CAPÍTULO VII

UNA DERROTA

 

I

 

Fue en junio cuando vino de Axe la tía Harriet a pasar unos días con su hermana menor, la señora Baines. El ferrocarril entre Axe y las Cinco Ciudades aún no se había inaugurado, pero aunque se hubiera inaugurado es probable que la tía Harriet no lo hubiese utilizado. Siempre viajaba de Axe a Bursley en el mismo vehículo, un pequeño carricoche que alquilaba en los establos de Bratt, en Axe, guiado por un cochero que entendía a fondo la importancia y las peculiaridades de la tía Harriet.

La corpulencia de la señora Baines había aumentado, de modo que ahora la tía Harriet le llevaba muy poca ventaja físicamente. Pero el ascendiente moral de la hermana mayor persistía. Las dos amplias viudas compartían el dormitorio de la señora Baines y pasaban mucho tiempo en él sumergidas en conversaciones susurradas, entrevistas de las que la señora Baines salía con el aire de quien ha recibido ilustración y la tía Harriet con el de quien la ha impartido. Las dos iban juntas de acá para allá, a la tienda, al salón de exhibición, a la sala, a la cocina y también a la ciudad dirigiéndose la una a la otra como «hermana», «hermana». En todas partes era «hermana», «hermana», «hermana mía», «vuestra querida madre», «vuestra tía Harriet». Se referían la una a la otra como fuentes y oráculos de sabiduría y buen gusto. La respetabilidad salía a acechar cuando ellas estaban en marcha. Toda la Plaza se retorcía incómoda, como si el ojo de Dios la hubiera tomado con ella. Las comidas en la sala se convirtieron en colaciones solemnes en las cuales brillaban la mejor plata y la mantelería más fina, pero de las cuales parecían excluidas la alegría y la naturalidad. (Digo «parecían» porque es indudable que la tía Harriet era natural, y había momentos en que tal vez pensara que estaba mostrando alegría, una alegría más desoladora que su severidad.) La generación más joven quedó extinguida, aplastada y sin vida bajo el peso de las viudas.

El señor Povey no era hombre que se dejara aplastar por pesos de ninguna clase; su eliminación fue una sorprendente prueba de las proezas de las viudas, quienes incluso pasaron por encima del señor Povey como dos locomotoras, con la sublime inconsciencia de las locomotoras, dejando tras ellas un objeto inanimado en su camino y casi sin reparar en el choque. El señor Povey detestaba a la tía Harriet, pero ¿cómo podía rebelarse contra ella, aplastado en el camino? No dejaba de pensar que la tía Harriet lo estaba vigilando y comunicando el resultado cada poco tiempo a la señora Baines en el dormitorio. Pensaba que lo sabía todo sobre él, hasta aquellas lágrimas que habían humedecido sus ojos. Pensaba que no podía ni soñar hacer nada bien para la tía Harriet, que la absoluta perfección en el cumplimiento del deber no podía causar más impresión en ella que una caricia en los mandos de una locomotora. Constanza, la adorable Constanza, también era mirada con recelo. No había nada concreto en la conducta de la tía Harriet con ella, pero había algo que no era concreto, una indirecta, un pálpito, que insinuaba a Constanza: «Ten cuidado, no vaya a ser por ventura que te conviertas en prima segunda de una mujer de la vida».

A Sofía la mimaba. Con frecuencia le daba juguetonamente golpecitos con el dedal mientras cosía el dobladillo de algún guardapolvos (pues la añosa dama era capaz de elevar un guardapolvos a su propia dignidad). En dos ocasiones la llamó «mariposita mía». Y se le confió la ornamentación del sombrero nuevo de verano de la tía Harriet. La tía Harriet opinaba que Sofía estaba pálida. Conforme pasaban los días, la tía Harriet insistió en la palidez de Sofía hasta convertirla en un artículo de fe que era preciso suscribir bajo pena de excomunión. Entonces amaneció el día en el que la tía Harriet dijo, clavando la mirada en Sofía como una tía cariñosa: «A esta niña le vendría bien un cambio». Y luego amaneció otro día en el que la tía Harriet, fijando compasivamente la mirada en Sofía, como una tía devota, dijo: «Es una lástima que esta niña no pueda disfrutar de un cambio». Y la señora Baines la miró también fijamente y dijo: «Es verdad».

