CAPITULO IV
EL ELEFANTE
I
—Sofía, ¿quieres venir a ver al elefante? ¡Ven! —Constanza entró en el salón con esta ansiosa petición.
—No —replicó Sofía con un deje de condescendencia—. ¡Estoy demasiado ocupada para pensar en elefantes!
Sólo habían pasado dos años, pero las dos muchachas eran ya mayores; manga larga, falda larga, cabello recogido y un porte enormemente serio, como si la existencia fuera aterradora con sus responsabilidades; sin embargo, a veces la infancia atravesaba la corteza de la gravedad, como en aquel momento Constanza, entusiasmada con elefantes y cosas así, y proclamaba con vivaces gestos que al fin y al cabo no había muerto del todo. Las dos hermanas eran visiblemente distintas. Constanza llevaba el delantal de alpaca negra y las tijeras al extremo de un largo elástico negro que indicaban su vocación por la tienda. Estaba resultando ser un considerable éxito en el departamento de sombreros de señora. Había aprendido a hablar con la gente y era, dentro de su modestia, muy dueña de sí misma. Había engordado un poco. A todo el mundo le agradaba. Sofía se había convertido en estudiante. El paso del tiempo había acentuado su reserva. Su única amiga era la señorita Chetwynd, a quien la unía, teniendo en cuenta la disparidad de edades, una gran intimidad. En casa hablaba poco. Carecía de afabilidad; era, como decía su madre, «susceptible». Exigía diplomacia a los demás, pero no pagaba con la misma moneda. Su actitud era incluso de un desdén semiescondido, unas veces amable y otras fría y acerba. No llevaba delantal, en una época en la que los delantales eran casi esenciales para el decoro. ¡No! Ella no quería llevar delantal y se acabó. No era tan pulcra como Constanza y, si las manos de Constanza habían adquirido la tosca textura que trae el comercio con sus agujas, alfileres, flores artificiales y telas, las finas manos de Sofía estaban pocas veces libres de tinta. Pero Sofía era de una hermosura espléndida. Y hasta su madre y Constanza tenían la idea instintiva de que su rostro constituía en cualquier caso una excusa parcial para su aspereza.
—Bueno —dijo Constanza—; si tú no vienes le preguntaré a mamá si quiere venir ella.
Sofía, inclinándose sobre sus libros, no respondió. Pero su coronilla dijo: «Eso no tiene para mí ningún interés».
Constanza salió de la habitación y al momento volvió con su madre.
—Sofía —dijo ésta en tono alegre y excitado—, podías ir un ratito con tu padre mientras Constanza y yo subimos un momento al terreno de juego a ver al elefante. Lo mismo te da trabajar allí. Tu padre está durmiendo.
—¡Oh, muy bien! —accedió altivamente Sofía—. ¿Cómo es posible armar tanto jaleo por un elefante? De todas maneras, tendré más tranquilidad en tu habitación. Aquí hay un ruido espantoso. —Echó un vistazo a la Plaza mientras se ponía en pie lánguidamente.
Era la mañana del tercer día de las Vísperas de Bursley, no las modernas, remilgadas y respetables, sino un carnaval orgiástico, grosero en todas sus manifestaciones de júbilo. Todo el centro de la ciudad estaba entregado a los furiosos placeres del pueblo. La mayor parte de la Plaza estaba ocupada por la colección de animales salvajes de Wombwell, en una amplia tienda alargada donde las enfurecidas bestias rugían y bramaban día y noche. Extendiéndose desde aquella suprema atracción, por la plaza del mercado, pasado el ayuntamiento y hasta el Alto del Pato[26], la Plaza del Pato y la tierra baldía denominada «terreno de juegos», había cientos de casetas con banderas que exhibían todos los deleites de lo horrible. Era posible ver las atrocidades de la Revolución Francesa y de las Islas Fidji; los estragos de indescriptibles enfermedades; la carne viva de una hembra humana casi desnuda que, según se aseguraba, pesaba veintidós stone[27]; los esqueletos del misterioso fantoscopio[28], las sanguinarias competiciones de unos campeones desnudos de medio cuerpo arriba (con la oportunidad de recoger un diente rojo como recuerdo). Se podía probar la fuerza golpeando en el estómago a una imagen de otro ser humano, y la puntería arrancando las cabezas de otras imágenes con una bola de madera. También se podía disparar con rifle a diversos blancos. Todas las calles estaban bordeadas de casetas llenas de cosas de comer formando montones, sobre todo pescado seco, entrañas de animales y pan de jengibre. Todas las tabernas estaban atestadas de gente; frenéticos y regocijados borrachos, hombres y mujeres, andaban embistiendo por las aceras para acá y para allá, profiriendo gritos que rivalizaban con las trompetas, cornos* y tambores de las casetas y con los estrepitosos juguetes que llevaban los niños.
Era un espectáculo espléndido, pero no un espectáculo para las familias principales. La escuela de la señorita Chetwynd estaba cerrada para que las hijas de las familias principales pudieran permanecer recluidas hasta que hubiera pasado lo peor. Los Baines se mantenían al margen de las vísperas por todos los medios imaginables, eligiendo esa semana para mostrar artículos de luto en el escaparate de la izquierda y negándose a dejar salir a Maggie bajo ningún pretexto. Por lo tanto, no es posible subestimar el deslumbrante éxito social del elefante que con tanta facilidad arrastraba a la señora Baines al torbellino.
