I

A UNOS CUANTOS MILLONES DE KILÓMETROS DE LA ESTRELLA DE NEUTRONES, la «Skydiver» salió del hiperespacio. Necesité un par de minutos para situarme frente al fondo estelar y para darme cuenta de la distorsión que Sonya Laskin había mencionado antes de morir. Giré la nave a mi izquierda para verla, parecía del tamaño de la luna terrestre.

Estrellas coaguladas o revueltas, como si hubieran sido batidas con una cuchara.

Aunque no podía verla, cosa que tampoco esperaba, la estrella de neutrones estaba en el centro. Su diámetro era de sólo unos dieciséis kilómetros y estaba fría. Desde que la BVS-1 ardiera por fuego de fusión, habían pasado mil millones de años. Por lo menos había pasado ese tiempo desde las dos cataclismáticas semanas en que la BVS-1 había sido una estrella de rayos X, ardiendo a una temperatura de cinco mil millones de grados Kelvin. Ahora, lo único que mostraba era su masa.

Cuando la nave empezó a girar, sentí la presión del impulsor de fusión. Sin que hubiera ninguna necesidad de que yo interviniera, mi fiel perro guardián de metal me situó en una órbita hiperbólica que me llevaría a kilómetro y medio de distancia de la superficie de la estrella de neutrones. Veinticuatro horas para descender, otras veinticuatro para subir... Y, durante ese tiempo, algo intentaría matarme del mismo modo que algo había matado a los Laskin.

El mismo tipo de autopiloto, con el mismo programa, había elegido la órbita de los Laskin. No había hecho chocar su nave contra la estrella. Al parecer, podía confiar en el autopiloto, hasta era posible que pudiera cambiar su programa.

Realmente debía hacerlo.

¿Cómo me había metido en aquel agujero?

Al cabo de diez minutos de maniobra, el impulsor se desconectó. Mi órbita quedaba fijada. Si ahora intentaba retroceder, ya sabía lo que sucedería.

¡Lo único que había hecho había sido entrar en una tienda para comprar una carga nueva para mi encendedor!

En el centro de la tienda, rodeado de tres pisos de mostradores con artículos, estaba el nuevo yate intrasistema: Sinclair 2603. Había entrado para comprar una carga para mi encendedor, pero me había quedado a contemplarlo. Era una nave maravillosa, pequeña, delicada, aerodinámica y extraordinariamente diferente de todo cuanto se había construido hasta entonces. Aunque no la conduciría por nada del mundo, no era razón para dejar de admitir que era maravillosa. Asomé la cabeza por la puerta para ver el cuadro de mandos. Había infinidad de indicadores. Cuándo saqué la cabeza, todos los clientes miraban en la misma dirección. Una extraña quietud había inundado el lugar.

No se les podía reprochar que mirasen. En la tienda había muchos alienígenas dedicados principalmente a la compra de artículos de recuerdo, aunque ellos también miraban.

Entre los que se encontraban en la tienda había un titiritero. Y un titiritero es algo único. Imaginad un centauro de tres piernas, sin cabeza y con dos muñecas «Cecil, la Serpiente Marina Mareada» en los brazos, y os haréis una idea de la imagen. Los brazos son cuellos ondulantes y las muñecas auténticas cabezas, lisas y sin cerebro, con anchos y flexibles labios. El cerebro se localiza en una protuberancia ósea emplazada entre las bases de los cuellos. Este titiritero llevaba sólo su capa de pelo marrón, con una tupida orla sobre el cerebro. Me han dicho que la forma de la crin indica su posición en la sociedad, pero para mí podía haberse tratado de un obrero portuario, un joyero o el presidente de Productos Generales.

Igual que los demás, miré cómo cruzaba la planta. Y no porque no hubiese visto nunca un titiritero, sino porque en su forma de moverse sobre sus delgadas piernas y sus pequeños cascos hay algo hermoso. Me di cuenta de que venía directamente hacia mí, de que cada vez estaba más cerca. Se detuvo a unos treinta centímetros de distancia, me miró y dijo:

—Tú eres Beouwul Shaeffer, antiguo piloto jefe de las Líneas Aéreas Nakamura.

