CAPÍTULO III

UNA BATALLA

 

I

 

El día consagrado por la costumbre en las Cinco Ciudades para hacer pastas es el sábado. Pero la señora Baines hacía las suyas en viernes porque el sábado por la tarde, como es natural, había mucho trabajo en la tienda. Es cierto que la señora Baines hacía sus pastas por la mañana y que el sábado por la mañana en la tienda apenas se diferenciaba de cualquier otra mañana. No obstante, la señora Baines hacía las pastas el viernes por la mañana en lugar del sábado por la mañana porque la tarde del sábado había mucho trabajo en la tienda. De este modo tenía tiempo para hacer la compra el sábado por la mañana sin excesivo trajín.

La mañana después del primer ensayo odontológico de Sofía, por lo tanto, la señora Baines estaba haciendo pastas en la cocina subterránea. Aquella cocina, la cueva en la que moraba Maggie, poseía el misterio de una iglesia y en los días oscuros el de una cripta. Los peldaños de piedra que bajaban hasta ella desde el nivel de la tierra carecían totalmente de luz. Uno los tanteaba con los pies de la fe, y cuando llegaba a la cocina, ésta, en contraste, parecía luminosa y alegre; tal vez el arquitecto lo tuviese en cuenta y el efecto de la escalera fuese deliberado. La cocina recibía la luz del día a través de una gran ventana poco profunda cuya parte superior tocaba el techo y cuya parte inferior estuvo fuera del alcance de las muchachas hasta mucho tiempo después de que empezaran a ir al colegio. Sus cristales eran pequeños y la mitad de ellos eran de los del tipo de «nudo», a través de los cuales no se podía distinguir objeto alguno; la otra mitad eran de fecha posterior y resistían la marcha de la civilización. La vista desde la ventana se componía de las amplias ventanas, de vidrio cilindrado, de la recién construida bodega «del Sol» y de las piernas y faldas que pasaban. Una sólida rejilla de alambre protegía la cocina de todo exceso de iluminación y asimismo protegía los cristales de los caprichos de los transeúntes de King Street. Los arrapiezos tenían la manía de pararse a dar patadas a la rejilla con todas sus fuerzas.

Las paredes de la cocina estaban adornadas de nomeolvides en un campo marrón. Su techo era irregular y mugriento; estaba atravesado por una viga, en la cual había dos ganchos, y de estos ganchos colgaban antaño las cuerdas de un columpio, muy utilizado por Constanza y Sofía en los viejos tiempos, hasta que se hicieron mayores. El resto del mobiliario comprendía una mesa —pegada a la pared de enfrente del horno—, una alacena y dos sillas Windsor. Al otro lado del arranque de la escalera había una entrada sin puerta que daba a las dos despensas, todavía más tenebrosas que la cocina, con algunos vagos rincones que hacía visible el encalado; en ellos reposaban en alacenas cuencos de leche, platos de huesos fríos y restos de fruta; en la esquina más próxima a la cocina había un gran serón donde se guardaba el pan. Otra entrada, al otro lado de la cocina, daba a la primera carbonera, donde estaba también la tabla de lavar con su grifo, y desde allí un túnel conducía a la segunda carbonera, donde se almacenaban el carbón y las cenizas; el túnel continuaba hasta un lejano patio diminuto y de éste, pasando por detrás de la farmacia del señor Critchlow, podía uno salir, sorprendido, a Brougham Street. La sensación que producían las vastas tinieblas de aquellas regiones que empezaban en lo alto de la escalera de la cocina y acababan en los oscuros rincones de las despensas o abruptamente en la vulgar cotidianidad de Brougham Street, una sensación que Constanza y Sofía conocían desde la infancia, y que permaneció en ellas casi sin deterioro mientras se fueron haciendo mayores.

La señora Baines llevaba un vestido de alpaca negra protegido por un delantal blanco cuyos cordones atraían la atención a la amplitud de su cintura. Iba arremangada y tenía las manos cubiertas hasta los nudillos de harina mojada. Su eterno tablero para hacer pastas ocupaba una esquina de la mesa y cerca de él se hallaban el rodillo, la mantequilla, algunas fuentes, manzanas trituradas, azúcar y otras cosas. Aquellas manos sonrosadas se afanaban dentro de una sustancia pegajosa, en un gran cuenco blanco.

—Mamá, ¿estás ahí? —se oyó una voz que venía de arriba.

—Sí, cariño.

Sonaron en la escalera unos pasos al parecer reacios y vacilantes y Sofía entró en la cocina.

—Recógeme ese mechón —dijo la señora Baines, bajando un poco la cabeza y levantando las enharinadas manos, que no podían tocar más que harina—. Gracias; me estaba molestando. Y ahora quítate de la luz. Tengo prisa. Tengo que ir a la tienda para mandar al dentista al señor Povey. ¿Qué hace Constanza?

—Ayudar a Maggie a hacer la cama del señor Povey.

—¡Ah!

Aunque gruesa, la señora Baines era una mujer bonita, con un hermoso cabello castaño y unos ojos serenos que mostraban seguridad en sí misma y fe en su propia capacidad para llevar a cabo cualquier cosa para la que se la llamase. No aparentaba ni más ni menos de su edad, cuarenta y cinco años. No había nacido en la región; la había escogido su esposo en la ciudad de Axe, en los páramos, a doce millas de distancia. Como casi todas las mujeres que se establecen en tierra extraña al casarse, en el fondo de su corazón se consideraba un poquitín superior a la tierra extraña y a sus costumbres. Este sentimiento, confirmado por una larga experiencia, nunca la había abandonado. Era este sentimiento el que la inducía a seguir haciendo sus propias pastas ¡habiendo en la casa dos «chicas mayores» educadas a fondo! Constanza sabía hacer buenas pastas, pero no eran las pastas de su madre. En materia de repostería se podía enseñar todo menos la «mano», ligera y firme, que empuña el rodillo. Se nace con esa mano o sin ella. Y si se nace sin ella son imposibles los más altos vuelos de la repostería. Constanza había nacido sin ella. Había días en los que Sofía parecía poseerla, pero había otros en los que no había quien se comiera las pastas de Sofía, con excepción de Maggie. Así pues, la señora Baines, aunque estaba muy orgullosa de sus hijas y las quería mucho, seguía mirándolas justificadamente con cierta condescendencia. Abrigaba sinceras dudas de que alguna de ellas llegara a ser igual a su madre.

—¡Ya está bien, brujita! —exclamó. Sofía estaba robando y comiéndose trocitos de manzana medio cocida—. ¡Esto pasa por no desayunar! ¿Y por qué no bajaste anoche a cenar?

—No sé. Se me olvidó.

La señora Baines examinó los ojos de la chiquilla, que se encontraron con los suyos con una especie de desafiante osadía. Sabía todo lo que puede saber una madre de su hija y estaba segura de que Sofía no tenía ningún motivo para estar indispuesta. Por lo tanto la miró a los ojos con ligera aprensión.

—Si no encuentras nada mejor que hacer —dijo—, úntame este plato con mantequilla. ¿Tienes las manos limpias? No, mejor no lo toques.

La señora Baines estaba en aquel momento en la fase de depositar pequeñas porciones de mantequilla formando hileras en una gran extensión de pasta. ¡La mejor mantequilla fresca! La mantequilla de guisar, por no decir la manteca, era desconocida en aquella cocina los viernes por la mañana. Dobló la extensión de pasta enrollando la mantequilla dentro, ¡una operación suprema!

—¿Te ha dicho Constanza que vais a dejar el colegio? —inquirió la señora Baines, pasando a algo más trivial, mientras recortaba la pasta para ajustarla a la forma de una fuente.

—Sí —replicó Sofía con brusquedad. Después se acercó al horno. Había un tenedor de tostar en la alacena y se puso a jugar con él.

—Bueno, ¿estás contenta? La tía Harriet piensa que ya sois lo bastante mayores para dejarlo. Y como habíamos decidido que de todas maneras Constanza lo iba a dejar, en realidad es mucho más sencillo que lo dejéis las dos juntas.

—Mamá —dijo Sofía, haciendo ruido con el tenedor de tostar—, ¿Qué voy a hacer cuando salga del colegio?

—Espero —contestó la señora Baines con el tono sentencioso que ni el más inteligente de los progenitores lo es lo bastante como para prescindir de él—, espero que las dos hagáis todo lo posible para ayudar a vuestra madre… y a vuestro padre —añadió.

—Sí —dijo Sofía, irritada—. Pero yo ¿qué voy a hacer?

—Eso ya se verá. Como Constanza va a aprender el ramo de la sombrerería de señora, he pensado que tú podrías empezar a echar una mano con la ropa interior, guantes, seda y demás. Así entre las dos podréis un día llevar muy bien todo este lado de la tienda, y yo…

—Yo no quiero ir a la tienda, mamá.

Aquella interrupción fue hecha en una voz aparentemente fría y hostil. La señora Baines le dirigió una rápida mirada sin que lo observase la chiquilla, cuyo rostro estaba vuelto hacia el fuego. Se tenía por una cumplida experta en la interpretación de los humores de Sofía; sin embargo, contemplando aquella espalda recta y aquella cabeza orgullosa, no sospechó que toda la esencia y el ser de Sofía estaban implorando comprensión, callada pero intensamente.

—Me gustaría que dejaras en paz ese tenedor —dijo la señora Baines, con una curiosa y lúgubre cortesía que a menudo caracterizaba las relaciones con sus hijas.

El tenedor de tostar cayó al suelo de ladrillo después de rebotar en el cubo de la ceniza. Sofía lo volvió a colocar apresuradamente en la alacena.