Y otro día dijo la tía Harriet: «He estado pensando si a mi pequeña Sofía le apetecería venir a hacer compañía una temporada a su vieja tía».

Había pocas cosas que a Sofía le apetecieran menos. La muchacha se juró airadamente que no iría, que nada la induciría a ir. Pero estaba en una red; estaba entre las mallas de la corrección familiar. Hiciera lo que hiciese no podía inventarse una razón para no ir. Desde luego no podía decir a su tía simplemente que no quería ir. Y entonces se iniciaron los complicados preparativos de marcha de la tía Harriet. La tía Harriet nunca hacía nada sencillamente. Y no era capaz de apresurarse. Setenta y dos horas antes de la partida tenía que empezar a ocuparse de su baúl, pero antes Maggie tenía que limpiar el baúl con un paño húmedo bajo la mirada y la dirección de la tía Harriet. Y había que escribir al hombre de las caballerizas de Axe y a los criados de Axe, y había que sopesar y considerar las predicciones del tiempo. Y de una u otra forma, cuando todas estas cosas estuvieron terminadas se entendió tácitamente que Sofía iba a acompañar a su amable tía a los ventosos páramos de Axe. ¡En Axe no había humos! ¡En Axe no había aire viciado! ¡Qué existencia tan desahogada la de una viuda de buena salud en una ciudad residencial con una baja tasa de mortalidad y un famoso paisaje! «¿Has hecho tu equipaje, Sofía?». No, no lo había hecho. «Bueno, ya iré yo a ayudarte».

¡Era imposible resistir el empuje de un cuerpo tan enorme como el de la tía Harriet! Era irresistible.

Llegó el día de la partida, que puso en conmoción a todos los habitantes de la casa. La comida se sirvió un cuarto de hora antes de lo habitual para que la tía Harriet pudiera llegar a Axe a su acostumbrada hora del té. Después de comer, Maggie recibió tres asombrosos delantales de muselina, entregados con un gesto regio. Bajaron el baúl y la caja de Sofía y en la sala hubo un tenue olor a guantes negros de cabritilla. Se esperaba al carricoche, que apareció a su hora («¡Siempre puedo confiar en Bladen!», dijo la tía Harriet); se abrió la puerta y Bladen, con las piernas entumecidas, bajó del pescante y se tocó el ala del sombrero saludando a la tía Harriet, que llenaba el umbral.

—¿Les ha dado el pienso, Bladen? —preguntó.

—Sí, s’ñora —respondió él en tono tranquilizador.

Bladen y el señor Povey sacaron el baúl y la caja y Constanza se hizo cargo de unos paquetes que depositó en los rincones del carruaje siguiendo las instrucciones de su tía; era como estibar la carga de un barco.

—¡Vamos, Sofía, corazón! —llamó la señora Baines asomándose a la escalera. Y bajó Sofía con lentitud. La señora Baines le ofreció el rostro. Sofía le echó una rápida mirada.

—¡No te creas que no veo por qué haces que me vaya! —exclamó Sofía con voz áspera y furiosa y los ojos centelleantes—, ¡No estoy tan ciega! —Dio a su madre un beso rápido y despreciativo. Después añadió apartándose de ella—: ¡Pero a Constanza la dejas hacer lo que quiera!

Éste fue su único y amargo comentario sobre el episodio, pero puso en él toda la profunda amargura acumulada en muchas noches de rebeldía.

La señora Baines reprimió un suspiro. Aquella explosión indudablemente la perturbó. Había albergado la esperanza de que la tersa superficie de las cosas no se agitara.

Sofía salió de la casa de un salto. Y el grupo, incluyendo varios pilluelos, contempló conteniendo el aliento cómo la tía Harriet, después de dar sus majestuosos adioses, subió la escalerilla y se introdujo por la puerta del vehículo al interior de éste, fue una operación como enhebrar una aguja con hilo demasiado grueso. Una vez dentro, los aros de su falda se extendieron en súbita liberación, llenando el carricoche.

Cuando, con las debidas formalidades, salió el equipaje, la señora Baines dio otro suspiro, esta vez de alivio. Las hermanas habían ganado. Ahora podía aguardar la inminente llegada del señor Scales con toda tranquilidad.

