CAPÍTULO VII
EL TRIUNFO
I
Sofía estaba una noche, acostada y despierta, en la habitación que recientemente había dejado Carlier. Aquella callada negación de la personalidad había llegado y se había ido, y apenas había dejado constancia de sí en la habitación ni en la memoria de quienes rodeaban su existencia en la casa. Sofía había decidido bajar del sexto piso, en parte porque la tentación de disponer de una buena habitación, después de meses en un cubículo, era muy fuerte; pero más porque últimamente se había visto obligada a levantar una barricada ante la puerta del cubículo con una cómoda, debido a las propensiones de un nuevo inquilino del sexto. No servía de nada quejarse al portero; el único argumento eficaz era la cómoda, y aun ésta era más frágil de lo que Sofía hubiera deseado. De aquí su final retirada.
Oyó que se abría la puerta del piso; luego se cerró con una violencia nerviosa. El golpe habría despertado con toda seguridad a durmientes menos consumados que el señor Niepce y su amigo, cuyos ronquidos prosiguieron con regularidad no perturbada. Tras una pausa en la que no hubo otra cosa que un arrastrar de pies, se oyó raspar una cerilla y los pasos recorrieron el pasillo con las precauciones más exageradas contra el ruido. Después siguió otro portazo inintencionado. Era, decididamente, la entrada de un hombre que carecía de la menor aptitud natural para las irrupciones furtivas. El reloj de la habitación del señor Niepce, al que el tendero había convencido de que marcara la hora exacta, dio las tres con su delicado tintineo.
Durante varios días, Chirac había estado misteriosamente ocupado hasta muy tarde en las oficinas de los Débats. Nadie sabía a qué se dedicaba; no dijo nada, excepto para informar a Sofía de que seguiría llegando a casa hacia las tres de la madrugada hasta nuevo aviso. Ella había insistido en dejarle en su habitación los materiales y utensilios para una ligera colación. Naturalmente, él había protestado, con la irracional obstinación de un hombre físicamente débil que se aferra a ella para poder desafiar a las leyes de la naturaleza. Pero había protestado en vano.
En general, su conducta desde el día de Navidad tenía asustada a Sofía, a pesar de su tendencia a ahogar las alarmas fáciles nada más nacer. Él no comía casi nada y andaba de un lado a otro con la cara de un hombre que se muere por culpa de un corazón destrozado. El cambio que había sufrido era desde luego trágico. Y en vez de mejorar empeoraba. «¿He hecho yo esto?», se preguntaba Sofía. «¡Es imposible que lo haya hecho yo! ¡Es absurdo y ridículo que se comporte así!». Sus pensamientos se inclinaban alternativamente a simpatizar con él y a despreciarlo, a culparse a sí misma y a culparlo a él. Cuando hablaban, lo hacían con torpeza, como si uno de ellos o los dos hubieran cometido un crimen vergonzoso que ni siquiera podía ser mencionado. La atmósfera del piso estaba mancillada por el horror. Y Sofía no podía ofrecerle un tazón de sopa sin preguntarse si la miraría o evitaría mirarla y sin preparar de antemano y cuidadosamente sus propios gestos y palabras. La existencia era una pesadilla de falta de espontaneidad.
—¡Por lo menos han puesto al descubierto sus baterías! —había exclamado él con dolorosa jocosidad dos días después de Navidad, cuando los sitiadores reemprendieron el cañoneo. Trataba de imitar el extraño alborozo general de la ciudad, que se había visto sacudida de su apatía por la repetición de un ruido familiar, pero el esfuerzo fue un fracaso deplorable. Y Sofía no solamente condenó el fracaso de la imitación de Chirac sino también la cosa imitada. «¡Qué infantil!», pensó. No obstante, por mucho que despreciara lo endeble del comportamiento de Chirac, se sentía profundamente impresionada, auténticamente sorprendida, por la gravedad y persistencia de sus síntomas. «Sin duda está nervioso por mi causa desde hace mucho tiempo», pensó. «¡Está claro que no se ha podido volver tan loco en un día o dos! Pero yo nunca me di cuenta de nada. ¡No; sinceramente, nunca me di cuenta de nada!». Y lo mismo que su conducta en el restaurante había trastornado la seguridad de Chirac en su conocimiento del otro sexo, ahora el singular comportamiento de Chirac trastornaba la suya. Estaba desconcertada. Estaba asustada, aunque lo disimulaba.
Había revivido una y otra vez la escena en el restaurante. Se preguntaba una y otra vez si en realidad no se esperaba de antemano que la cortejase en el restaurante. No podía determinar con precisión cuándo había empezado a esperarse una declaración, pero probablemente mucho antes de que hubiese terminado la comida. Lo había previsto y podía haberlo impedido. Pero no había tomado la decisión de impedirlo. La curiosidad, no sólo respecto a él sino también a ella misma, la había tentado tácitamente a alentarlo. Se preguntaba una y otra vez por qué lo había rechazado. Le resultaba sorprendente que lo hubiera hecho. ¿Fue porque era una mujer casada? ¿Fue porque tenía escrúpulos morales? ¿Fue, en el fondo, porque no le gustaba? ¿Fue porque su ferviente manera de cortejarla había ofendido su flema inglesa? Y la paciencia que mostraba al no renovar el ataque ¿le agradaba o le desagradaba? No podía responder. No lo sabía.
