CAPITULO V
FIN DE CONSTANZA
I
Una tarde de junio, unos doce meses después, Lily Holl entró en el salón de la señora Povey, que daba a la Plaza, a visitar a una dama tranquila, optimista, envejecida para su edad —poco más de sesenta años— y cuyos principales enemigos eran la ciática y el reumatismo. La ciática era un querido enemigo al cual la indulgente Constanza se refería siempre en tono afectuoso como «mi ciática»; el reumatismo era un recién llegado, sin privilegios, del que su víctima hablaba temerosa y sin embargo desdeñosamente como «este reumatismo». Constanza estaba ahora muy gruesa. Estaba sentada en una silla baja y cómoda entre la mesa ovalada y la ventana; iba ataviada de seda negra. Cuando entró la muchacha, Constanza levantó la cabeza con una sonrisa insulsa y Lily la besó con satisfacción. Lily sabía que sus visitas eran bienvenidas. Las dos se habían hecho tan amigas como permitía su diferencia de edad; de las dos, Constanza era la más franca. Lily, al igual que Constanza, iba de luto. Pocos meses antes había muerto su abuelo, «Holl, el tendero». El padre de Lily, segundo de sus dos hijos, había dejado el negocio fundado por los hermanos en Hanbridge para dirigir por un tiempo la tienda paterna de la Plaza de San Lucas. La muerte de Alderman Holl había retrasado la boda de Lily. Ésta tomaba el té con Constanza, o al menos la visitaba, cuatro o cinco veces a la semana. Escuchaba a Constanza.
Todo el mundo consideraba que Constanza «había superado magníficamente» la terrible experiencia de la muerte de Sofía. Incluso se observó que estaba más filosófica, más animada y más amable de como había estado durante muchos años. La verdad era que, aunque la pérdida le había ocasionado una aflicción en extremo auténtica y duradera, había sido un alivio para ella. Cuando Constanza tenía más de cincuenta años, la enérgica y autoritaria Sofía había irrumpido en su letárgica tranquilidad y había perturbado gravemente sus viejas costumbres. Cierto es que Constanza había combatido a Sofía en el punto principal y había ganado, pero en cien puntos menores había perdido o no había luchado. Sofía había sido «demasiado» para Constanza, que sólo con un agotador derroche de fuerza nerviosa había logrado defender una pequeña parte de sí misma del dominio inconsciente de Sofía. La muerte de la señora Scales puso punto final a todo aquel esfuerzo y Constanza fue de nuevo la dueña de su casa. Ella nunca hubiera reconocido estos hechos, ni siquiera a sí misma, y nadie se habría atrevido jamás a indicárselos, pues a pesar de la afabilidad de su temperamento tenía su lado formidable.
Estaba colocando una fotografía en un álbum forrado de felpa.
—¿Más fotografías? —preguntó Lily. Tenía casi exactamente la misma sonrisa benévola que Constanza. Parecía la personificación de la amabilidad, uno de esos lechos de plumas con que algunos hombres caprichosos tienen la suerte de casarse. Era capaz, con un toque de honrada y sencilla estupidez. Todo su carácter se puso de manifiesto en el tono en el que dijo «¿Más fotografías?». Mostró una ansiosa simpatía receptiva por el culto de Constanza a las fotografías, y una ligera afición personal por ellas, y una vaga percepción de que el culto a las fotografías podía llegar al ridículo, y un amable deseo de ocultar todo signo de tal percepción. Su voz era débil y hacía juego con su pálido cutis y su delicado rostro.
Los ojos de Constanza despidieron un destello socarrón detrás de las gafas cuando ella tendió en silencio la fotografía a Lily para que la examinara.
Lily se sentó; al contemplar la fotografía movió la cabeza varias veces, de forma casi imperceptible, y las comisuras de sus suaves labios bajaron.
—Su señoría acaba de dármela —susurró Constanza.
—¿De veras? —dijo Lily con un acento extraño.
«Su señoría» era la última y la mejor de las sirvientas de Constanza, una mujer de treinta años, realmente excelente, que había conocido la desdicha y sin duda había sido enviada a Constanza por la antigua y vigilante Providencia. Se llevaban casi perfectamente bien. Su nombre era Mary. Tras diez años de agitación, Constanza descansaba por fin por lo que atañe a las criadas.
—Sí —dijo Constanza—. Me dijo varias veces que quería hacerse una fotografía, y la semana pasada le di permiso para ir. ¿Te lo dije, verdad? Siempre le tengo consideración para todo, para sus pequeños caprichos y esas cosas. Y las copias llegaron hoy. Yo no heriría sus sentimientos por nada del mundo. Puedes estar segura de que echará un vistazo al álbum la próxima vez que limpie la habitación.
Constanza y Lily cambiaron una mirada, de acuerdo en que Constanza había llegado al colmo de la afabilidad poniendo la fotografía de una criada entre las mismas cubiertas que las de su familia. Era de dudar que tal cosa se hubiera hecho alguna vez.
Una fotografía suele seguir a otra, y un álbum de fotografías a otro álbum de fotografías.
—Pásame ese álbum del segundo estante del revistero, querida —pidió Constanza.
Lily se levantó con vivacidad, como si ver el álbum del segundo estante del revistero hubiera sido la ambición de su vida.
Se sentaron a la mesa, una al lado de otra; Lily pasaba las páginas. Constanza, a pesar de su enorme volumen, hacía continuamente pequeños movimientos nerviosos. De vez en cuando sorbía y en ocasiones se producía en su pecho un ruido misterioso; siempre fingía que aquel ruido era una tos y ayudaba al fingimiento con una tosecita inmediatamente después.
—¡Anda! —exclamó Lily—, ¿He visto ésta antes?
—No lo sé, querida —respondió Constanza—¿La has visto?
Era una foto de Sofía hecha unos años antes por «un caballero muy agradable» al que las hermanas habían conocido durante unas vacaciones en Harrogate. Sofía estaba en una loma, enfrentándose a los elementos.
—Es la señora Scales —dijo Lily.
—Sí —corroboró Constanza—. Allá donde hubiera un ventarrón se ponía así y respiraba hondo.
Esta reminiscencia de uno de los hábitos de Sofía la revivió en la memoria de Constanza y trazó una imagen de su carácter para la muchacha, que apenas la había conocido.
—No es como las fotografías corrientes. Tiene algo especial —dijo Lucy, en tono entusiasta—. Creo que nunca he visto una como ésta.
—Tengo otra copia en mi habitación —dijo Constanza— Te daré ésta.
—¡Oh, señora Povey! ¡No me podía imaginar…!
—¡Sí, sí! —insistió Constanza, quitando la foto de la hoja.
—¡Oh, gracias!—exclamó Lily.
—Y esto me recuerda… —dijo Constanza, levantándose con gran dificultad de la silla.
—¿Puedo ir a traerle algo? —preguntó Lily.
—¡No, no! —contestó Constanza, saliendo de la habitación.
Al momento volvió con su joyero, un receptáculo de ébano con ornamentos de marfil.
—Quería darte esto —dijo, sacando de la caja un hermoso camafeo—. No creo que me apetezca llevarlo. Y me gustaría vértelo a ti. Era de mi madre. Creo que van a ponerse de moda otra vez. No veo razón para que no lo puedas llevar aunque estés de luto. El luto no es ni la mitad de estricto que antes.
—¡Oh, no sé qué decir! —murmuró Lily, en éxtasis. Se dieron un beso. Constanza parecía respirar benevolencia cuando con sus manos temblonas puso a Lily el broche en el cuello. Prodigaba el cálido tesoro de su corazón con Lily, a la que consideraba como una muchacha casi perfecta y que se había convertido en su ídolo de aquellos años.
