CAPÍTULO III
UNA AMBICIÓN SATISFECHA
I
Se fue a dormir sintiéndose muy desgraciada. Toda la gloria de su nueva vida se había eclipsado. Pero cuando se despertó, pocas horas después, en la majestuosidad aterciopelada de la gran habitación por la que Gerald estaba pagando un precio tan fantástico al día, se encontraba de mejor humor y muy dispuesta a reconsiderar sus veredictos. Su orgullo la inducía a dar la razón a Gerald y a creerse equivocada ella misma, pues era demasiado orgullosa para admitir que se había casado con un estúpido encantador e irresponsable. Y ¿no era cierto que tenía que pensar que estaba equivocada? Gerald le había dicho que esperara y no había esperado. Había dicho que volvería al restaurante y había vuelto. ¿Por qué no había esperado? No había esperado porque se había comportado como una tonta. Se había aterrorizado por nada. ¿No llevaba ya un mes frecuentando restaurantes? ¿O es que una mujer casada no es capaz de esperar a su marido en un restaurante sin parecer una boba? Y en cuanto a Gerald, ¿acaso podía haber actuado de otro modo? El otro inglés era evidentemente un bruto y estaba buscando pelea. Su manera de contradecir lo que decía Gerald fue muy ofensiva. Al invitarle el bruto a salir fuera, ¿qué podía hacer Gerald sino acceder? No haber accedido podría haber significado una pelea en el restaurante, ya que aquel bruto estaba borracho sin duda alguna. Comparado con aquel individuo, Gerald no estaba borracho en absoluto, sólo un poco alegre y charlatán. La mentirijilla de Gerald sobre la herida era natural; quería simplemente quitar importancia a todo aquel alboroto y no preocuparla. Era en realidad muy propio de Gerald el guardar silencio sobre lo que había ocurrido entre el bruto y él. Sin embargo estaba convencida de que Gerald, tan ágil y rápido, había dado al bruto con sus modos altaneros tanto como había recibido, si no más.
Y si ella fuera un hombre y hubiera pedido a su esposa que le esperara en un restaurante y la esposa se hubiera ido a casa acompañada por otro hombre, no hay duda de que se habría enfadado mucho más que Gerald. Se alegraba mucho de haberse dominado y de haber hecho gala de una mansa diplomacia. De este modo se había evitado una pelea; después de curarle la barbilla no había quedado en su actitud más que una leve frialdad.
Se levantó en silencio y empezó a vestirse, muy decidida a tratar a Gerald como una buena esposa debe tratar a su marido. Gerald no se movió; tenía el sueño profundo: era el suyo uno de esos organismos que nunca quieren irse a la cama y nunca quieren levantarse. Cuando había terminado de arreglarse y sólo le faltaba ponerse el cuerpo del vestido llamaron a la puerta. Dio un respingo.
—¡Gerald! —Se acercó a la cama, inclinó su seno desnudo sobre su marido y le rodeó el cuello con los brazos. Aquel método de volver al estado consciente no desagradaba a Gerald.
Volvieron a llamar. Él dejó escapar un gruñido.
—Están llamando a la puerta —susurró Sofía.
—Entonces ¿por qué no abres? —preguntó somnoliento.
—No estoy vestida, cariño.
Él la miró.
—¡Échate algo encima de los hombros, mujer! —dijo—, ¿Qué más da?
¡Allí estaba, portándose como una boba otra vez, a pesar de su resolución!
Obedeció y abrió la puerta con cautela, quedándose detrás de ella.
Una sirvienta de mediana edad, con un largo delantal blanco, habló en francés de cosas que escaparon a la comprensión de Sofía. Pero Gerald lo había oído desde la cama y contestó.
—Bien, monsieur! —La sirvienta hizo una inclinación y se marchó por el oscuro corredor.
—Es Chirac —explicó Gerald cuando ella cerró la puerta—. Se me había olvidado que le invité a almorzar con nosotros temprano. Está esperando en el salón. Ponte el corpiño y baja a charlar con él hasta que vaya yo.
Saltó de la cama y después, en camisa de noche, se desperezó y bostezó terroríficamente.
—¿Yo? —preguntó Sofía.
—¿Quién si no? —dijo Gerald con aquella curiosa sequedad satírica que a veces impregnaba su tono.
—¡Pero yo no hablo francés! —protestó ella.
—Yo no he dicho tal cosa —dijo Gerald con mayor sequedad— pero sabes igual que yo que él habla inglés.
—¡Oh, muy bien, pues! —murmuró ella con dócil celeridad.
Era evidente que Gerald no se había recobrado del todo de su legítimo desagrado por los sucesos de aquella noche. Examinó minuciosamente su boca en el espejo del armario Luis Felipe. Apenas mostraba huellas de la batalla.
—¡Oye! —la detuvo cuando, nerviosa por lo que le esperaba, estaba a punto de salir de la habitación—. Se me había ocurrido que podíamos ir hoy a Auxerre.
—¿A Auxerre? —repitió ella, preguntándose en qué circunstancias había oído aquel nombre. Entonces se acordó: era donde iban a ejecutar al asesino Rivain.
—Sí —dijo Gerald—, Chirac tiene que ir. Ahora está en un periódico. Cuando lo conocí era arquitecto. Tiene que ir y piensa que tiene mucha suerte. Así que pensé ir con él.
La verdad era que ya había acordado ir.
—Pero no a ver la ejecución, ¿verdad? —balbuceó ella.