Pero siempre supo que deseaba amor. Sólo que ella concebía una clase diferente de amor: plácido, regular, un tanto severo, que estuviera por encima del plano de caprichos, venas, caricias y todo contacto meramente camal. No es que considerara que despreciaba estas cosas (aunque así era). Lo que deseaba era un amor que fuese demasiado orgulloso, demasiado independiente para exhibir con franqueza su alegría o su dolor. Aborrecía toda exhibición de sentimiento. Y aun en los más íntimos abandonos habría tenido reservas y habría esperado reservas, confiando en la capacidad de adivinación de un amante y en la suya propia. El fundamento de su carácter era una altiva independencia moral, y esta cualidad era lo que más admiraba en los demás.
La incapacidad de Chirac para sacar de su propio orgullo fuerzas para sostenerse ante el golpe del rechazo de Sofía fue matando en ella, poco a poco, el deseo sexual que él había despertado y que durante unos días titiló estimulado por el capricho y el arrepentimiento. Sofía vio de forma cada vez más clara que su instinto irracional había tenido razón al decir que no. Y cuando, a pesar de esto, volvía a sentir arrepentimiento, se consolaba pensando: «No puedo dejar que esta clase de cosas me preocupe. No vale la pena. ¿A qué conduce? ¿No es la vida bastante complicada ya sin eso? ¡No, no! Me quedaré como estoy. ¡De todos modos sé lo que saco tal como están las cosas!». Y reflexionaba acerca de su prometedora situación económica y de la perspectiva de unos ingresos suficientes y constantes. Y entonces se apoderaba de ella un ligero estremecimiento de impaciencia por la interminable y gigantesca estupidez del asedio.
Pero su falta de espontaneidad en presencia de Chirac no disminuía.
Allí acostada aguardaba los acostumbrados ruidos que significarían que Chirac se había retirado por fin a dormir. Sus oídos, sin embargo, no captaron ninguno que proviniera de su habitación. Después se imaginó que olía a quemado en el piso. Se incorporó y olfateó ansiosamente, de improviso totalmente despierta y aprensiva. Entonces tuvo la seguridad de que el olor no estaba en su imaginación. La estancia estaba sumida en completa oscuridad. Febril, buscó a tientas con la mano derecha las cerillas en la mesilla de noche y tiró al suelo vela y cerillas. Echó mano a su bata, que estaba extendida sobre la cama, se la puso y se dirigió hacia la puerta. Iba descalza. Encontró la puerta. En el pasillo no pudo distinguir nada al principio, pero luego vio una delgada línea luminosa que indicaba la parte inferior de la puerta de Chirac. El olor a quemado era fuerte e inconfundible. Fue hacia la tenue luz, tanteó en busca del tirador con la palma de la mano y abrió. No se le ocurrió llamar en voz alta y preguntar qué ocurría.
La casa no se había incendiado, pero hubiera podido ser así. Sofía había dejado, en la mesa que había a los pies de la cama de Chirac, una lamparilla para cocinar y una cazuela de caldo. Lo único que tenía que hacer Chirac era encender la lamparilla y poner la cazuela sobre ella. Había encendido la lamparilla, después de levantar las dobles mechas, y se había dejado caer, tal como estaba, en la silla que estaba junto a la mesa; se había quedado dormido con la cabeza apoyada de lado en la mesa. No había colocado la cazuela sobre la lamparilla ni bajado las mechas, y las llamas, coronadas por un espeso humo negro, ondulaban de acá para allá a pocos centímetros de su flotante cabello. El sombrero del joven había rodado por el suelo; aún llevaba puesto el amplio abrigo y un guante de lana; el otro había hallado acomodo en la rodilla. También ardía una vela.
Sofía se acercó apresuradamente, casi se podría decir que subrepticiamente, y bajó las mechas de la lamparilla. Sobre la mesa cayó una nube de motas negras; por suerte la cazuela estaba tapada; de lo contrario el caldo se habría echado a perder.
Chirac presentaba un espectáculo desgarrador y Sofía fue consciente de la profunda y dolorosa emoción que le produjo verlo así. Tenía que estar absolutamente agotado y quebrantado por la falta de sueño. Era un hombre incapaz de tener un horario regular, incapaz de tratar a su cuerpo como es debido. Aunque se acostaba a las tres de la mañana se seguía levantando a su hora habitual. Parecía un muerto, pero más triste, más nostálgico. Fuera, en la calle, reinaba la niebla, y en su fina barba mojada brillaban gotitas de humedad. Su actitud tenía la inconsiderada y violenta postración de un perro extenuado. El animal apaleado que había en él se expresaba en cada detalle de aquella postura. Se dejaba ver incluso en sus párpados blancos y demacrados y en la caída de un dedo. Su rostro mostraba gran tristeza. Inspiraba compasión como la inspira siempre el rostro desguarnecido del sueño; estaba así de indefenso, de expuesto; era así de sencillo. Hizo pensar a Sofía en los misterios internos de la vida, recordándole en cierto modo que la humanidad camina siempre sobre una delgada costra por encima de abismos aterradores. No se estremeció físicamente, pero su alma tembló.
Mecánicamente puso la cazuela sobre la lamparilla y el ruido despertó a Chirac, que gimió. Al principio no reparó en su presencia. Cuando vio que había alguien que se inclinaba sobre él no se dio cuenta inmediatamente de quién era. Se frotó los ojos con los puños, igual que un niño, y se enderezó, haciendo crujir la silla.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¡Oh, madame! Le pido perdón. ¿Qué ha pasado?