—Entonces ¿qué piensas hacer? —continuó la señora Baines, venciendo el fastidio causado por el tenedor de tostar—. Creo que soy yo quien tendría que preguntarte a ti y no tú a mí. ¿Qué piensas hacer? Tu padre y yo esperábamos que os dedicaríais a la tienda y trataríais de compensarnos por todo el…

La señora Baines no estaba muy acertada aquella mañana con su modo de expresarse. Lo cierto es que era una madre excepcional, pero aquella mañana parecía ser incapaz de evitar las absurdas pretensiones que los padres de aquellos tiempos daban por supuestas con toda sinceridad y que todo buen hijo aceptaba dócilmente.

Sofía no era una buena hija y en su fuero interno rechazaba con obstinación ese principio cardinal de la familia, a saber, que el progenitor ha otorgado a su vástago un supremo favor al traerlo al mundo. Interrumpió de nuevo a su madre sin miramientos.

—No quiero dejar el colegio —dijo con apasionamiento.

—Pero tendrás que dejarlo más tarde o más temprano —argumentó la señora Baines, con aire de razonar serenamente y poniéndose al nivel de su hija—. No puedes quedarte en el colegio para siempre ¿verdad, cariño? ¡Quita de en medio!

Atravesó apresuradamente la cocina con una empanada que metió en el homo, cerrando la puerta de hierro con gesto cuidadoso.

—Sí —replicó Sofía—; quiero ser maestra. Eso es lo que quiero.

—¿Maestra de escuela? —inquirió la señora Baines.

—Por supuesto. ¿De qué si no, aquí? —dijo Sofía en tono cortante—, Con la señorita Chetwynd.

—No creo que a tu padre le gustara —repuso la señora Baines—. Estoy segura de que no le gustaría.

—¿Por qué no?

—No sería apropiado.

—¿Por qué no, mamá? —preguntó la muchacha con una especie de ferocidad. Se había apartado del homo. Unos pies de hombre centellearon al pasar por delante de la ventana.

La señora Baines estaba sorprendida y sobresaltada. La actitud de Sofía le colmaba verdaderamente la paciencia; era necesario corregir sus modales. Pero no eran estos fenómenos lo que afectaba tanto a la señora Baines; estaba acostumbrada a ellos y había llegado a considerarlos en cierto modo como inevitable acompañamiento de la belleza de Sofía, como el castigo de aquel encanto insuperable que ocasionalmente emanaba de la muchacha como un resplandor. Lo que sorprendía y sobresaltaba a la señora Baines era la completa e impensable locura del plan infantil de Sofía. Fue una revelación para la señora Baines. ¿Por qué, en nombre de Dios, se le había metido semejante idea en la cabeza? Las huérfanas, las viudas y las solteronas de cierta edad lanzadas de repente al mundo: ésas eran las mujeres que de forma natural se hacían maestras, porque tenían que hacerse algo. Pero que la hija de unos padres acomodados, rodeada de amor y de los placeres de un hogar excelente, deseara enseñar en una escuela era algo que estaba más allá de los horizontes del sentido común de la señora Baines. Los padres acomodados de hoy en día que tengan dificultades para comprender a la señora Baines deben imaginar cuáles serían sus sentimientos si sus Sofías mostraran el grosero deseo de seguir la vocación de chófer.

—Tendrías que estar demasiado tiempo fuera de casa —dijo la señora Baines, terminando otra empanada.

Hablaba en tono suave. No había desaprovechado la experiencia de ser la madre de Sofía desde hacía casi dieciséis años y, aunque ahora estaba descubriendo peligros inimaginados en el errático temperamento de Sofía, conservó suficiente presencia de ánimo para comportarse con diplomática blandura. Sin duda era humillante para una madre verse obligada a utilizar la diplomacia en su trato con una chicuela de manga corta. En sus tiempos las madres eran autocráticas. Pero Sofía era Sofía.

—¿Y qué? —inquirió Sofía en tono cortante.

—Y en Bursley no hay —dijo la señora Baines.

—La señorita Chetwynd me tomaría, y después, pasado un tiempo, podría irme con su hermana.

—¿Su hermana? ¿Qué hermana?

—La que tiene un colegio grande en alguna parte de Londres.

La señora Baines ocultó su emoción sin precedentes mirando la primera empanada, en el horno. La empanada iba bien, a pesar de las circunstancias. En aquellos escasos segundos reflexionó rápidamente y decidió que a grandes males había que aplicar grandes remedios.

¡Londres! Ella misma no había pasado nunca de Manchester. ¡Londres, «pasado un tiempo»! ¡No, la diplomacia estaría fuera de lugar en esta crisis de crecimiento de Sofía!

—Sofía —dijo con voz mutada y solemne, enfrentándose a su hija y manteniendo lejos del delantal las manos enharinadas y llenas de sortijas—. No sé qué es lo que te pasa. ¡De verdad que no lo sé! Tu padre y yo estamos dispuestos a aguantar hasta cierto punto, pero hay que poner un límite. Lo que ocurre es que te hemos mimado demasiado y en vez de ir a mejor al hacerte mayor estás yendo a peor. Ahora, por favor, no quiero volver a oír hablar del asunto. Me gustaría que imitaras un poco más a tu hermana. Por supuesto, si no quieres hacer tu parte en la tienda, nadie puede obligarte. Si decides andar haciendo el vago por la casa, tendremos que soportarlo. Lo único que podemos hacer es aconsejarte por tu propio bien. Pero en cuanto a eso… —se detuvo y dejó hablar al silencio, y después concluyó—, que no vuelva a oír hablar de ello.

Fue un discurso enérgico e imponente, enunciado con claridad en un tono que la señora Baines no había empleado desde que despidió hacía cinco años a una joven dependienta de conducta liviana.

—Pero, mamá…

En lo alto de la escalera de piedra resonó una conmoción de cubos. Era Maggie, que bajaba de los dormitorios. La familia Baines se pasaba la vida haciendo todo lo posible para guardarse sus asuntos para sí, suponiendo que Maggie y todo el personal de la tienda (con la posible excepción del señor Povey) estaban obsesionados por un voraz apetito de lo que no les importaba. En consecuencia, las voces de los Baines siempre enmudecían o se convertían en un sofocado y misterioso susurro siempre que se oían pasos de alguien que pudiera escuchar a escondidas.

La señora Baines se puso un dedo delante de su doble papada.

—Ya basta —dijo de forma terminante.

Apareció Maggie, y Sofía, con brusca precipitación, desapareció escaleras arriba.

 

 

 

II

 

—Bueno, señor Povey, la verdad es que esto no es propio de usted —dijo la señora Baines, que, de camino a la tienda, había descubierto al Indispensable en el taller de cortar.

Es cierto que el taller de cortar era casi el santuario del señor Povey, al cual se retiraba de vez en cuando para cortar trajes y prendas sueltas para el departamento de sastrería. Es cierto que el departamento de sastrería recibía abundantes encargos, empleando a varios sastres que trabajaban en sus propias casas y que constantemente se daba cita a clientes para probarse en aquella pieza. Pero estas consideraciones no afectaron a la actitud desaprobadora de la señora Baines.

—Sólo estaba cortando este traje para el ministro —dijo el señor Povey.

El reverendo Murley, superintendente del circuito metodista wesleyano, visitaba al señor Baines todas las semanas. En una visita reciente, el señor Baines había observado que la chaqueta del párroco estaba adquiriendo un tono verdoso de puro vieja y había ordenado que se le hiciese un traje nuevo para regalárselo al señor Murley. Éste, que albergaba una auténtica pasión medieval por las almas y que había gastado su dinero y su salud en nombre de Cristo, había aceptado el ofrecimiento estrictamente en nombre de Cristo y había explicado pormenorizadamente al señor Povey la necesidad que tenía Cristo de variopintos bolsillos.

—Eso ya lo veo —replicó ácidamente la señora Baines—, Pero no es razón para que esté usted sin chaqueta, y encima en esta habitación tan fría. ¡Teniendo dolor de muelas!

El hecho era que el señor Povey siempre se quitaba la chaqueta para cortar. En vez de chaqueta se ponía una cinta métrica.

—Ya no me duele la muela —dijo tímidamente, dejando las grandes tijeras y cogiendo un trozo de tiza.

—¡Bobadas! —exclamó la señora Baines.

Aquella exclamación escandalizó al señor Povey. No era desconocida en labios de la señora Baines, pero por lo general la reservaba para los miembros de su propio sexo. El señor Povey no recordaba que la hubiera aplicado a ninguna aseveración suya. «¿Qué le pasa a esta mujer?», pensó. El que tuviera la cara enrojecida no le ayudó a responder a la pregunta, pues siempre la tenía así después de las operaciones del viernes en la cocina.

—Todos los hombres son iguales —prosiguió la señora Baines—. Sólo pensar en el dentista ya les cura. ¿Por qué no va ahora mismo a ver al señor Critchlow y se la saca, como un hombre?

El señor Critchlow sacaba muelas; la muestra de su establecimiento rezaba «Huesero y farmacéutico». Pero el señor Povey tenía sus propias opiniones.

—No me fío del señor Critchlow como dentista —dijo.

—Entonces, por Dios, vaya a Oulsnam.

—¿Cuándo? Ahora me viene mal y mañana es sábado.

—¿Por qué no puede ir ahora?

—Bueno, por supuesto podría ir ahora —admitió.

—Permítame aconsejarle que vaya, pues, y no vuelva con esa muela en la boca. Si no, voy a hacerle meterse en la cama. ¡Vamos, muestre un poco de valor!

