IV

EN LA LINDE, CON SU DRAGONERO JEFE, BAST GIVVEN, Y UN PAR DE JÓVENES ALFÉRECES, Ervis Carcolo esperaba. Detrás, alineadas, estaban sus monturas: cuatro resplandecientes dragones araña con los brazuelos plegados y las piernas arqueadas en ángulos idénticos.

Eran los mejores ejemplares de Carcolo. Estaba muy orgulloso de ellos. Las púas que rodeaban sus córneos rostros iban adornadas de cabujos de cinabrio; en el pecho llevaban un escudo redondo barnizado en negro y con una espiga en el centro. Los hombres vestían los tradicionales calzones negros de cuero, con largas lengüetas sobre las orejas que les llegaban hasta los hombros.

Los cuatro hombres esperaban, pacientes o inquietos, según dictasen sus naturalezas, oteando las cuidadas tierras de Valle Banbeck. Hacia el sur se extendían campos con diversos cultivos: guisantes, esfagnales, capas de musgo, un bosquecillo de nísperos. Enfrente, junto a la boca de la Hendidura de Clybourne, aún podía verse la forma del cráter que se formara al explotar la nave de los básicos. Al norte, además de haber más campos, estaban los edificios de los dragones, que eran barracas de ladrillo negro, un criadero y un campo de maniobras. Más allá, estaban los Jambles de Banbeck, una zona desierta donde hacía ya mucho tiempo, se había desprendido un macizo rocoso, creando una extensión salpicada de piedras y rocas desprendidas, semejantes a los Altos Jambles bajo el Monte Gethron, pero de menor extensión.

Uno de los jóvenes alféreces hizo un comentario, no demasiado oportuno, sobre la evidente prosperidad de Valle Banbeck. Ervis Carcolo escuchó sombrío y, al cabo de unos instantes, lanzó una hosca y terrible mirada al imprudente acompañante.

—Hay que ver esa presa —dijo el alférez—. A nosotros se nos va la mitad del agua en filtraciones.

—Desde luego —dijo el otro—. Ese paramento de roca es una buena idea. Me pregunto por qué no hacemos nosotros algo similar.

Carcolo iba a hablar, pero se lo pensó mejor. Ahogó un gruñido y se volvió. Bast Givven hizo una señal; los alféreces se callaron de inmediato.

Unos minutos después, Givven anunció:

—Ya viene Joaz Banbeck.

Carcolo miró hacia el Camino de Kergan.

—¿Dónde está su escolta? ¿Ha preferido venir solo?

—Eso parece.

Unos minutos después apareció Joaz Banbeck en la Linde, cabalgando un araña con gualdrapa de terciopelo gris y rojo. Joaz llevaba una capa suelta y holgada de suave tela marrón sobre una camisa gris y unos pantalones del mismo color, con un picudo sombrero de terciopelo azul. Alzó la mano a modo de saludo.

Ervis Carcolo devolvió con brusquedad el saludo, y con un cabeceo ordenó a Givven y a los alféreces que se alejaran para dejarles hablar.

—Me enviaste un mensaje por el viejo Alvonso —dijo ásperamente Carcolo.

—Confío en que te haya transmitido mis palabras con exactitud —dijo Joaz.

Carcolo esbozó una sonrisa lobuna.

—A veces se sintió obligado a parafrasear.

—Es astuto y hábil el viejo Dae Alvonso.

—Por lo que me refirió, entiendo —dijo Carcolo— que me consideras un atolondrado y un inútil, indiferente a los intereses de Valle Feliz. Alvonso me confesó que utilizaste la palabra «insensato» para referirte a mí.

Joaz sonrió cortésmente.

—Los sentimientos de este tipo es mejor transmitirlos por intermediarios.

Carcolo hizo una gran exhibición de control.

—Al parecer, consideras inminente otro ataque de los básicos.

—En efecto, esa es exactamente mi teoría, si es cierto que habitan en las proximidades de la estrella Coralina. En este caso, como le dije a Alvonso, una grave amenaza pesa sobre Valle Feliz.