—¡Qué reloj antiguo tan magnífico! —exclamó Lily mientras ambas hurgaban en los rincones del joyero—. ¡Y qué cadena!
—Eran de papá —dijo Constanza—. Tuvo siempre una fe ciega en él. Cuando no iba con el del Ayuntamiento, decía: «Entonces el del Ayuntamiento va mal». Y, es curioso, el del Ayuntamiento iba mal. Ya sabes que nunca ha dado la hora bien. Se me ha ocurrido dar este reloj y la cadena a Dick.
—¿De veras?
—Sí. Va tan bien como cuando lo usaba mí padre. Mi marido no lo usó nunca. Prefería el suyo. Tenía pequeños caprichos como ése. Y Cyril se parece a su padre. —Hablaba en su tono «seco»—. Tengo casi decidido dárselo a Dick, es decir, si se porta bien. ¿Sigue todavía con eso de los globos?
Lily esbozó una sonrisa culpable.
—¡Oh, sí!
—Bueno —repuso Constanza—, ¡Nunca oí nada igual! Ya es bastante con que suba y baje sin que le pase nada. Me pregunto cómo le dejas, querida.
—Pero ¿cómo puedo impedírselo? No tengo dominio sobre él.
—Pero ¿quieres decir que lo seguiría haciendo aunque le dijeras en serio que no querías?
—Sí —contestó Lily, y añadió—, por eso no se lo digo.
Constanza movió la cabeza, cavilando acerca de la secreta naturaleza de los hombres. Se acordaba demasiado bien de la cruel obstinación de Samuel, que sin embargo la quería. Y Dick Povey era mil veces más extravagante que Samuel. Lo vio con toda claridad de niño, bajando King Street como una bala en aquel cacharro y volándosele la gorra. ¡Después fueron los automóviles! ¡Ahora, los globos! Suspiró. Le asombró la profunda sabiduría instintiva que acababa de enunciar la muchacha.
—¡Bueno! —repitió—. Ya veré. Todavía no me he decidido del todo. Por cierto, ¿qué está haciendo esta tarde?
—Ha ido a Birmingham a tratar de vender dos camiones. No llegará a casa hasta tarde. Vendrá aquí mañana.
Como excelente ilustración de los métodos de Dick Povey, en aquel preciso instante Lily oyó en la Plaza el ruido de un motor, que resultó ser el coche de Dick. Se levantó de un salto para mirar.
—¡Caramba! —exclamó, sonrojándose—. ¡Aquí está!
—¡Señor, Señor! —musitó Constanza, cerrando la caja.
Cuando Dick, tras dejar el automóvil en King Street, entró cojeando, como una tromba, en el salón, infundiéndole nueva vida con su abundante vitalidad, gritó alegremente:
—¡He vendido mis camiones! ¡He vendido mis camiones! —Y explicó que por una bendita casualidad los había traspasado a un buscador de oportunidades en Hanbridge, justo antes de salir para Birmingham. De modo que había telefoneado a Birmingham para avisar que se cancelaba el asunto y luego, «como no tenia nada que hacer», vino a Bursley en busca de su prometida. En la tienda de Holl le dijeron que estaba con la señora Povey. Constanza lo miraba, impresionada por su aire jovial y triunfante. Era exactamente igual que sus anuncios de la Señal, despreocupados y seguros de sí mismos. Estaba absolutamente satisfecho de sí mismo. Triunfaba sobre su cojera, aquel constante recordatorio de una tragedia. ¿Quién podría imaginar, viendo aquella cara rubia, risueña y fulgurante, sorprendentemente juvenil para su edad, que una vez había vivido una noche como aquella en la que su padre mató a su madre mientras él yacía paralizado y maldiciendo, con la rodilla rota, en la cama? Constanza conocía toda la escena por su marido; se detuvo para asombrarse por los contradictorios azares de la existencia.
Dick Povey juntó las manos en una sonora palmada y luego se las frotó con rapidez.
—¡Ya un buen precio, además! —exclamó con regocijo— Señora Povey, no me importa decirle que me he embolsado setenta libras y pico esta tarde.
Los ojos de Lily expresaron su orgullosa alegría.
—Espero que el orgullo no sufra una caída —dijo Constanza, con una sosegada sonrisa que contenía un atisbo de reprimenda—.Eso es lo que espero. Tengo que ir a ocuparme del té.
—La verdad es que no puedo quedarme a tomar el té —dijo Dick.
—Claro que puedes —dijo Constanza, terminante—. ¿Y si hubieras ido a Birmingham? Hace semanas que no te quedas a tomar el té.
—¡Oh, bien, gracias! —cedió Dick, desairado.
—¿Puedo ahorrarle un viaje, señora Povey? —se ofreció Lily, ansiosamente amable.
—No, gracias, querida. Hay una o dos cosillas que requieren mi atención. —Y Constanza salió llevándose el joyero.
Dick, tras asegurarse de que la puerta estaba cerrada, asaltó a Lily con un beso.
—¿Hace mucho que has venido? —inquirió.
—Como hora y media.
—¿Te alegras de verme?
—¡Oh, Dick! —protestó ella.
—La anciana señora tiene una de sus venas, ¿eh?
—¡No, no! Es que estaba hablando de globos, ya sabes. Pone el grito en el cielo con ese asunto.
—No tienes que dejarla hablar de globos. Los globos pueden ser la ruina de su regalo de bodas para nosotros, niña.
—¡Dick! ¿Cómo puedes hablar así?… Está muy bien eso de decir que no la deje hablar de globos. ¡Intenta tú que deje de hablar de globos cuando empieza, y ya verás!
—¿Por qué empezó?
—Dijo que estaba pensando darte el viejo reloj de oro y la cadena del señor Baines, si te portabas bien.
—¡Gracias por nada! —dijo Dick—. No lo quiero.
—¿Lo has visto?
—¿Que si lo he visto? Ya lo creo que lo he visto. Ella ya lo había mencionado una o dos veces.
—¡Oh! No lo sabía.
—No me veo cargando con eso por ahí. Prefiero el mío. ¿A ti qué te parece?
—Desde luego, es bastante mazacote —dijo Lily— Pero si te lo regalara no podrías rechazarlo y tendrías que llevarlo.
—Bien, entonces —prosiguió Dick— tengo que tratar de portarme lo suficientemente mal como para que no me dé el reloj, pero no tan mal como para que cambie de idea en materia de regalos de boda.
—¡Pobrecilla! —murmuró Lily en tono compasivo.
Después se puso la mano en el cuello, sin decir nada.
—¿Qué es eso?
—Me lo ha dado ahora.
Dick se acercó para examinar el camafeo.
—¡Hum! —murmuró. Era un veredicto adverso. Y Lily mostró su acuerdo levantando las cejas.
—¡Y me imagino que tendrás que llevarlo! —dijo Dick.
—¡Lo tenía entre sus mejores posesiones, pobrecilla! —respondió Lily— Perteneció a su madre. Y ella dice que los camafeos se van a poner de moda otra vez. La verdad es que es muy bueno, ya lo ves.
—¡Me pregunto de dónde se habrá sacado esa idea! —dijo Dick con sequedad—. Ya veo que has estado padeciendo otra vez con las fotografías.
—Bueno —repuso Lily—, prefiero las fotografías a ayudarla a hacer solitarios. Las trampas que se hace a sí misma…, ¡qué tontería!