La noche anterior, uno de los tres elefantes de Wombwell se había arrodillado de improviso encima de un hombre en la tienda; después salió de ella, eligió al azar a otro hombre de entre la multitud que estaba delante contemplando unas grandes pinturas y trató de metérselo en la boca. Detenido por su cuidador indio con una horca, dejó al hombre en el suelo y clavó el colmillo en una arteria del brazo de su víctima. A continuación, en medio de una excitación sin precedentes, dejó que se lo llevaran de allí. Fue conducido a la parte de atrás de la tienda, justo delante de las ventanas cerradas de los Baines, y obligado a arrodillarse utilizando estacas, poleas y cuerdas. Le enjalbegaron la cabeza y se encomendó a seis hombres del Cuerpo de Fusileros que le disparasen a una distancia de cinco yardas, mientras los agentes de policía mantenían alejada a la muchedumbre con sus porras. Murió al instante, cayendo al suelo con un ruido sordo. La multitud estalló en aclamaciones y los Voluntarios, embriagados de su propia importancia, lanzaron otras tres ráfagas contra el cadáver; luego se los llevaron como héroes a diferentes tabernas. El elefante, con la ayuda de sus dos compañeros, fue transportado a un vagón de ferrocarril y desapareció en la noche. Aquella era la mayor sensación que jamás había tenido ni quizá tendría lugar jamás en Bursley. La excitación por el rechazo de las Leyes del Trigo o por Inkman era poca cosa en comparación con la producida entonces. El señor Critchlow, a quien habían llamado para aplicar un apresurado torniquete al brazo de la segunda víctima, se había asomado después para contárselo todo a John Baines. El interés del señor Baines, sin embargo, había sido escaso. El señor Critchlow tuvo más éxito con las damas, que aunque habían visto los disparos desde el salón estaban ansiosas de conocer los detalles más nimios.
Al día siguiente se supo que el elefante yacía cerca del terreno de juego, en espera de la decisión del jefe de alguaciles y del oficial médico en cuanto a su entierro. Y todo el mundo tuvo que visitar el cadáver. No hubo superioridad social que pudiera resistir la seducción de aquel elefante muerto. Acudieron peregrinos de todas las Cinco Ciudades para verlo.
—Ya nos vamos —dijo la señora Baines luego de ponerse el gorrito y el chal.
—Muy bien —respondió Sofía, haciendo como si estuviera absorta en el estudio, sentada en el sofá que había a los pies de la cama de su padre.
Y Constanza, que asomó la cabeza al interior de la habitación desde la puerta, se llevó tras de sí a su madre como un imán.
Entonces Sofía oyó una interesante conversación en el pasillo.
—¿Van ustedes a ver el elefante, señora Baines? —preguntó la voz del señor Povey.
—Sí. ¿Por qué?
—Creo que sería mejor que fuera con ustedes. Seguro que hay muchos apretujones. —El tono del señor Povey era firme; tenía una posición.
—Pero ¿y la tienda?
—No tardaremos mucho —dijo el señor Povey.
—Oh, sí, mamá —añadió Constanza en tono de súplica.
Sofía sintió estremecerse la casa al cerrarse de golpe la puerta lateral. Se levantó de un salto y contempló cómo los tres cruzaban en diagonal King Street y se sumergían en las olas. ¡Aquella triple marcha era sin duda el tributo supremo al elefante muerto! Era sencillamente sorprendente. Hizo que Sofía se diera cuenta de que había calculado mal la importancia del elefante. Le hizo lamentar haberlo despreciado como atracción. La habían dejado atrás, y el gozo de vivir la llamaba. Veía las «Bóvedas» de la acera de enfrente, llenas de trabajadores —alfareros y mineros— vestidos con sus mejores ropas, algunos con sombrero, que bebían, gesticulaban y reían en una hilera ante el largo mostrador.
Mientras estaba mirando por la ventana del dormitorio vio a un joven que subía por King Street seguido de un mozo de cuerda que avanzaba penosamente empujando una carretilla cargada de equipaje. Pasó lentamente por debajo de la misma ventana. Ella se sonrojó. Era evidente que la visión del joven la había sumido en una conmoción poco corriente. Contempló los libros, que estaban en el sofá, y después a su padre. El delgado y demacrado señor Baines, que inspiraba profunda piedad, seguía durmiendo. Su cerebro casi había cesado ya de estar activo; había que darle de comer y cuidar de él como si fuese un bebé barbudo y dormía durante horas de un tirón incluso de día. Sofía salió de la habitación. Al cabo de un momento entró corriendo en la tienda, sorprendiendo a las tres jóvenes dependientas. En la esquina junto a la ventana del lado de las modas se había formado un pequeño rincón aislando una parte del mostrador por medio de grandes cajas de flores puestas de pie. Aquel rincón se había dado en llamar «el rincón de la señorita Baines». Sofía se dirigió apresuradamente a él, deslizándose por detrás de una de las dependientas en el estrecho espacio que quedaba entre la parte de atrás del mostrador y la pared ocupada con estantes. Se sentó en la silla de Constanza y simuló estar buscando algo. Al salir de la habitación del enfermo se había examinado en el espejo de cuerpo entero del entresuelo. Cuando oyó una voz en la puerta de la tienda preguntando primero por el señor Povey y después por la señora Baines, se levantó y, echando mano del objeto que tenía más cerca, que casualmente fueron unas tijeras, se encaminó a toda prisa hacia la escalera del entresuelo como si las tijeras fuesen un santo grial apasionadamente buscado y que había que tener celosamente escondido. Quería detenerse y darse la vuelta, pero algo se lo impedía. Se hallaba en el extremo del mostrador, debajo de la escalera de caracol, cuando una de las dependientas dijo:
—¿No sabrá usted cuándo van a volver el señor Povey o su madre, señorita Sofía? Está aquí…
Fue un divino alivio para Sofía.