 

 

 

II

 

Aquellas singulares palabras de Sofía —«pero a Constanza la dejas hacer lo que quiera» —habían perturbado a la señora Baines más de lo que pareció en un principio. La incomodaban como una mosca tardía en otoño. No había dicho nada del caso de Constanza a nadie, exceptuando naturalmente a la señora Maddack. Tenía la sensación instintiva de que no podía mostrar la menor indulgencia con los impulsos románticos de su hija mayor sin parecer injusta con la menor y había actuado en consonancia. La memorable mañana del agudo ataque de celos del señor Povey había —al menos de momento— apagado el fuego, le había quitado leña y lo había ocultado, y desde entonces no se había dicho una palabra acerca del estado del corazón de Constanza. En el gran peligro que se atribuía al señor Scales, se había dejado a un lado el corazón como si fuese una cosa que podía esperar, como se deja a un lado el arreglo de la ropa blanca cuando se avecina un terremoto. La señora Baines estaba segura de que Constanza no había hablado con Sofía acerca del señor Povey. Constanza, que comprendía a su madre, tenía demasiado sentido común y demasiado sentido del decoro para eso… y sin embargo ahí estaba Sofía exclamando «pero a Constanza la dejas hacer lo que quiera». ¿Eran entonces del dominio público las relaciones entre Constanza y el señor Povey? ¿Hablaban también de ellas las dependientas?

Lo cierto es que las dependientas sí hablaban de ellas, no en la tienda, ya que una de las partes o la propia señora Baines estaba siempre allí, sino fuera de ella. Casi no hablaban de otra cosa cuando estaban libres; cómo lo había mirado ella aquel día, cómo se había sonrojado él, y así sucesiva e interminablemente. Sin embargo la señora Baines creía verdaderamente que era la única que lo sabía. Tal es el poder del engaño, imposible de erradicar, de que los asuntos propios, en especial los de los hijos, son misteriosamente distintos de los de los demás.

Tras la marcha de Sofía, la señora Baines examinó a su hija y a su gerente durante la cena con mirada curiosa y desconfiada. Ambos trabajaban, hablaban y comían igual que si la señora Baines nunca los hubiese sorprendido llorando juntos en el taller de cortar. Aparentaban la mayor naturalidad del mundo. Tal vez jamás hubieran oído susurrar el nombre del amor. Y no podía haber engaño detrás de aquel decoro, pues Constanza era incapaz de engaño. Sin embargo, la señora Baines no tenía la conciencia tranquila. Reinaba el orden pero, con todo, sabía que tenía que hacer algo, averiguar algo, decidir algo; si cumplía con su deber tenía que llevarse a un lado a Constanza y decirle: «Ahora, Constanza, tengo la mente más despejada. Dime con franqueza qué es lo que viene ocurriendo entre el señor Povey y tú. Nunca he entendido qué quiso decir aquella escena en el taller de cortar. Dímelo». Tenía que hablar en este tono. Pero no podía. A aquella vigorosa mujer no le quedaba la suficiente energía. Quería descansar, descansar —aunque fuera un descanso de cobarde, una tranquilidad de avestruz— tras el torbellino de aprensiones motivado por Sofía. Su alma clamaba pidiendo paz. Sin embargo, no había de tenerla.

Justo el primer domingo después de marcharse Sofía, el señor Povey no fue a la capilla por la mañana sin dar razón alguna de su inusual comportamiento. Desayunó con apetito, pero había en su mirada algo peculiar que inquietó un poco a la señora Baines, algo que no pudo aprehender ni definir. Cuando ella y Constanza volvieron de la iglesia, el señor Povey estaba tocando «La Roca de los Siglos» en el armonio, ¡cosa también inusual! La parte seria de la comida incluía carne asada y budín de Yorkshire, servido éste como plato dulce antes de la carne. La señora Baines comió generosamente de las dos cosas, pues le encantaban y además siempre tenía hambre después de oír un sermón. También atacó a fondo el queso de Cheshire. Tenía la intención de dormir un rato en el salón después de comer. Los domingos por la tarde, invariablemente, intentaba dormirse en el salón y raras veces dejaba de conseguirlo. Por lo general las muchachas la acompañaban allí desde la mesa y o bien se «acomodaban» de la misma manera o bien se iban sin hacer ruido al ver que aquella figura majestuosa se iba hundiendo en los profundos huecos del cómodo sillón. La señora Baines veía venir con placer su somnolienta tarde de domingo.