Su voz, sin el menor rastro de acento, tenía un tono de contralto muy bello. Las bocas de los titiriteros no son sólo los órganos fonéticos más flexibles que se conocen, sino también las manos más sensibles. Tienen las lenguas ahorquilladas y afiladas, los labios anchos y gruesos, con pequeños nudos en los bordes, como diminutos dedos. Imaginad a un relojero que tuviese el sentido del gusto en las yemas de los dedos...

Carraspeé y dije:

—En efecto.

Me contempló desde dos direcciones.

—¿Te interesaría un trabajo muy bien pagado?

—Me fascinaría hacer un trabajo que estuviera muy bien pagado.

—Se podría decir que yo soy el equivalente del presidente regional de Productos Generales. Ven conmigo, por favor, y hablaremos de esto en otra parte.

Le seguí hasta una cabina de desplazamiento. Me daba perfecta cuenta de que todas las miradas nos seguían. Era algo embarazoso que a uno le abordase un monstruo de dos cabezas en una tienda pública. Quizá el titiritero lo supiera, posiblemente me estuviera probando para ver hasta qué punto estaba necesitado de dinero.

Lo necesitaba, y mucho. Habían pasado ya ocho meses desde que las Líneas Aéreas Nakamura habían quebrado. Antes de eso, durante algún tiempo había estado viviendo a cuerpo de rey, convencido de que mi indemnización cubriría mis deudas. Pero nunca llegué a ver esa indemnización. Lo de las Líneas Aéreas Nakamura fue un hundimiento total. Hombres de mediana edad, respetables hombres de negocios se dedicaron a salir de sus hoteles por las ventanas sin sus cinturones elevadores. Yo seguí gastando. Si hubiese empezado a vivir frugalmente, mis acreedores habrían hecho alguna comprobación... y, a causa de las deudas, habría terminado en la cárcel.

El titiritero, con gran destreza, marcó trece rápidas teclas con su lengua. Al cabo de un momento, estábamos en otra parte. Cuando abrí la puerta de la cabina, entró una ráfaga de aire, y aspiré profundamente.

—Estamos en el techo del edificio de Productos Generales. —La sonora voz de contralto acarició mis nervios, y tuve que recordarme que no era una hermosa mujer la que hablaba, sino un alienígena—. Mientras discutimos tu misión, debes examinar esta nave espacial.

Aunque no era la estación Ventosa, salí cautelosamente. El techo estaba al nivel del suelo, así es como construimos en Nosotros Lo Hicimos. Es posible que tenga algo que ver con los vientos de más de doscientos kilómetros por hora que tenemos en verano y en invierno, cuando el eje de rotación del planeta atraviesa su primario, Procyon. Los vientos son la única atracción turística de nuestro planeta, y sería francamente vergonzoso reducirlos construyendo rascacielos a su paso. El desnudo y cuadrado techo de hormigón estaba rodeado de interminables kilómetros y kilómetros cuadrados de desierto. Aquéllos no eran como los desiertos de otros mundos habitados, era una extensión de fina arena, sin ningún indicio de vida, que parecía pedir a gritos la presencia de unos cactus. Aunque lo intentamos, el viento arranca las plantas.

La nave estaba sobre la arena, fuera del techo. Era un casco Productos Generales 2: un cilindro de cien metros de longitud por siete de anchura, puntiagudo en ambos extremos y con un leve estrechamiento, tipo cintura de avispa, cerca de la cola. Por algún motivo estaba de costado, con los amortiguadores de aterrizaje aún plegados en la cola.

¿Os habéis fijado en que todas las naves han empezado a parecer la misma? Actualmente, cerca de un noventa y cinco por ciento de las naves espaciales se construyen con uno de los cuatro cascos de Productos Generales. A pesar de que resulta más fácil y seguro construir así, de algún modo todas las naves terminan como empezaron: modelos iguales producidos en masa.