—Están…, yo… —tartamudeó, dándose la vuelta bruscamente. Por suerte seguía cobijada detrás del mostrador.
El joven al que había visto en la calle se adelantó osadamente.
—Buenos días, señorita Sofía —dijo, con el sombrero en la mano—. Hace mucho tiempo que tuve el placer de verla.
Ella nunca se había ruborizado como se ruborizó entonces. Apenas se daba cuenta de lo que hacía cuando regresó lentamente hacia el rincón de su hermana, con el joven siguiéndola por el lado de fuera del mostrador.
II
Sabía que era un viajante de Birkinshaws, la más renombrada y gigantesca de todas las casas de Manchester. Pero no sabía su nombre, que era Gerald Scales. Cuando entró en ella como representante era un hombre de unos treinta años, de estatura más bien baja pero muy bien proporcionado, de cabello rubio y aspecto distinguido. Su ancha y ajustada corbata, con el borde del cuello blanco asomando por encima, era especialmente elegante. Llevaba varios años de viajante de Birkinshaws, pero Sofía sólo lo había visto una vez con anterioridad, siendo una niña, tres años antes. Las relaciones entre los viajantes de las grandes casas y sus serios y seguros clientes de las poblaciones pequeñas, en aquellos tiempos, eran muchas veces cordialmente íntimas. El viajante traía consigo el brillo de una reputación histórica; no hacía falta adulación para hacer los pedidos; y la inmensa e inmaculada respetabilidad del cliente lo convertía en igual de cualquier embajador. Era un caso de mutua estima y de ese fenómeno generador de confianza: «un antiguo cliente». El tono en que un viajante de mediana edad pronunciaba la expresión «un antiguo cliente» revelaba de golpe todo lo que había de romántico, formal y señorial en el comercio de los años medios de la época victoriana. En la época de los Baines, después de que hubiese llegado una de aquellas circulares de aviso elaboradamente grabadas («El Sr…, de nuestra casa, tendrá el placer de visitarle el próximo día… del corriente»), era fácil que en algunos casos John dijera el día… por la mañana: «Señora, ¿qué tiene usted esta noche para cenar?».
Al señor Gerald Scales nunca le habían invitado a cenar, ni siquiera había visto nunca al señor Baines, pero, como joven sucesor de un viajante de edad que gozaba del favor de la Plaza de San Lucas, en nombre de Birkinshaws, desde antes de que existiera el ferrocarril, la señora Baines lo trataba con un ligero y agradable toque de familiaridad maternal y, estando en cierta ocasión sus hijas en la tienda durante su visita, había mandado a las torponas muchachas que le dieran la mano.
Sofía nunca olvidó aquel encuentro fugaz. El joven sin nombre vivía en su recuerdo, brillando intensamente como símbolo y encamación de la masculinidad y la elegancia.
Al volverlo a ver pareció como si se despertase de un sueño. Desde luego no era la misma. Sentada en la silla de su hermana, en el rincón, atrincherada detrás de las cajas perpendiculares, jugando nerviosamente con las tijeras, su bello rostro se había transfigurado en algo cautivadoramente angélico. Habría sido imposible que el señor Gerald Scales o cualquier otra persona creyera, viendo aquellos rasgos encantadores, sensibles, vivaces y perceptivos, que Sofía no poseyera un carácter de una dulzura y perfección celestiales. No sabía lo que hacía; no era más que la exquisita expresión de un profundo instinto de atraer y fascinar. Su propia alma emanaba de ella en una atmósfera de seducción y aquiescencia. ¿Acaso podían aquellos labios risueños torcerse en un duro mohín? ¿Acaso podía aquella delicada y blanda voz ser áspera? ¿Acaso podían aquellos ojos ardientes ser fríos y hostiles? Jamás! ¡La idea era inconcebible! Y el señor Gerald Scales, con la cabeza asomando por encima de las cajas, cedió al hechizo. ¡Es sorprendente que el señor Gerald Scales, con toda su experiencia, tuviera que acudir a Bursley para hallar la perla, el parangón, el ideal! Pero así fue. Se encontraron en un abandono igual; la única diferencia entre ellos fue que el señor Scales, por la fuerza de la costumbre, mantuvo la calma.
—Ya veo que están de vísperas —dijo.
Era cortés con las vísperas, pero ahora, con la inflexión de su voz más ligera posible, puso las vísperas en su nivel adecuado en el plan de las cosas, convirtiéndolo en una nimiedad local. A Sofía le encantó; estaba sedienta de simpatía en lo que se refiere a despreciar las cosas locales.