Se detuvo. La puerta, que después de todo no tenía echado el pasador, se abrió y el vejestorio de Fossette se introdujo penosamente en la habitación. Tenía afecto a Dick Povey.
—¡Hola, Matusalén! —saludó en voz alta al animal. Éste apenas pudo menear el rabo ni sacudirse el pelo de sus empañados ojos para levantar la vista hacia él. Dick se inclinó para darle unas palmaditas.
—Este perro huele —dijo Lily sin rodeos.
—¿Qué esperas? Lo que necesita es una dosis mínima de ácido prúsico. Es una carga para sí misma.
—Es curioso que si uno se aventura a insinuar a la señora Povey que este perro huele mal se pone hecha una furia —dijo Lily.
—Pues es bien sencillo —repuso Dick—. ¡No se lo insinúes y ya está! Tápate la nariz y refrena tu lengua.
—¡Dick, me gustaría que no fueses tan absurdo!
Volvió a entrar Constanza, cortando en seco la conversación.
—Señora Povey —empezó Dick, con una voz llena de gratitud—, Lily me ha enseñado el broche…
Reparó en que no le prestaba atención sino que se acercaba apresuradamente a la ventana.
—¿Qué pasa en la Plaza? —exclamó Constanza—. Ahora mismo, cuando estaba en la sala, vi a un hombre corriendo por Wegdwood Street y me dije: «¿qué pasará?».
Dick y Lily se reunieron con ella junto a la ventana.
Varias personas se precipitaban hacia la Plaza y luego acudió un hombre con un médico; venían de la plaza del mercado. Todas aquellas personas desaparecieron de la vista bajo la ventana del salón de la señora Povey, que daba a parte del establecimiento del señor Critchlow. Como las ventanas de la tienda sobresalían de los muros de la casa, era imposible ver desde la ventana del salón la acera de delante de aquélla.
—¡Debe de ser algo en la acera… o en la tienda! —murmuró Constanza.
—¡Oh, señora! —se oyó una voz sobresaltada detrás de los tres. Era Mary, el original de la fotografía, que había entrado corriendo en el salón sin ser vista—. ¡Dicen que la señora Critchlow ha intentado suicidarse!
Constanza retrocedió. Lily se acercó a ella con un instintivo gesto de consuelo.
—¡Que María Critchlow ha intentado suicidarse! —balbuceó Constanza.
—¡Sí, señora! Pero dicen que no lo ha hecho.
—¡Santo Cielo! Será mejor que vaya a ver si puedo ayudar, ¿no? —exclamó Dick, que salió cojeando, excitado y con precipitación—, «Qué extraño, ¿verdad? —diría después—, cómo me las arreglo para estar donde pasa algo. ¡Fue pura casualidad que estuviera allí aquel día! ¡Pero siempre me ocurre igual! Por lo que sea, siempre sucede algo extraordinario donde yo esté». Y esto también contribuía a su satisfacción y a su entusiasmo por la vida.
II
Cuando, avanzada la tarde, después de toda clase de idas y venidas, volvió por fin junto a la anciana y a la joven para dar las últimas noticias, su comportamiento se adaptó al estado de ánimo de Constanza. La anciana señora se había sentido muy afectada por la tragedia, que, como ella dijo, había ocurrido bajo sus mismos pies mientras estaba charlando tranquilamente con Lily.
Toda la verdad salió a relucir en un breve espacio de tiempo. La señora Critchlow sufría de melancolía. Al parecer, llevaba mucho tiempo deprimida por la decadencia del negocio, que no era en absoluto culpa suya. El estado de la Plaza se había deteriorado de manera incesante. Ni siquiera la «Bodega» era lo mismo que antaño. Se habían cerrado cuatro o cinco tiendas definitivamente; los dueños habían abandonado toda esperanza de encontrar arrendatarios serios. Y de las que seguían abiertas, la mayoría luchaba desesperadamente por llegar a fin de mes. Sólo Holl y un pañero advenedizo, que había puesto anuncios de su establecimiento por todas partes, prosperaban realmente. La mitad dedicada a confitería del negocio del señor Brindley estaba desapareciendo. La gente no iba a Hanbridge por el pan o la verdura, pero sí por los pasteles. Los tranvías eléctricos se habían llevado a Hanbridge la crema —y buena parte de la leche— del comercio minorista de Bursley. En Hanbridge había comerciantes sin escrúpulos que estaban dispuestos a pagar la tarifa de transporte de todo cliente que gastase una corona en su establecimiento. Hanbridge era el centro geográfico de las Cinco Ciudades y era consciente de su situación. ¡Era inútil que Bursley compitiera! Si la señora Critchlow hubiera sido un filósofo, si hubiera sabido que la geografía siempre ha hecho la Historia, habría cedido su empresa diez años antes. Pero la señora Critchlow no era más que María Insull. Había visto Casa Baines en su espléndido apogeo, cuando Casa Baines hacía casi un favor a sus clientes al servirles. En la época en la que ella se hizo cargo del negocio bajo la tutela de su marido, aún era un buen negocio. Pero desde entonces se habían vuelto las tornas. Ella había luchado y había seguido luchando, estúpidamente. ¡No se dio cuenta de que estaba luchando contra la evolución; no se dio cuenta de que la evolución la había elegido como una de sus víctimas! Podía entender que todas las demás tiendas de la Plaza fracasaran, pero no que fracasara Casa Baines! ¡Ella era tan diligente como siempre, tan buena compradora, tan buena vendedora, tan interesada por las novedades, tan metódica! Y sin embargo los ingresos bajaban y bajaban.
Desde luego no abrigaba ninguna simpatía por Charles, que ahora se interesaba poco incluso por su propio negocio, o por lo que quedaba de él, y que sentía una fría indignación por el coste final de su matrimonio. Charles no le daba ningún dinero que pudiera evitar darle. La crisis se había ido acercando poco a poco a lo largo de los años. Las dependientas de la tienda no habían dicho nada o se habían limitado a cuchichear entre ellas, pero ahora que la crisis había estallado repentinamente con un intento de suicidio, hablaron todas a la vez y las pruebas fueron reconstruidas formando un formidable testimonio de la tensión bajo la que había estado la señora Critchlow. Resultó que llevaba meses deprimida e irritable, que en ocasiones se sentaba en medio de la jornada de trabajo y declaraba, con toda clase de muestras de agotamiento, que no podía más. Luego, con la misma celeridad, se ponía en pie y se obligaba a trabajar. Se pasaba noches enteras sin dormir. Una dependienta contó que se había quejado de no haber dormido nada en absoluto en cuatro noches consecutivas. Le zumbaban los oídos y tenía dolores de cabeza crónicos. Aunque nunca había sido gorda, había adelgazado cada vez más. Y estaba siempre tomando pastillas: esta información vino del gerente de Charles. Había tenido varias peleas vergonzosas con el temible Charles, para estupefacción de todos los que las oyeron o presenciaron… ¡La señora Critchlow haciendo frente a su marido! Otra cosa extraña era su idea de que las facturas de varias de las grandes empresas de Manchester estaban sin pagar, cuando lo cierto era que se habían pagado. Aunque le enseñaran los recibos no se quedaba convencida, si bien hacía ver que así era. Al día siguiente volvía a empezar. Todo esto bastaba para desconcertar a las dependientas de la pañería. Pero ¿qué podían hacer ellas?