Constanza dio las gracias después de la carne; la forma, en aquella concreta ocasión, fue:

—Gracias, Señor, por los alimentos que acabamos de tomar, amén. Mamá, tengo que subir a mi habitación—, («Mi habitación», porque Sofía estaba muy lejos.)

Y se marchó corriendo, de una manera curiosamente infantil.

—Bueno, hija, no hace falta tanta prisa —dijo la señora Baines, haciendo soñar la campanilla y levantándose.

Esperaba que Constanza se acordara de las condiciones que precedían a la siesta.

—Me gustaría hablar un momento con usted, si no le importa, señora Baines —dijo de improviso el señor Povey con visible nerviosismo. Su tono supuso un golpe inesperado para la paz de espíritu de la señora Baines. Era un tono portentoso.

—¿De qué? —preguntó con una inflexión de voz encaminada a recordar sutilmente al señor Povey qué día era.

—De Constanza —dijo aquel hombre sorprendente.

—¡De Constanza! —repitió la señora Baines con un histriónico aire de perplejidad.

Entró Maggie en la estancia, únicamente respondiendo a la campanilla, pero a la señora Baines le vino de inmediato una idea a la cabeza: «¡Hay que ver lo entrometidos que son los criados!». Por espacio de cinco segundos se sintió agraviada con Maggie. Se vio obligada a volverse a sentar y esperar mientras Maggie recogía la mesa. El señor Povey se metió las manos en los bolsillos, se levantó, se acercó a la ventana, silbó y en términos generales se comportó de una manera que presagiaba lo peor.

Por fin desapareció Maggie, cerrando la puerta.

—¿Y bien, señor Povey?

—¡Oh! —dijo el señor Povey volviéndose a ella con una ridícula brusquedad nerviosa, como queriendo decir: ¡Ah, sí! Teníamos que hablar de algo: ¡se me olvidaba!». Después empezó—. Es acerca de Constanza y de mí.

Sí, estaba claro que habían tramado aquella entrevista. Estaba claro que Constanza se había quitado de en medio a propósito para dejar libre al señor Povey. Estaban confabulados. Lo inevitable había sobrevenido. ¡Adiós siesta! ¡Adiós descanso! ¡Otra vez las preocupaciones!

—No estoy en absoluto satisfecho con la actual situación —dijo el señor Povey en un tono que se correspondía con sus palabras.

—No sé lo que quiere decir, señor Povey —replicó fríamente la señora Baines. Aquello no era más que una mentira.

—¡Bueno, de veras, señora Baines…! —protestó el señor Povey—. ¡Supongo que no me negará que sabe que hay algo entre Constanza y yo! ¡Supongo que no lo negará!

—¿Qué es lo que hay entre Constanza y usted? Puedo asegurarle que yo…

—Eso depende de usted —la interrumpió el señor Povey. Cuando estaba nervioso sus modales se estropeaban y su conducta se asemejaba a la descortesía—¡Eso depende de usted! —repitió, adusto.

—Pero…

—¿Vamos a estar comprometidos o no? —prosiguió el señor Povey, como si la señora Baines fuese culpable de algún grave fallo y estuviera decidido a no perdonarla—. Eso es lo que creo que hay que dejar bien sentado de una u otra manera. Deseo hablar sin tapujos… en lo sucesivo, igual que en el pasado.

—¡Pero si usted no me ha dicho nada en absoluto! —protestó la señora Baines, levantando las cejas. El modo en que aquel hombre se lo había soltado todo de buenas a primeras era ciertamente demasiado audaz.

El señor Povey se acercó a ella, que seguía sentada a la mesa agitando sus rizos y mirándose las manos.

—¡Usted sabe que hay algo entre nosotros! —insistió.

—¿Cómo iba a saber que hay algo entre ustedes? Constanza nunca me ha dicho nada. ¿Y acaso me lo ha dicho usted?

—Bueno —dijo él—, no hemos ocultado nada.

—¿Qué es lo que hay entre Constanza y usted? ¡Si se me permite preguntarlo!