—¡Oh! ¡Valor…! —protestó, ofendido.

En aquel momento se acercaba Constanza por el pasillo cantando.

—¡Constanza, cariño! —llamó la señora Baines.

—Voy, mamá —asomó la cabeza por la puerta de la habitación—. ¡Oh! —el señor Povey se estaba poniendo la chaqueta.

—El señor Povey va a ir al dentista.

—Sí; me voy ahora mismo —confirmó el señor Povey.

—¡Oh! ¡Me alegro mucho! —exclamó Constanza. Su rostro expresaba una pura simpatía, sin mezcla de sentimientos de crítica. El señor Povey se bañó en aquella simpatía y decidió que debía mostrase como un hombre de roble y de hierro.

—Con estas cosas, lo mejor es acabar cuanto antes —dijo con severa indiferencia—. Voy por el abrigo.

—Aquí está —dijo Constanza al momento. El abrigo y el sombrero del señor Povey estaban colgados en un gancho en el pasillo, al lado de la puerta del taller. La joven le tendió el abrigo, deseosa de ser útil.

—No te he dicho que vengas para que le hagas de ayuda de cámara al señor Povey —dijo para sí la señora Baines en tono levemente adusto; y en voz alta—: No puedo quedarme mucho rato en la tienda, Constanza, pero puedes quedarte tú hasta que vuelva el señor Povey, ¿verdad? Y si pasa algo subes corriendo y me lo dices.

—Sí, mamá —consintió ansiosamente Constanza. Vaciló y luego se dispuso a obedecer al instante.

—Quiero hablar antes contigo, querida —la detuvo la señora Baines; su tono era peculiar, cargado de importancia, confidencial y por tanto muy halagador para Constanza.

—Creo que saldré por la puerta lateral —dijo el señor Povey—, Está más cerca.

Así era. Se ahorraba unas diez yardas en dos millas saliendo por la puerta lateral en vez de por la tienda. ¿Quién podía sospechar que le daba vergüenza que le vieran ir al dentista, temeroso de que, si iba por la tienda, la señora Baines le siguiera e hiciera delante de los dependientes alguna observación perjudicial para su dignidad? (La señora Baines podía sospecharlo y lo hizo).

—La cinta métrica no le va a hacer falta —le dijo secamente la señora Baines cuando él abría la puerta lateral. Los extremos de la cinta métrica le colgaban debajo de la chaqueta y el abrigo.

—¡Oh! —el señor Povey frunció el ceño por su despiste.

—La dejaré en su sitio —terció Constanza, ofreciéndose para recibir la cinta.

—Gracias —dijo con gravedad el señor Povey—, No creo que tarden mucho para el poco trabajo que les voy a dar —añadió con una trabajosa y desdichada sonrisa.

Luego se fue por King Street aparentando gozosa ligereza y digno júbilo por la espléndida mañana de mayo. Pero en su cobarde corazón humano no había ninguna mañana de mayo.

—¡Eh! ¡Povey! —llamó una voz desde la Plaza.

Pero el señor Povey no hacía caso a llamamiento alguno. Se había puesto en marcha y no quería mirar hacia atrás.

—¡Eh! ¡Povey!

Inútil.

La señora Baines y Constanza estaban en la puerta. Un hombre de mediana edad cruzaba en aquel momento la calle desde Boulton Terrace, el altivo conjunto de tiendas nuevas que el envidioso resto de la Plaza había dado en calificar de «ostentoso». Saludó con la mano a la señora Baines, que mantuvo la puerta abierta.

—Es el doctor Harrop —dijo a Constanza—, No me extrañaría que por fin viniera ese bebé y él quisiera decírselo al señor Povey.

Constanza se ruborizó, llena de orgullo. La señora Povey, esposa del célebre primo de «nuestro señor Povey», el confitero y panadero de primera de Boulton Terrace, era tema frecuente de discusión en la familia Baines, pero era la primera vez que la señora Baines reconocía en presencia de Constanza el marcado y creciente cambio que había caracterizado el estado de la señora Povey en los meses recientes. Semejante franqueza por parte de su madre, tras la decisión de que saliesen del colegio, probaba sin duda que Constanza había dejado de ser una chiquilla.

—Buenos días, doctor.

El médico, que llevaba un maletín y vestía bombachos de montar (fue el último médico de Bursley en abandonar la silla por la carretela), saludó y enderezó su largo y negro tronco.

—¡Buenas! ¡Buenas, señorita! Pues ha sido un niño.

—¿Qué? ¿Allá? —preguntó la señora Baines señalando la pastelería.

El doctor Harrop asintió con la cabeza.

—Quería informarle —dijo, encogiendo el hombro en dirección al arrogante cobarde.

—¿Qué te dije, Constanza? —dijo la señora Baines, volviéndose hacia su hija.

La confusión de Constanza igualaba a su placer. El avispado doctor se había detenido al pie de los dos escalones y con una mano en el bolsillo de sus amplios bombachos contemplaba, con sonrientes ojillos, a la voluminosa matrona y a la esbelta doncella.

—Sí —prosiguió—. Ha costado casi toda la noche. ¡Difícil! ¡Difícil!

—Espero que haya ido todo bien.

—Oh, sí. ¡Un niño estupendo! ¡Estupendo! Pero ha causado problemas a su madre, a pesar de todo. ¿Nada nuevo? —esta vez levantó los ojos para señalar el dormitorio del señor Baines.

—No —respondió la señora Baines, cambiando de expresión.

—¿Sigue animado?

—Sí.

—¡Bien! Que tengan muy buenos días.

Se encaminó hacia su casa, que estaba más abajo en la misma calle.

—Espero que ahora pase una nueva página —observó la señora Baines a Constanza al cerrar la puerta. Constanza sabía que su madre se refería a la mujer del confitero; dedujo que la esperanza era en extremo débil.

—¿De qué querías hablarme, mamá? —preguntó como manera de salir de su deliciosa confusión.

—Cierra esa puerta —replicó la señora Baines señalando la que daba al pasadizo; mientras Constanza obedecía, ella cerró la de la escalera. Entonces dijo, en voz baja y cautelosa:

—¿Qué es todo eso de que Sofía quiere ser maestra?

—¿Que quiere ser maestra? —repitió Constanza con asombro.

—Sí. ¿No te ha dicho nada?

—¡Ni una palabra!

—¡Bueno, esto es increíble! Quiere irse con la señorita Chetwynd y ser maestra—. La señora Baines estuvo a punto de añadir que Sofía había mencionado Londres. Pero se contuvo. Hay cosas que uno no puede persuadirse a decir. Añadió: —¡En vez de ir a la tienda!

—¡Nunca he sabido nada de tal cosa! —murmuró Constanza con voz entrecortada por la sorpresa. Estaba enrollando la cinta métrica del señor Povey.

—¡Ni yo tampoco! —exclamó la señora Baines.

—¿Y la vas a dejar, mamá?

—¡Tu padre y yo no lo haríamos ni en sueños! —repuso la señora Baines con serena pero terrible decisión—. Sólo te lo he mencionado porque pensaba que Sofía te habría dicho algo.

—¡No, mamá!

Al meter la cinta métrica del señor Povey en su cajón, debajo de la mesa de cortar, Constanza pensó en lo seria que era la vida, entre bebés y Sofías. Estaba muy orgullosa de la confianza de su madre; este sencillo orgullo llenaba su ardiente seno de una conmoción muy agradable. Y ella quería ayudar a todos, demostrar de alguna manera cómo quería y comprendía a todos. Ni siquiera la locura de Sofía debilitó su anhelo de consolarla.

 

 

 

III

 

Aquella tarde estuvieron buscando a Sofía, a quien nadie había visto desde la hora de comer. Fue descubierta por su madre, en el salón, sola y sin hacer nada. La circunstancia era en sí misma bastante peculiar, pues los días laborables no utilizaban nunca el salón, ni siquiera las muchachas en los días de fiesta excepto para tocar el piano. Sin embargo, la señora Baines no hizo ningún comentario acerca de la localización geográfica de Sofía ni de su ociosidad.

—Hija mía —dijo desde la puerta, con un tímido esfuerzo por comportarse como si nada hubiera sucedido—¿quieres venir un rato con tu padre?

—Sí, mamá —respondió Sofía, con una especie de fría celeridad.

—Viene Sofía, querido —dijo la señora Baines junto a la puerta abierta del dormitorio, que formaba un ángulo recto con la del salón, junto a ella. Luego marchó entre frufrús por el pasillo y entró en el entresuelo, desde donde la había llamado su madre.

Sofía entró en el dormitorio, la eterna prisión del señor Baines. Aunque a causa de su inquietud nerviosa nunca lo dejaban solo, no formaba parte de los deberes habituales de las muchachas ir a pasar un rato con él. La persona que se hacía cargo de la mayor parte de las vigilias era una cierta tía María, que las muchachas sabían que no era una tía de verdad, no una tía enérgica y eficaz como la tía Harriet de Axe, sino una prima segunda pobre de John Baines; uno de esos parientes necesitados y lastimosos que tantas veces hacen difícil la vida a una gran familia en una ciudad pequeña. La existencia de la tía María, tras haber constituido una especie de «prueba» para los Baines, en los últimos doce años se había convertido en algo absolutamente «providencial» para ellos. (Hay que recordar que en aquellos tiempos la Providencia todavía se ocupaba de los asuntos cotidianos de todo el mundo y preveía el futuro de la manera más extraordinaria. Así, habiendo previsto que John Baines sufriría un «ataque» y necesitaría una enfermera leal e infatigable, se había anticipado cincuenta años creando a la tía María y la había mantenido con todo esmero sumida en la desdicha para que en el momento adecuado estuviera preparada para hacer frente al ataque. Ésta es al menos la única teoría que puede explicar el uso que hacían los Baines, y en realidad todo el Bursley pensante, de la palabra «providencial» en relación con la tía María.) Era una mujercilla reseca, capaz de pasar doce horas al día sentada en una habitación, y tal régimen le sentaba de maravilla. Por la noche se iba a su casita de Brougham Street; tenía libres la tarde de los jueves y por lo general los domingos, y en las vacaciones escolares sólo tenía que acudir cuando le apetecía o cuando se lo permitía la limpieza de la casita. Por ello, los días de fiesta el señor Baines era una mayor carga para la familia que en otras ocasiones y sus enfermeras se turnaban según las contingencias del momento y no por un programa establecido de horas.