Después, María Critchlow fue un poco más lejos. Había llamado a su rincón a la dependienta de más edad y la había informado, con toda la solemnidad de una confesión hecha para aliviar una conciencia largamente torturada, de que en numerosas ocasiones había sido culpable de irregularidad sexual con su antiguo patrón, Samuel Povey. No había verdad alguna en esta acusación (que todo el mundo, no obstante, se guardó bien de mencionar a Constanza); acaso indicaba simplemente las secretas aspiraciones de María Insull, la virgen. La dependienta se escandalizó como es debido, más por la crudeza del lenguaje de la señora Critchlow que por el supuesto pecado, enterrado en el pasado. ¡Sabe Dios lo que habría hecho la dependienta! Pero al cabo de dos horas María Critchlow trató de suicidarse con unas tijeras. Había sangre en la tienda.
Con la menor dilación posible la llevaron al manicomio. Charles Critchlow, revistiéndose defensivamente de una coraza de egoísmo senil, no dejó traslucir ninguna emoción y desarrolló muy poca actividad. La tienda se cerró. Y como pañería general no volvió a abrir. Éste fue el final de Casa Baines. Las dos dependientas se encontraron sin medio de vida. Los pequeños se hunden con los grandes.
La emoción de Constanza era más que disculpable; estaba justificada. No pudo comer ni Lily pudo convencerla de que lo hiciera. ¡En un momento inoportuno, Dick Povey mencionó —nunca pudo recordar cómo— la palabra «Federación»! Y entonces Constanza, la pasiva imagen de la aflicción, se convirtió en una amenaza. Abrumó a Dick Povey con su anatema de la Federación, pues Dick era ciudadano de Hanbridge, donde había tenido su origen aquel detestable movimiento en pro de la Federación. Todas las desdichas de la Plaza de San Lucas se debían a ese vecino grande, ajetreado, avaricioso y carente de escrúpulos. ¿No había hecho ya bastante Hanbridge sin necesidad de fusionar a las Cinco Ciudades en una sola ciudad, de la cual ni que decir tiene que sería el centro? Para Constanza, Hanbridge era un municipio de aventureros sin principios que se habían propuesto arruinar a la antigua «Madre de las Cinco Ciudades» para su propia gloria y engrandecimiento. ¡No quería ni oír hablar de la Federación! ¡Su pobre hermana Sofía estaba rotundamente en contra de la Federación y tenía toda la razón! ¡Todas las personas verdaderamente respetables estaban en contra! El intento de suicidio de la señora Critchlow sellaba el destino de la Federación y la condenaba para siempre, a juicio de Constanza. Su aborrecimiento se intensificó hasta convertirse en violenta animadversión, hasta tal extremo que como consecuencia murió mártir de la causa de la independencia municipal de Bursley.
III
Fue un turbio día de octubre cuando se libró en Bursley la primera gran batalla por y contra la Federación. Constanza sufría de ciática. También sufría de repugnancia por el mundo moderno.
Habían ocurrido en la Plaza cosas inimaginables. Para Constanza, la reputación de la Plaza se había arruinado eternamente. Charles Critchlow, por esa extraña buena suerte que siempre hacía que le salieran las cosas bien cuando en justicia deberían salirle mal, había traspasado la tienda Baines y su propio establecimiento y su casa a la compañía Modas Midland, que estaba abriendo sucursales por Staffordshire, Warwickshire, Leicestershire y condados adyacentes. Había vendido su farmacia y se había ido a vivir a una casita al final de King Street. Es dudoso que hubiera consentido en retirarse de no haber muerto Aldeman Holl el año anterior, acabando así una antigua rivalidad entre ambos ancianos por el patriarcado de la Plaza. Charles Critchlow estaba tan desprovisto de sentimientos como el que más, pero nadie lo está del todo, y el viejo estaba en situación de permitirse el sentimiento si así lo hubiera preferido. Su negocio no era una fuente de pérdidas y aún podía fiarse de sus flacas manos y de sus penetrantes ojos para componer una receta. Sin embargo, la oferta de Modas Midland le tentó y abandonó en triunfo la Plaza como el indiscutible «padre» de ésta.
Modas Midland no tenía sentido alguno de las convenciones del comercio. Su única idea era vender artículos. Habiendo tomado posesión de uno de los mejores lugares de una ciudad que, cuando todo estuvo dicho y hecho, tenía casi cuarenta mil habitantes, se propuso sacar el mayor provecho posible de dicho emplazamiento. Unieron las dos tiendas y encargaron una muestra comparada con la cual la antigua y amplia «Baines» era una tarjeta postal. Cubrieron toda la fachada con carteles como de función de teatro: ¡carteles de colores! Ocuparon la primera página de la Señal y desde aquel púlpito anunciaron que el invierno se aproximaba y que pretendían vender diez mil abrigos en su nueva tienda de Bursley al precio de doce con seis peniques cada uno. Se desafió ruidosa y burdamente a los sastres del mundo entero a igualar el precio de aquellos abrigos. El día de la inauguración dispusieron una orquesta o artillería de fonógrafos sobre el emplomado del escaparate de la parte de la tienda que había pertenecido al señor Critchlow. También alfombraron la Plaza de hojas volantes y se colocaron banderas en los pisos superiores. La enorme tienda estaba llena de abrigos; se mostraban abrigos en los tres grandes escaparates; en uno de ellos había un abrigo puesto a modo de receptáculo de agua, para demostrar que los abrigos Midland de doce con seis eran impermeables a la lluvia. En las dos entradas se agitaban más abrigos. Aquellas estratagemas despertaron y atrajeron a la ciudad, y la ciudad se vio recibida por bulliciosos dependientes varones muy enérgicos y rápidos en lugar de por recatadas y anémicas vírgenes. En algunos momentos, hacia las últimas horas de la tarde, la tienda estuvo abarrotada de clientes; el número de abrigos vendidos fue prodigioso. Otro día, Midland vendió pantalones de una manera semejante, pero sin los fonógrafos. Era inequívoco que Midland había sacudido a la Plaza y demostrado que el comercio todavía era posible para una empresa intrépida.
No obstante, la Plaza no se sentía complacida. Era consciente de la vergüenza, de la dignidad perdida. Constanza estaba dividida entre el dolor y una ira desdeñosa. Para ella, lo que había hecho Midland era profanar un santuario. Detestaba aquellas banderas y aquellos chillones carteles que lo miraban a uno de hito en hito desde los honrados muros de ladrillo, y la enorme muestra dorada, y los escaparates todos llenos de una monótona repetición del mismo artículo, y los bulliciosos dependientes. En cuanto a los fonógrafos, los consideraba un grave insulto: ¡estaban a siete metros de la ventana de su salón! ¡Abrigos de doce con seis! Era monstruoso, e igualmente monstruosa era la credibilidad de la gente. ¿Cómo podía ser «bueno» un abrigo de doce con seis? ¡Recordó los abrigos que se hacían y se vendían en la tienda en época de su padre y de su marido, unos abrigos cuyo inconveniente era que no se gastaban! Midland, para Constanza, no era una empresa comercial sino algo entre un baratillo y un circo. Casi no podía soportar recorrer la Plaza, hasta tal punto ofendía a su vista y ultrajaba su orgullo ancestral la innoble fachada de Midland. Incluso dijo que iba a abandonar su casa.