—¿Y por qué no también sobre Valle Banbeck? —exclamó Carcolo.

Joaz le miró sorprendido.

—Creo que es evidente... Yo he tomado precauciones. Mi gente vive en túneles, no en cabañas. Por si necesitásemos huir, disponemos de varias vías de escape que conducen hacia los Altos Jambles y hacia los Jambles de Banbeck.

—Muy interesante —dijo Carcolo esforzándose por suavizar su tono—. Si tu teoría es correcta, y no emito ningún juicio inmediato al respecto, yo debería tomar medidas similares. Pero pienso de otro modo, prefiero el ataque a la defensa pasiva.

—¡Admirable! —dijo Joaz Banbeck—. Hombres como tú han realizado grandes hazañas.

Carcolo se ruborizó levemente.

—Dejemos esa cuestión —dijo—. Vine a proponerte un plan conjunto. Es algo totalmente nuevo sobre lo que he meditado largamente. Durante varios años, he considerado los diversos aspectos de este asunto.

—Te escucho con sumo interés —dijo Joaz. Carcolo hinchó sus mejillas.

—Tú conoces las leyendas tan bien como yo, quizá mejor. Nuestra gente llegó a Aerlith en exilio, durante la Guerra de las Diez Estrellas. Al parecer, la Coalición Pesadilla había derrotado al Viejo Orden, pero nadie sabe, en realidad, cómo terminó la guerra...

—Hay un indicio significativo —dijo Joaz—. Los básicos vuelven a Aerlith y nos destrozan a placer. No hemos visto que viniesen más hombres que los que sirven a los básicos.

—¿Hombres? —dijo Carcolo burlonamente—. Yo les llamaría de otro modo. Sin embargo, esto no es más que una deducción, y en realidad no sabemos cuál ha sido el curso de la historia. Quizá los básicos dominen este sector del universo; quizá nos ataquen porque somos débiles y estamos indefensos frente a ellos. Quizá seamos nosotros los últimos hombres. Quizás esté resurgiendo el Viejo Orden. Y no debes olvidar nunca que han pasado ya muchos años desde la última vez que aparecieron en Aerlith los básicos.

—También han pasado muchos desde la última vez que Aerlith y Coralina estuvieron situadas a una distancia tan adecuada.

Carcolo hizo un gesto de impaciencia.

—Una suposición que puede ser o no válida. Permítame explicarte el punto esencial de mi propuesta, es bastante simple. Yo considero que Valle Banbeck y Valle Feliz son demasiado pequeños para albergar a hombres como nosotros. Merecemos un territorio mayor.

—Me gustaría —dijo Joaz asintiendo— que fuese posible ignorar las dificultades prácticas que lo que dices implica.

—Yo puedo sugerir un medio de vencer esas dificultades —afirmó Carcolo.

—En ese caso —dijo Joaz—, el poder, la gloria y la riqueza estarán en nuestras manos.

Carcolo le miró inquisitivamente, golpeó sus calzones con la borla de cuentas doradas de la vaina de su espada.

—Reflexiona —dijo—. Los sacerdotes habitan Aerlith desde antes que nosotros. Nadie sabe exactamente desde cuándo. Es un misterio. En realidad, ¿qué sabemos nosotros de los sacerdotes? Casi nada. Intercambian su metal y su vidrio por nuestra comida, viven en cavernas profundas, su credo es la disociación, el ensueño, el distanciamiento, como quieras llamarlo... Algo totalmente incomprensible para una persona como yo. —Lanzó una mirada desafiante a Joaz; Joaz se limitó a acariciarse la larga barbilla—. Ellos se presentan a sí mismos como simples seguidores de un culto metafísico. En realidad, se trata de gente muy misteriosa. ¿Ha visto alguien alguna vez a un sacerdote del género femenino? ¿Qué significan las luces azules? ¿Y las torres de relámpagos, y la magia de los sacerdotes? ¿Y esas extrañas idas y venidas por la noche, y esas formas extrañas que cruzan el cielo, quizá hacia otros planetas?

—Es cierto, de todo eso se habla —dijo Joaz—. En cuanto al crédito que debe dársele...