—¿Por qué no? Siempre he deseado ver una ejecución, sobre todo en la guillotina. Y las ejecuciones son públicas en Francia. No tiene nada de malo ir a verlas.
—Pero ¿por qué quieres ver una ejecución?
—Sólo porque me apetece. Es un capricho que tengo, eso es todo. No veo que haya que tener una razón —dijo, echando agua en el diminuto aguamanil.
Ella estaba horrorizada.
—¿Y vas a dejarme aquí sola?
—Bueno —dijo él—; no veo por qué el haberme casado tiene que impedirme hacer algo que siempre he querido hacer. ¿Tú sí?
—¡Oh, no! —concedió ansiosamente.
—De acuerdo —concluyó él—. Puedes hacer lo que quieras. O quedarte aquí o venir conmigo. Si vienes a Auxerre, no hay ninguna necesidad de que veas la ejecución. Es una ciudad antigua, muy interesante; tiene catedral y demás. Pero, naturalmente, si no puedes soportar el estar en la misma ciudad que una guillotina, iré solo. Volveré mañana.
Estaba claro lo que quería. Ella reprimió las palabras que le venían a los labios e hizo cuanto pudo para rechazar los pensamientos que acudían a su mente.
—Desde luego que iré —dijo en voz baja. Vaciló y luego se acercó al lavabo y le besó en la parte de la mejilla que no estaba llena de jabón. Aquel beso, que la consoló y en cierto modo la tranquilizó, fue la expresión de una rendición cuya monstruosidad ni quiso admitir.
En el rico y polvoriento salón del hotel la esperaban Chirac y sus exquisitas formalidades. No había allí nadie más.
—Mi marido… —empezó, sonriendo y ruborizándose. Le agradaba Chirac.
Era la primera vez que tenía ocasión de utilizar aquella palabra con alguien que no fuera un criado. Le producía una sensación de seguridad. A los pocos momentos se dio cuenta de que Chirac la admiraba sinceramente, más aún, que le inspiraba algo que se asemejaba a la veneración. Hablando con gran lentitud y claridad le dijo que tendría que ir con su marido a Auxerre, ya que él no veía ninguna objeción, como queriendo decir que, si él no veía ninguna objeción, ella estaba conforme. Chirac se mostró de acuerdo en todo. A los cinco minutos parecía que era la cosa más natural y adecuada del mundo que, en su luna de miel, fuese con su marido a una determinada ciudad porque un conocido asesino iba a ser decapitado públicamente en ella.
—Mi esposo siempre ha deseado ver una ejecución —dijo después—. Sería una lástima que…
—Una experiencia psicológica —replicó Chirac, pronunciando la p del adjetivo—; será muy intéressant.. observarse a uno mismo en esas circunstancias…—. Sonrió con entusiasmo.
Ella pensó en lo extraños que eran los franceses, aun siendo tan amables. ¡Eso de ir a una ejecución con objeto de observarse a uno mismo!
II
Lo que no dejaba de impresionar a Sofía de la conducta no sólo de Gerald sino también de Chirac y de otras personas con las que tuvo contacto era su informalidad. De toda su vida estaba acostumbrada a ver que cualquier empresa, aun siendo de poca importancia, se sopesaba y luego se planificaba cuidadosamente de antemano. En la Plaza de San Lucas había siempre en todos los cerebros una especie de programa de la existencia preparado con una semana al menos de anticipación. Pero en el mundo de Gerald no se preveía nada. Asuntos complejos se decidían en un momento y se acometían con extraordinaria ligereza. ¡Como la excursión a Auxerre! Durante el almuerzo apenas se habló de ello; la conversación, en inglés por Sofía, versó, como es habitual en tales circunstancias, en las dificultades de los idiomas y en las diferencias entre los países. Nadie habría sospechado que ninguno de ellos sintiera preocupación alguna en cuanto el resto del día. La comida fue muy grata para Sofía; no sólo halló a Chirac amable y sincero, lo cual era un consuelo para ella, sino que Gerald volvió a hacer alarde de todo su encanto y buen humor. Después, de pronto, mientras tomaban el café, surgió la cuestión de los trenes como una crisis repentina. A los cinco minutos Chirac se había marchado —Sofía no entendió bien si a su oficina o a su casa —y al cuarto de hora ella y Gerald se dirigían con premura a la Gare de Lyon; Gerald llevaba en el bolsillo un gran sobre lleno de papeles que había recibido por correo certificado. Tomaron el tren por un minuto y Chirac por unos segundos. Sin embargo, ni él ni Chirac parecían concebir el riesgo de inconveniencia e irritación que habían corrido. Chirac charlaba por la ventanilla con otro periodista que iba en el compartimento contiguo. Cuando Sofía tuvo ocasión de examinarlo, vio que sin duda debía de haber ido a su casa a ponerse ropa vieja. Todo el mundo, excepto ella y Gerald, iba, al parecer, con ropa vieja.