—Ha estado a punto de destruir la casa —dijo ella—. Olí humo y entré. Llegué justo a tiempo. Ya no hay peligro. Pero, por favor, tenga cuidado—. Hizo ademán de dirigirse a la puerta.
—Pero ¿qué fue lo que hice? —inquirió él, con un temblor en los párpados.
Sofía se lo explicó.
Él se levantó de la silla, vacilante. La joven le dijo que se volviera a sentar y él obedeció como en sueños.
—Ahora ya puedo irme —dijo ella.
—Aguarde un momento —murmuró Chirac—, Le ruego que me perdone. No sabría cómo agradecérselo. De verdad es usted muy buena. ¿Quiere aguardar un momento?
Hablaba en tono de súplica. La miró, un poco deslumbrado por la luz y por ella. La lamparilla y la vela iluminaban teatralmente la parte inferior de su rostro y mostraban la textura de su peignoir de franela azul; el dibujo de una parte de cuello de encaje se recortaba en sombra contra su mejilla. Su rostro estaba cubierto de rubor y llevaba el cabello suelto. Era evidente que Chirac no conseguía recuperarse de la justificable sorpresa que le había producido la aparición de aquella figura en su habitación.
—¿Qué pasa… ahora? —dijo ella. El ligero y socarrón énfasis que puso en la palabra «ahora» indicaba lo que había en lo más profundo de su pensamiento. La manera en que lo había visto la había emocionado y la había llenado de simpatía mujeril. Pero aquella simpatía no era más que la envoltura de su desdén hacia él. No podía admirar la debilidad. No podía sino sentir piedad por ella, una piedad en la que se mezclaba el desprecio. Instintivamente lo trataba como a un niño. Le había faltado dignidad humana. Y a Sofía le pareció que antes no estaba totalmente segura de si podía amarlo pero que ahora sí lo estaba. Se encontraba cerca de él. Veía las heridas de un alma que no era capaz de ocultarlas y aquella visión le resultaba molesta. Era dura. No hacía concesiones. Y se deleitaba en su dureza. ¡El desprecio —un desprecio bondadoso, amable, indulgente—, ése era el fondo de la simpatía que la hacía parecer cálida exteriormente! ¡Desprecio por la falta de dominio de sí mismo que había tenido como consecuencia la rápida degeneración de un hombre, convirtiéndolo en una víctima torturada! ¡Desprecio por la falta de perspectiva que agrandaba un simple hongo hasta que llenaba todo el campo de la vida! ¡Desprecio por aquella femenina esclavitud al sentimiento! Pensó que quizá hubiera podido entregarse a Chirac como se da un juguete a un niño. ¡Pero amarlo…! ¡No! Era consciente de su inconmensurable superioridad respecto de él, pues lo era de la libertad de un alma fuerte.
—Quería decirle —prosiguió él —que me marcho.
—¿Adonde? —preguntó ella.
—Fuera de París.
—¿Fuera de París? ¿Cómo?
—¡En globo! Mi periódico… Es un asunto de gran importancia. Ya me entiende. Me he ofrecido. ¿Qué le voy a hacer?
—¡Es peligroso! —observó Sofía, esperando a ver si adoptaba el aire necio de alguien que no comprende el miedo.
—¡Oh! —murmuró el pobre hombre con entonación fatua y chascando los dedos—. Eso me da lo mismo. Sí, es peligroso. ¡Sí, es peligroso! —repitió—¿Pero qué le voy a hacer? ¡Para mí…!
Ella pensó que ojalá no hubiese mencionado el peligro. Le ofendió verlo provocar su irónico desdén.
—Será pasado mañana por la noche —dijo Chirac—, En el patio de la Estación del Norte. Quiero que venga a verme partir. Tengo gran deseo de que venga a verme partir. Le he pedido a Carlier que la acompañe.
Lo mismo podría haber dicho: «Me ofrezco al martirio y usted tiene que asistir al espectáculo».
Ella lo despreció todavía más.
—¡Oh! ¡Esté tranquila! No seré una molestia para usted. Nunca más volveré a hablarle de mi amor. La conozco. Sé que sería inútil. Pero espero que venga a desearme bon voyage.
—Por supuesto, si realmente lo desea —respondió ella con animada frialdad.
Él tomó su mano y la besó.
Antaño le complacía que le besara la mano. Pero ahora no le agradó. Le pareció una cosa histérica y estúpida. Sentía que los pies se le helaban en el suelo.
—Ahora le dejo —se despidió—. Por favor, tómese la sopa.
Huyó, esperando que no le mirase los pies.