Pero cuando, el veintinueve de septiembre, recibió el aviso previo de seis meses, firmado por la mano temblona de Critchlow, para que dejara la casa —la necesitaban para el gerente de Midland, pues Midland había tomado el local con la condición de poder echar a Constanza si querían—, el golpe fue extremadamente duro. Había jurado irse, ¡pero que la echaran, que la echaran de la casa en la que había nacido y del hogar paterno, eso era diferente! Su orgullo, aun herido, hubo de soportar mucho. Tuvo que recordar que era una Baines. Fingió magníficamente que no le importaba. Pero no pudo evitar decir a todos sus conocidos que la echaban de su casa y preguntarles lo que pensaban de aquello; y cuando se encontró con Charles Critchlow en la calle lo abrasó con el ardor de su resentimiento. La empresa de encontrar una nueva casa y mudarse a ella se le antojaba gigantesca, terrible; sólo pensarlo bastaba para ponerla enferma.
Entretanto, en el asunto de la Federación habían continuado los preparativos de la batalla campal, sobre todo en las columnas de la Señal, donde los escribas de cada una de las Cinco Ciudades habían probado que todas las demás ciudades estaban en las garras de unas bandas de interesados sin escrúpulos. Tras meses de discusiones y recriminaciones, todas las ciudades excepto Bursley eran favorables o indiferentes a la perspectiva de convertirse en parte de la duodécima ciudad más grande del Reino Unido. Pero en Bursley la oposición era fuerte, y la duodécima ciudad más grande del Reino Unido no podía surgir sin el consentimiento de Bursley. El Reino Unido mismo estaba lánguidamente interesado en la posibilidad de verse dotado de improviso de una nueva ciudad de un cuarto de millón de habitantes. Las Cinco Ciudades eran mencionadas con frecuencia en los diarios de Londres; los periodistas londinenses escribían frases como: «Las Cinco Ciudades, que son, como todo el mundo sabe, Hanbridge, Bursley, Knype, Longshaw y Turnhill… [59]». ¡Por fin era famosa la región más vilipendiada del país! Y, luego, un ministro del Gabinete había visitado las Cinco Ciudades; había asistido a una investigación oficial y había afirmado en su estilo machacón que pensaba hacer personalmente todo lo posible para llevar a término la Federación de las Cinco Ciudades: una observación imprudente que enfureció y al mismo tiempo halagó a los adversarios de la Federación en Bursley. Constanza, como muchas otras personas sensibles, preguntó airadamente qué derecho tenía un ministro del Gabinete a tomar partido en un asunto puramente local. Pero la parcialidad del mundo oficial se tornó flagrante. El alcalde de Bursley se proclamó abiertamente federacionista, aunque en el ayuntamiento había mayoría contra él. Hasta los pastores de las iglesias se permitieron pensar y expresar opiniones. ¡Si la indignada Vieja Guardia hubiera podido imaginar que había llegado el fin del decoro público! Los federacionistas eran unos individuos muy ingeniosos. Lograron reclutar en sus filas a un gran número de hombres destacados. Después alquilaron el mercado cubierto, instalaron una plataforma en él y colocaron a todos aquellos hombres destacados en la plataforma, y les hicieron hablar con elocuencia de las ventajas de avanzar con los tiempos. El mitin estuvo atestado de gente y hubo mucho entusiasmo; los lectores de la Señal, al día siguiente, no pudieron dejar de ver que la batalla estaba ganada de antemano y que la antifederación estaba muerta. Sin embargo, la semana siguiente, los antifederacionistas celebraron en el mercado cubierto un mitin similar (salvo en que la exhibición de hombres destacados fue menos brillante) y preguntaron a una asamblea de apretadas cabezas si la vieja Madre de las Cinco Ciudades estaba dispuesta a ponerse en manos de una pandilla de bien pagados burócratas de Hanbridge, y obtuvieron como respuesta un desaforado y desafiante «No» que se pudo oír en el Alto del Pato. Los lectores de la Señal, al día siguiente, vieron con placer que la batalla no estaba ganada de antemano. Bursley era tibio en temas de educación, barrios marginales, agua, gas, electricidad. Pero se proponía luchar por aquella cosa misteriosa, su identidad. ¿Había de perderse para el mundo el nombre de Bursley? Formular esa pregunta era dar la respuesta.
Después amaneció el día de la batalla, el día de la votación, en el que los ciudadanos habían de indicar claramente por medio de una cruz en una papeleta si querían Federación o no. Y ese día Constanza estaba casi incapacitada por la ciática. Fue un día heroico. Las paredes de la ciudad se cubrieron de letreros y las calles se llenaron de automóviles y otros vehículos al servicio de los votantes. Los más de aquellos vehículos llevaban grandes tarjetas con las palabras «Federación esta vez». Y centenares de hombres iban velozmente de acá para allá con tarjetas circulares sujetas a las solapas, como si Bursley fuera una carrera; en esas tarjetas se leían también las palabras «Federación esta vez». (Se refería a una votación que había tenido lugar varios años antes; no había suscitado ningún interés y el inmaduro proyecto sin embargo venció por una mayoría de seis a uno.) Todos los partidarios de la Federación llevaban una cinta roja; todos los antifederacionistas, una cinta azul. Se cerraron las escuelas y los federacionistas hicieron gala de su característica falta de escrúpulos apropiándose de los niños. Los federacionistas, con diabólica habilidad, contrataron a la Banda Municipal de Bursley, una organización de tremenda respetabilidad, y la pusieron en marcha por la ciudad tocando y seguida de carromatos llenos de niños apretujados que cantaban:
Votad, votad, votad por la Federación,
no seáis estúpidos, viejos y lentos,
estamos seguros de que será
bueno para la comunidad,
así pues votad, votad, votad y sacadla adelante.
No está claro cómo podía afectar este espectáculo a la decisión de unos graves ciudadanos en las urnas, pero los antifederacionistas temían que tal vez lo hiciera y antes del mediodía ya habían contratado a dos bandas y habían compuesto en comisión la siguiente letra como réplica a la primera:
Abajo, abajo, abajo la Federación;
como estamos nos queremos quedar;
cuando el sábado se vean los votos
muerta estará la Federación,
el bueno y viejo Bursley sin duda ganará.
También compusieron otra canción, titulada Querido viejo Bursley, que, sin embargo, cometieron el fatal error de adaptar a la música de Auld Lang Syne[60]. El efecto fue de canto fúnebre y quizá influyó a muchos votantes a favor del partido más alegre. Los antifederacionistas ni siquiera recuperaron la magra ventaja que les habían birlado los poco escrupulosos federacionistas con la ayuda de la Banda Municipal y de unos cuantos centenares de chiquillos. Los antifederacionistas lo tenían todo en su contra. ¡El alcalde había llegado a enviar a los habitantes una carta en la que se acusaba a los federacionistas de utilizar métodos desleales! ¡Aquello, ciertamente, era demasiado! Aquella insolencia dejó sin respiración a sus víctimas, y la respiración es muy necesaria en una competencia electoral. Los federacionistas, como reconoció uno de sus adversarios preeminentes, «hicieron lo que les dio la gana», al dominar tanto las calles como las paredes. Y cuando, a primera hora de la tarde, Dick Povey sobrevoló la ciudad en un globo decorado con el carmesí de la Federación, la impresión general fue que la causa de la identidad independiente de Bursley estaba perdida para siempre. Sin embargo, Bursley, con la obsequiosa ayuda de las tabernas, conservó su jovialidad.