—¡Ahora llegamos al fundamento de mi propuesta! —exclamó Ervis Carcolo—. Las creencias de los sacerdotes les prohíben, al parecer, temer o preocuparse por las consecuencias de los actos. Por lo tanto, se ven obligados a contestar cualquier pregunta que se les plantee. Sin embargo, a pesar de sus creencias, oscurecen totalmente cualquier información que un hombre persistente logra sacarles.

Joaz le miró con curiosidad.

—Evidentemente, lo has intentado.

Ervis Carcolo asintió con un gesto.

—¿Por qué habría de negarlo? He interrogado a tres sacerdotes. Contestaron todas mis preguntas con gravedad, calma y reflexión, pero no me dijeron nada. —Meneó la cabeza ofendido—. Por lo tanto, sugiero que utilicemos la coerción.

—Eres un hombre valiente.

Carcolo movió la cabeza con modestia.

—No me atrevería a tomar ninguna medida directa. Pero ellos tienen que comer. Si Valle Banbeck y Valle Feliz cooperan, podemos aplicar la táctica del hambre, algo bastante convincente. De este modo, es posible que respondan mejor a nuestras preguntas.

Durante unos instantes, Joaz consideró la propuesta. Ervis Carcolo volvió a golpear sus calzones con la borla dorada de la vaina de su espada.

—Tu plan —dijo al fin Joaz— no es en modo alguno arbitrario, sino ingenioso..., al menos a primera vista. ¿Y qué tipo de información esperas obtener? En definitiva, ¿cuáles son tus objetivos finales?

Carcolo se aproximó un poco más y tocó a Joaz con su dedo índice.

—No sabemos nada de los otros mundos exteriores. Estamos encerrados en este miserable planeta de piedra y viento mientras la vida pasa. Tú supones que los básicos gobiernan este sector del universo. Pero, ¿y si estuvieses equivocado? ¿Y si hubiese vuelto al Viejo Orden? Piensa en las opulentas ciudades, los alegres lugares de descanso, los palacios, las placenteras islas. Contempla el cielo nocturno. ¡Piensa en los tesoros que podríamos conseguir! ¿Me preguntas cómo podríamos satisfacer esos deseos? Yo te contesto que el proceso puede ser tan simple que los sacerdotes nos lo revelen sin oponer ninguna resistencia.

—¿Quieres decir...?

—¡Comunicación con los mundos de los hombres! ¡Liberarnos de este mundillo solitario perdido en un rincón del universo!

Joaz Banbeck asintió dubitativamente.

—Una hermosa visión. Pero los datos sugieren una situación totalmente distinta, es decir, la destrucción del hombre y el Imperio Humano.

Carcolo alzó sus manos en un gesto de liberal tolerancia.

—Quizá tengas razón. Pero, ¿por qué no preguntarles a los sacerdotes? Yo propongo exactamente lo siguiente: que tú y yo nos unamos para defender todo cuanto te he expuesto. Luego, pedimos una audiencia al Demie Sacerdote y le planteamos nuestras preguntas. Si contesta sin más, excelente. Si elude nuestras preguntas, nosotros actuamos en consecuencia, pero siempre conjuntamente. No más alimentos para los sacerdotes hasta que nos expliquen lo que queremos saber.

—Existen otros valles —dijo Joaz pensativo.

Carcolo hizo un brusco gesto.

—Podemos impedir ese comercio por persuasión o con el poder de nuestros dragones.

—En lo fundamental, tu idea me atrae —dijo Joaz—. Pero me temo que no es todo tan simple.

Carcolo se golpeó suavemente el muslo con la borla.

—¿Y por qué no?

—En primer lugar, Coralina brilla mucho últimamente. Ese es nuestro principal problema. Si Coralina pasa y no atacan los básicos, entonces podremos seguir tratando esta cuestión. Por otra parte, dude que podamos, por hambre, reducir a los sacerdotes y obligarles a someterse. En realidad, me parece imposible.

—¿En qué sentido? —preguntó Carcolo con un pestañeo.