II
El patio de la Estación de Ferrocarril del Norte estaba iluminado con lámparas de aceite tomadas de las locomotoras; sus reflectores plateados proyectaban rayos deslumbrantes desde todos los lados sobre la parte inferior de la inmensa masa amarilla del globo; la parte superior se mecía con desmaño de gigante en la fuerte brisa. No era más que un globo pequeño, en proporción con lo que son los globos, pero parecía monstruoso balanceándose sobre las figuras humanas que se agitaban por debajo de él. El cordaje se perfilaba contra el tafetán amarillo a la altura del máximo diámetro del globo, pero más allá todo era vago, y ni siquiera los espectadores situados a gran distancia podrían distinguir claramente lo alto de la gran esfera del cielo oscuro y agitado. La barquilla, sujeta por cuerdas atadas a estacas, se elevaba de vez en cuando a unos pocos centímetros del suelo. La sombría y severa arquitectura de los edificios de la estación rodeaba el globo por todas partes; sólo tenía una manera de escapar. Por encima de los tejados de aquellos edificios, que no dejaban entrar los ruidos de la ciudad, se percibía el estruendo irregular del bombardeo. Caían proyectiles en los barrios meridionales de París, tal vez sin causar grandes daños, pero precipitándose de vez en cuando en el interior de una casa y dejándola hecha un triste desastre. Los parisienses estaban convencidos de que los proyectiles estaban maliciosamente dirigidos contra hospitales y museos; cuando por casualidad un niño era hecho pedazos, sus comentarios tácitos sobre el salvajismo prusiano eran acerbos. Sus caras decían: «¡Esos bárbaros no perdonan ni siquiera a nuestros hijos!». Se divertían creando un mercado de proyectiles, en el que se pagaba más caro uno vivo que uno muerto y se modificaba la tarifa según existencias. Y, como el mercado del ganado estaba vacío, el de las verduras estaba vacío y ya no había animales pastando en la hierba de los parques, y los veinticinco millones de ratas de la metrópolis eran demasiados para suscitar el interés de los espectadores, y la Bolsa estaba casi desierta, el tráfico de proyectiles sostuvo el famélico instinto mercantil en una época muy aburrida. Pero el efecto sobre los nervios era dañino. Los nervios de todos semejaban una herida en carne viva. De la risa brotaba, como por arte de magia, un enojo virulento; de las caricias, golpes. Esta consecuencia indirecta de los bombardeos era especialmente llamativa en el grupo de hombres que se encontraba bajo el globo. Cada uno se comportaba como si estuviera dominando su temperamento en las condiciones más difíciles. No cesaban de mirar al cielo, aunque no se distinguía nada salvo el borde borroso de una nube pasajera. Pero el estruendo provenía de aquel cielo; los proyectiles que caían sobre Montrouge salían de aquel cielo, y el globo iba a subir a él, iba a ascender a sus misterios, a desafiar sus peligros, a deslizarse sobre el circundante anillo de fuego y salvajes.
Sofía se mantuvo apartada con Carlier. Éste le había indicado un lugar concreto, al abrigo de la columnata, donde dijo que era obligado que se apostaran. Tras haber guiado a Sofía hasta aquel lugar y haberle recalcado que no debían moverse de allí, pareció considerar que su cometido había terminado y no dijo una palabra. Con el sombrero de seda, de copa muy alta, que siempre llevaba, y un delgado abrigo pasado de moda, con el cuello levantado, ofrecía una figura notablemente grotesca. Por fortuna la noche no era muy fría; de lo contrario habría muerto pasivamente congelado al lado de aquel grupo febril. Al poco rato, Sofía ya no hizo caso de él. No apartaba la vista del globo. Un hombre de edad, de aspecto aristocrático, estaba apoyado en la barquilla con el reloj en la mano; a intervalos fruncía el ceño o golpeaba el pie con el suelo. Un marinero veterano, fumando tranquilamente una pipa, daba vueltas y más vueltas alrededor del globo, con la mirada clavada en él; en una ocasión subió al cordaje y en otra saltó al interior de la barquilla y, furioso, echó fuera un saco que alguien había metido en ella. Pero casi siempre estaba tranquilo. Otras personas de autoridad se movían por allí apresuradamente, hablando y gesticulando; unos cuantos obreros aguardaban órdenes, ociosos.
—¿Dónde está Chirac? —exclamó de repente el anciano del reloj.
Varias voces respondieron en tono deferente; un hombre se fue corriendo y desapareció en las tinieblas, llevando el recado.
Luego apareció Chirac, nervioso, tímido, agitado. Estaba envuelto en un abrigo de piel que Sofía no había visto nunca; en la mano llevaba una jaula que contenía seis palomas cuya blancura se removía inquieta en su interior. El marinero le cogió la jaula y todas las autoridades se congregaron a su alrededor para inspeccionar los maravillosos pájaros, de los que al parecer dependían asuntos de gran trascendencia. Cuando el grupo se disgregó, se vio al marinero inclinándose sobre el borde de la barquilla para depositar dentro la jaula sana y salva. Después entró en la barquilla, todavía fumando su pipa, y se encaramó con aire despreocupado a la pared de mimbre. El hombre del reloj estaba conversando con Chirac, que hacía frecuentes gestos de asentimiento y parecía estar diciendo sin cesar: «¡Sí, señor! ¡Perfectamente, señor! ¡Entiendo, señor! ¡Sí señor!».
De improviso, Chirac se volvió hacia la barquilla y preguntó algo al marinero, que movió la cabeza, tras lo cual hizo un gesto de sumisa desesperación al hombre del reloj. Y en un instante la muchedumbre fue presa de la excitación.
—¡Los víveres! —gritó el hombre del reloj—¡Los víveres, en el nombre de Dios! ¡Hace falta ser idiota para olvidarse de los víveres! ¡En el nombre de Dios…, de Dios!
A Sofía le arrancaron una sonrisa aquellos apuros y la ineficaz dirección, que no había pensado en la comida; pues al parecer no era sólo que se hubieran olvidado de ella; era una cuestión que ni siquiera se había tenido en cuenta. No pudo evitar sentir desdén por toda aquella multitud de varones presumidos y ajetreados, a los que no se les había ocurrido que también los aeróstatas tienen que comer. Y se preguntó si se habría hecho todo así. Tras una demora que pareció muy larga se resolvió el problema de los víveres, principalmente, hasta donde pudo juzgar Sofía, a base de pasteles de chocolate y botellas de vino.
—¡Ya basta! ¡Ya basta! —gritó Chirac varias veces con pasión a un puñado de hombres que empezaron a discutir con él.