En el tren hacía calor, había mucho ruido y todo estaba lleno de polvo. Pero uno tras otro los tres se quedaron profunda y tranquilamente dormidos, como animales jóvenes sanos y extenuados. Nada podía molestarles más que un momento. A Sofía le pareció simple casualidad que Chirac se despertara y los despertara a ellos en Laroche, cogiera somnoliento la maleta de Sofía y los hiciera bajar al andén, donde bostezaron y sonrieron, invadidos por la satisfacción del descanso, honda y a medio realizar. En un puesto ambulante, sedientos, bebieron néctar ansiosamente, a tragos; suspiraron con alivio y placer y Gerald arrojó una moneda, rechazando el cambio con un gesto señorial. El tren local a Auxerre iba lleno, con un cargamento variado y siniestro. Corría el rumor de que el verdugo viajaba en el tren. Aunque el sol se estaba poniendo, el calor no parecía disminuir. Las actitudes se hicieron más desmadejadas, más negligentes. Por las ventanillas se colaban sin cesar hollín y un polvo picajoso. El tren se detuvo en Bonnard, Chemilly y Moneteau, cada vez delante de una multitud expectante que lo invadía. Y al final, en la gran estación de Auxerre, vomitó una increíble masa de humanidad mugrienta que se extendió sobre todas las cosas como una inundación. Sofía estaba asustada. Gerald dejó la iniciativa a Chirac, y Chirac la cogió del brazo y la condujo, volviendo la cabeza a ver si Gerald los seguía con la maleta. Daba la impresión de que en Auxerre reinaba el frenesí.
Un cochero les pidió diez francos por llevarlos al Hotel de l’Epée.
—¡Bah! —exclamó Chirac despectivamente en su calidad de parisiense experimentado que no se deja explotar por zopencos provincianos.
Pero el siguiente cochero pidió doce francos.
—Sube —dijo Gerald a Sofía. Chirac enarcó las cejas.
En el mismo momento, un hombre alto y robusto con el duro rostro de un próspero bribón y una muchacha pálida que iba de su brazo empujaron a Gerald y a Chirac y se metieron en el coche.
Chirac protestó, diciéndole que el coche estaba ya comprometido.
El usurpador torció el gesto y soltó una palabrota; la muchacha rió descaradamente.
Sofía, encogiéndose, pensó que su acompañante iba a hacer justicia de manera heroica y definitiva, pero se vio decepcionada.
—¡Qué bestia! —murmuró Chirac, encogiéndose de hombros, mientras el carruaje se alejaba, dejándolos como unos tontos en el bordillo de la acera.
Para entonces todos los demás coches estaban ocupados. Fueron andando al Hotel de l’Epée entre los empujones de la muchedumbre, Sofía y Chirac delante y Gerald detrás con la maleta, cuyo peso le hacía inclinarse a la derecha y levantar el brazo izquierdo. La avenida era larga y recta y el polvo en suspensión la tornaba neblinosa. Sofía tenía un agudo sentido de lo romántico. Veían torres y campanarios; Chirac le iba hablando pausadamente de la catedral y de las famosas iglesias. Dijo que las vidrieras eran maravillosas y con todo esmero le hizo un catálogo de todas las cosas que tenía que visitar. Cruzaron un río. Ella tenía la sensación de estar entrando en la Edad Media. De vez en cuando Gerald se cambiaba la maleta de mano; se negó obstinadamente a dejar que Chirac la tocara. Ascendieron trabajosamente por calles estrechas y retorcidas.
—Voilá! —dijo Chirac.
Se hallaban ante el Hotel de l’Epée. Al otro lado de la calle había un café atestado de gente. Delante había varios carruajes. El Hotel de l’Epée tenía una tranquilizadora apariencia de apacible respetabilidad, como había dicho Chirac. Había sugerido este hotel para la señora Scales porque no estaba cerca del lugar de la ejecución. Gerald había dicho: «¡Por supuesto! ¡Por supuesto!». Chirac, que no pensaba dormir, no pidió habitación para él.
El Hotel de l’Epée sólo tenía una habitación libre, al precio de veinticinco francos.
Gerald se rebeló contra aquel abuso.
—¡Sí que está bien —rezongó— que los viajeros normales no puedan conseguir una habitación decente a un precio decente sólo porque van a guillotinar a alguien mañana! ¡Probaremos en otra parte!
Sus rasgos expresaban indignación, pero Sofía se figuró que se sentía secretamente complacido.
Salieron con aire arrogante de la bulliciosa agitación del hotel, como harían quienes, habiéndose negado a dejarse estafar, desearan conservar su importancia ante la faz del mundo. En la calle, un cochero les ofreció sus servicios y les llenó de esperanzas diciéndoles que sabía de un hotel que podía convenirles y que los llevaría a él por cinco francos. Dio un furioso latigazo a su caballo. El mero hecho de estar en un carruaje que se movía con rapidez y que los viandantes tenían que evitar con ligereza los mantuvo de buen humor. Vieron de cerca la catedral. El coche se detuvo, dando una sacudida, en una placita, delante de un repelente edificio con un cartel que rezaba «Hotel de Vézelay». El caballo estaba sangrando. Gerald dio a Sofía instrucciones de quedarse donde estaba y él y Chirac subieron cuatro escalones y entraron en el hotel. Sofía, blanco de las miradas de los grupos de gente que paseaban por allí, miró en torno suyo y vio que todas las ventanas del edificio estaban abiertas y en su mayoría ocupadas por personas que charlaban y reían. Después oyó un grito: era la voz de Gerald. Había aparecido en una ventana del segundo piso del hotel con Chirac y una mujer muy gruesa. Chirac saludó y Gerald se rió con despreocupación e hizo una señal con la cabeza.
—Está bien —dijo cuando bajó.
—¿Cuánto piden? —inquirió Sofía indiscretamente.
Gerald vaciló y pareció cortado.
—Treinta y cinco francos —dijo—. Pero ya hemos dado bastantes vueltas. Según parece es una suerte que hayamos encontrado por lo menos esto.
Y Chirac se encogió de hombros, como indicando que era preciso aceptar la situación y el precio con filosofía. Gerald dio cinco francos al cochero. Éste examinó la moneda y exigió pour-boire[43].