IV
Al oscurecer, una anciana gruesa, de cabello gris y con un gorrito de poca gracia y un abrigo caro, subió cojeando, muy despacio, por Wedgwood Street y Cock Yard en dirección al ayuntamiento. Su rostro arrugado tenia una expresión de ansiedad. Los ajetreados y jubilosos federacionistas y antifederacionistas que no la conocían vieron simplemente a una anciana gruesa que caminaba apresuradamente; los que la conocían vieron simplemente a la señora Povey y la saludaron mecánicamente: una mujer de su edad y sus andares estaba notablemente fuera de lugar en aquel febril altercado de principios contrarios. Pero era algo más que una anciana gruesa, era algo más que la señora Povey lo que avanzaba torpemente, con tan penosa lentitud, por las calles: ¡era un milagro!
Aquella mañana, Constanza se había visto parcialmente incapacitada por su ciática; tanto, en cualquier caso, que se había dado cuenta de la conveniencia de quedarse en el piso del dormitorio en vez de bajar a la sala. Por tanto, Mary había encendido la chimenea del salón y Constanza se había instalado junto a ella, con Fossette en una cesta. Lily Holl había ido a visitarla temprano y se había mostrado muy comprensiva pero distraída. La verdad era que estaba ocultando el inminente ascenso en globo que Dick Povey, con su instinto para lo pintoresco, se las había arreglado para organizar, en unión con un conocido aeronauta de Manchester, para el día mismo de la votación. Ése era uno de los varios asuntos que era preciso ocultar a la anciana señora. La propia Lily estaba muy inquieta por el ascenso en globo. Tuvo que ir corriendo a ver a Dick antes de que empezara, en el campo de fútbol de Bleakridge, y luego pasar las horas que habían de transcurrir hasta que recibiera un telegrama comunicándole que Dick había descendido sano y salvo, que se había roto la pierna al bajar o que se había matado. Fue una dura prueba para Lily. Dejó a Constanza tras una breve visita, con un aire de preocupación poco habitual en ella, diciendo que, como aquél era un día especial, volvería «si podía». Y no olvidó asegurar a Constanza que la Federación, sin la menor duda, sería lindamente derrotada en la votación, pues ésta era otra de las cosas sobre las cuales se juzgó aconsejable mantener «a oscuras» a la anciana, temiendo que se preocupara y cometiera alguna indiscreción.
Después de aquello, Constanza había sido olvidada por el mundo de Bursley, que poca atención podía prestar a ancianas con ciática confinadas a sofás y chimeneas. Sufría agudos dolores, como veía Mary cuando de tiempo en tiempo entraba a echarle un vistazo. Era sin duda uno de los días malos de Constanza, uno de aquellos días en los cuales sentía que la ola de la vida la había dejado varada en total abandono. El sonido de la Banda Municipal la sacó de su doloroso trance de padecimiento. Luego la sobresaltó el tiple alto de las voces de los niños. Desafió su ciática y, con una mueca, se acercó a la ventana. Y a la primera mirada se dio cuenta de que la votación sobre la Federación iba a ser mucho más apasionante de lo que se había imaginado. Los tarjetones que se balanceaban en los carromatos le demostraron que la Federación seguía de cualquier modo estando lo bastante viva como para ejercer una formidable impresión sobre la vista y el oído. La Plaza se transformó merced a aquel clamor en pro de la Federación; la gente vitoreaba y cantaba conforme la procesión avanzaba serpenteando. Y Constanza captó claramente las rítmicas y marciales sílabas, «¡Votad, votad, votad!». Se sintió indignada. El barullo continuó. Con frecuencia pasaban vehículos por la Plaza como una exhalación, la mayoría de ellos con el distintivo carmesí. Los pequeños grupos y procesiones de excitados viandantes eran un rasgo que se repetía en aquel inhabitual tránsito; en su gran mayoría ostentaban el color de la Federación. Mary, después de ir a hacer algunas compras, subió y notificó a Constanza que «no había otra cosa que “Federación” por todas partes» y que el señor Brindley, un federacionista acérrimo, «se había subido un poco a la parra»; además, que había un enorme y universal interés por la votación. Dijo que había «montones y montones de gente» en torno al ayuntamiento. Hasta a Mary, por lo general un tanto apagada y de temperamento plácido, se le había pegado algo de aquella contagiosa vivacidad.
Constanza permaneció junto a la ventana hasta la hora de comer, y después volvió al mismo lugar. Fue una suerte que no se le ocurriera mirar al cielo cuando el globo de Dick voló hacia el oeste; habría sospechado de inmediato que Dick iba en aquel globo y sus agravios se habrían multiplicado. El inmenso agravio del proyecto de la Federación la abrumaba hasta el extremo de su capacidad. Ella no era un político; no tenía ideas generales; no veía el movimiento cósmico en grandes curvas. Era incapaz de percibir el absurdo que suponía perpetuar unas divisiones municipales que el crecimiento del distrito había vuelto artificiales, irritantes y perjudiciales. No veía nada más que a Bursley y en Bursley nada más que la Plaza. No sabía nada excepto que la gente de Bursley, que otrora hacía sus compras en Bursley, ahora las hacía en Hanbridge, y que la Plaza era un desierto infestado de baratillos. ¡Y había realmente personas deseosas de agachar la cerviz ante Hanbridge, dispuestas a sacrificar el nombre mismo de Bursley al capricho rapaz de esa avasalladora Chicago! ¿Sabían acaso que la pobre María Critchlow estaba en un manicomio porque Hanbridge era tan codiciosa? ¡Ah, la pobre María estaba ya olvidada! ¿Sabían que, como otra consecuencia indirecta, ella, la hija del principal comerciante de Bursley, iba a ser arrojada de la casa en la que había nacido? En pie junto a la ventana, contemplando el triunfo de la Federación, se arrepintió amargamente de no haber comprado casa y tienda en la venta Mericarp, años antes. ¡Ya les habría enseñado ella como propietaria lo que es bueno…! Olvidaba que la propiedad que poseía en Bursley era para ella un permanente fastidio y que estaba siempre pensando venderla fueran las que fueran las pérdidas.
Se dijo que tenía voto y que si hubiera estado «en condiciones de salir» claro está que habría votado. Se dijo que habría sido su deber votar. Y entonces, por una ilusión de sus agitados nervios, cada vez más tensos conforme pasaba el día, empezó a imaginarse que su ciática remitía. Dijo: «¡Ojalá pudiera salir!». Podía tomar un coche, o alguno de los vehículos que iban de un lado a otro tendría la amabilidad de llevarla al ayuntamiento y quizá, como un favor, de traerla de regreso. ¡Pero no! No se atrevía a salir. Tenía miedo, verdadero miedo, a que hasta la dócil Mary se lo impidiera. Por lo demás, podía enviar a Mary por un coche. Pero ¡si Lily volvía y la sorprendía saliendo o entrando! No debía salir. Sin embargo, la ciática estaba extrañamente mejor. Era una estupidez pensar en salir. ¡No obstante…! Y Lily no venía. La ofendía que no hubiera venido a visitarla otra vez. Lily la estaba descuidando. Saldría. No había ni cuatro minutos hasta el ayuntamiento y estaba mejor. Y llevaba mucho rato sin caer ningún chubasco; el viento estaba secando el barro de las calzadas. Sí; iría.
Con el sigilo de un ladrón entró en su dormitorio y se vistió; y con el sigilo de un ladrón se deslizó escaleras abajo y, sin decir una palabra a Mary, salió a la calle. Era una aventura sin esperanza. En cuanto estuvo en la calle percibió toda su debilidad, toda la fatiga que el esfuerzo ya le había supuesto. Volvió el dolor. Las calles todavía estaban mojadas y sucias, el viento era frío y el cielo tenía un aspecto amenazador. Debía regresar. Debía reconocer que había sido una estúpida por soñar semejante empresa. Le pareció que el ayuntamiento estaba a millas de distancia, en la cima de una montaña. Siguió adelante, sin embargo, firme en su decisión de contribuir a matar a la Federación. Cada paso le hacía rechinar sus viejos dientes. Eligió el camino que pasaba por Cock Yard porque si hubiera ido por la Plaza tendría que pasar por delante de la tienda de Holl y tal vez la vería Lily.