Después echó una mirada furtiva en torno suyo e, inflando el pecho y dando palmaditas en su abrigo de piel, fue directamente hacia Sofía. Era evidente que el lugar en el que situaron a la joven había sido acordado de antemano entre él y Carlier. ¡Pudieron olvidar la comida, pero pudieron pensar dónde situar a Sofía!
Todos los ojos lo siguieron. Aquellos ojos no podían, en la penumbra, distinguir la belleza de Sofía, pero sí vieron que era joven, esbelta y elegante, y de porte extranjero. Aquello era suficiente. El aire mismo pareció vibrar con la intensa curiosidad de aquellos ojos. Y de inmediato Chirac se convirtió en el héroe de una brillante y romántica aventura. De inmediato fue envidiado y admirado por todos los hombres de autoridad presentes. ¿Qué era ella? ¿Quién era? ¿Era una pasión seria o un simple capricho? ¿Se había echado en sus brazos? Era innegable que las criaturas encantadoras se echaban a veces en brazos de afortunadas mediocridades. ¿Era una mujer casada? ¿Una muchacha? Aquellos interrogantes palpitaban debajo de los abrigos; mientras tanto, se observaba estrictamente la corrección de una conducta ceremoniosa.
Chirac se descubrió y le besó la mano. El viento desarregló su cabello. Ella vio que estaba muy pálido y preocupado bajo la arrogancia originada en un sincero deseo de ser valiente.
—¡Bien; ha llegado el momento! —dijo él.
—¿Se olvidaron todos ustedes de la comida? —preguntó Sofía.
Él se encogió de hombros.
—¿Qué le vamos a hacer? No se puede pensar en todo.
—Espero que tenga buen viaje —deseó ella.
Ya se había despedido de él antes, en casa, y había sido informada de todo lo concerniente al globo, al marinero-aeronauta y a los preparativos; ya no tenía nada que decir, nada en absoluto.
Chirac se encogió nuevamente de hombros.
—¡Así lo espero! —murmuró, pero en un tono que expresaba que no tenía tal confianza.
—¿No es demasiado fuerte el viento? —sugirió ella.
Una vez más, él se encogió de hombros.
—¿Qué le vamos a hacer?
—¿Va en la dirección que usted quiere?
—Sí, casi —admitió de mala gana. Luego, enardeciéndose—: Bien, madame. Ha sido usted extremadamente amable en venir. Era muy importante para mí que viniera. Es por su causa por lo que me marcho de París.
Ella mostró su disgusto frunciendo el ceño.
—¡Ah! —le imploró él en un susurro—. No haga eso. Siga sonriéndome. Al fin y al cabo, no es culpa mía. Recuerde que ésta puede ser la última vez que la vea, la última vez que contemplo sus ojos.
Sofía sonrió. Estaba convencida de la sinceridad de la emoción que se expresaba en toda aquella aparatosa conducta. Y tuvo que tratar de justificarse a sí misma por Chirac. Le sonrió para complacerle. Tal vez su inflexible sentido común lo desdeñaba, pero indudablemente era el centro de un episodio romántico. ¡El globo meciéndose en la oscuridad! ¡Los hombres aguardando! ¡La misión secreta! ¡Y Chirac, con la cabeza descubierta al viento que iba a llevárselo, diciéndole con acentos fatalistas que su imagen había devastado su vida, mientras los envidiosos aspirantes contemplaban su coloquio! Sí, era romántico. ¡Y qué hermosa era! Su belleza era una realidad activa que recorría el mundo haciendo jugarretas a pesar de ella misma. Los pensamientos que acudieron a su mente eran los amplios y espléndidos pensamientos del romance. ¡Y era Chirac quien los había suscitado! Existía un drama real, pues, que triunfaba sobre los absurdos y las nimiedades accidentales de la situación. Las últimas palabras que dirigió a Chirac fueron tiernas y alentadoras.
Él volvió apresuradamente al globo, poniéndose de nuevo el sombrero. Fue recibido con el respeto debido al que acaba de hacer una conquista. Era sagrado. Sofía se reunió con Carlier, que se había apartado, y empezó a hablarle gárrulamente, sin un adarme de espontaneidad. Hablaba sin ton ni son y casi sin darse cuenta de lo que decía. Chirac había sido arrebatado ya de su vida, como lo habían sido otros seres, tantos ya. Pensó en sus primeros encuentros, en la simpatía que siempre los había unido. Ahora, él había perdido su sencillez en la crisis de su destino, que se había originado a sí misma, y había bajado en la estimación de Sofía. Y estaba decidida a que le agradara más precisamente por haber bajado en su estimación. Se preguntó si en realidad había emprendido aquella aventura por una desilusión sentimental. Se preguntó si, de no haberse olvidado una noche de dar cuerda a su reloj, habrían seguido viviendo tranquilamente bajo el mismo techo en la Rue Bréda.
El marinero subió definitivamente a la barquilla; se había envuelto en un amplio abrigo. Había pasado Chirac una pierna por el borde y se habían dispuesto ocho hombres junto a las cuerdas cuando resonaron los cascos de un caballo por la entrada vigilada del patio, en medio de un tumulto de repentina excitación. El reluciente pecho del caballo estaba moteado de la clásica espuma.
—¡Un telegrama del gobernador de París!