—Ellos se pasean desnudos a pesar de los fuertes vientos y las tormentas; ¿crees que van a temer al hambre? Y siempre les queda posibilidad de recoger líquenes silvestres. ¿Cómo podríamos prohibirles eso? Tal vez, tú te atrevieses a ejercer sobre ellos algún tipo coerción, pero yo no. Puede que las historias que se cuentan sobre los sacerdotes estén basadas en la simple superstición... O pueden tener algo de verdad.

Ervis Carcolo lanzó un profundo e irritado suspiro.

—Joaz Banbeck, te creí un hombre decidido, pero no haces más que buscar pegas a todo.

—No son simples pegas, son errores capitales que nos llevarían al desastre.

—Bueno, entonces dime, ¿se te ocurre a ti alguna otra idea?

Joaz se acarició la barbilla.

—Si Coralina se aleja y aún seguimos en Aerlith, en lugar de estar en la bodega de la nave de los básicos, entonces planearemos el modo de descubrir los secretos de los sacerdotes. Mientras tanto, te recomiendo encarecidamente que prepares Valle Feliz contra una nueva posible incursión. Estáis excesivamente dispersos, con vuestros nuevos criaderos y establos. ¡No os ocupéis tanto de eso y construid túneles seguros!

Ervis Carcolo miró por encima de Valle Banbeck.

—No soy un hombre para la defensa. ¡Yo ataco!

—¿Vas a atacar con tus dragones los rayos caloríficos y los proyectores de iones?

Ervis Carcolo se volvió y miró a Joaz Banbeck.

—¿Puedo considerar que somos aliados en el plan que te he propuesto?

—En sus principios generales, desde luego. Sin embargo, no deseo cooperar para asediar por hambre o presionar de cualquier otro modo parecido a los sacerdotes. Además de inútil, podría ser peligroso.

Por un instante, Carcolo no pudo controlar la aversión que sentía por Joaz Banbeck. Frunció los labios y cerró los puños.

—¿Peligro? ¡Bah! ¿Qué peligro puede venir de un puñado de desnudos pacifistas?

—No estamos seguros de que sean pacifistas. Sabemos que son hombres.

Carcolo se mostró de nuevo amable y cordial.

—Quizá tengas razón. Pero al menos, esencialmente, somos aliados.

—Hasta cierto punto.

—Bien. Sugiero que, en caso de que se produjese el ataque que tú temes, actuemos conjuntamente, adoptando una estrategia común.

Joaz asintió de un modo bastante frío y distante.

—Eso podría ser eficaz.

—Coordinemos nuestros planes. Supongamos que los básicos desembarcan en Valle Banbeck. Sugiero que tu gente se refugie en Valle Feliz, mientras el ejército de Valle Feliz se une al vuestro para cubrir la retirada. Y del mismo modo, si ellos atacan Valle Feliz, mi gente se refugiará de forma temporal en Valle Banbeck, con vosotros. Joaz se echó a reír, divertido.

—Ervis Carcolo, ¿qué clase de lunático te crees que soy? Vuelve a tu valle, abandona esas absurdas obsesiones de grandeza y procura hacer obras de protección. ¡Y deprisa! ¡Coralina brilla cada vez más!

Carcolo se irguió tenso.

—¿Debo entender que rechazas mi oferta de alianza?

—En modo alguno. Pero no puedo protegerte ni proteger a tu pueblo si no os ayudáis vosotros mismos. Sigue mis consejos para que me convenza de que eres un aliado digno... Entonces ya hablaremos con detalle de nuestra alianza.

Ervis Carcolo giró sobre sus talones, e hizo una seña a Bast Givven y a los dos jóvenes alféreces. Sin una palabra ni una mirada más, montó en su espléndido dragón araña y lo espoleó, haciéndole emprender una brusca carrera a lo largo de la Linde, ladera arriba, hacia el Pico Starbreak. Sus hombres le siguieron, aunque con menos precipitación.

Joaz les vio alejarse, y meneó la cabeza presa de un triste asombro. Luego, montando su propio dragón araña, descendió por el camino que llevaba a Valle Banbeck.