—¡Oh! ¡Maldita sea! —exclamó Gerald; como no tenía suelto se desprendió de otros dos francos.
—¿Va a venir alguien por esta condenada maleta? —preguntó Gerald, como un tirano cuya ira estallaba instantáneamente si la plebe no se andaba con ojo.
Pero no salió nadie, de modo que se vio obligado a llevarla él mismo.
El hotel era oscuro y maloliente, y al parecer todas las habitaciones estaban llenas de risueños grupos de bebedores.
—Desde luego, no vamos a poder dormir los dos en esta cama —dijo Sofía cuando se vio a solas con Gerald en una habitación pequeña y mezquina.
—No creerás que pienso dormir, ¿verdad? —dijo Gerald con notable brusquedad—. Es para ti. Ahora vamos a comer. Aviva.
III
Era de noche. La joven yacía en la estrecha cama con cobertor carmesí. Las pesadas cortinas del mismo color de las ventanas estaban corridas, ocultando los sucios visillos de encaje, pero las luces de la plazuela se filtraban débilmente por los resquicios en la habitación. También penetraban los ruidos de la plaza, extraordinariamente fuertes y claros, pues el calor, que no había disminuido, la había obligado a dejar la ventana abierta. No podía dormir. Aunque estaba agotada, no tenía ninguna esperanza de poder dormir.
Una vez más se sentía profundamente deprimida. Recordaba la cena con horror. ¡Aquella larga y atestada mesa de extremos semicirculares, en el opresivo y hediondo comedor iluminado por lámparas de aceite! Habría lo menos cuarenta personas en aquella mesa. La mayoría de ellas comía de una forma repugnante, haciendo tanto ruido como los cerdos, con la punta de la grande y basta servilleta remetida en el cuello. Servían a todos la mujer gorda que había visto en la ventana con Gerald y una muchacha cuyo comportamiento era francamente descarado. Las dos tenían un aspecto abandonado. Todo estaba sucio. Pero la comida era buena. Chirac y Gerald coincidieron en que la comida era buena, como también el vino. «¡Remarquable[44]!», dijo Chirac del vino. Sofía, sin embargo, no pudo comer ni beber con gusto. Estaba atemorizada. Aquella gente la asustaba ya sólo por sus gestos. Era muy heterogénea en su apariencia; algunos comensales vestían bien, casi con elegancia, y otros pobremente. Pero todos los rostros, hasta los más juveniles, eran brutales, corruptos y desvergonzados. La yuxtaposición de hombres viejos y mujeres jóvenes le resultaba odiosa, sobre todo cuando aquellas parejas se besaban, cosa que hacían con frecuencia cerca del final de la comida. Por suerte estaba sentada entre Chirac y Gerald. Aquella disposición parecía protegerla incluso de la conversación. No habría entendido nada de no ser por la presencia de un inglés de mediana edad que estaba en el extremo de enfrente de la mesa junto a una francesa elegante y aún joven que Sofía había visto en Sylvain la noche anterior. El inglés, evidentemente, le había prometido enseñarle su lengua. Le traducía al inglés cuanto se decía, despacio y con claridad, y ella repetía cada frase haciendo extrañas contorsiones con la boca.
Así Sofía pudo colegir que la conversación versaba exclusivamente sobre asesinatos, ejecuciones, criminales y verdugos. Algunos de los presentes tenían la costumbre de acudir a todas las ejecuciones. Eran un manantial de chismorreos interesantes y el centro de atención de la mesa. Había una mujer que recordaba las últimas palabras de todas las víctimas de la justicia en veinte años. Hubo una tempestad de histéricas carcajadas entre los comensales motivada por una de las anécdotas de aquella mujer. Sofía se enteró de que había contado cómo un criminal había dicho al sacerdote, que por natural bondad trataba de impedirle la visión de la guillotina tapándola con su cuerpo: «Apártese ahora, párroco. ¿Acaso no he pagado para verla?». Así lo tradujo el inglés. Se debatieron los salarios de los verdugos y sus ayudantes y las diferencias de opinión se convirtieron en violentas discusiones. Un tipo joven con aire de lechuguino narró, como un hecho del que estaba dispuesto a dar fe con una pistola, que Cora Pearl, la célebre cortesana inglesa, había conseguido, merced a su influencia sobre un prefecto de policía, visitar a solas a un criminal en su celda en la noche anterior a su ejecución, y que había estado con él hasta una hora antes de la citación final. La historia obtuvo los honores de la cena. Se consideró verdaderamente impresionante y de forma inevitable condujo a la interrogación general: ¿qué vieron los más altos personajes del imperio en aquella inglesa pelirroja? Y, por supuesto, Rivain, el apuesto homicida, centro y héroe de la fiesta, no fue olvidado mucho tiempo en la conversación. Varios de los comensales lo habían visto; uno o dos lo conocían y pudieron dar asombrosos detalles de sus proezas como vividor. A pesar de su crimen, parecía ser objeto de una sincera idolatría. Se dijo de forma taxativa que se había prometido a una sobrina de su víctima un lugar preferente en la ejecución.