—Mejor que ni se enterara —respondió, como queriendo decir que había toda clase de razones para que un hombre de sus intereses mundanos no se enterara.
—Si lo hubiera pensado seguro que me habría acordado. Pero no lo pensé —dijo él—¿Qué ha pasado con ese elefante?
—¡Oh! —exclamó Sofía—¿Ha oído algo de eso?
—Mi mozo de cuerda no hablaba de otra cosa.
—Claro —dijo ella—, en Bursley ha sido algo muy grande.
Cuando ella sonrió con una gentil piedad por el pobre Bursley, él, naturalmente, hizo lo mismo. Y pensó lo avanzada y abierta que era la generación joven con respecto a la anterior. Jamás se hubiera atrevido a expresar sus sentimientos sobre Bursley a la señora Baines, ni siquiera al señor Povey (que, sin embargo, no pertenecía a ninguna generación), pero allí había una joven que verdaderamente los compartía.
Ella le contó toda la historia del elefante.
—Tiene que haber sido muy excitante —dijo él a pesar de sí mismo.
—Ya lo creo que lo fue —replicó Sofía.
Al fin y al cabo, Bursley iba ascendiendo en la estima de ambos.
—Y mamá, mi hermana y el señor Povey se han ido todos a verlo. Por eso no están.
El hecho de que el elefante pudiera haber sido motivo de que el señor Povey y la señora Baines se olvidaran de la visita del representante de Birkshaws fue una verdadera victoria definitiva para el elefante.
—¡Pero usted no! —exclamó él.
—No —repuso la joven—. Yo no.
—¿Por qué no fue usted también? —Él continuó sus halagadoras investigaciones con una generosa sonrisa.
—Es que no me apetecía —dijo ella con orgullosa despreocupación.
—Me imagino, entonces, que estará a cargo de la tienda.
—No —respondió ella—. Por casualidad había bajado a buscar estas tijeras. Eso es todo.
—He visto a su hermana muchas veces —dijo él—. ¿Muchas veces, he dicho? Me refiero, en general, a cuando vengo; pero a usted nunca.
—Yo no estoy nunca en la tienda —dijo— Hoy es sólo de forma accidental.
—¡Oh! ¿Entonces deja la tienda a su hermana?
—Sí. —No le dijo nada de la enseñanza.
Después hubo un silencio. Sofía daba gracias a Dios por estar escondida de la curiosidad de la tienda. Nadie en la tienda podía verla, y del joven sólo la espalda; la conversación se desarrollaba en voz baja. Sofía dio unos golpecitos con el pie en el suelo, fijó la vista en la gastada y pulida superficie del mostrador, con el metro de latón clavado en el borde, y luego volvió con inquietud a la izquierda, como si examinara la parte de atrás de los gorritos negros colgados en los altos estantes del gran escaparate. Después su mirada tropezó con la del joven durante un importante momento.
—Sí —musitó. Alguien tenía que decir algo. Si dejaban de oír en la tienda el murmullo de sus voces se preguntarían qué les pasaba.
El señor Scales miró su reloj.
—Supongo que si vengo otra vez hacia las dos… —comenzó.
—¡Oh, sí; a esa hora seguro que están! —saltó Sofía antes de que él pudiese concluir.
Él se marchó con precipitación, de una manera extraña, sin darle la mano (claro que hubiera sido difícil, se dijo ella, pasar el brazo por encima de las cajas) y sin expresar la esperanza de volver a verla. Sofía atisbo por entre los gorritos negros y vio al mozo terciarse la tira de cuero sobre los hombros, levantar la parte trasera de la carretilla y ponerse en marcha empujándola, pero no vio al señor Scales. Estaba embriagada; por su cerebro daban vueltas pensamientos como el cargamento suelto en un barco bamboleante. Se alteraba todo su concepto de sí misma; se alteraba su actitud hacia la vida. El pensamiento que con más fuerza chocaba contra los demás era: «¡Es ahora cuando empiezo a vivir!».
Y mientras corría escaleras arriba para reanudar la vigilancia de su padre, trató de idear un método de apariencia inocente para volver a ver al señor Scales en su siguiente visita. Y se hacía cábalas acerca de su nombre.
III
Al llegar Sofía a la habitación le sorprendió ver que la cabeza y la barba de su padre no estaban es su lugar acostumbrado en la almohada. Sólo pudo distinguir algo inusual que caía por el lado de la cama. Pasaron unos segundos —no mensurables en tiempo— y vio que la parte superior de su cuerpo se había deslizado hacia abajo y su cabeza colgaba, invertida, cerca del suelo entre la cama y el diván. La cara, el cuello y las manos estaban oscuros y congestionados; tenía la boca abierta y la lengua sobresalía entre los labios negros, hinchados y cubiertos de mucosidades; los ojos se le salían de las órbitas y miraba con frialdad y fijeza. Lo que había sucedido era que el señor Baines se había despertado y, en su inquietud, se había deslizado parcialmente del lecho y había muerto asfixiado. Después de haber sido incansablemente vigilado durante catorce años, se había aprovechado, con la natural perversidad de un inválido, del breve descuido de Sofía para expirar. ¡Dígase lo que se diga, a Sofía, en medio de su horror y de su terrible pesar y vergüenza, no dejaba de venirle a la cabeza la idea de que lo había hecho a propósito!
