró a Sofía. No estaba su omnipotente y omnisciente madre para decirles lo que tenían que hacer. Ahora tenían que decidir ellas, que nunca habían decidido. Y Constanza era la mayor. Aquel líquido aterrador, cuyo nombre mismo daba miedo, ¿debía ser introducido en la boca del señor Povey a pesar de la advertencia impresa? La responsabilidad era tremenda.

—Quizá sería mejor preguntar al señor Critchlow —balbució Constanza.

La expectativa del láudano benefactor había animado al señor Povey, incluso le había medio curado el dolor de muelas por una especie de sugestión.

—¡Oh, no! —dijo—. No hace falta preguntar al señor Critchlow… Dos o tres gotas en un poco de agua—. Mostró impaciencia por darle al láudano.

Las muchachas sabían que existía una cierta antipatía entre el farmacéutico y el señor Povey.

—Seguro que no pasa nada —dijo Sofía—. Voy a traer el agua.

Con gritos juveniles y expresiones de alarma consiguieron verter cuatro mortales gotas oscuras (una más de las que quería Constanza) en una copa con un poco de agua. Y cuando tendieron la copa al señor Povey sus rostros eran los de unas cómicas y aterradas conspiradoras. Se sentían muy mayores y eran muy jóvenes.

El señor Povey bebió ansiosamente la poción, dejó la copa en la repisa de la chimenea e inclinó la cabeza a la derecha para sumergir la muela afectada. Permaneció en esta postura esperando la dulce influencia del remedio. Las muchachas se apartaron modestamente, pues el señor Povey no debía tragar la medicina y preferían dejarle resolver sin estorbos el delicado problema. Cuando volvieron a examinarlo estaba recostado en la mecedora con la boca abierta y los ojos cerrados.

—¿Le ha aliviado, señor Povey?

—Creo que voy a echarme un minuto en el sofá —fue la extraña contestación del señor Povey; acto seguido se puso en pie como movido por un resorte y se dejó caer en el sofá de crin que estaba entre la chimenea y la ventana, y allí se quedó tumbado, despojado de toda su dignidad, un simple animal apaleado con traje gris de faldones muy peculiares, chaleco muy arrugado, una insignia en la solapa y cuello y puños de papel bien ajustados.

Constanza corrió tras él con el tapete y se lo extendió sobre los hombros con suavidad; Sofía le puso otro sobre las delgadas piernecillas, que tenía encogidas.

Después contemplaron su obra acusándose a sí mismas en secreto y con un espantoso recelo.

—¡No se lo habrá tragado! —susurró Constanza.

—De todos modos se ha dormido —dijo Sofía en voz más alta.

El señor Povey, efectivamente, se había dormido; tenía la boca muy abierta, como la puerta de una tienda. La cuestión era si su sueño no era el sueño eterno; la cuestión era si no había terminado de sufrir para siempre.

Entonces se puso a roncar de una forma horrible; sus ronquidos parecían un desastre portentoso.

Sofía se aproximó como quien se acerca a una bomba y, envalentonándose, miró dentro de su boca.

—¡Oh, Con! —llamó a su hermana—¡Ven a ver! ¡Qué curioso!

En un instante los cuatro ojos exploraban el singular paisaje de la boca del señor Povey. En una esquina, a la derecha de aquel interior, había solo un fragmento de muela, unida al señor Povey por delgadísimo lazo, de modo que cada vez que el señor Povey respiraba, al tiempo que su pecho se elevaba ligeramente y el vendaval gemía en la caverna, aquella muela se movía por su cuenta, mostrando que su antigua relación con el señor Povey estaba próxima a su fin.

—Ésa es —dijo Sofía, señalándola—, Y está casi suelta. ¿Has visto en tu vida una cosa más graciosa?

La extremada gracia de la cosa había desvanecido en Sofía el temor por la muerte repentina del señor Povey.

—Voy a ver cuánto ha tomado —dijo Constanza preocupada, acercándose a la chimenea.

—Pues yo creo… —empezó Sofía, y luego se detuvo, mirando la máquina de coser, que estaba junto al sofá.

Era una máquina de marca Howe. Tenía un cajoncito, y dentro de él había unas pequeñas pinzas. Constanza, ocupada en oler los restos de la poción para hacerse idea de si era mortífera, oyó el familiar crujido del cajón y después vio a Sofía acercándose a la boca del señor Povey con las pinzas.

—¡Sofía, por amor de Dios! ¿Qué estás haciendo?

—Nada —dijo Sofía.

Al momento el señor Povey salió de golpe de su sueño de láudano.

—¡Da brincos! —murmuró; y tras una pausa reflexiva—: Pero va mucho mejor. —Sea como fuere, había escapado a la muerte.

Sofía tenía la mano derecha escondida detrás de la espalda.

En aquel preciso instante pasó un vendedor ambulante por King Street pregonando mejillones y berberechos.

—¡Oh! —casi chilló Sofía—¡Vamos a comprar mejillones y berberechos para el té! Y se abalanzó a la ventana y la abrió, sin considerar lo peligrosas que eran las corrientes para el señor Povey.

En aquellos tiempos la gente dependía muchas veces de los caprichos de los vendedores ambulantes en cuanto a lo que daba sabor a su té, pero era una época venturosa en la que los caballeros andantes del comercio eran numerosos y emprendedores. Uno salía a la puerta de casa, cogía la comida al paso, se la llevaba, la cocinaba y se la comía, muy al estilo de los habitantes primitivos de Britania.

Constanza se vio obligada a reunirse con su hermana en el último escalón. Sofía bajó al penúltimo.

—¡Mejillones frescos y berberechos vivos! —vociferaba el vendedor ambulante, mirando al otro lado de la calle en la brisa abrileña. Era el célebre Hollins, un beodo profesional irlandés, con muchos años de iniquidad a sus espaldas; saludaba a los magistrados en la calle y se refería al asilo, que visitaba de vez en cuando, como «la Bastilla».

Sofía temblaba de pies a cabeza.

—¿De qué te ríes, estúpida? —le preguntó Constanza.

Sofía le enseñó disimuladamente las pinzas, que tenía medio guardadas en el bolsillo. Entre sus puntas había un fragmento muy perceptible, e incluso reconocible, del señor Povey.

Era la coronación de la carrera de Sofía como perpetradora de lo inenarrable.

—¡Cómo! —el rostro de Constanza dejó ver las contorsiones finales de una horrorizada incredulidad que se ve obligada a creer.

Sofía le dio un fuerte codazo para recordarle que estaban en la calle y además muy cerca del señor Povey.

—Y bien, queridas señoritas —dijo el vil Hollins—. Tres peniques la pinta, ¿y cómo está hoy su señora madre? ¡Sí, frescos, Dios me asista!