—Eso depende de usted —volvió a decir él.

—¿Le ha pedido que se case con usted?

—No. No le he pedido exactamente que se case conmigo. —Vaciló— Ya ve usted…

La señora Baines reunió sus fuerzas.

—¿La ha besado? —interrogó con voz fría.

Entonces el señor Povey enrojeció.

—No la he besado exactamente —tartamudeó, escandalizado al parecer por la pregunta—. No; no diría que la he besado.

Tal vez fuera que antes de comprometerse deseara saber lo que entendía la señora Baines por un beso.

—Es usted asombroso —dijo ella con altivez. No era ni más ni menos que la verdad.

—Todo lo que quiero saber es…, ¿tiene usted algo contra mí? —preguntó bruscamente—. Porque de ser así…

—¿Algo contra usted, señor Povey? ¿Por qué iba a tener algo contra usted?

—Entonces ¿por qué no podemos comprometernos?

Ella consideró que la estaba intimidando.

—Eso es otra cuestión —respondió.

—¿Por qué no podemos comprometernos? ¿Es que no valgo lo suficiente?

El hecho es que se consideraba que él no valía lo suficiente. La señora Maddack había juzgado sin lugar a dudas que no valía lo suficiente. Era una sólida masa de excelentes cualidades, pero carecía de brillo, de importancia, de dignidad. No era capaz de imponerse. Ése había sido el veredicto.

Y en aquellos momentos, mientras la señora Baines reprochaba secretamente al señor Baines su incapacidad para imponerse, se le estaba imponiendo a ella con toda la paciencia del mundo ¡y aquel fenómeno se le escapaba! Tuvo la impresión de que la estaba intimidando, pero por alguna razón no pudo percibir su poder. ¡Sin embargo, un hombre capaz de intimidar a la señora Baines no era desde luego un alma vulgar!

—Ya conoce la elevada opinión que tengo de usted —dijo ella.

El señor Povey continuó en un tono más suave: —Suponiendo que Constanza esté dispuesta a comprometerse, ¿entiendo que tengo el consentimiento de usted?

—Pero Constanza es demasiado joven.

—Tiene veinte años. Más de veinte.

—Sea como fuere, ¡no esperará usted que le dé una respuesta ahora!

—¿Por qué no? Ya conoce mi posición.

La conocía. Desde un punto de vista práctico aquella boda sería ideal: por este lado no se le podían poner pegas. Pero la señora Baines no podía dejar de pensar que para su hija sería «venir a menos». Al fin y al cabo, ¿quién era el señor Povey? El señor Povey no era nadie.

—Tengo que pensarlo —dijo con firmeza, apretando los labios—. No puedo contestarle así. Es un asunto serio.

—¿Cuándo podré tener su respuesta? ¿Mañana?

—No…, en realidad…

—¿Dentro de una semana, pues?

—No puedo comprometerme en una fecha —dijo con altanería la señora Baines. Pensó que estaba ganando terreno.

—… No puedo seguir aquí indefinidamente tal como están las cosas —estalló el señor Povey; en su tono había un toque de histeria.

—Ahora, señor Povey, le ruego que sea razonable.

—Todo eso está muy bien —continuó él— Todo eso está muy bien. ¡Pero lo que digo es que los patronos no tienen derecho a tener empleados varones en sus casas a menos que estén dispuestos a dejar que sus hijas se casen con ellos! ¡Eso es lo que digo! ¡No tienen derecho!

La señora Baines no supo qué contestar.

—Si sucede así tendré que irme —concluyó el pretendiente.

«¿Si sucede qué? —se preguntó ella—, ¿Qué mosca le ha picado?». Y en voz alta:

—Ya sabe que si se va me en pone una situación muy incómoda; espero que no quiera mezclar dos cosas distintas. Espero que no esté tratando de amenazarme.

—¡Amenazarla! —exclamó él—¿Piensa usted que me iría por gusto? Si me voy será porque no puedo soportarlo. Eso es todo. No puedo soportarlo. Quiero a Constanza, y si no puedo tenerla no puedo soportarlo. ¿De qué cree usted que estoy hecho?

—No me cabe duda… —empezó ella.

—¡Todo eso está muy bien! —casi gritó él.