Salió corriendo de la habitación, sabiendo de manera intuitiva que estaba muerto, y llamó a Maggie gritando a voz en cuello; la casa repitió el eco.
—Sí, señorita —dijo Maggie desde muy cerca, pues salía de la habitación del señor Povey con un orinal.
—Ve ahora mismo a buscar al señor Critchlow. Date prisa. Tal como estás. Es papá…
Maggie, percibiendo oscuramente que había un desastre en el ambiente, engreída y con una especie de luctuosa alegría, dejó caer su orinal exactamente en medio del pasillo y casi se cayó por las retorcidas escaleras. Uno de los más profundos instintos de Maggie, siempre ahogado por el severo dominio de la señora Baines, era dejar orinales en puntos destacados de los principales trayectos de la casa; aquella vez, adivinando de lo que se trataba, aquel instinto llameó convirtiéndose en insurrección.
No había habido jamás para Sofía una noche de insomnio tan larga como los tres minutos que transcurrieron hasta que llegó el señor Critchlow. Mientras permanecía en pie en la estera de la puerta del dormitorio trataba de arrastrar de las vísperas a su madre, a Constanza y al señor Povey mediante fuerza magnética para traerlos a casa y contraía los músculos en aquel extraño esfuerzo. Tenía la sensación de que no podía continuar viviendo si el secreto del dormitorio seguía sin conocerse un instante más, tan intensa era su tortura, pero también que era preciso soportar la tortura que no se podía soportar. ¡Ni un ruido en la casa! ¡Sólo el rumor lejano de las vísperas!
«¿Por qué me olvidé de papá? —se decía con temor—. Sólo quería decirle a él que todos habían salido y volver enseguida. ¿Por qué me olvidé de papá?». Nunca podría convencer a nadie de que se había olvidado literalmente de la existencia de su padre durante diez minutos; pero era cierto, por espantoso que fuera.
Entonces hubo ruidos abajo.
—¡Dios nos asista! ¡Dios nos asista! —se oyó la desagradable voz del señor Critchlow al subir la escalera a saltos con sus largas piernas; tropezó con el orinal—, ¿Qué pasa? —Llevaba puesto su delantal blanco y las gafas en la huesuda mano.
—Es papá…, está… —balbuceó Sofía.
Se hizo a un lado para que entrara el primero en la habitación. Él le dirigió una mirada intensa y, por así decirlo, resentida, y entró. Ella le siguió tímidamente y se quedó cerca dé la puerta mientras el señor Critchlow inspeccionaba su obra. Él se puso las gafas con extraña lentitud y luego, doblando las rodillas, se inclinó para examinar de cerca a John Baines. Permaneció unos momentos mirándolo así, fijamente; con las manos en las rodillas, cubiertas por el delantal; luego agarró la masa inerte y la volvió a colocar en el lecho y limpió aquellos cuajados labios con el delantal.
Sofía oyó una ruidosa respiración detrás de ella. Era Maggie. Oyó un sollozo estrepitoso; Maggie estaba mostrando su emoción.
—¡Ve a buscar al médico! —bramó el señor Critchlow—, ¡Y no te quedes ahí con la boca abierta!
—Corre a avisar al médico, Maggie —dijo Sofía.
—¿Cómo has dejado que se cayera? —preguntó el señor Critchlow.
—Yo había salido de la habitación. Sólo bajé un momento a la tienda…
—¡Coqueteando con ese joven Scales! —exclamó el señor Critchlow con diabólica ferocidad—. ¡Bien; has matado a tu padre; eso es todo!
¡Sin duda estaba en la puerta de su establecimiento y vio entrar al viajante! Y precisamente era característico en él lanzarse a ciegas sobre una conclusión horrible y tener razón después de todo. Para Sofía, el señor Critchlow había sido siempre la personificación de la malignidad y la malevolencia, y ahora estas cualidades suyas hacían que para ella fuera casi obsceno. Su orgullo le aportó enormes refuerzos y se aproximó al lecho.
—¿Está muerto? —preguntó en voz baja. (Dentro, en alguna parte, una voz susurraba: «Así que se apellida Scales».)
—¿No te acabo de decir que está muerto?
—¡Un orinal en la escalera!
Aquella templada exclamación procedía del pasillo. La señora Baines, a quien desagradaban las muchedumbres por las calles, había vuelto sola; había dejado a Constanza al cuidado del señor Povey. Como había entrado en la casa por la tienda y el entresuelo, había reparado primero en el fenómeno del orinal, prueba de su teoría de la incurable falta de pulcritud de Maggie.
—¡A ver al elefante, me imagino! —dijo el señor Critchlow, con feroz sarcasmo, al reconocer la voz de la señora Baines.
Sofía dio un brinco en dirección a la puerta, como para impedirle la entrada a su madre. Pero ésta abría ya la puerta.
—Bueno, corazón… —empezaba alegremente.