Cuando el enviado, refrenando su montura, se aproximó al grupo, hasta el anciano del reloj se levantó el sombrero. El enviado correspondió, se inclinó para preguntar algo que Chirac contestó y después, con otro intercambio de saludos, el telegrama oficial fue entregado a Chirac e hicieron retroceder al caballo apartándolo de la muchedumbre. Era muy emocionante. Carlier estaba encantado.
—Nunca va demasiado acelerado, el gobernador. ¡Es una cualidad!, exclamó Carlier con ironía.
Chirac entró en la barquilla. Y luego el anciano del reloj sacó una bolsa negra de las sombras qué había detrás de él y la confió a Chirac, que la tomó con gran respeto y la ocultó. El marinero empezó a dar órdenes. Los hombres de las cuerdas estaban ahora agachados. De repente el globo se elevó cosa de treinta centímetros y se estremeció. El marinero seguía dando voces. Todas las autoridades contemplaban inmóviles el globo. Aquel momento de suspense era eterno.
—¡Soltad todo! —ordenó el marinero, en pie y aferrando las cuerdas. Chirac estaba sentado en la barquilla, una masa de piel oscura con una pequeña mancha blanca. Los hombres de las cuerdas eran un puñado de confusas figuras forcejeantes.
Un lado de la barquilla se inclinó y el marinero casi se vio arrojado fuera. Tres hombres del otro lado no habían conseguido liberar las cuerdas.
—¡Soltad, cadáveres! —les chilló el marinero.
El globo dio un brinco, como si hubiese tirado de él algún tremendo impulso desde los cielos.
—Adieu! —gritó Chirac, quitándose la gorra y agitándola—. Adieu!
—Bon voyage! Bon voy age! —vitoreó la pequeña multitud. Y luego—: Vive la France! —Todos tenían un nudo en la garganta, y también Sofía.
Pero la parte superior del globo se había chafado hacia un lado, destruyendo su forma de pera, y toda su masa se desvió violentamente hacia el muro de la estación, oscilando debajo la barquilla, como un juguete, y un ancla debajo de ella. Hubo un clamor de alarma. Luego la gran bola brincó de nuevo y pasó por encima del alto tejado de cristal, escapando de un pinchazo por pulgadas. Los vítores callaron al instante… El globo había desaparecido. Se había desvanecido como por obra de una fuerza poderosa y feroz que se hubiese impacientado esperándolo. Por unos segundos permaneció en la retina colectiva de los espectadores la visión de la inclinada barquilla meciéndose cerca de los tejados como la cola de una cometa. ¡Y después, nada! ¡Negrura! ¡Negrura! Era ya imposible ver el globo en el vasto y tempestuoso océano de la noche, juguete de los vientos. Los espectadores empezaron una vez más a percibir el estruendo de los cañones. Tal vez el globo volaba ya sin ser visto en medio de las ruinas, por encima de aquellos cañones.
Sofía contuvo involuntariamente el aliento. Una gélida sensación de soledad, de inanidad, entumecía su ser.
Nadie volvió a ver jamás a Chirac ni al veterano marinero. Debió de tragárselos el mar. De los sesenta y cinco globos que salieron de París durante el sitio, de dos nunca más se supo. Éste fue el primero de los dos. Sea como fuere, Chirac no había exagerado el peligro, aunque sin duda ésa había sido su intención.
III
Éste fue el fin de las aventuras románticas de Sofía en Francia. Poco después, los alemanes entraron en París, por mutuo acuerdo, y pusieron gran empeño en ver el Louvre, y se marcharon, en medio del silencio de la ciudad. Para Sofía, la conclusión del asedio significó sobre todo que los precios bajaron. Mucho antes de que pudieran llegar a París suministros del exterior, los escaparates se llenaron repentinamente de artículos llegados sólo los tenderos sabían de dónde. Sofía, con sus reservas del sótano, podría haber resistido varias semanas más y la enojaba no haber vendido más cantidad de sus excelentes mercancías cuando éstas valían oro. La firma de un tratado en Versalles redujo el valor de los dos jamones que le quedaban, que pesaban unas cinco libras cada uno, al precio habitual de los jamones. Sin embargo, a finales de enero se hallaba en posesión de un capital de unos ocho mil francos, todos los muebles del piso y una buena reputación. Ella se lo había ganado todo. Nada podía destruir la estructura de su belleza, pero parecía gastada y apreciablemente mayor. Muchas veces se preguntaba cuándo regresaría Chirac. Podría haber escrito a Carlier o al periódico, pero no lo hizo. Fue Niepce el que descubrió por un periódico que el globo de Chirac se había extraviado. De momento la noticia no afectó a Sofía en modo alguno, pero al cabo de unos días empezó a sentir la pérdida de una manera más bien amortiguada y la sintió cada vez más, si bien nunca acerbamente. Estaba totalmente convencida de que Chirac jamás podría haber ejercido una poderosa atracción sobre ella. Siguió soñando, de tarde en tarde, con el tipo de pasión que la habría satisfecho, ardiente pero contenida como un fuego que calentara una espléndida estancia de una casa rica pero prudente.
Estaba especulando acerca de cuál sería su futuro y de si, por inercia, estaba condenada a permanecer para siempre en la Rue Bréda, cuando la sorprendió la Comuna. Se sintió más irritada que asustada por causa de la Comuna; irritada de que una ciudad tan necesitada de reposo e industria se permitiera semejantes payasadas. Para muchas personas, la Comuna fue una experiencia peor que el asedio, pero no para Sofía. Era mujer y extranjera. Niepce estaba infinitamente más inquieto que ella; temía por su vida. Sofía saldría al mercado y correría sus riesgos. Es cierto que, durante un tiempo, toda la población de la casa se fue a vivir al sótano y los encargos al carnicero y otros comerciantes se daban por encima de la medianera del patio contiguo, que comunicaba con un callejón. ¡Una extraña existencia, y probablemente peligrosa! Pero las mujeres que la experimentaron y que también habían vivido el asedio no se sintieron muy intimidadas por ella, a menos que tuviesen un marido o amante dedicado a la política activa.