La tragedia en diez mil actos cuyo escenario era aquel dormitorio escapaba casi a la percepción de Sofía, al igual que a la de Constanza. Sofía entró en él como si no fuese más que un dormitorio, con sus majestuosos muebles de caoba, sus cortinas de reps carmesí (con ribete dorado) y su cubrecama blanco adornado con numerosas borlas. Tenía cuatro años cuando el señor Baines había sufrido un repentino mareo en la escalera de la tienda, se había caído y, sin perder la consciencia, había dejado de ser John Baines para transformarse en un curioso y patético vestigio de John Baines. Ella no tenía ni idea del estremecimiento que recorrió la ciudad aquella noche, cuando se supo que John Baines había sufrido un ataque, que su brazo y su pierna izquierdos y su párpado derecho estaban paralizados y que el activo miembro del consejo local, el orador, el trabajador religioso, la vida misma de la vida de la ciudad, estaba acabado para siempre. Nunca había sabido nada de la crisis por la que había pasado su madre, con la ayuda de la tía Harriet, y de la que había salido triunfante. No tenía edad suficiente ni siquiera para sospecharlo. No tenía sino recuerdos muy vagos de su padre antes de que éste hubiera terminado con el mundo. Lo conocía simplemente como un organismo en una cama, un organismo cuyo lado izquierdo estaba inutilizado, cuyos ojos estaban con frecuencia inflamados, que no tenía pliegues desde la nariz hasta los rincones de la boca como otras personas, que tenía dificultades para comer porque la comida se le metía, no se sabe cómo, entre las encías y la mejilla, que dormía mucho pero estaba excesivamente agitado cuando estaba despierto, que al parecer oía lo que se le decía mucho rato después de que se le hubiera dicho, como si el sentido tuviera que viajar millas por pasadizos laberínticos hasta su cerebro, y que hablaba muy bajo con voz débil y temblorosa.

Y se hacía una idea de aquel cerebro remoto como si tuviera una mancha roja, pues una vez había preguntado Constanza: «Mamá, ¿por qué le dio un ataque a papá?» Y la señor Baines le había contestado: «Tuvo una hemorragia en el cerebro, hija mía, aquí» —y puso un dedo con el dedal en una parte determinada de la cabeza de Sofía.

No sólo Constanza y Sofía no habían percibido nunca la tragedia de su padre; la propia señora Baines había dejado en buena medida de percibirla; tales son los efectos de la costumbre. Hasta el destruido organismo recordaba de manera parcial e intermitente que antaño fue John Baines. Y si la señora Baines no se hubiera ido formando, por un hábito de años, la gigantesca ficción de que aquel organismo seguía siendo la suprema cabeza consultiva de la familia, si el señor Critchlow no se hubiera empeñado en seguir tratándolo como a un viejo camarada, la masa de nervios vivos y muertos que había en el rico lecho Victoriano no habría tenido más importancia que alguna tía María en un caso parecido. Estas dos personas, su esposa y su amigo, lograban mantenerlo moralmente vivo alimentando incansablemente su importancia y su dignidad. La hazaña era un milagro de obstinado autoengaño, devoción espléndidamente ciega y orgullo incorregible.

Cuando Sofía entró en el dormitorio, el paralítico la siguió con una nerviosa mirada hasta que se sentó en el extremo del sofá, a los pies de la cama. Pareció estudiarla durante largo rato y luego murmuró con su voz tenue, debilitada e irregular:

—¿Es Sofía?

—Sí, papá —respondió ella animadamente.

Y tras otra pausa, dijo el viejo:

—¡Sí! Es Sofía.

Y luego:

—Tu madre dijo que te enviaría.

Sofía vio que aquél era uno de sus días malos, torpes. Tenía de vez en cuando días de relativa agilidad en los que su juicio captaba casi con facilidad el significado de los fenómenos externos.

Después, su rostro amarillento y su larga barba blanca empezaron a deslizarse por la empinada pendiente de las almohadas y en su ojo izquierdo apareció una mirada preocupada. Sofía se levantó y, pasándole las manos por debajo de las axilas, lo enderezó en la cama. No pesaba mucho, pero sólo una muchacha fuerte de su edad podría haberlo hecho.

—¡Sí! —murmuró él— Es ella. Es ella.

Y con su mano derecha, la que podía controlar, tomó la de la joven, que estaba en pie junto a la cama. Ella era tan joven y lozana, tal encamación del espíritu de la salud, y él tan dominado por la desintegración y la corrupción, que en aquel contacto de un cuerpo con cuerpo parecía haber algo de antinatural y repulsivo. Pero Sofía no lo consideraba así.

—Sofía —se dirigió a ella, e inició unos ruidos preparatorios en la garganta mientras ella aguardaba.

Continuó tras un intervalo, agarrando ahora el brazo de Sofía:

—Tu madre me ha dicho que no quieres ir a la tienda.

Ella volvió los ojos hacia él y la oscura y ansiosa mirada de su padre se encontró con la suya. La joven asintió con la cabeza.

—No, Sofía —musitó el señor Baines en voz casi inaudible—. Me sorprende en ti… ¡El comercio va mal, mal! ¿Tú sabes que el comercio va mal? —seguía agarrándole el brazo.

Ella asintió de nuevo con la cabeza. Sabía, en efecto, lo mal que iba el comercio a causa de una vaga guerra en Estados Unidos. Las palabras «el Norte» y «el Sur» se repetían de forma habitual en las conversaciones de los adultos. Eso era todo cuanto sabía, aunque la gente se moría de hambre en las Cinco Ciudades igual que en Manchester.

—Está tu madre —su pensamiento avanzaba dificultosamente, como un caballo viejo por un camino empinado—, |Está tu madre! —repitió, como si quisiera dirigir la atención de Sofía al espectáculo de su madre—, ¡Trabajando mucho! Con… Constanza y tú debéis ayudarla… ¡El comercio está mal! ¿Qué puedo hacer yo… aquí tumbado?

Sus secos dedos calentaban el brazo de Sofía. Ella quería moverse, pero no podía retirar el brazo sin parecer impaciente. Por la misma razón no podía apartar la mirada. Un arrebol que se iba intensificando aumentó el brillo de su inmaduro encanto cuando se inclinó sobre él. Pero, aun estando tan cerca, él no podía percibir su irradiación. Había dejado muy atrás la sensibilidad a la extraña influencia de la juventud y la belleza.

—¡Enseñar! —murmuró—, ¡No, no! No puedo permitir eso.

Entonces, la punta su barba blanca se levantó al dirigir él la mirada al techo reflexivamente.

—¿Me entiendes? —preguntó finalmente.

Ella hizo otra vez un gesto de asentimiento; él soltó su brazo y Sofía se apartó. No podría haber pronunciado una palabra. Sus ojos estaban llenos de titilantes lágrimas. Lo ridículo de la escena había producido en ella una tristeza súbita y profunda. Poseía juventud y perfección física; rebosaba de energía, de sensación de capacidad vital; tenía toda la vida por delante; cuando apretaba los labios se sentía capaz de superar a cualquiera en firmeza de decisión. Siempre había odiado la tienda. No entendía cómo su madre y Constanza podían adoptar una actitud deferente y halagadora con todo cliente que entraba. No; no lo entendía, pero su madre (aun siendo una mujer orgullosa) y Constanza parecían comportarse así de una manera tan natural, tan indiscutible, que nunca había comunicado sus sentimientos a ninguna de las dos; sospechaba que nunca la comprenderían. Pero hacía mucho tiempo había resuelto que jamás «iría a la tienda». Sabía que tenía que hacer algo y se había decidido por la enseñanza como la única posibilidad. Aquellas decisiones formaban parte de su vida interior desde hacía años. No había hablado de ellas, pues era reservada y no tenía ningún deseo de crear una situación desagradable. Pero poco a poco se había ido preparando para aludir a ellas. El extraordinario anuncio de que iba a dejar el colegio al mismo tiempo que Constanza la había cogido desprevenida, antes de que estuviera completa la preparación que maduraba en su mente; antes, por decirlo así, de disponerse lanza en ristre para la refriega. La habían pillado por sorpresa y las fuerzas enemigas habían obtenido ventaja. Pero ¿se creían que estaba vencida?