El señor Critchlow se puso frente a ella. Y no tuvo más piedad por la madre que por la hija. Estaba terriblemente enojado porque su preciada posesión había sido irremediablemente dañada por el momentáneo descuido de una muchacha tonta. ¡Sí, John Baines era propiedad suya, su juguete favorito! Estaba convencido de que sólo él lo había mantenido con vida durante aquellos catorce años, sólo él comprendía al enfermo, nadie más que él había sido capaz de hacer gala de sentido común en la habitación de aquél. Había llegado a considerar en cierto modo a John Baines como creación suya. Y ahora ellas, con su estupidez, su negligencia, sus elefantes, entre todas habían acabado con John Baines. Siempre había sabido que llegaría a suceder, y había sucedido.
—¡Ella dejó que se cayera de la cama y ahora es usted viuda, señora! —anunció con una virulencia difícil de concebir. Sus angulosos rasgos y sus ojos oscuros expresaban un odio asesino por todas las mujeres llamadas Baines.
—¡Mamá! —gritó Sofía—. ¡Sólo bajé un momento a la tienda a…, a…!
Agarró el brazo de su madre en una frenética agonía.
—¡Hija mía! —exclamó la señora Baines, poniéndose milagrosamente a la altura de las circunstancias con una serena benevolencia en su tono y en su gesto que permaneció para siempre como algo sublime en el tempestuoso corazón de Sofía—, ¿Ha enviado por el médico? —preguntó al señor Critchlow.
El destino de su esposo no era ningún misterio para la señora Baines. Todo el mundo había sido advertido mil veces del peligro de dejar solo al paralítico, cuya vida dependía de su postura y cuya inquietud era por tanto una constante amenaza de muerte para él. Durante cinco mil noches, ella se había despertado infaliblemente cada vez que él se movía y lo había colocado bien a la luz parpadeante de una lamparita de aceite. Pero Sofía, desgraciada criatura, lo había dejado solo y ya está. Eso era todo.
El señor Critchlow y la viuda contemplaron, como esperando en vano, el lamentable cadáver, la parte más visible del cual era la blanca barba. No sabían que estaban contemplando una época desaparecida. John Baines pertenecía al pasado, a la época en la que los hombres sí que pensaban de verdad en su alma, en la que los oradores, con sus palabras, podían mover a las multitudes al furor o a la piedad, en la que nadie había aprendido a apresurarse, en la que el Pueblo no hacía sino darse la vuelta en la cama, en la que la única belleza de la vida residía en su inflexible y pausada dignidad, en la que el infierno en verdad no tenía fondo y una Biblia de cierres dorados constituía el secreto de la grandeza de Inglaterra. La Inglaterra de los años centrales de la época victoriana yacía en aquel lecho de caoba. Los ideales habían dejado de existir con John Baines. Es así como mueren los ideales; no con la pompa convencional de una muerte honorable, sino tristemente, innoblemente, cuando uno vuelve la cabeza…
Y el señor Povey y Constanza, muy tímidos, fueron a ver al elefante muerto y volvieron, y en la esquina de King Street exclamó Constanza con animación:
—¡Anda! ¿Quién ha salido dejando la puerta lateral abierta?
Era que había llegado el médico hacía rato y Maggie, al acompañarlo arriba con compasiva precipitación, se había olvidado de cerrar la puerta.
Y utilizaron la puerta lateral, con cierto sentimiento de culpabilidad, para evitar los ojos de la tienda. Temían que en la sala fueran el centro de una curiosidad medio irónica y medio desaprobadora, pues ¿no habían hecho una escapada? Así que entraron sin hacer ruido.
El verdadero asesino estaba almorzando en el restaurante del «Tigre», frente al ayuntamiento.
IV
Se colocaron varios postigos en los escaparates para indicar que había habido un fallecimiento; la noticia se conoció de inmediato en los círculos comerciales de toda la ciudad. Muchas personas señalaron la coincidencia de que el señor Baines hubiera muerto mientras había una exposición de artículos de luto en su establecimiento. Esta casualidad se consideró extremadamente siniestra; al parecer todo el mundo pensó que por la tranquilidad del espíritu no había que indagar demasiado en tales cosas. Desde el momento en que se colocaron los postigos prescritos, John Baines y su funeral empezaron a adquirir importancia en Bursley, una importancia que creció velozmente casi de hora en hora. Las vísperas siguieron su marcha, excepto en que el jefe de policía, a raíz de las protestas expresadas por el señor Critchlow y otros ciudadanos, bajó a la Plaza de San Lucas y prohibió las actividades de la orquesta de Wombwell. Wombwell y el jefe de policía diferían en lo que se refiere a la justicia de este decreto, pero todas las personas de buenos sentimientos alabaron al jefe de policía y éste consideró que había aumentado la buena fama de la villa en cuanto a propiedad y decoro. Se observó también, no sin un estremecimiento ante lo misterioso, que aquella noche los leones y los tigres se comportaron como corderos, en tanto que la anterior no habían dejado dormir a nadie en la Plaza con sus rugidos.