Acerca de esto dedujo Sofía, para su profunda sorpresa y alarma, que la cárcel estaba cercana y que la ejecución tendría lugar en la esquina de la misma plaza en que estaba el hotel. Gerald lo sabía sin duda y se lo había ocultado. Le echó una mirada de reojo, con desconfianza. Conforme la cena se acercaba se fue desmoronando la actitud de tranquilo, desinteresado y científico observador de la humanidad que había adoptado Gerald. Ya no podía mantenerla ante la creciente licencia de la escena en torno a la mesa. Finalmente se sentía un tanto avergonzado por haber expuesto a su mujer al espectáculo de semejante orgía; su inquieta mirada se cuidaba bien de evitar la de Sofía y la de Chirac. Éste, cuyo sencillo y natural interés por el asunto había ayudado a Sofía más que ninguna otra cosa a conservar la compostura, observó el cambio de Gerald y el extremo malestar de Sofía y sugirió que dejaran la mesa sin esperar el café. Gerald accedió inmediatamente. Así se había librado Sofía del horror de aquella cena. No comprendía cómo un hombre tan amable y reflexivo como Chirac —le había dado las buenas noches con la cortesía más distinguida —podía tolerar y mucho menos paladear con gusto la disipación glotona, borracha y salaz del Hotel de Vézelay, pero su teoría era, hasta donde ella podía juzgar por su imperfecto inglés, que todo lo existente había de ser admitido y valorado por personas serias interesadas en el estudio de la naturaleza humana. Su rostro parecía decir: «¿por qué no?». Su rostro parecía decirles a Gerald y a ella: «Si os incomoda, ¿a qué vinisteis?».
Gerald la había dejado en la puerta de la habitación con una tímida inclinación de cabeza. Ella se desvistió parcialmente y se echó, y al instante el hotel se transformó en una especie de caja de resonancia. Era como si, por debajo y por dentro de todos los ruidos de la plaza, todos los movimientos del hotel llegaran a sus oídos atravesando paredes de cartón: gritos y risas distantes, abajo; ruido de cacharros también abajo; pasos que subían y bajaban por las escaleras; movimientos furtivos y deslizantes igualmente subiendo y bajando por las escaleras; bruscas llamadas, fragmentos de canciones, largos suspiros súbitamente ahogados, misteriosos gemidos como de tortura, interrumpidos por una risilla, peleas y discusiones, de nada se libró en aquella oscuridad extrañamente sonora.
Después se elevó de la plaza gran tumulto y conmoción, entre gritos, y por debajo de éstos un confuso estrépito. En vano apretó el rostro contra la almohada y escuchó el ruido irregular y prodigioso de sus pestañas al rozar la tela. De uno u otro modo se le había metido en la cabeza la idea de que tenía que levantarse e ir a la ventana a ver todo lo que hubiera que ver. Se resistió. Se dijo que era una idea absurda, que no deseaba ir a la ventana. No obstante, mientras discutía consigo misma sabía bien que era inútil resistirse a aquella idea y que al final sus piernas obedecerían su mandato.
Cuando por fin sucumbió a la fascinación y se acercó a la ventana y descorrió una de las cortinas, sintió una sensación de alivio.
En el cielo se anunciaba un frío y gris amanecer y todos los detalles de la plaza eran visibles. Todas las ventanas sin excepción estaban abiertas de par en par y llenas de espectadores. Al fondo de muchas ardían velas o lámparas que la lenta aproximación del sol iba matando ya. Delante de aquellas ventanas, allí donde se mezclaban dos luces, se perfilaban curiosamente las atentas figuras de los espectadores. Los tejados de rojas tejas estaban también invadidos. Abajo, una tropa de gendarmes, montados en caballos caracoleantes extendidos en línea a través de la plaza, barría poco a poco de toda ella a una muchedumbre compacta, gesticulante y maldiciente. La actuación de aquel inmenso escobón era muy lenta. Conforme los espacios de la plaza se despejaban, empezaron a ser ocupados por personas privilegiadas desperdigadas, periodistas, funcionarios de la ley o sus amigos, que iban de acá para allá muy pagados de sí mismos; entre ellos distinguió Sofía a Gerald y a Chirac paseando del brazo y charlando con dos muchachas de elaborada vestimenta y también cogidas del brazo.
Después vio un reflejo rojo procedente de una de las calles laterales que alcanzaba a ver; era la balanceante linterna de un carromato arrastrado por un descarnado caballo gris. El vehículo se detuvo en el extremo de la plaza por el que había empezado el escobón y fue inmediatamente rodeado por los privilegiados, a quienes sin embargo pronto se convenció de que se apartaran. La multitud se apiñó entonces en las principales entradas a la plaza, profirió un grito formidable y prorrumpió en el estribillo:
Le voilá!
Nicolás!
Ah! Ah! Ah![45]
El clamor se tornó furioso cuando un grupo de obreros con blusas azules sacaron del carromato, pieza por pieza, todos los componentes de la guillotina y los pusieron cuidadosamente en el suelo bajo la supervisión de un hombre con levita negra y sombrero de seda de alas anchas y planas, un hombre un tanto inquieto que gesticulaba nerviosamente. Y luego plantaron derechas sobre el suelo las columnas rojas y un escalador acrobático las unió en su parte superior. Cuando cada parte se sujetaba y atornillaba a la máquina, que iba creciendo, el hombre del sombrero de copa la comprobaba con todo esmero. En un corto tiempo que pareció muy largo la guillotina estuvo concluida con excepción de la hoja triangular de acero, que se hallaba, centro de todas las miradas, en el suelo. El verdugo la señaló y dos hombres la cogieron, la deslizaron en su ranura y la elevaron a lo alto de la máquina. El verdugo clavó en ella una mirada interminable en medio de un silencio universal. Después activó el mecanismo y la masa metálica cayó produciendo un ruido sordo, amortiguado y reverberante. Se oyeron algunos débiles chillidos al unísono y después un estruendoso barullo de vítores, gritos, silbidos y ráfagas de cantos. La hoja se elevó de nuevo, creando de nuevo un silencio de inmediato, y de nuevo cayó, dando curso a una nueva demencia. El verdugo hizo un movimiento de satisfacción. En las ventanas, numerosas mujeres aplaudieron con entusiasmo; los gendarmes tuvieron que luchar brutalmente con la feroz presión de la muchedumbre. Los obreros se quitaron las blusas y se pusieron chaquetas; Sofía se sintió perturbada al verlos acercarse en fila india al hotel, seguidos por el verdugo del sombrero de seda.