—Pero, por favor, déjeme hablar —dijo la señora Baines en voz pausada.

—Lo único que digo es que no puedo soportarlo. Eso es todo… Los patronos no tienen derecho… Tenemos nuestros sentimientos, como los demás.

Estaba profundamente conmovido. Tal vez a un observador estrictamente imparcial de la naturaleza humana le habría parecido un tanto grotesco. No obstante, estaba profunda y auténticamente conmovido; quizá la naturaleza humana no hubiera podido mostrar nada más humano que el señor Povey en el momento en el que, incapaz de contener por más tiempo el paroxismo que de forma tan sorprendente se había apoderado de él, huyó de la sala, arrebatado por la pasión, al refugio de su dormitorio.

«Eso es lo malo que tiene esa gente tan tranquila y calladita —dijo para sí la señora Baines—. Uno nunca sabe si van a estallar. Y cuando lo hacen, es terrible…, terrible. ¿Qué he hecho, qué he dicho, para que se pusiera así? ¡Nada! ¡Nada!».

Y ¿dónde había ido a parar su siesta de la tarde? ¿Qué le iba a pasar a su hija? ¿Qué podía decir a Constanza? ¿Cómo iba ella a comportarse ahora con el señor Povey? ¡Ah! Necesitó ser una mujer valiente e indomable para no ponerse a gritar: «¡He sufrido demasiado! ¡Haced lo que queráis, pero dejadme morir en paz!», y, tras decir aquello, ¡dejar que pasara lo que tuviera que pasar!

 

 

 

III

 

Ni el señor Povey ni Constanza le volvieron a sacar a colación el delicado tema y ella decidió no ser la primera en hablar de él. Consideraba que el señor Povey se había aprovechado de su situación y además había sido infantil y descortés. Y personalmente culpaba en cierto modo a Constanza de la conducta de aquél. Así pues, el asunto quedó, por así decirlo, suspendido en el éter entre las fuerzas contrarias del orgullo y la pasión.

Poco después tuvieron lugar unos acontecimientos en comparación con los cuales las vicisitudes del corazón del señor Povey no tenían más relevancia que un chaparrón en abril. Y el sino no dio aviso alguno; antes bien, el indicio fue una total ausencia de acontecimientos. Cuando llegó la acostumbrada circular de Birkinshaws, el nombre de «nuestro señor Scales» había sido sustituido por otro, desconocido. La señora Baines, que vio la circular por casualidad, experimentó una sensación de alivio mezclada con la decepción profesional de un diplomático que se ha preparado minuciosamente para contingencias que no han tenido lugar. Había hecho irse a Sofía para nada; sin duda su afecto maternal había hecho una montaña de un grano de arena. Realmente, cuando reflexionaba acerca del pasado, no podía recordar nada que justificara su teoría de que estuviera naciendo una relación entre Sofía y el joven. ¡Nada! Todo lo que podía aducir era que Sofía se había encontrado dos veces en la calle a Scales.

Tenía un interés curioso por el sino de Scales, para quien en su fuero interno había profetizado el mal desde hacía mucho tiempo; cuando llegó el representante de Birkinshaws se las arregló para estar en la tienda, con la intención de conversar con él y enterarse de todo cuanto pudiera después de que el señor Povey se hubiera ocupado de los asuntos comerciales. Con este propósito, en el momento adecuado atravesó la tienda dirigiéndose al señor Povey y mientras lo hacía obtuvo una panorámica transitoria de King Street y, en esta calle, de un vehículo familiar. Se detuvo; entonces le pareció oír unos lejanos golpes a la puerta. Abandonando al viajante, fue a toda prisa hacia la sala y en el pasillo comprobó que se oía llamar de una manera airada e impaciente, como si se tratase de alguien que piensa que ya lleva demasiado rato llamando.

—¡Por supuesto, Maggie está en lo alto de la casa! —murmuró sarcásticamente.

Soltó la cadena, abrió el cerrojo y dio vuelta a la llave de la puerta lateral.

—¡Por fin! —era la voz de la tía Harriet, enfadada—. ¡Vaya! ¿Eres tú, hermana? Te has levantado pronto. ¡Bendito sea Dios!

Aquellos dos majestuosos e imponentes seres se reunieron en la alfombrilla, inclinándose de modo que pudieran darse un beso por encima de sus tremendos senos.