Su madre no le había dado ninguna razón. No quería saber nada. ¡Sólo un cortante y altivo «¡Que no vuelva a oír hablar de ello!». ¡Y de este modo, con una palabra, había de verse burlado y sacrificado el gran deseo de toda su vida, nutrido año tras año en el fondo de su alma! Su madre no parecía ridícula en aquel asunto, pues era un poder auténtico, que infundía por turnos amor auténtico y odio auténtico y siempre, hasta entonces, obediencia y el respeto de la razón. Era su padre el que parecía trágicamente ridículo y, a su vez, todo el movimiento en contra de ella se tornaba grotesco de puro absurdo. ¡Allí estaba aquella vieja ruina, indefensa, inútil, incapaz —sencillamente patética—, creyendo realmente que no tenía más que farfullar para que ella «entendiera»! Él no sabía nada; no se enteraba de nada; era un feroz egoísta, como la mayoría de los inválidos confinados al lecho, sin contacto con la vida: ¡y se creía con justificación para determinar el destino de los demás y capacidad para hacerlo! Sofía no podía tal vez definir los sentimientos que la embargaban, pero era consciente de cuál era su tendencia. La hacían mucho mayor de lo que era. La hacían tan mayor que, en una especie de momentáneo éxtasis de perspicacia, se sintió más vieja que su propio padre.

—Serás una buena chica —dijo éste—. Estoy seguro.

Era demasiado doloroso. Lo grotesco de la complacencia mostrada por su padre humilló el anterior comportamiento de Sofía. Se sintió humillada, no por ella sino por él. ¡Criatura singular! Salió corriendo de la habitación.

Afortunadamente pasaba Constanza por el corredor; de otro modo Sofía se hubiera sentido culpable de una gran infracción de su deber.

—Ve con papá —le susurró histéricamente, y huyó escaleras arriba hacia el segundo piso.

 

 

 

IV

 

A la hora de cenar, con los ojos bajos y enrojecidos, había vuelto a la simple ingenuidad infantil, intimidada por su madre. La comida tenía un aspecto inusual. Al señor Povey, que había vuelto sano y salvo del dentista pero había perdido dos muelas en dos días, se le alimentaba con «bazofia»: a saber, pan y leche; estaba sentado cerca de la chimenea. Los demás comían cerdo y media empanada fría de manzana y queso, pero Sofía sólo hacía como si comiera; cada vez que intentaba tragar, las lágrimas acudían a sus ojos y la garganta se le cerraba. La señora Baines y Constanza ponían demasiado cuidado en que pareciera que comían como todos los días. Los bonitos rizos de la señora Baines dominaban la mesa bajo la luz de gas.

—No estoy muy satisfecha hoy con mi empanada —dijo la señora Baines, masticando críticamente un trozo de corteza.

Hizo sonar una pequeña campanilla. Vino Maggie de la cueva. Llevaba un sencillo delantal blanco sin pechera pero iba sin cofia.

—Maggie, ¿quieres empanada?

—Sí, señora, si sobra…

Ésta era la respuesta habitual de Maggie cuando se le ofrecía algo de comer.

—Siempre sobra, Maggie —repuso su ama, como de costumbre—. Sofía, si no vas a usar ese plato, dámelo.

Maggie desapareció con una generosa cantidad de empanada.

La señora Baines se dirigió entonces al señor Povey refiriéndose a su estado y en especial a la necesidad de tomar precauciones para no coger frío en la encía despojada. Era una mujer valerosa y decidida; desde el principio hasta el final se comportó como si no hubiera sucedido en la familia nada en absoluto, con excepción de la empanada y el señor Povey, que hubiese apartado a aquel día de la normalidad. Dio un beso a Constanza y a Sofía con la igualdad más exacta y las llamó «tesoros míos» cuando se fueron a dormir.

Constanza, excelente y amable corazón, trató de imitar la táctica de su madre mientras las muchachas se desnudaban en su habitación. Creyó que no podía hacer nada mejor que hacer caso omiso del deplorable estado de Sofía.

—El vestido nuevo de mamá ya está terminado; se lo va a poner el domingo —dijo insulsamente.

—¡Si dices una palabra más te saco los ojos! —Sofía se volvió hacia ella con feroz expresión y voz entrecortada, y después se puso a sollozar entrecortadamente. La amenaza no iba en serio, pero el expresarla le proporcionó alivio. Constanza, frente al hecho de que los zapatos de su madre eran demasiado grandes para ella, decidió conservar sus ojos.

Un buen rato después de apagar el gas sólo sacudían la cama sollozos espaciados y las dos yacían despiertas y en silencio.

—Me imagino que mamá y tú habréis estado hablando maravillosamente de mí hoy —estalló Sofía, para sorpresa de Constanza, con voz lacrimosa.

—No —dijo Constanza con dulzura— Mamá me lo dijo y nada más.

—¿Que te dijo el qué?

—Que querías ser maestra.

—¡Y voy a serlo! —dijo Sofía con acritud.

«No conoces a mamá», pensó Constanza, pero no hizo ningún comentario audible.

Hubo otro sonoro sollozo aislado. Y después, tal es el asombroso talento de la juventud, las dos se quedaron dormidas.

A la mañana siguiente, temprano, Sofía se asomó por la ventana a la Plaza. Era sábado y por toda ella se estaban levantando para el principal mercado de la semana pequeños puestos techados de lino amarillo. En aquellos bárbaros tiempos Bursley tenía un majestuoso edificio, negro como el basalto, para la venta, por patas y chuletas, de animales muertos —se le conocía como «el Matadero»—, pero la verdura, la fruta, el queso, los huevos y los bollos se vendían aún bajo toldo. Los huevos se ofrecen ahora a cinco perras la unidad en un palacio que costó veinticinco mil libras. Sin embargo, se encontrará en Bursley gente dispuesta a afirmar que las cosas ya no son lo que eran y que sobre todo ha desaparecido lo novelesco de la vida. Pero hasta que no desaparece no es novelesco. Para Sofía, aunque se hallaba en un estado de ánimo que por lo general estimula el sentimiento de lo romántico, no había nada que lo fuese en aquel pintoresco campo entoldado. No era más que el mercado. El establecimiento de Holl, la principal tienda de ultramarinos, estaba abierto ya, en el extremo de la Plaza, y un aprendiz barría la acera de delante de él. Estaban abiertas las tabernas, varias de ellas especializadas en servir ron caliente a las cinco y media de la mañana. El pregonero de la villa, con su chaqueta azul de vistas rojas, cruzó la Plaza portando su gran campana por el badajo. En una de las cortinas de la ventana de la señora Povey (la de la confitería) seguía estando el sorprendente agujero de siempre, un agujero que ni siquiera su reciente alumbramiento podía apenas excusar. En tales cosas reparó Sofía con sus ojos escocidos y sin brillo.

—¡Sofía, querida, vas a coger una pulmonía si sigues ahí!

La joven dio un salto. La voz era la de su madre. Aquella vigorosa mujer, tras una noche tranquila junto al paralítico, estaba ya levantada y pulcramente vestida. Llevaba una botella, una huevera y una pequeña cantidad de mermelada en un cucharón.

—¡Métete en la cama, venga! Estás tiritando.

Sofía, pálida, obedeció. Era verdad; estaba tiritando. Constanza se despertó. La señora Baines fue al tocador y vertió en la huevera el contenido de la botella.

—¿Para quién es eso, mamá? —inquirió somnolienta Constanza.

—Es para Sofía —dijo la señora Baines con animación—. ¡Vamos, Sofía! —y avanzó con la huevera en una mano y el cucharón en la otra.

—¿Qué es eso, mamá? —preguntó Sofía, que sabía muy bien lo que era.

—Aceite de ricino, hija mía —dijo la señora Baines con amabilidad.

La ridiculez de pretender curar la obstinación y los anhelos de una vida más libre con aceite de ricino es quizá más aparente que real. La extraña dependencia mutua de cuerpo y espíritu, aunque sólo comprendida de manera inteligente en estos inteligentes tiempos, era sospechada por unas sensatas madres medievales. E indudablemente, en la época en la que la señora Baines representaba la modernidad, el aceite de ricino seguía siendo el remedio de remedios. Había suplantado a los vejigatorios. Y, si bien parte de su predicamento se debía a que era extremadamente desagradable, al menos había demostrado sus cualidades en muchas contiendas con la enfermedad. Menos de dos años antes, el viejo doctor Harrop (el padre del que le habló a la señora Baines de la señora Povey), que tenía a la sazón ochenta y seis años, se había caído desde lo alto de la escalera. Se levantó como pudo, se tomó inmediatamente una dosis de aceite de ricino y por la mañana estaba tan bien como si nunca hubiese visto una escalera. Este episodio era propiedad de la villa y había calado hondo en todos los corazones.

—No quiero, mamá —dijo Sofía con abatimiento—. Me encuentro perfectamente.

—Ayer no comiste nada en todo el día —dijo la señora Baines.

Y añadió—: ¡Vamos! —como si dijera: «Siempre todo este jaleo con el aceite de ricino. No me tengas esperando».

—Es que no quiero —repuso Sofía irritada y mordaz.

Las dos muchachas estaban tendidas de espaldas, una al lado de otra. Parecían muy delgadas y frágiles en comparación con la solidez de su madre. Constanza, prudentemente, guardó silencio.

La señora Baines apretó los labios, cosa que quería decir: «Esto me está empezando a aburrir. ¡Voy a tener que enfadarme de un momento a otro!».

—¡Vamos! —conminó de nuevo.

Las muchachas la oían dar golpecitos en el suelo con el pie.

—De verdad que no lo quiero, mamá —luchó Sofía—. ¡Supongo que sabré cuándo me hace falta y cuándo no! —Aquello era insolencia.

—Sofía, ¿te vas a tomar la medicina o no?

En los conflictos con sus hijas, el ultimátum materno siempre revestía una fórmula que contuviera esta frase. Las jóvenes sabían que, cuando las cosas llegaban al punto del «¿o no?», emitido en el tono más firme de la señora Baines, para ellas se había terminado. El ultimátum nunca había fallado.