Los cascos se entregan en condiciones de transparencia total, y la gente acostumbra a pintarlos a su gusto. Concretamente aquel casco era transparente en la mayor parte de su superficie, sólo tenía pintado el morro, alrededor del sistema vital. No tenía ningún motor principal. A los lados tenía una serie de reactores retráctiles y el casco taladrado con agujeros más pequeños, cuadrados y redondos, para instrumentos de observación. A través del casco podía verlos brillar.

El titiritero iba en dirección al morro de la nave, pero algo hizo que me volviera hacia la popa para, más detenidamente, contemplar los amortiguadores de aterrizaje.

Estaban doblados. Tras los paneles del casco, curvados y transparentes, una gran presión había forzado el metal a fluir como cera caliente, hacia atrás y hacia el interior de la aguda popa.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—No lo sabemos. Estamos deseando averiguarlo.

—¿Qué quieres decir?

—¿Has oído hablar de la estrella de neutrones BVS-1?

Durante un momento me quedé pensativo.

—La primera estrella de neutrones que se encontró, y por el momento la única. Alguien la localizó hace dos años por desplazamiento estelar.

—La descubrió el Instituto del Saber de Jinx. Por un intermediario nos enteramos de que el Instituto deseaba explorar la estrella, pero para eso necesitaban una nave y todavía no tenían el suficiente dinero. Nos ofrecimos para suministrarles un casco de nave, con las habituales garantías, siempre y cuando nos facilitasen todos los datos que obtuviesen utilizándolo.

—Me parece bastante justo.

No se me ocurrió preguntarle por qué no habían hecho la exploración por su cuenta. Como la mayoría de los seres inteligentes vegetarianos, los titiriteros consideraban la prudencia el único elemento de valor.

—Dos humanos llamados Peter Laskin y Sonya Laskin quisieron utilizar la nave. Su propósito era acercarse a kilómetro y medio de la superficie en una órbita hiperbólica. En un determinado momento de su viaje, al parecer una fuerza desconocida penetró a través del casco dejando los amortiguadores de aterrizaje en el estado que ahora se encuentran. Parece ser que esa fuerza desconocida también mató a los pilotos.

—Pero eso es imposible, ¿no?

—Veo que te das cuenta del problema. Ven conmigo. —El titiritero se dirigió hacia la proa.

Desde luego que me daba cuenta del problema. Nada, absolutamente nada puede atravesar un casco de Productos Generales; ningún tipo de energía electromagnética, salvo la luz visible. Ningún tipo de materia, ni la más pequeña partícula subatómica, ni el más rápido meteoro. Al menos eso es lo que aseguran los anuncios de la compañía, y la garantía los respalda. Yo jamás lo había dudado, y nunca había oído decir que un casco de Productos Generales resultase dañado por un arma o por cualquier otra cosa.

Además, los cascos de Productos Generales son tan feos como prácticos. Si corría la noticia de que algo podía atravesar uno de sus cascos, la empresa propiedad de los titiriteros podía verse muy perjudicada. Pero no entendía cuál podía ser mi función.

Gracias a una escalerilla accedimos al morro.

El sistema vital estaba en dos compartimentos, en los que los Laskin habían utilizado pintura que rechazaba el calor. En la cabina cónica de control, el casco estaba dividido en ventanas. Detrás, estaba la sala de reposo, que carecía de ventanas y estaba cubierta de pintura refractaria plateada. De la pared trasera de la sala de reposo partía un tubo de acceso que iba a dar a los diversos instrumentos y los motores de hiperimpulsión.

En la cabina de control había dos lechos de aceleración. Tanto uno como otro estaban rotos y desprendidos de sus encajes, amontonados, como papel arrugado, contra el tablero de mandos. La parte de atrás de los colchones estaba embadurnada de un marrón herrumbroso. Por todas partes, paredes, ventanas y pantallas visuales, se veía manchas del mismo color. Era como si algo hubiese alcanzado a las camas por abajo: algo parecido a una docena de globos de juguete llenos de pintura que habían sido golpeados con tremenda fuerza.

—Eso es sangre —dije.

—En efecto, fluido circulatorio humano.