El jefe de policía no fue el único individuo a cuya ayuda recurrió el señor Critchlow por la fama de su amigo. El señor Critchlow se pasó horas rememorando a los ciudadanos principales la justa conciencia de la pasada grandeza de John Baines. Estaba decidido a que su preciado juguete desapareciera bajo tierra con la debida pompa y no dejó piedra sin remover con este fin. Fue a Hanbridge en el todavía asombroso coche de caballos a ver al editor y propietario de la Señal de Staffordshire (a la sazón un semanario de dos peniques sin pensamiento alguno de ediciones dedicadas al fútbol), y el mismo día del funeral esta publicación sacó una extensa y elocuente biografía de John Baines. Dicha biografía, que daba detalles de su vida pública, le devolvía su legítimo lugar en la memoria cívica como ex jefe de alguaciles, ex presidente de la Junta de Entierros y de la Asociación de las Cinco Ciudades para el Progreso del Conocimiento Útil, y asimismo como «primer promotor» de la Ley de Peaje local, de las negociaciones para el nuevo ayuntamiento y de la fachada corintia de la capilla wesleyana; narraba la anécdota de su valiente discurso desde el pórtico del Matadero durante los disturbios de 1848 y no omitía un panegírico de su firme adhesión a las viejas y sabias máximas comerciales inglesas y de su alejamiento de los peligrosos métodos modernos. Ya en los años sesenta había levantado lo moderno su desvergonzada cabeza. El panegírico se cerraba con una apreciación de la fortaleza del difunto en la terrible tribulación con que la divina providencia había tenido a bien probarlo; finalmente, la Señal expresaba su absoluta convicción de que su ciudad natal levantaría un cenotafio en su honor. El señor Critchlow, poco familiarizado con la palabra «cenotafio», consultó el Diccionario Worcester, y cuando halló que significaba «monumento funerario a una persona que está enterrada en otra parte», se sintió tan complacido con el lenguaje de la Señal como con la idea y decidió que tenía que haber cenotafio.
La casa y la tienda bullían con los preparativos del funeral. Todo se cambió. El señor Povey tuvo la amabilidad de dormir tres noches en el sofá de la sala para que la señora Baines pudiera disponer de su habitación. El funeral llegó a constituir una obsesión, pues había que hacer innumerables cosas, y ello de manera suntuosa y en estricto acuerdo con los precedentes. Estaban el duelo familiar, la comida fúnebre, la elección del texto para el recordatorio, la composición de la leyenda que había de figurar en el ataúd, las disposiciones legales, las cartas a los parientes, la selección de los invitados y las cuestiones de las campanas, la carroza fúnebre, las plumas, el número de caballos y la fosa. Nadie tenía tiempo para entregarse al dolor excepto la tía María, que, después de ayudar a amortajar el cadáver, se limitó a estar sentada lamentándose sin cesar durante horas por haber estado ausente la mañana fatal. «Si no hubiera estado tan empeñada en sacar brillo a mis candelabros —repetía llorosa— puede que ahora estuviera vivo y bien». No es que se hubiese informado a la tía María de las circunstancias exactas de su muerte; no sabía de manera clara que el señor Baines había muerto por un descuido. Pero, como el señor Critchlow, estaba convencida de que era la única persona en el mundo verdaderamente capaz de cuidar al señor Baines. Fuera de la familia, nadie más que el señor Critchlow y el doctor Harrop sabían cómo había concluido el mártir su carrera. El doctor Harrop, cuando se le preguntó si sería necesaria una investigación, reflexionó un momento y dijo: «No». Y añadió: «Cuanto menos se dice, antes se arregla: ¡háganme caso!». Y le hicieron caso. Era el sentido común con bombachos.
En cuanto a la tía María, la tía Harriet la mandó a paseo con sus gimoteos. La llegada a la casa de esta genuina tía desde Axe, de esta majestuosa y enorme viuda a quien hasta la imperiosa señora Baines miraba con cierto temor, puso un sello de definitiva solemnidad en todo el acontecimiento. En el dormitorio del señor Povey, la señora Baines cayó en los brazos de la tía Harriet como un niño, sollozando:
—¡Si hubiera sido cualquier otra cosa y no ese elefante!
Aquél fue el único momento de debilidad de la señora Baines de principio a fin.
La tía Harriet constituía una fuente inagotable de autoridad en todos los detalles concernientes a entierros. Y con una serie de preguntas que concluían con la palabra «hermana» y de respuestas que concluían con la palabra «hermana», el prodigioso trabajo inherente al funeral se fue llevando a cabo poco a poco y a plena satisfacción. El vestuario y la comida superaban a todos los demás asuntos en complejidad y dificultad. Pero la mañana del funeral la tía Harriet tuvo la satisfacción de contemplar a su hermana menor convertida en el centro de un tremendo capullo de crespón cuyo menor pliegue era perfecto. Fue como si la tía Harriet la recibiera formalmente, como un veterano, en el augusto ejército de las reliquias. Viéndolas una al lado de la otra supervisando la mesa especial que se estaba poniendo en el entresuelo para la comida, parecía inconcebible que hubieran reposado juntas en el limitado lecho del señor Povey. Bajaron del entresuelo a la cocina, donde fueron inspeccionados los últimos y delicados platos. La tienda, por supuesto, estaba cerrada aquel día, pero el señor Povey estaba allí trabajando; para la mirada de la tía Harriet, a la que nada escapaba, él era lo siguiente después de los platos.
—¿Tiene preparadas ya las cajas de los guantes? —le preguntó.
—Sí, señora Maddack.
—¿No olvidará tener una medida a mano, verdad?
—No, señora Maddack.
—Ya verá que los que más necesita son siete y tres cuartos y ocho.