Hubo un silencio.

—Y te agradeceré que cuides tus modales —añadió la señora Baines.

—No me lo tomaré —dijo Sofía hosca y rotundamente, y escondió la cara en la almohada.

Fue un momento histórico en la vida de la familia. La señora Baines creyó ver llegado el último día. Pero mantuvo su dignidad mientras el apocalipsis rugía en sus oídos.

—Por supuesto, no puedo obligarte a tomarlo —replicó con soberbia serenidad, ocultando la ira con una compasiva aflicción—. Eres una chica mayor y una chica traviesa. Y si quieres estar enferma, allá tú.

Tras admitir este tremendo hecho, la señora Baines se marchó.

Constanza temblaba.

No acabó ahí la cosa. A media mañana, cuando la señora Baines estaba pagando unas patatas nuevas en un puesto, en el extremo de arriba de la Plaza, y Constanza eligiendo tres peniques de flores en el mismo puesto, ¿a quién vieron, cruzando sola la esquina del banco, sino a Sofía Baines? La Plaza estaba llena de gente y de bullicio y sólo se veía a Sofía detrás de un primer plano de figuras que se movían y charlaban. Pero no había duda de que era ella. Había salido de la Plaza y estaba de regreso. Constanza apenas podía dar crédito a sus ojos. A la señora Baines le dio un vuelco el corazón. Pues hay que decir que las muchachas nunca y en ninguna circunstancia salían sin permiso, y casi nunca solas. Que Sofía anduviera suelta por la ciudad, sin permiso, sin que nadie lo supiera, exactamente como si fuese dueña de sí misma, era una idea que un día antes hubiera sido inconcebible. ¡Sin embargo allí estaba, moviéndose con una tranquilidad que habría que describir como desfachatez!

Enrojeciendo de aprensión, Constanza se preguntó qué iba a ocurrir. La señora Baines no dijo nada de sus sentimientos, ni siquiera indicó que hubiera visto aquel increíble y escandaloso espectáculo. Y bajaron por la Plaza cargadas con la parte más liviana de las compras que habían hecho durante una hora. Entraron en casa por la puerta de King Street y lo primero que oyeron fue el piano, arriba. No ocurrió nada. El señor Povey comió solo; luego se puso la mesa para ellas, sonó la campanilla y Sofía bajó con todo descaro para reunirse con su madre y su hermana. Y no ocurrió nada. Comieron en silencio; cuando Constanza acababa de dar gracias a Dios, Sofía se levantó bruscamente para irse.

—¡Sofía!

—Sí, mamá.

—Constanza, quédate donde estás —dijo la señora Baines de improviso a Constanza, que había hecho ademán de huir. Constanza se vio por tanto obligada a estar presente en la función, sin duda para hacer hincapié en su importancia y seriedad.

—Sofía —volvió a dirigirse la señora Baines a su hija menor con voz que no presagiaba nada bueno—. No, por favor, cierra la puerta. No hay ninguna razón para que se entere todo el mundo en la casa. ¡Entra ahora mismo en la habitación! Bien. Ahora, ¿qué estabas haciendo por la calle esta mañana?

Sofía jugueteaba nerviosamente con el borde de su delantalito negro y atormentaba una costura de la alfombra con la punta del pie. Inclinó la cabeza sobre el hombro izquierdo, al principio con una vaga sonrisa. No dijo nada, pero hablaba cada uno de sus miembros, cada mirada, cada curva. La señora Baines se acomodó con firmeza en su mecedora, invadida por la sensación de que tenía a Sofía, por así decirlo, retorciéndose en el extremo de un asador. Constanza se sentía presa de una angustia paralizante.

—¡Quiero una respuesta! —prosiguió la señora Baines—¿Qué estabas haciendo por la calle esta mañana?

—Salí y ya está —contestó Sofía tras una pausa, todavía con los ojos bajos y en tono bastante apagado.

—¿Por qué saliste? No me dijiste que fueras a salir. Oí que Constanza te preguntaba si venías al mercado con nosotras y le dijiste, con mucha descortesía, que no.

—No se lo dije con descortesía —objetó Sofía.

—Sí que lo hiciste. Y te agradeceré que no me contestes.

—No pretendía hablarte de manera descortés, ¿verdad, Constanza? —La cabeza de Sofía se volvió vivamente hacia su hermana. Constanza no sabía adonde mirar.

—No me contestes —repitió la señora Baines con severidad— Y no trates de meter en esto a Constanza, porque no pienso tolerarlo.

—¡Oh, por supuesto Constanza siempre tiene razón! —observó Sofía con una ironía cuyo descaro sin precedentes conmocionó a la señora Baines hasta sus macizos fundamentos.

—¿Quieres que te dé una bofetada, niña?

Su paciencia había llegado al límite y se veían sus rizos vibrando bajo la provocación de la insolente Sofía. Entonces el labio inferior de la muchacha empezó a temblar y todos los músculos de su cara parecieron aflojarse.

—Eres una chica muy mala —dijo la señora Baines conteniéndose. «Ya la tengo», dijo para sí. «No hace falta que dé rienda suelta a mi temperamento».

Y Sofía dejó escapar un sollozo. Se comportaba como una niña. No había en ella ni rastro de la joven doncella que cruzaba sosegadamente la Plaza sin permiso ni compañía.

«Sabía que se iba a echar a llorar», se dijo la señora Baines, respirando aliviada.

—Estoy esperando —profirió en voz alta.

Otro sollozo. La señora Baines se fabricó más paciencia para estar a la altura de las exigencias.

—Me dices que no te conteste y luego dices que estás esperando —balbuceó sordamente Sofía.

—¿Qué dices? ¿Cómo voy a saber lo que dices si hablas así? —Pero la señora Baines no lo había oído por discreción, que es mejor que el valor.

—No tiene importancia —espetó Sofía en un sollozo. Ahora lloraba; las lágrimas rebotaban de sus hermosas mejillas carmesí a la alfombra. Le temblaba todo el cuerpo.

—No seas como un bebé grande —le encareció la señora Baines, con un toque de áspera persuasión en la voz.

—Eres tu la que me hace llorar —dijo acerbamente Sofía—. ¡Me haces llorar y luego dices que soy un bebé grande! Y los sollozos sacudieron su cuerpo como olas que se suceden. Hablaba de manera tan poco clara que a su madre le costaba ahora de verdad entender sus palabras.

—Sofía —dijo con la calma de una diosa—: no soy yo quien te hace llorar. Es tu conciencia culpable la que te hace llorar. Yo sólo te he hecho una pregunta y pretendo obtener una respuesta.

—Ya te lo he dicho. —Aquí Sofía contuvo sus sollozos haciendo un inmenso esfuerzo.

—¿Qué me has dicho?

—Que salí y ya está.

—No toleraré más tonterías —dijo la señora Baines—. ¿Para qué saliste, y sin decírmelo? Si me lo hubieras dicho después, cuando volví, motu proprio, las cosas podrían haber sido diferentes. ¡Pero no, ni una palabra! ¡Soy yo quien tiene que preguntar! ¡Vamos, deprisa! No puedo esperar más.

«Cedí cuando el aceite de ricino, muchacha», dijo en su fuero interno la señora Baines. «¡Pero otra vez no! ¡Otra vez no!».

—No lo sé —murmuró Sofía.

—¿Qué quieres decir, que no lo sabes?

Volvieron tempestuosamente los sollozos.

—Quiero decir que no lo sé. Salí y ya está. —Su voz se elevó; se oía mucho pero apenas se entendía—, Y si salí ¿qué?

—Sofía, no voy a consentir que me hables de esa manera. Si te crees que porque vas a dejar el colegio puedes hacer lo que te dé la gana…

—¿Es que quiero yo dejar el colegio? —chilló Sofía dando una patada en el suelo. En un momento la abrumó una oleada de emoción, como si el dar una patada en el suelo hubiera liberado los demonios de la tempestad. Una pasión incontrolable transfiguró su rostro.

—¡Todos queréis hacerme desgraciada! —gritó con terrible violencia—, ¡Y ahora no puedo ni salir! ¡Eres una mujer horrorosa y cruel y te odio! ¡Y puedes hacer lo que quieras! ¡Méteme en la cárcel si quieres! ¡Sé que te alegrarías si me muriera!

Salió precipitadamente de la habitación, dando un portazo que hizo temblar la casa. Y sus gritos se podían haber oído en la tienda y hasta en la cocina. Fue una experiencia sorprendente para la señora Baines. Señora Baines, ¿por qué quiso usted cargar con un testigo? ¿Por qué dijo de forma tan categórica que quería una respuesta?

—¡De verdad —tartamudeó, echándose la dignidad sobre los hombros como si fuese una prenda que el viento le hubiera arrebatado—, nunca me hubiera imaginado que esa pobre chica tuviera un genio tan espantoso! ¡Qué lástima me da! —fue lo mejor que pudo decir.

Constanza, que no podía soportar ser testigo de la humillación de su madre, desapareció calladamente de la habitación. Llegó a la mitad de la escalera del segundo piso y después, al oír unos regulares y dolorosos sollozos, vaciló y se deslizó de nuevo abajo.

Era la primera y costosa experiencia que tenía la señora Baines de la ingratitud de los hijos por haber sido traídos al mundo. La despojó de su profunda y absoluta fe en sí misma. Había creído que en su casa lo sabía todo y podía hacer todo. Y, ¡quién lo iba a decir!, había tropezado de repente con una personalidad insospechada en su casa, una especie de objeto de duro mármol que la informaba a golpes de que si no quería que le hiciese daño tenía que apartarse de su camino.