IV
En el Hotel de Vézelay hubo mucho ruido de puertas que se abrían y muchos susurros en el umbral cuando el verdugo y sus ayudantes hicieron su solemne entrada. Sofía oyó cómo subían pesadamente la escalera; vacilaron al parecer y luego entraron en una habitación del mismo rellano que la de Sofía. Se oyó un portazo. Pero a Sofía le llegaba el sonido regular de nuevas voces hablando y luego un ruido de vasos en una bandeja. La conversación procedente de las ventanas del hotel mostraba ahora una excitación mucho mayor. No podía ver a las personas que ocupaban aquellas ventanas próximas sin dejar ver su cabeza y no quería hacer tal cosa. Vibró sobre los tejados de la plaza el estrépito de una gran campana que daba la hora; supuso que tal vez fuera el reloj de la catedral. Vio en una esquina de la plaza a Gerald, solo, hablando animadamente con una de las muchachas que antes iban juntas. Se preguntó vagamente cómo se habría criado aquella muchacha y qué pensaban sus padres… o sabían. Y tuvo consciencia de un profundo orgullo de sí misma, de un sentimiento de superioridad inconmensurablemente altivo.
Su mirada se encontró de nuevo con la guillotina y permaneció fija en ella. Guardada por unos gendarmes, aquel alto y sencillo objeto dominaba amenazadoramente la plaza con sus toscas columnas rojas. En el suelo, a su lado, había unas herramientas y una caja larga abierta. El débil caballo del carromato parecía dormitar sobre sus patas torcidas. En aquel momento, los primeros rayos del sol se proyectaron longitudinalmente atravesando la plaza a la altura de las chimeneas; Sofía se dio cuenta de que se habían apagado casi todas las lámparas y velas. Muchos de los ocupantes de las ventanas bostezaban, y después de bostezar reían tontamente. Unos comían y bebían; otros sostenían conversaciones a voces de una casa a otra. Los gendarmes montados continuaban empujando hacia atrás a las febriles multitudes, que gruñían en todas las entradas a la plaza. Vio a Chirac, que se paseaba solo de un lado a otro. Pero no pudo encontrar a Gerald. No podía haber salido de la plaza. Quizá hubiera vuelto al hotel y subiría a ver si estaba cómoda y si necesitaba algo. Con una sensación de culpabilidad se echó de nuevo en la cama. La última vez que había revisado la habitación estaba sumida en la oscuridad; ahora había luz y todos los detalles se dejaban ver con claridad. Sin embargo tenía la impresión de haber estado sólo unos pocos minutos junto a la ventana.
Aguardó. Pero Gerald no apareció. Oía sobre todo el zumbido constante de las voces del verdugo y sus ayudantes. Pensó que la habitación en la que estaban se hallaba sin duda en la parte de atrás. Los demás sonidos del hotel se fueron haciendo menos perceptibles. Después, pasado un siglo, oyó abrirse una puerta y una voz baja que decía autoritariamente algo en francés, y luego un «oui, monsieur», y a todo el mundo bajando la escalera. Los verdugos y sus ayudantes se iban. «Usted —exclamó una beoda voz inglesa desde un piso alto; era el inglés de mediana edad traduciendo lo que había dicho el verdugo—, usted le cortará la cabeza». Luego, una risotada grosera y la voz de la chica del inglés, que proseguía con su estudio de la lengua: «Usted le cogtagá la cabesa. Sí, señog». Y otra risotada. Finalmente reinó el silencio en el hotel. Sofía se dijo: «¡No me moveré de esta cama hasta que todo haya terminado y vuelva Gerald!».
Se quedó adormilada bajo la sábana y la despertó un tremendo griterío: un fenómeno de bestialidad humana que sobrepasaba con mucho la limitada experiencia de Sofía. Aunque estaba encerrada en una habitación, en total seguridad, la furia demente de aquella muchedumbre, plantada en las entradas a la plaza, la hizo estremecer y la intimidó. Parecía como si fueran capaces de hacer pedazos incluso a los caballos. «Tengo que quedarme donde estoy», murmuró. Y aun diciendo esto se levantó, volvió a la ventana y miró al exterior. La tortura que aquello le ocasionaba era extrema, pero no tuvo fuerzas para resistirse a la fascinación. Miró ansiosamente a la luminosa plaza. Lo primero que vio fue a Gerald saliendo de una casa de enfrente, seguido a los pocos segundos por la muchacha con la que estaba antes hablando. Gerald echó un apresurado vistazo a la fachada del hotel y luego se acercó todo lo que pudo a las columnas rojas, delante de las cuales se había colocado ahora una fila de gendarmes con los sables desenvainados. Otro carromato, más grande y con dos caballos, aguardaba al lado del primero. La bulla más allá de la plaza continuaba e incluso iba en aumento. Pero el par de centenares de personas que estaban dentro de los cordones y todos los ocupantes de las ventanas, borrachos y sobrios, tenían la vista clavada, como por un siniestro encantamiento, en el sitio de la guillotina, al igual que Sofía. «¡No puedo soportarlo!», se dijo horrorizada; pero no podía moverse; ni siquiera podía mover los ojos.