Durante la mayor parte del año 1871 Sofía no cesó de ganar para vivir ni de ahorrar dinero. Miraba el sou y mostró una creciente tendencia a pedir a sus inquilinos todo lo que pudieran pagar. Se justificaba ante sí misma declarando de forma ostentosa todos los detalles de sus precios de antemano. Tuvo el mismo efecto final, con la ventaja de que las facturas no provocaran ninguna situación desagradable. Sus dificultades empezaron cuando París recuperó por fin su aspecto y su vida normales; cuando todas las mujeres y los niños volvieron a las estaciones de la ciudad, que habían abandonado en apretadas e histéricas muchedumbres; cuando se reabrieron los pisos que llevaban tanto tiempo cerrados y los hombres, que durante un año habían tenido las ventajas y las desventajas de estar sin mujer y sin familia, echaron de nuevo raíces en el hogar. Fue entonces cuando Sofía ya no pudo mantener alquiladas todas las habitaciones. Las había alquilado de manera fácil y permanente y con rentas altas, pero no a hombres sin estorbos. Casi a diario había rechazado a atractivas inquilinas que llevaban lindos sombreros o a agradables caballeros que sólo querían un cuarto a condición de poder ofrecer hospitalidad a unas coquetas faldas. Era inútil proclamar en voz alta que su casa era «seria». La ambición que abrigaba la mayoría de aquellas jubilosas personas era vivir en una casa «seria», porque cada una de ellas estaba convencida en el fondo de que era una persona seria y totalmente distinta del resto del mundo jubiloso. El carácter del piso de Sofía, en lugar de repeler al tipo indebido de aspirante, atraía de modo infalible precisamente a ese tipo. En su seno jamás se extinguía la esperanza. Oían que en casa de Sofía no tenían ninguna oportunidad, pero, con todo, lo intentaban. Y de vez en cuando Sofía cometía un error y ocurría algo desagradable antes de que fuera posible rectificarlo. El hecho era que aquella calle era demasiado para ella. Pocas personas darían crédito a que hubiese una casa de huéspedes seria en la Rue Bréda. Ni la propia policía lo daría. Y la belleza de Sofía estaba en su contra. En aquella época, la Rue Bréda era tal vez la calle más conocida del centro de París; se hallaba en el apogeo de su reputación como refugio de todo acto indecoroso; y acumulaba contra sí misma ese prejuicio que, unos treinta años después, obligó a las autoridades a cambiarle el nombre acatando el deseo de sus comerciantes. Cuando Sofía salía a la compra con su bolsito, hacia las once de la mañana, la calle estaba salpicada de mujeres que habían salido a la compra sin bolsito. Pero mientras que Sofía iba totalmente vestida y con gorro, las otras iban en bata y zapatillas, o capa de teatro y zapatillas y ni se habían retirado el pelo de los ojos hinchados. En las tiendecillas de la Rue Bréda, la Rue Notre Dame de Lorette y la Rue des Martyrs, uno se hallaba sin duda muy cerca de los instintos primitivos de la naturaleza humana. Era asombroso; era divertido; era excitantemente pintoresco; y la universalidad de los modales hacía que fuese absurdo indignarse. Pero el barrio no era ciertamente un lugar en el que una mujer de la raza, formación y carácter de Sofía pudiera ganarse la vida cómodamente, ni siquiera existir. Ella no podía luchar contra toda la calle. Era ella, y no la calle, la que estaba fuera de lugar y equivocada. ¡No es de sorprender que los vecinos se encogieran de hombros cuando hablaban con ella! ¿Qué mujer hermosa —pero qué inglesa chiflada— habría tenido la idea de establecerse en la Rue Bréda con la intención de vivir como una monja y obligar a otros a hacer lo mismo?
A fuerza de continuo ingenio, Sofía se las arregló para ganar algo más que para cubrir gastos, pero poco a poco se vio forzada a admitir en su fuero interno que aquella situación no podía durar.
Entonces, cierto día, vio en el Galignani’s Messenger un anuncio de una pensión inglesa en venta en la Rue Lord Byron, en el barrio de los Campos Elíseos. Pertenecía a unos tales Frensham y había gozado de alguna popularidad antes de la guerra. El propietario y su esposa, sin embargo, no habían sido lo bastante previsores en cuanto a las vicisitudes de la política en París. En vez de ahorrar dinero durante su época de popularidad, lo habían puesto a cargo y en manos de la señora Frensham. El asedio y la Comuna casi los habían arruinado. Con capital podrían haber recuperado su antiguo orgullo, pero su capital se había agotado. Sofía contestó al anuncio. Impresionó a los Frensham, que estaban encantados con la idea de hacer tratos comerciales con un honrado rostro inglés. Como muchos ingleses en el extranjero, tenían la extraña obsesión de que habían abandonado una isla de gentes honradas para vivir entre ladrones y atracadores. Siempre insinuaban que la falta de honradez era una cosa desconocida en Gran Bretaña. Ofrecieron a Sofía, si quería hacerse cargo del arrendamiento, venderle todos sus muebles y su reputación por diez mil francos. No aceptó, pues el precio le pareció absurdo. Cuando le pidieron que pusiera uno ella, dijo que prefería no hacerlo. Ante su insistencia, sugirió cuatro mil francos. Entonces le hicieron ver que consideraban justificadas sus vacilaciones al mencionar un precio tan ridículo. Y su confianza en el honrado rostro inglés se debilitó. Sofía se fue. Cuando volvió a la Rue Bréda sintió como un alivio que la cosa hubiera quedado en nada. No preveía con exactitud cuál iba a ser su futuro, pero por lo menos tenía claro que rehuía la responsabilidad de la Pensión Frensham. A la mañana siguiente recibió una carta en que se ofrecían a aceptar seis mil francos. Escribió declinando la oferta. Le era indiferente y no quería moverse de los cuatro mil. Los Frensham cedieron. Les apenó, pero cedieron. El centelleo de cuatro mil francos en efectivo y la libertad resultaron demasiado tentadores.