—Sí. He contado con eso.
—Si se coloca usted detrás de la puerta lateral y pone las cajas encima del armonio, podrá llegar a cada uno según entre.
—Eso es lo que había pensado, señora Maddack.
Se fue arriba. La señora Baines había vuelto al entresuelo y estaba alisando las arrugas del mantel de damasco blanco y colocando los platos de cristal de la mermelada a la misma distancia unos de otros.
—Ven, hermana. Una última mirada.
Y entraron en la estancia mortuoria a ver al señor Baines antes de que se clavara la tapa para siempre. En la muerte había recuperado algo de su antigua dignidad, pero aun así asustaba verlo. Las dos viudas se inclinaron sobre él, una a cada lado, y contemplaron gravemente aquel fatigado rostro, pálido y crispado, pulcramente rodeado de tela blanca.
—Voy a buscar a Constanza y a Sofía —dijo la señora Maddack con voz llorosa— ¿Vas al salón, querida?
Pero la señora Maddack sólo consiguió llevar a Constanza.
Luego se oyeron ruedas en King Street. El prolongado rito del funeral había comenzado. Todos los invitados, una vez el señor Povey les hubo medido la mano y les hubo ofrecido un par de los mejores guantes negros de cabritilla, hubieron de subir la escalera a echar una mirada al cadáver del señor Baines, pasando después al salón a dar brevemente el pésame a la viuda. Y todos los invitados, aun dándose cuenta de la enormidad de semejante idea, pensaron lo magnífico que era que John Baines hubiera muerto por fin. El movimiento en la escalera era continuo; al final el propio señor Baines bajó por ella, chocando contra las esquinas, y se puso a la cabeza de un cortejo de veinte vehículos.
El té fúnebre no terminó hasta las siete, cinco horas después del comienzo del rito. Fue una comida gigantesca e impecable, digna del lejano pasado del señor Baines. Sólo faltaron en ella dos personas: John Baines y Sofía. Todo el mundo reparó en que la silla de Sofía estaba vacía; la señora Maddack explicó que estaba muy nerviosa y no podía confiar en sí misma. La reunión hizo grandes esfuerzos por mostrarse lúgubre e inconsolable, pero el secreto alivio que causaba el fallecimiento no pudo ocultarse del todo. La general simulación de profundo pesar no podía salir indemne de aquel secreto alivio ni de la exquisitez de los manjares.
Para ofensa de varios parientes importantes venidos de lejos, el señor Critchlow presidió informalmente aquel cónclave de graves hombres de elevado linaje y mujeres con miriñaque. Había cerrado su establecimiento, cosa que jamás había sucedido en un día laborable, y tenía mucho que decir acerca de ese extraordinario cierre. Se debía tanto al elefante como al funeral. El elefante se había convertido en víctima de la locura de los souvenirs. Ya por la noche habían robado los colmillos; luego desaparecieron las patas, para hacer paragüeros con ellas, y la mayor parte de la carne había desaparecido en trocitos. Todo el mundo en Bursley había decidido participar del elefante. Una consecuencia fue que todas las farmacias de la ciudad fueron asaltadas por un rosario de arrapiezos. «Por favor, un poco de alumbre pa’ quitarle el olor a un cacho de elefante». El señor Critchlow odiaba a los arrapiezos.
—«¡Ya te voy a alumbrar yo a ti!», digo, y así lo hice. Lo alumbré de mi farmacia con la mano del almirez. Y como hubo uno hubo veinte desde la hora de abrir hasta las nueve. «George —le dije a mi aprendiz— cierra la farmacia. Mi amigo John Baines va hoy a su última morada y voy a cerrar. Ya he tenido bastante alumbre para un solo día».
El elefante dio materia de conversación hasta después del segundo relevo de bollos calientes. Cuando el señor Critchlow estuvo repleto, sacó la Señal de su bolsillo con aire de importancia, se puso las gafas y leyó la necrológica en su totalidad con acento pausado e imponente. Antes de que llegase al final, la señora Baines empezó a darse cuenta de que la familiaridad no le había dejado percibir las heroicas cualidades de su difunto esposo. Aquellos catorce años de constantes cuidados quedaron casi por completo en el olvido y lo vio en toda su fuerza y su esplendor. Cuando el señor Critchlow llegó al panegírico del esposo y padre, la señora Baines se levantó y abandonó la estancia. Los invitados se miraron unos a otros, compadecidos de ella. El señor Critchlow le echó una mirada por encima de las gafas y continuó leyendo sin detenerse. Tras concluir abordó la cuestión del cenotafio.
La señora Baines, expulsada del banquete por sus sentimientos, entró en el salón. Estaba allí Sofía, que al ver lágrimas en los ojos de su madre dejó escapar un sollozo y se arrojó en sus brazos, ocultando el rostro en el amplio crespón, que raspó su fina piel.
—Mamá —dijo con vehemencia, llorando—, quiero dejar el colegio ahora. Quiero complacerte. Haré cualquier cosa para complacerte. ¡Iré a la tienda si tú quieres! —Su voz se ahogó en sollozos.
—Cálmate, hija mía —dijo la señora Baines con ternura, acariciándola. Era un triunfo para la madre en el momento mismo en que necesitaba un triunfo.