De vez en cuando, la multitud estallaba en un violento staccato:
Le voilá!
Nicolás!
Ah! Ah! Ah!
Y el último «Ah!» era diabólico.
Después retumbó contra el cielo un gigantesco rugido apasionado, culminación del feroz salvajismo del populacho. La fila de caballos enloquecidos giró bruscamente y se encabritó, y pareció que iba a caer encima de la furiosa multitud mientras los gendarmes, quietos como estatuas, se mecían sobre ellos. Fue un último esfuerzo por romper el cordón y fracasó.
En la callecita que salía detrás de la guillotina apareció un sacerdote que caminaba hacia atrás y portaba un crucifijo en alto en la mano derecha; tras él venía el apuesto héroe, con todo el cuerpo cruzado por cuerdas y entre dos guardianes, que se apretaban contra él y lo sostenían por ambos lados. Era verdaderamente muy joven. Levantaba la barbilla valerosamente, pero su rostro estaba increíblemente pálido. Sofía vio que el sacerdote trataba de ocultar con su cuerpo al preso la visión de la guillotina, como en el relato que había oído en la cena.
Con excepción de la voz del sacerdote, que se elevaba y descendía ininteligiblemente con la oración por el que iba a morir, no se oía sonido alguno en la plaza ni en sus alrededores. Las ventanas estaban ahora ocupadas por grupos convertidos en piedra, con los ojos desorbitados y fijos en la pequeña procesión. Sofía tenía un nudo en la garganta y la mano que sujetaba la cortina temblaba. La figura principal no le parecía viva, sino un muñeco, una marioneta a la que se hubiera dado cuerda para imitar la acción de una tragedia. Vio cómo el sacerdote presentaba el crucifijo a la boca de la marioneta, que lo rechazó con un torpe e inhumano empellón de sus hombros atados. Y cuando la procesión giró y se detuvo vio claramente que la marioneta tenía la nuca y los hombros desnudos, pues le habían hecho una raja en la camisa. Era horrible. «¿Por qué estoy aquí?», se preguntó histéricamente. Pero no se movió. La víctima había desaparecido ahora en medio de un grupo de hombres. Después lo distinguió de bruces bajo las columnas, entre las ranuras. Sólo rompía ahora el silencio el tintineo de los frenos de los caballos, en las esquinas de la plaza. Los gendarmes alineados delante del patíbulo sujetaron con fuerza los sables y dirigieron la mirada por encima de la nariz, sin hacer caso de los grupos privilegiados que atisbaban casi por entre los hombros de uno y otro.
Y Sofía esperó, horrorizada. No veía más que el brillante triángulo de metal suspendido muy alto sobre la víctima, que aguardaba de bruces. Se sentía como un alma en pena, arrancada demasiado pronto de su cobijo y expuesta para siempre a los peores azares del destino. ¿Por qué se hallaba en aquella ciudad extraña e incomprensible, ajena y hostil a ella, contemplando con mirada angustiada aquel cruel y obsceno espectáculo? Su sensibilidad era una sangrante masa de heridas. ¿Por qué? Ayer mismo era un ser tímido e inocente en Bursley, en Axe, un ser estúpido que creía que esconder cartas era lo más apasionante del mundo. O el día de ayer o el de hoy eran irreales. ¿Por qué estaba prisionera, sola, en aquel hotel odioso, indescriptiblemente odioso, sin nadie que la tranquilizara y consolara y se la llevara de allí?
El lejano reloj dio una campanada. Entonces una voz pronunció un monosílabo, una voz estridente y nerviosa; reconoció la voz del verdugo, cuyo nombre había oído pero no podía recordar. Se produjo un ruido metálico…
Se dejó caer al suelo, encogida, llena de espanto y repugnancia; escondió el rostro y se estremeció. Desde las distintas ventanas resonaron en sus oídos un chillido tras otro, como una descarga; después, el loco alarido de la muchedumbre cercada, que, al igual que ella, no lo había visto pero lo había oído, extinguió todos los demás ruidos. Se había hecho justicia. La gran ambición de la vida de Gerald había quedado por fin satisfecha.
V
Después, entre la agitación del hotel, llamaron a la puerta con impaciencia y nerviosismo. Olvidando en su tribulación que no llevaba puesto el corpiño del vestido se levantó, como en una especie de sueño espantoso, y abrió. En el descansillo estaba Chirac sujetando a Gerald por el brazo. Chirac parecía gastado, curiosamente frágil y patético, pero Gerald era la imagen misma de la muerte. El cumplimiento de su ambición había destruido por completo su equilibrio; había resultado ser más fuerte que su estómago. Sofía habría sentido piedad por él si en aquel momento hubiera sido capaz de sentir piedad. Gerald entró en la habitación con paso vacilante y se hundió con un gemido en la cama. Hacía bien poco estaba conversando orgullosamente con mujeres impúdicas. Ahora, velozmente derrumbado, estaba tan fláccido como un perro enfermo y era tan repugnante como un viejo borracho.
—Está un poco souffrant[46] —dijo débilmente Chirac.
Sofía captó en el tono de Chirac que daba por hecho que era deber de ella en aquel momento dedicarse a la tarea de devolver a su avergonzado esposo su orgullo varonil.