—¿Qué pasa? —preguntó temerosa la señora Baines.

—¡Bueno, eso me pregunto yo! —dijo la señora Maddack—. ¡Y he venido precisamente para preguntártelo!

—¿Dónde está Sofía? —interrogó la señora Baines.

—¡No querrás decir que no ha venido, hermana! —la señora Maddack se hundió en el sofá.

—¿Venir? ¡Claro que no ha venido! ¿Qué quieres decir, hermana?

—Se marchó en el momento mismo en que recibió la carta de Constanza, ayer, en la que le decía que estabas enferma en cama y que era mejor que viniera a ayudar en la tienda. Le pedí el carricoche a Bratt.

La señora Baines se hundió a su vez en el sofá.

—No he estado enferma —dijo—, ¡Y Constanza lleva una semana sin escribir! Precisamente le estaba diciendo ayer…

—¡Hermana… no puede ser! Sofía tenía carta de Constanza todas las mañanas. Por lo menos decía que eran de Constanza. Le dije que no dejara de escribirme para decirme cómo estabas anoche y prometió hacerlo. Y al no recibir nada en el correo de esta mañana decidí venir yo misma para ver si se trataba de algo grave.

—¡Ya lo creo que es grave! —murmuró la señora Baines.

—¿Qué…?

—Sofía se ha escapado. ¡Eso es, hablando en plata! —dijo la señora Baines con fría calma.

—¡No! No puedo creer semejante cosa. He cuidado de Sofía día y noche como si fuese mi propia hija y…

—Si no se ha escapado, ¿dónde está?

La señora Maddack abrió la puerta con gesto trágico.

—Bladen —llamó en voz alta al conductor del carricoche, que aguardaba en la acera.

—Sí, s’ñora.

—Fue Pember el que trajo a la señorita Sofía ayer por la tarde, ¿verdad?

—Sí, s’ñora.

Ella vaciló. Una pregunta torpe podía ilustrar a un miembro de la clase a la que nunca hay que ilustrar en lo tocante a los asuntos privados de uno.

—¿No llegó hasta aquí?

—No, s’ñora. Casualmente dijo anoche cuando volvió que la señorita Sofía le había dicho que la llevara a la estación de Knype.

—¡Eso pensaba yo! —dijo valerosamente la señora Maddack.

—Sí, s’ñora.

—¡Hermana! —gimió tras cerrar cuidadosamente la puerta.

Se agarraron la una a la otra.

El horror de lo que había sucedido no se apoderó inmediatamente de ellas, pues la capacidad de creer, de captar imaginariamente un acontecimiento supremo, sea de gran aflicción o de gran felicidad, es ridículamente limitado. Pero cada minuto que pasaba aquel horror se tomaba más claro e intenso, las dominaba de una manera más trágica. Ninguna de ellas pudo pronunciar el nombre de Gerald Scales. Y la tía Harriet no podía rebajarse a defenderse de una posible acusación de descuido, ni tampoco la señora Baines podía rebajarse a asegurar a su hermana que era incapaz de formular tal acusación. Y a la enorme locura criminal de Sofía no podían ni siquiera aludir: era indescriptible. Así se desarrolló la entrevista, torpe e inconsecuente, sin llevar a nada.

Sofía se había ido. Se había ido con Gerald Scales. Aquella hermosa muchacha, aquella criatura imprevisible, indomable, imposible, había cometido la mayor de las locuras; sin pretexto ni excusa, ¡y con qué elaborado engaño! ¡Sí, sin excusa! No la habían tratado con dureza; había gozado de un grado de libertad que habría asombrado y escandalizado a sus abuelas; la habían mimado y consentido, le habían seguido la corriente. Y su respuesta era deshonrar a la familia con un acto tan irrevocable como atroz. ¡Si entre sus deseos estaba el de humillar a aquellas dos majestades, su madre y la tía Harriet, estaría muy satisfecha si pudiera verlas en el sofá, escarnecidas, avergonzadas, mortalmente heridas! ¡Ah, qué monstruosa crueldad la de la juventud!