 

 

 

V

 

El domingo por la tarde estaba la señora Baines tratando de descansar un poco en el salón, donde había mandado encender el fuego. Constanza estaba en el dormitorio contiguo con su padre. Sofía yacía entre mantas en el cuarto de arriba con un resfriado febril. Aquel resfriado y su vestido nuevo eran el único consuelo de la señora Baines en aquel momento. Había profetizado que Sofía pillaría un resfriado por negarse a tomar el aceite de ricino y así había sucedido. Por estar en camisón junto a una ventana con corrientes una mañana de mayo, Sofía había recibido lo que la señora Baines denominaba «una bofetada de la naturaleza». En cuanto al vestido, había ido a la iglesia con él y había rezado por Sofía con él antes de comer; y las cuatro dobles filas de ribetes de la falda habían tenido gran éxito. Con su manteleta con puntilla alrededor y su gorrito bajo y adornado con sartas de cuentas había dado un brillo único a la congregación en la iglesia. Era gruesa, pero las modas, que prescribían vagos perfiles, amplias caídas hacia abajo y vastas amplitudes, la favorecían. No hay que suponer que las mujeres gruesas de cierta edad traten jamás de seducir la vista y perturbar las meditaciones del hombre con otros encantos que los morales. La señora Baines sabía que era guapa, refinada, imponente y elegante, y el saberlo le producía un verdadero placer. Se miraba en el espejo por encima del hombro con tanta ansiedad como una jovencita: no se confundan ustedes.

No descansaba; no podía. Estaba sentada pensando, en la misma postura que Sofía dos tardes antes. Le habría sorprendido saber que su actitud, porte y expresión recordaban mucho a los de su reprensible hija. Pero así era. Un ángel bueno la hizo sentirse inquieta; se acercó ociosamente a la ventana y miró hacia la Plaza, desierta y con los puestos cerrados. También ella, una majestuosa matrona, sentía extraños y breves anhelos de una existencia más romántica que la suya, cometas con cola que cruzaban el firmamento de su espíritu, blandas e inexplicables melancolías. El ángel bueno, apartándola de aquel estado de ánimo, dirigió su mirada a un determinado punto de lo alto de la Plaza.

Al momento salió de la estancia, no tanto como con prisa pero sí sin perder tiempo. En un rincón bajo la escalera, al lado de la puerta, había una caja, cuyas dimensiones eran de un pie por uno y dieciocho pulgadas de fondo, cubierta de hule negro. Se inclinó y abrió la caja, que estaba acolchada por dentro y contenía el servicio de té de plata de los Baines. Sacó la tetera, el Azucarero, la jarra de la leche, las pinzas del azúcar, la jarra del agua caliente y la bandeja de los pasteles (un plato plano con un agarradero semicircular), piezas cinceladas, de plata por dentro y de plata dorada por fuera, brillantes reliquias que centelleaban en el oscuro rincón como el secreto orgullo de las familias respetables. Las colocó en una bandeja que estaba siempre en el fondo de aquel rincón. Después miró hacia arriba a través de los balaustres, hacia el segundo piso.

—¡Maggie! —siseó con voz penetrante.

—Sí, señora —se oyó una voz.

—¿Estás vestida?

—Sí, señora. Ya bajo.

—Venga, ponte la muselina. —Quería decir «delantal».

Maggie comprendió.

—Lleva esto para el té —dijo la señora Baines a Maggie cuando ésta bajó—. Mejor restriégalo primero. Ya sabes donde está el pastel, el nuevo. Las mejores tazas. Y las cucharillas de plata.

Ambas oyeron llamar a la puerta lateral, muy lejos, abajo.

—¡Ya viene! —exclamó la señora Baines—. Ahora llévate todo esto abajo, a la cocina, antes de abrir.

—Sí, señora —dijo Maggie, y se marchó.

La señora Baines llevaba un delantal de alpaca negro. Se lo quitó y se puso otro de satén negro bordado con flores amarillas que había sacado de la cómoda sólo metiendo el brazo en su dormitorio.

Volvió Maggie casi sin aliento, acompañando a la visitante.

—¡Ah, señorita Chetwynd! —se levantó para recibirla—. Me alegro mucho de verla. La vi bajar por la Plaza y me dije: «Caramba, espero que la señorita Chetwynd no vaya a olvidarse de nosotros».

La señorita Chetwynd, después de sonreír un momento forzadamente, avanzó con ese aire afectado y un poco histriónico que es uno de los castigos de la pedagogía. Vivía bajo la mirada de sus alumnas. Su vida era un solo e incesante esfuerzo por evitar el hacer nada que pudiera influir para mal en quienes estaban a su cuidado o herir la sensibilidad natural de sus padres. Tenía que seguir su camino terrenal por un bosque de sensibilidades extremadamente delicadas, frondas de helecho que invadían el camino y a las que ella no debía ni siquiera rozar sin querer con la falda al pasar. ¡No es de sorprender que caminara con pasos menudos! ¡No es de sorprender que tuviera costumbre de pegar los codos a los costados y recogerse bien el abrigo por la calle! Su folleto hablaba de «un sólido y religioso curso de formación», «un estudio que abarca las habituales ramas de lengua, junto con la música, impartida por un pastor de talento, dibujo, baile y calistenia». Además «labores de aguja simple y ornamental» e «influencia moral», para concluir con su natural, «que es muy mesurado; todos los detalles, con referencias a los padres y demás, se proporcionan al hacerse la solicitud». (A veces también sin solicitud.) Como ilustración de la delicadeza de esas frondas de helecho, ¡esa sola palabra, «baile», casi la había hecho perder a Constanza y a Sofía siete años antes!

Era una doncella cuarentona de cara fosca y no «bien situada»; en su familia el don del éxito lo había monopolizado su hermana mayor. Por estas características, la señora Baines, una matrona en buena posición, compadecía a la señorita Chetwynd. Por otra parte, ésta podía elegir el terreno desde el que mirar por encima del hombro a la señora Baines, que al fin y al cabo se dedicaba al comercio. La señorita Chetwynd no tenía ni rastro de acento local; hablaba con un refinamiento meridional que las Cinco Ciudades, aun burlándose de él, envidiaban. Todas sus oes tenían una leve tendencia a convertirse en ow igual que el ritualismo tiende al Catolicismo. Y era un dechado de etiqueta, un milagro de corrección; a los ojos de los padres de sus alumnas no era tanto «una perfecta señora» como «una señora perfecta». De modo que era una cuestión sutil si la señora Baines trataba con secreta condescendencia a la señorita Chetwynd o a la inversa. Quizá ganaba la batalla la señora Baines por estar casada.

La señorita Chetwynd, sentada con esmero y precisión, inició la conversación explicando que aunque la señora Baines no le hubiera escrito la habría ido a ver de todos modos, ya que tenía el hábito de visitar las casas de sus discípulas durante las vacaciones, lo cual era cierto. Hay que decir que la señora Baines había enviado el viernes a la señorita Chetwynd una de sus notas más lujosas —en papel color lavanda con bordes festoneados, la moda más selecta de entonces— para anunciarle con su letra italiana que Constanza y Sofía iban a abandonar la escuela al final del siguiente cuatrimestre, dando razones por cuanto atañe a Sofía.

Antes de que la visitante hubiera llegado muy lejos entró Maggie con una caja de té lacada y, en una bandeja lacada, la tetera de plata y una cuchara de plata. La señora Baines, sin dejar de hablar, tomó una llave de su manojo, abrió la caja de té, echó cuatro cucharadas en la tetera y volvió a cerrar la caja con llave.

—Fresa —dijo misteriosamente a Maggie; ésta desapareció llevándose la bandeja y su contenido.

—Y ¿cómo está su hermana? Ya hace mucho desde que estuvo aquí —prosiguió la señora Baines dirigiéndose a la señorita Chetwynd después de murmurar «fresa».

La observación no tenía otro objeto que la mera cortesía, pues la anfitriona no acababa de decidirse a abordar el tema de sus hijas, pero resultó ajustarse al propósito social de la señorita Chetwynd al milímetro. La señorita Chetwynd era una vasija que rebosaba acontecimientos. Su rostro fulguraba de orgullo cuando añadió:

—Claro está que ahora todo ha cambiado.

—¿Sí? —murmuró la señora Baines con curiosidad cortés.

—Sí —repuso la señorita Chetwynd—¿No se ha enterado?

—No —dijo la señora Baines. La señorita Chetwynd vio que no se había enterado.

—Del compromiso de Elizabeth. Con el reverendo Archibald Jones.

Lo cierto es que la señora Baines se quedó de una pieza. No hizo nada indiscreto; no dejó traslucir su excusable sorpresa porque la mayor de las señoritas Chetwynd estuviera comprometida con alguien, fuese quien fuese, como habrían hecho algunas mujeres sometidas a la tensión del momento. Conservó su presencia de ánimo.

—¡De veras que es muy interesante! —exclamó.