De este modo, Sofía se convirtió en propietaria de la Pensión Frensham en la fría y correcta Rue Lord Byron. Hizo sitio en ella para casi todos sus restantes muebles, de modo que en vez de estar demasiado poco amueblada, como suele suceder con las pensiones, lo estaba en exceso. Al principio fue muy circunspecta, pues sólo el arrendamiento eran cuatro mil francos al año y los precios del barrio eran alarmantemente distintos de los de la Rue Bréda. Aquello le quitaba mucho el sueño. Durante algunas noches, llevando instalada en la Rue Lord Byron como una quincena, apenas durmió nada, y no comió más de lo que durmió. Recortó los gastos al mínimo y muchas veces iba andando a la Rue Bréda a hacer la compra. Con la ayuda de una asistenta a seis sous la hora lo hacía todo. Y aunque los clientes eran escasos, la hazaña tenía algo de milagro, pues Sofía tenía que cocinar.
Los artículos que escribió Georges Augustus Sala con el título de «París vuelve a ser el mismo» deberían haberlos pagado en oro los comerciantes y dueños de pensiones de la ciudad. Despertaron en los ingleses la curiosidad y el deseo de contemplar el escenario de tan terribles acontecimientos. Su efecto se dejó sentir de inmediato. Menos de un año después de su afortunada compra, Sofía había adquirido confianza y empleaba a dos criadas, que trabajaban mucho por salarios bajos. También había adquirido modales de propietaria. Se la conocía como señora Frensham. Los Frensham habían dejado colgado entre las dos ventanas un rótulo dorado, «Pensión Frensham», y Sofía no lo había quitado. A menudo explicaba que su apellido no era Frensham, pero en vano. Todos los visitantes, inevitable y persistentemente, se dirigían a ella con arreglo al rótulo. Estaba fuera de la comprensión general que la propietaria de la Pensión Frensham se llamara de otra manera que Frensham. Pero después surgió otro grupo de personas, habituales de la Pensión Frensham, que conocían el verdadero apellido de la propietaria y se enorgullecían de saberlo, y gracias a este conocimiento se distinguían del rebaño. Lo que sorprendía a Sofía era la asombrosa semejanza de sus huéspedes. Todos hacían las mismas preguntas, proferían las mismas exclamaciones, realizaban las mismas excursiones, regresaban habiendo hecho los mismos juicios y exhibían la misma incólume seguridad de que los extranjeros eran en verdad una gente muy peculiar. Nunca parecían progresar en conocimientos. Acudían continuamente de Inglaterra exploradores a los que había que encaminar al Louvre o al Bon Marché.
El único interés de Sofía eran sus beneficios. La excelencia de su casa estaba firmemente establecida. La mantuvo en alza y lo mismo hizo con los modestos precios. Muchas veces tenia que rechazar huéspedes. Lo hacía mostrando una distante condescendencia. Sus modales para con los huéspedes se tiñeron de una rígida formalidad y con los indeseables era excesivamente firme. Llegó a estar seriamente convencida de que una pensión tan buena como la suya no la había en el mundo, ni jamás la había habido ni podría haberla. Era el colmo de la amabilidad y de la respetabilidad. Su preferencia por lo respetable llegó a constituir una pasión. Y no había defectos en aquel establecimiento. Hasta los muebles de madame Foucault, otrora despreciados, se habían convertido misteriosamente en el mejor mobiliario concebible; sus grietas fueron santificadas.
Jamás tuvo noticias de Gerald ni de su propia familia. De los miles de personas que estuvieron bajo su perfecto techo, ni una sola mencionó Bursley ni reveló que conociera a nadie a quien Sofía hubiese conocido. Varios hombres tuvieron el ingenio de proponerle matrimonio con mayor o menor habilidad, pero ninguno de ellos fue lo suficientemente hábil como para inquietar su corazón. Había olvidado el rostro del amor. Era una propietaria. Era la propietaria: eficiente, elegante, diplomática y enormemente experimentada. No había engaño ni bajeza de la vida parisiense que no conociera ni contra el que no estuviera armada. No era posible sorprenderla ni estafarla.
Pasaron los años, hasta que a sus espaldas hubo un panorama de años. A veces pensaba, en un momento ocioso: «¡Qué extraño que esté yo aquí, haciendo lo que estoy haciendo!». Pero la rutina habitual de su vida se apoderaba de ella al instante. A finales de 1878, el Año de la Exposición, su pensión se componía de dos pisos en lugar de uno y había convertido las doscientas libras robadas a Gerald en más de dos mil.