Éste fue el milagro del que los políticos fueron testigos sin saber que era un milagro. Para impresionarlos, Constanza tendría que haberse desmayado antes de votar y haberse convertido en el centro de una muchedumbre de observadores boquiabiertos. Pero sea como fuere consiguió volver a casa sobre sus propios y torturados pies y una Mary sorprendida y quejosa le abrió la puerta. Empezaba a llover. Entonces se asustó de las penalidades de su aventura y de las atroces consecuencias de ésta en su cuerpo. Un terrible agotamiento la dejó sin fuerzas. Pero había llevado a cabo la hazaña.
V
A la mañana siguiente, tras una noche que no hubiera podido describir, Constanza se encontró tendida en la cama, con los miembros extendidos. Notaba que tenía el rostro cubierto por la transpiración. El cordón de la campanilla colgaba a treinta centímetros de su cabeza, pero decidió que en vez de moverse para alcanzarlo prefería aguardar a que Mary acudiera motu proprio. Sus experiencias de aquella noche le habían hecho temer el menor movimiento; cualquier cosa era mejor que moverse. Se sentía vagamente enferma; sufría una especie de dolor amortiguado y tenía mucha sed y un poco de frío. Sabía que su brazo y su pierna izquierdos estaban extraordinariamente sensibles al tacto. Cuando por fin entró Mary, limpia, fresca y pálida en medio de toda su afabilidad, encontró a su ama del color de un huevo de pato, con la cara hinchada y una expresión extrañamente inquieta.
—Mary —dijo Constanza—, Me siento muy rara. Quizá sea mejor que vayas a avisar a la señorita Holl y le pidas que telefonee al doctor Stirling.
Éste fue el comienzo de la última enfermedad de Constanza. Mary comunicó a la señorita Holl que su ama había salido la tarde anterior a pesar de su ciática y Lily transmitió la información al médico. Después, Lily acudió a hacerse cargo de Constanza. Pero no se atrevió a reprender a la inválida.
—¿Se sabe ya el resultado? —murmuró Constanza.
—Oh, sí —dijo Lily en tono desenfadado—. Hay mayoría por más de mil doscientos votos contra la Federación. ¡Menuda excitación la de anoche! Ya le dije ayer por la mañana que la Federación iba a salir derrotada.
Lily hablaba como si el resultado fuera ya totalmente seguro; su tono indicaba a Constanza: «¡No se irá a imaginar que ayer por la mañana le dije algo que no es verdad sólo para animarla!». La verdad, sin embargo, era que hacia el final del día casi todo el mundo creía que la Federación iba a prevalecer. El resultado había causado una gran sorpresa. Los más profundos filósofos eran los únicos que no se habían sorprendido de ver que las simples fuerzas ciegas, sordas e inertes de la reacción, totalmente desprovistas de la ayuda de la lógica y junto con una organización defectuosa, habían sido al final mucho más poderosas que todo el entusiasmo alerta dispuesto contra ellas. Fue una notable lección para los reformistas.
—¡Oh! —musitó Constanza, sorprendida. Se sentía aliviada, pero le hubiera gustado que la mayoría fuera menor. Además, su interés por el asunto había disminuido. Eran sus miembros lo que la preocupaba ahora.
—Pareces cansada —dijo débilmente a Lily.
—¿De veras? —contestó Lily escuetamente, ocultando el hecho de que se había pasado la mitad de la noche atendiendo a Dick Povey, que, en un sensacional descenso sobre Maccleshfield, había sido arrastrado entre las copas de una hilera de álamos en detrimento de un codo; el aeronauta profesional se había roto la pierna.
Entonces llegó el doctor Stirling.
—Me temo que mi ciática ha empeorado, doctor —dijo Constanza, en tono contrito.
—¿Esperaba que mejorase? —replicó él, mirándola con severidad. Ella supo que alguien le había ahorrado el apuro de confesar la escapada.
Sin embargo, su ciática no había empeorado. Su ciática no se había portado vilmente. Lo que sufría eran los preliminares de un ataque de reumatismo agudo. ¡Desde luego, había elegido bien el mes y el tiempo adecuados para su escapada! Fatigada por el dolor, por la agitación nerviosa y por el inmenso esfuerzo físico y moral necesario para llegar al ayuntamiento y volver, había cogido un resfriado y se le habían mojado los pies. En una persona como ella, eso era suficiente. El médico utilizó sólo la expresión «reumatismo agudo». Constanza no sabía que el reumatismo agudo era exactamente lo mismo que aquella terrible enfermedad, la fiebre reumática, y no se le informó de ello. Durante un considerable espacio de tiempo no se imaginó que su estado era extremadamente grave. El médico indicó que llamara a dos enfermeras y explicó la frecuencia de sus propias visitas diciendo que su preocupación principal era reducir al mínimo los dolores, tanto como fuera posible, y que ello sólo se podía lograr con una constante vigilancia. El dolor era muy intenso. Pero Constanza estaba muy acostumbrada al dolor intenso. La ciática, cuando está en su máxima actividad, no es superada ni siquiera por la fiebre reumática. Constanza llevaba años padeciendo dolores casi constantes. Sus amigos, por mucha que fuera su solidaridad, no podían apreciar la intensidad de su tortura. Estaban tan acostumbrados a ella como la propia Constanza. Y la monotonía y meticulosidad de sus quejas (por poco comparables que fueran con su causa) embotaban necesariamente el filo de la compasión. «¡Otra vez la señora Povey y su ciática! ¡Pobrecilla, la verdad es que es un poco tediosa!». Tenían tendencia a no darse cuenta de que la ciática es todavía más tediosa que las quejas por la ciática.
Un día pidió que fuera a verla Dick. Éste fue con el brazo en cabestrillo y le dijo con renuencia que se había hecho daño en el codo al caérsele el bastón y resbalar bajando la escalera.
—Lily no me lo había dicho —dijo Constanza, recelosa.
—¡Oh, si no es nada! —repuso Dick. Ni siquiera la habitación de la enferma podía arrebatarle el gozo de su magnífica aventura aeronáutica.
—¡Espero que no vayas a correr riesgos! —dijo Constanza.
—¡No temas nada! —respondió él— Yo moriré en la cama.
¡Y estaba absolutamente convencido de que sería así y no como consecuencia de un accidente! La enfermera no le permitió estar más tiempo en la habitación.
Lily sugirió que tal vez Constanza quisiera que escribiera a Cyril, sólo para asegurarse de que tenían su dirección correcta. Se había ido a un viaje por Italia con algunos amigos de los que Constanza no sabía nada. Había mucha incertidumbre en cuanto a la dirección; tenían varias, todas ellas la lista de correos de diversas ciudades. Cyril había mandado postales a su madre. Dick y Lily fueron a la oficina de correos y telegrafiaron a varias regiones del extranjero.