Lo era, pues Archibald Jones era uno de los ídolos del Enlace Metodista Wesleyano y un orador famoso en toda Inglaterra. En «aniversarios» y «sermones de confianza» probablemente no tenía rival. Su nombre de pila le ayudaba; era un bocado exquisito y sonoro para sus admiradores. No era un ministro itinerante; emigraba cada tres años. Su función era dirigir los asuntos de la «Sala del Libro», el departamento de publicaciones del Enlace. Vivía en Londres y hacía rápidas salidas a las provincias los fines de semana; predicaba los domingos y daba una conferencia, teñida de saber libresco, «en la capilla» los lunes por la tarde. En todas las ciudades que visitaba había competencia por el privilegio de ofrecerle distracciones. Poseía celo, energía infatigable y un ingenio jovial. Era un viudo de cincuenta años; su mujer había muerto hacía veinte. Parecía como si las mujeres no estuvieran hechas para tan brillante astro. ¡Y hete aquí que lo había atrapado Elizabeth Chetwynd, que se había ido de las Cinco Ciudades hacía un cuarto de siglo, a los veinte años! Austera, bigotuda, formidable, reseca, sin duda lo había logrado con su poderoso intelecto. ¡Sin duda era una unión de intelectos! A él le había impresionado el de ella y a ella el de él, y entonces sus intelectos se habían besado. En el transcurso de una semana, cincuenta mil mujeres de cuarenta condados se habían imaginado ese ósculo de intelectos, se habían encogido de hombros y habían decidido una vez más que no hay quien entienda a los hombres. ¡Esos grandes de Londres, enamorándose como los demás! ¡Pero no! El amor era una palabra voluptuosa y procaz que no se podía usar en un asunto como aquél. En general se pensaba que el reverendo Archibald Jones y la mayor de las señoritas Chetwynd elevarían el matrimonio a lo que se podría denominar un plano astral.

Después de que se hubo servido el té, la señora Baines fue recuperando poco a poco su posición tanto en su estimación privada como en la deferencia de la señorita Aliñe Chetwynd.

«Sí —se dijo—. Puede usted hablar de su hermana y puede referirse a él llamándolo “Archibald”, y puede hablar con finura. Pero ¿tiene usted un servicio de té como éste? ¿Se puede usted imaginar una mermelada de fresa mas perfecta que ésta? ¿No ha costado mi vestido más de lo que usted gasta en ropa en un año? ¿La ha mirado un hombre alguna vez? Al fin y al cabo ¿no hay algo en mi posición…, en suma, algo…?».

No dijo esto en voz alta. En modo alguno se apartó de la escrupulosa cortesía de una anfitriona. No hubo nada ni siquiera en su tono que indicara que la señora Baines era un personaje. Sin embargo, a la señorita Chetwynd se le ocurrió de repente que el orgullo por ser la futura cuñada del reverendo Archibald Jones estaría mejor guardado en su bolsillo por un rato. Y preguntó por el señor Baines. Después, la conversación renqueó un poco.

—Me figuro que mi carta no la habrá sorprendido —dijo la señora Baines.

—Me sorprendió y no me sorprendió —contestó la señorita Chetwynd, en su estilo profesional y no en el de una futura cuñada—. Desde luego, es natural que sienta perder a dos alumnas tan buenas, pero no podemos retener para siempre a nuestros alumnos. —Sonrió; no carecía de fortaleza: es más fácil perder alumnos que reemplazarlos— No obstante —una pausa—, lo que dice usted de Sofía es totalmente cierto, totalmente. Está tan adelantada como Constanza. No obstante —otra pausa y hablando más deprisa—, Sofía no es en modo alguno una chica corriente.

—Espero que no le haya causado muchos problemas.

—¡Oh, no! —exclamó la señorita Chetwynd—, Sofía y yo nos llevamos muy bien. Yo siempre he tratado de apelar a su razón. Nunca la he obligado… No, con algunas muchachas… En cierto modo considero a Sofía la muchacha más notable, no la alumna, pero sí…, ¿cómo lo diría?…, la individualidad más notable que he conocido nunca. —Y su actitud añadió: «Y fíjese usted, esto es algo… ¡tratándose de mí!».

—¡Claro, claro! —dijo la señora Baines. Se dijo: «Yo no soy una de estas madres vulgares y tontas que conoce usted. Veo a mis hijas con imparcialidad. No se me puede halagar en lo tocante a ellas».

Sin embargo estaba halagada; en su mente tomó forma la idea de que realmente Sofía no era una chica corriente.

—Me imagino que le habrá dicho que quiere ser maestra —observó la señorita Chetwynd, cogiendo un poco de la incomparable mermelada.

Sostenía la cuchara con el pulgar y tres dedos. El meñique, en materia de menesteres honestos, jamás se asociaba con los demás dedos: delicadamente curvado, se apartaba siempre de ellos cuanto podía.

—¿Se lo ha mencionado a usted? —preguntó la señora Baines, sobresaltada.

—¡Oh, sí! Varias veces. Sofía es una muchacha muy reservada, mucho…, pero creo poder decir que siempre he gozado de su confianza. Ha habido veces en las que Sofía y yo hemos estado muy próximas la una a la otra. Elizabeth estaba muy impresionada con ella. Hasta le puedo decir que en una de sus últimas cartas se refirió a Sofía y me dijo que le había hablado de ella al señor Jones, y que el señor Jones la recordaba perfectamente.

¡Era imposible que una madre, hasta la más sabia y poco común, dejase de verse afectada por semejante anuncio!

—Me imagino que su hermana dejará ahora su colegio —comentó la señora Baines para distraer la atención de su incomodidad.

—¡Oh, no! —Y esta vez la señora Baines había escandalizado de verdad a la señorita Chetwynd—. No hay nada que pudiera inducir a Elizabeth a abandonar la causa de la educación. Archibald se toma un interés enorme en el colegio. ¡Oh, no! ¡Por nada del mundo!

—Entonces, ¿cree usted que Sofía sería una buena maestra? —interrogó la señora Baines de manera aparentemente intranscendente y sonriendo. Pero las palabras marcaron una época en su mente. Todo había terminado.

—Creo que está firmemente decidida y…

—Eso no nos afectaría ni a su padre ni a mí —interrumpió la señora Baines rápidamente.

—¡Claro que no! Sólo digo que está firmemente decidida. Sí, en cualquier caso sería una maestra superior a la media. —«¡Esa chica le ha ganado la batalla a su madre sin mi!», reflexionó—, ¡Ah! ¡Aquí está la encantadora Constanza!

Constanza, para quien los ruidos de la visita y el coloquio habían supuesto una tentación irresistible, había entrado silenciosamente en la estancia.

—He dejado las dos puertas abiertas, mamá —se excusó por dejar solo a su padre, y dio un beso a la señorita Chetwynd.

Se ruborizó, pero muy contenta, y verdaderamente hizo un muy encomiable debut como damisela. Su madre la recompensó haciéndola participar en la conversación. Y pronto se hizo historia.

Así entró Sofía de aprendiza con la señorita Aliñe Chetwynd. La señora Baines se comportó con grandeza. Era la señorita Chetwynd quien la había apremiado a ello, y su respeto por la señorita Chetwynd… Además el reverendo Jones, en cierto modo, había intervenido en el asunto… ¡Por supuesto, la idea de que Sofía fuera a irse a Londres era absurda, absurda! (La señora Baines abrigaba el secreto temor de que lo absurdo pudiese acontecer, pero, estando allí el reverendo Jones, podía hacerse frente a lo peor.) Sofía tenía que comprender que incluso el aprendizaje en Bursley no era más que una prueba. Ya se vería cómo iban las cosas. Tenía que dar las gracias a la señorita Chetwynd…

—Hice que viniera la señorita Chetwynd a hablar con mamá —dijo una noche Sofía, pomposamente, a la sencilla Constanza, como queriendo decir: «Esa señorita Chetwynd come en mi mano».

Para Constanza, ya la misma empresa de Sofía era tan asombrosa como su éxito. ¡Hay que imaginarla saliendo aquel sábado por la mañana, después de la rotunda decisión de su madre, para conseguir el apoyo de la señorita Chetwynd!

No hace falta insistir en la trágica grandeza de la renuncia de la señora Baines, una renuncia que suponía su aceptación de un cambio en el equilibrio de poder de su reino. Parte de su tragedia consistía en que nadie, ni siquiera Constanza, podía adivinar la intensidad de su sufrimiento. No tenía ningún confidente; era incapaz de mostrar una herida. Pero cuando yacía despierta por la noche al lado del organismo que antaño fuera su esposo, meditaba larga y profundamente sobre el martirio de su vida. ¿Qué había hecho ella para merecerlo? Siempre se había esforzado conscientemente por ser amable, justa, paciente. Y sabía que era sagaz y prudente. En las terribles e insospechadas pruebas de su vida matrimonial, ¡bien podía habérsele otorgado un consuelo como madre! Pero no; no había sido así. Y sentía toda la amargura de la edad enfrentada a la juventud: una juventud egoísta, dura, cruel, inflexible; ¡una juventud tan burda, tan ignorante de la vida, tan lenta en comprender! Tenía a Constanza, sí, pero pasarían veinte años antes de que Constanza fuera capaz de apreciar el sacrificio de juicio y de orgullo que había hecho su madre al tomar su repentina decisión en el transcurso de aquella conversación divagatoria, ceremoniosa y afectada con la señorita Chetwynd. ¡Tal vez Constanza pensara que había cedido al temperamento apasionado de Sofía! Era imposible explicar a Constanza que no había cedido sino al hecho de darse cuenta de la total incapacidad de Sofía para prestar oídos a la razón y a la sabiduría. ¡Ah! En ocasiones, tendida en la oscuridad, se sacaba imaginariamente el corazón del pecho y lo arrojaba ante Sofía, sangrante, y clamaba: «¡Mira lo que cargo por tu culpa!». Luego lo recogía y lo volvía a esconder, y endulzaba su amargura con sabias admoniciones dirigidas a sí misma.

Y todo ello porque Sofía, sabiendo que si se quedaba en casa se vería obligada a ayudar en la tienda, optaba por una actividad honrosa que la alejaba del peligro. ¡Corazón, qué absurdo es que sangres!