¿Qué debía hacerse? ¿Decírselo a la amable Constanza? No; por el momento no era algo que se pudiese comunicar a la joven generación. Era demasiado nuevo y demasiado crudo para la joven generación. Además, por capaces, orgullosas y experimentadas que fueran sentían la necesidad de una voz de hombre y de unas ideas duras e insensibles de hombre. Lo suyo era acudir al señor Critchlow. Se envió a Maggie en su busca, con el ruego específico de que fuera a la puerta lateral. Llegó expectante, previendo gratamente algún desastre, y no se vio decepcionado. Con las dos hermanas pasó la hora más feliz que había tenido en años. Con toda celeridad pasó revista a las opciones que tenían. ¿Llamarían a la policía o se arriesgarían a esperar? Ellas rehuían la cuestión, pero con feroz brutalidad él las condujo una y otra vez al punto en que era preciso tomar una decisión inmediata… ¡Bueno, no podían contárselo a la policía! Eso no podía ser, sencillamente… Luego había que afrontar otro peligro… No tuvo compasión de ellas. Y mientras las torturaba llegó un telegrama enviado desde Charing Cross: «Estoy bien. Sofía». Aquello probaba por lo menos que la muchacha tenía corazón, que no era despreocupada.

A la señora Baines le parecía que había tenido a Sofía el día anterior, que sólo el día anterior era una cría, una colegiala que se merecía una bofetada. Pasaron los años en unas pocas horas. ¡Y ahora mandaba telegramas desde Charing Cross! ¡Qué diferente era la letra del telegrama de la de Sofía! ¡Qué misteriosamente seca e inhumana era la letra oficial, que la señora Baines contemplaba con los ojos enrojecidos y húmedos!

El señor Critchlow dijo que debía ir alguien a Manchester a ver qué había ocurrido con el señor Scales. Fue él mismo a primera hora de la tarde y regresó con la noticia de que una tía de Scales había muerto repentinamente dejándole doce mil libras y que, después de pelearse con su tío Boldero, había abandonado Birkinshaws en el plazo de una hora y había desaparecido con su herencia.

—Está más claro que el agua —dijo el señor Critchlow—, ¡Yo podría haberles advertido de todo esto hace años, desde que ella mató a su padre!

El señor Critchlow no dejó nada por decir.

En el transcurso de la noche la señora Baines revivió toda la vida de Sofía, la revivió más intensamente que como nunca lo hiciera la propia Sofía.

Al otro día empezó a enterarse la gente. Un cuchicheo casi inaudible atravesó la Plaza y se extendió por la ciudad; en el silencio todos lo oyeron: «¡Sofía Baines se ha escapado con un viajante de comercio!».

Al cabo de quince días llegó una nota, también desde Londres: «Querida madre, me he casado con Gerald Scales. Por favor, no te preocupes por mí. Nos marchamos al extranjero. Con cariño, Sofía. Un beso a Constanza». ¡No había manchas de lágrimas en aquel papel azul pálido! ¡No había signo alguno de agitación!

Y la señora Baines se dijo: «Mi vida ha terminado». Y así era, a pesar de que tenía apenas cincuenta años. Se sentía vieja, vieja y derrotada. Había luchado y había sido vencida. El designio eterno había sido demasiado para ella. El valor había desaparecido en ella: el valor para mantener la cabeza alta y mirar de frente a la Plaza. ¡Ella, la esposa de John Baines! ¡Ella, una Syme de Axe!

¡Las casas viejas, en el curso de su historia, presencian tristes espectáculos y nunca los olvidan! Y desde entonces, en la solemne fisonomía de la casa triple de John Baines en la esquina de la Plaza de San Lucas y King Street han permanecido las huellas del espectáculo que presenció la mañana del día en que el señor y la señora Povey volvieron de su viaje de novios, el espectáculo de la señora Baines subiendo al carricoche para partir hacia Axe; de la señora Baines, cargada con baúles y paquetes, abandonando el escenario de sus luchas y de su derrota, al cual había llegado delgada como un palillo, para volver gruesa y pesada —y con el corazón pesado— a su infancia; contentándose con vivir con su grandiosa hermana hasta el momento en que debiera disponerse a ser enterrada. La vieja casa, mugrienta e impasible, tal vez oyó a su corazón decir: «Ayer mismo eran niñas, tan chiquitinas, y ahora…». Un carricoche que se aleja puede ser una cosa terrible.