«¿Y yo qué?», pensó amargamente.
La mujer gorda subió la escalera como un merengue tambaleante y se puso a parlotear a Sofía, que no entendió nada en absoluto.
—Quiere sesenta francos —dijo Chirac, y en respuesta a la sorprendida pregunta de Sofía explicó que Gerald había accedido a pagar cien francos por la habitación, que era la de la propia dueña: cincuenta por anticipado y cincuenta después de la ejecución. Los otros diez eran por la cena. La dueña, que desconfiaba de todos sus clientes, estaba cobrando sus cuentas no bien concluido el espectáculo.
Sofía no hizo observación alguna en cuanto a la mentira que le había contado Gerald. Incluso Chirac lo había oído. Ella sabía que Gerald era un redomado embustero con los demás, pero se sorprendió ingenuamente cuando hizo lo mismo con ella.
—¡Gerald! ¿Lo oyes? —le dijo fríamente.
El aficionado a las cabezas cortadas se limitó a gemir.
Con un movimiento de irritación Sofía se acercó a él y le tocó los bolsillos buscando el monedero; él hizo un gesto de asentimiento sin dejar de gemir. Chirac la ayudó a elegir y contar las monedas.
La mujer gorda, tranquilizada, siguió su camino.
—¡Adiós, madame! —dijo Chirac con su habitual cortesía, transformando el rellano del odioso hotel en una especie de antecámara imperial.
—¿Se va? —inquirió ella sorprendida. Su disgusto era tan evidente que él se sintió enormemente halagado. Se quedaría si pudiera. Pero tenía que regresar a París para escribir y entregar su artículo.
—¡Hasta mañana, espero! —murmuró cordialmente, besándole la mano. El gesto compensó un tanto la sordidez de la situación de Sofía e incluso corrigió los defectos de su vestimenta. Después de aquello siempre tuvo la impresión de que Chirac era un viejo e íntimo amigo; había superado con éxito la prueba de ver el «otro lado» de la materia de la que estaba hecha su vida.
Cerró la puerta al salir él, con una prolongada mirada, y se reconcilió con su apurada situación.
Gerald dormía. Se había quedado profundamente dormido tal como estaba.
¡A esto era a lo que la había llevado, pues! ¡Qué horrores los de aquella noche, de aquel amanecer y de aquella mañana! ¡Un sufrimiento y una humillación indecibles; una angustia y una tortura que nunca podría olvidar! ¡Y después de una fatua velada de insospechada licencia había vuelto corriendo, como una alimaña, a pasar el día durmiendo en aquella sucia habitación! Ni siquiera tenía el coraje de hacer el papel de juerguista hasta el final. Y ella estaba ligada a él; muy lejos de toda ayuda humana; irrevocablemente aislada por su orgullo de quienes tal vez la hubieran protegido de su peligrosa necedad. Desde aquel momento constituyó parte permanente de su conciencia general la profunda convicción de que no era más que un estúpido irresponsable e irreflexivo. Carecía de sentido. ¡Ése era su brillante y divino esposo, el hombre que le había conferido el derecho a llamarse mujer casada! Era un estúpido. A pesar de toda su ignorancia del mundo veía que nadie más que un redomado imbécil podía haberla llevado a aquel extremo. Su innata sagacidad se rebeló. La acometieron ráfagas de sentimiento durante las cuales hubiera sido muy capaz de obligarle a golpes a hacer frente a sus responsabilidades.
Del bolsillo superior de su manchada chaqueta sobresalía el paquete que había recibido el día anterior. Si no lo había perdido ya sólo se lo debía a la buena suerte. Lo cogió. Eran doscientas libras en billetes de banco ingleses, una carta de un banquero y otros papeles. Cuidando de no hacer ruido rompió el sobre y los papeles en trozos pequeños y luego buscó un sitio para esconderlos. Un aparador le pareció apropiado. Se subió a una silla y ocultó a la vista los fragmentos en el estante más alto, donde puede que sigan todavía. Acabó de vestirse y luego cosió los billetes en el forro de su falda. No tenía ideas tontas y delicadas acerca del robo. Percibía oscuramente que dependiendo de un hombre como Gerald podría encontrarse en los dilemas más monstruosos, más imposibles. Aquellos billetes, seguros y secretos en su falda, le daban confianza, la hacían sentirse segura en cuanto a los peligros del futuro y le otorgaban independencia. El acto era característico de su iniciativa y de su fundamental prudencia. Y su conciencia defendía con calor su rectitud.
Decidió que cuando descubriera la pérdida se limitaría a negar todo conocimiento de la existencia del sobre, pues no le había dicho una palabra de él. Él nunca aludía a cuestiones de dinero; poseía una fortuna. Sin embargo no se presentó la necesidad de decir esta mentira. No hizo mención alguna de la pérdida. El hecho fue que pensó que había sido tan descuidado como para dejar que se lo birlaran durante los excesos de la noche.
Todo el día, hasta la tarde, lo pasó Sofía sentada en una mugrienta silla mientras Gerald dormía. No cesaba de repetirse, en su atónito resentimiento: «¡Cien francos por esta habitación! ¡Cien francos! ¡Y no tuvo valor para decírmelo!». No podía expresar su desprecio.
Mucho antes de que por puro aburrimiento se acercase de nuevo a mirar por la ventana se había borrado de la plaza toda señal de justicia. No quedaba nada bajo la intensa luz de agosto salvo los montones de porquería donde los caballos habían estado caracoleando y encabritándose.