Aunque Constanza estaba demasiado enferma para saber lo enferma que estaba, aunque no tenía idea de la confusión doméstica causada por su dolencia, su mente estaba a menudo notablemente clara y podía entregarse a largas y sensatas meditaciones por encima del inquieto mar del dolor. En las primeras horas de la noche, después del cambio de enfermera y de que Mary se hubiera ido a dormir, extenuada, y cuando Lily estaba dando a Dick el informe del día en la tienda, la enfermera estaba ya dormida y la de noche había hecho sus preparativos, entonces, en el silencio de la habitación, tenuemente iluminada, Constanza discutía consigo misma durante una hora cada noche. Pensaba en Sofía con frecuencia. A pesar de que Sofía había muerto, la seguía compadeciendo por ser una mujer cuya vida se había desperdiciado. Esta idea de la inútil y desperdiciada vida de Sofía y de la trascendental importancia de aferrarse a unos principios acudía a ella una y otra vez. «¿Por qué se escapó con él? ¡Ojalá no se hubiera escapado con él!», repetía. ¡Y, sin embargo, había algo tan espléndido en Sofía! ¡Eso hacía que su caso fuera todavía más lamentable! Constanza nunca se compadecía de sí misma. No consideraba que los Hados la hubieran tratado muy mal. No estaba muy descontenta de sí misma. El invencible sentido común de una naturaleza sana le impedía, en sus mejores momentos, deshacerse débilmente en autocompasión. Había vivido en la honradez y la amabilidad un buen número de años y había conocido horas de triunfo. Era justamente respetada, tenía una posición, poseía dignidad, gozaba de una situación próspera. Había en ella, después de todo, un cierto grado de sosegado engreimiento. No existía nadie que «le echara el pie delante». ¡Cierto, era vieja! Como miles de personas en Bursley. Sufría. Como miles de personas. ¿Con quién estaría dispuesta a intercambiar su destino? Tenía muchas insatisfacciones. Pero se elevaba por encima de ellas. Cuando repasaba su vida, y la vida en general, pensaba, con una especie de ánimo ácido pero no agrio: «¡Bueno, así es la vida!». A pesar de su hábito de lamentarse por nimiedades domésticas, era, por la esencia de su carácter, «una gran persona que sacaba el mayor provecho posible de las cosas». Así pues, no se lamentaba en exceso por su excursión al ayuntamiento para votar, cuyas secuelas habían resultado ser ridículamente inoportunas. «¿Cómo iba yo a saberlo?», se preguntaba.
El único asunto en el que tenía que hacerse graves reproches era el haber mimado a Cyril con tanta indulgencia tras la muerte de Samuel Povey. Pero el final de sus reproches era invariablemente: «¡Me imagino que volvería a hacer lo mismo! ¡Y probablemente no habría cambiado nada el que no lo hubiese mimado». Y hubiera pagado diez veces más por aquella debilidad. Quería a Cyril, pero no se hacía ilusiones en cuanto a él; veía sus dos lados. Recordaba todas las penas y las humillaciones que le había causado. Sin embargo, su afecto no se veía disminuido por ellas. Un hijo podía ser peor que Cyril; éste tenía cualidades admirables. No le guardaba rencor por estar lejos de Inglaterra cuando ella yacía enferma. «Si fuera grave —se dijo —vendría sin perder un momento». Y Lily y Dick eran un tesoro para ella. Con los dos había tenido verdadera suerte. Le producía gran placer considerar el esplendor del regalo con que el día de su boda, que se aproximaba, les manifestaría el aprecio que les tenía. La secreta actitud de ambos hacia ella era de benévola condescendencia, que se expresaba en el tono en que se decían el uno al otro «la vieja señora». Tal vez les hubiera sobresaltado saber que Constanza los menospreciaba cariñosamente a los dos. Sentía ilimitada admiración por sus corazones, pero pensaba que Dick era un poco excesivamente brusco y un poco excesivamente payaso para ser un auténtico caballero. Y aunque Lily era toda una dama, en opinión de Constanza le faltaba fibra, agallas, o independencia de espíritu. Además, a su juicio había demasiada diferencia de edad entre ellos. Era dudoso que, una vez dicho todo, Constanza tuviera tanto que aprender de la petulante sabiduría de aquellos jóvenes.
Después de un rato de confesión consigo misma, caía a veces en un período de delirio poco profundo. En él vagaba invariablemente de acá para allá, perdida, por el largo pasadizo subterráneo que conducía desde la antecocina, más allá de la carbonera y del sótano de las cenizas, hasta el patio trasero. Y tenía miedo de las vastas tinieblas de aquellas regiones, como lo había tenido en su infancia.
No fue el reumatismo agudo sino una pericarditis sobrevenida lo que la mató en pocos días. Murió durante la noche, sola con la enfermera. Por una curiosa casualidad, el pastor wesleyano, habiéndose enterado de que estaba gravemente enferma, la había visitado el día anterior. Ella no lo había llamado; aquella visita pastoral, la visita de un hombre que siempre había dicho que las muchas obligaciones del circuito hacían casi imposibles las visitas pastorales, la hizo pensar. Por la tarde había pedido que llevaran arriba a Fossette.
Así fue arrojada de su casa, pero no por Modas Midland. Los viejos se decían: «¿Se ha enterado usted de que se ha muerto la señora Povey? ¡Ay, Dios mío! Pronto no quedará nadie». Aquellos viejos eran malos profetas. Los amigos de Constanza la lloraron sinceramente y olvidaron lo tedioso de su ciática. En su aflicción trataron de representarse todo lo que le había tocado pasar en su vida. Posiblemente creyeron que aquel intento imaginativo les había salido bien. Nadie más que Constanza podía saber lo que a Constanza le había tocado pasar y lo que la vida había significado para ella.
Cyril no estuvo en el funeral. Llegó con tres días de retraso. (Como no tenía ningún interés en los asuntos amorosos de Dick y Lily, la pareja se quedó sin regalo de boda. El testamento, que databa de hacía quince años, era en favor de Cyril.) Pero sí asistió el inmortal Charles Critchlow, lleno de calmoso y sardónico regocijo y sin que nadie se lo pidiera. Aunque fabulosamente senil, había conservado e incluso aumentado su capacidad de gozar de una catástrofe. Ahora iba a los funerales con entusiasmo, absorbido con satisfacción por la tarea de enterrar a sus amigos uno por uno. Fue él quien dijo, con su voz estridente, temblona, chirriante y pausada: «¡Es una lástima que no haya vivido lo suficiente para ver que la Federación sale adelante después de todo! ¡La habría fastidiado mucho!» (pues los poco escrupulosos defensores de la Federación habían descubierto un método para anular los resultados del referéndum y la Señal estaba más repleta que nunca de Federación).
Cuando partió el breve cortejo fúnebre, Mary y la débil Fossette (única reliquia de la relación entre la familia Baines y París) se quedaron solas en la casa. La llorosa sirvienta preparó la cena de la perra y se la puso delante en el plato sopero de costumbre y en el rincón de costumbre. Fossette la olisqueó y luego se alejó y se tumbó, con un suspiro perruno, ante el fuego de la cocina. Habían trastornado sus hábitos aquel día: era consciente del descuido, debido a acontecimientos que estaban fuera de su comprensión. Y no le gustaba. Se sentía ofendida; su apetito se sentía ofendido. Sin embargo, al cabo de unos minutos empezó a reconsiderar el asunto. Echó una mirada al plato sopero y, por si daba la casualidad de que después de todo contuviera algo digno de inspección, se equilibró torpemente sobre sus viejas patas y acudió de nuevo a él.
© Editorial Gredos S.A. 2005
Título original: The Old Wives’s Tale
© Introducción
María Lozano Mantecón
© Traducción y notas
María Cóndor Orduña
ISBN: 84 − 249 − 2755 − 9
Depósito Legal: M. 7920 − 2005
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