XIII

EN EL VALLE SE HIZO LA CALMA, EL SILENCIO DEL AGOTAMIENTO.

En los pisoteados campos descansaban hombres y dragones. Los cautivos permanecían abatidos y amontonados junto a la nave. De vez en cuando, se oía un ruido aislado que parecía subrayar aún más el silencio imperante. El crujir del metal al enfriarse, la caída de una roca suelta de las usuradas escarpaduras, el murmullo ocasional de los habitantes liberados de Valle Feliz, que se sentaban en un grupo aparte de los guerreros supervivientes, esos eran los únicos ruidos.

Sólo Ervis Carcolo parecía inquieto. Durante un tiempo estuvo dando la espalda a Joaz, y golpeándose el muslo con las borlas de la vaina de su espada. Contemplaba el cielo donde Skene, un deslumbrante punto, colgaba próximo a los picachos del oeste, luego se volvió, contempló la destrozada pared rocosa del norte del valle, a cuyo pie estaban los retorcidos restos de la máquina de los sacerdotes. Se dio un golpe final en el muslo, miró a Joaz Banbeck, se volvió y se puso a caminar entre los grupos de supervivientes de Valle Feliz, haciendo bruscos ademanes sin ningún significado particular, deteniéndose aquí y allá para dirigir arengas o adulaciones, aparentemente con el propósito de inspirar ánimos y decisión a su derrotado pueblo.

Fracasó en este intento. Por fin, dio la vuelta con brusquedad y se dirigió adonde yacía tendido Joaz Banbeck.

Carcolo le miró desde arriba.

—Bueno —dijo engoladamente—. Se acabó la batalla. La nave está ganada.

Joaz se incorporó apoyándose en un codo.

—Cierto.

—No quiero que haya ninguna mala interpretación respecto a un punto —dijo Carcolo—. La nave y su contenido me pertenecen. Según una antigua regla, tiene derecho a ello el primero que ataca. Y en esa regla me baso.

Joaz le miró sorprendido, y casi divertido.

—Por una regla aún más vieja, yo he tomado ya posesión de ella.

—No estoy de acuerdo con eso —dijo Carcolo acaloradamente—. Quien...

Joaz alzó una mano con gesto cansino.

—¡Cállate, Carcolo! Si todavía sigues con vida es porque estoy harto de sangre y de violencia. ¡No pongas a prueba mi paciencia!

Carcolo se volvió, retorciendo con furia contenida la borla de la funda de su espada. Miró hacia el valle y luego miró de nuevo a Joaz.

—Ahí vienen los sacerdotes, que fueron los que realmente destruyeron la nave. Te recuerdo mi propuesta, con la que podríamos haber impedido esta destrucción y esta carnicería.

—Me hiciste esa propuesta hace sólo dos días —dijo Joaz sonriendo—. Además, los sacerdotes no tienen armas.

Carcolo miró a Joaz como si éste hubiese perdido el juicio.

—Entonces, ¿cómo destruyeron la nave?

—Al respecto, sólo puedo hacer conjeturas —dijo Joaz, encogiéndose de hombros.

—¿Y a qué te llevan esas conjeturas? —preguntó Carcolo sarcásticamente.

—Pienso que quizás hayan construido la estructura de una nave espacial. Y que quizás hayan enfocado el rayo de propulsión contra la nave de los básicos...

Carcolo frunció los labios en un gesto de duda.

—¿Y por qué iban a construir los sacerdotes una nave espacial?

—Se acerca el Demie. ¿Por qué no le haces a él esa pregunta?

—Desde luego que se la haré —dijo Carcolo con dignidad. Pero el Demie, seguido por cuatro sacerdotes más jóvenes y caminando con aire de un hombre en un sueño, pasó ante ellos sin hablar.

Joaz se puso de rodillas y le observó. Al parecer el Demie pretendía subir la rampa y entrar en la nave. Joaz se levantó de un salto y le siguió, impidiéndole el acceso a la rampa.

—¿Qué buscas, Demie? —pregunto cortésmente.

—Quiero subir a la nave.

—¿Con qué fin? Lo pregunto por pura curiosidad.

El Demie le miró durante unos instantes sin responder. Su cara estaba tensa y macilenta. Sus ojos relucían como estrellas de hielo. Al fin, habló con una voz quebrada por la emoción:

—Quiero comprobar si la nave puede repararse. Joaz caviló un momento y luego respondió con tono cortés y mesurado:

—Esa información no puede ser de gran interés para ti. ¿Pensáis los sacerdotes poneros a mis órdenes?

—Nosotros no obedecemos a nadie.

—En ese caso, difícilmente os llevaré conmigo cuando me vaya.

El Demie se hizo a un lado y, por un instante, pareció como si fuese a marcharse. Sus ojos se posaron en la destrozada abertura del fondo del valle, y luego se volvió a Joaz.

Habló, no con el tono mesurado de un sacerdote sino en un estallido de cólera y pesar.

—¡Esta es tu hazaña! Dispusiste bien las cosas, debes considerarte muy listo. ¡Nos obligaste a actuar, y con ello violamos nuestros propios principios y nuestra promesa!

Joaz asintió con una tenue y hosca sonrisa.

—Sabía que la abertura tenía que estar situada detrás de los Jambles. Me preguntaba se estarías construyendo una nave espacial; esperaba que pudieseis protegeros contra los básicos, y ayudarme así en mis objetivos. Admito que tienes razón, os utilicé a vosotros y a vuestra máquina como un arma, para salvarme yo y salvar a mi pueblo. ¿Hice mal?

—¿Quién puede medir el bien y el mal? ¡Has echado a perder todos los esfuerzos que hemos realizado durante más de ochocientos años de Aerlith! ¡Destruiste más de lo que nunca podrás reemplazar!

—Yo no destruí nada, Demie. Fueron los básicos los que destruyeron vuestra nave. Si hubieseis cooperado con nosotros en la defensa de Valle Banbeck, nunca se habría producido semejante desastre. Preferisteis la neutralidad. Os creíais inmunes a nuestro dolor y nuestra desgracia. Como ves, no es así.

—Y, mientras tanto, nuestro trabajo de ochocientos doce años ha quedado reducido a la nada —dijo el Demie.

Joaz preguntó con fingida inocencia:

—¿Para qué necesitabais una nave espacial? ¿Adónde pensabais ir?

Los ojos del Demie despedían llamas tan intensas como las de Skene.

—Cuando la raza de los hombres haya muerto, entonces, nosotros nos iremos. Viajaremos por la galaxia. Repoblaremos los terribles mundos antiguos y, a partir de entonces, se iniciará la nueva historia universal. El pasado quedará borrado por completo, como si nunca hubiese existido. ¿Qué nos importa a nosotros que los grefs os destruyan? Nosotros esperamos tan sólo que muera el último hombre del universo.

—¿No os consideráis hombres?

—Nosotros estamos, como tú sabes, por encima de los hombres.

Alguien rió groseramente por encima del hombro de Joaz. Joaz volvió la cabeza y vio a Ervis Carcolo.

—¿Por encima de los hombres? —se burló Carcolo—. ¡Miserables sabandijas desnudas de las cuevas! ¿Qué podéis alegar vosotros para probar vuestra superioridad?

El Demie abrió la boca, las líneas de su cara se hicieron más acusadas.

—Nosotros tenemos nuestros tands, tenemos nuestro conocimiento, tenemos nuestra fuerza.

Carcolo lanzó otra grosera carcajada.

—Siento más piedad por vosotros que la que vosotros hayáis sentido nunca por nosotros.

—¿Y dónde aprendisteis vosotros a construir una nave espacial? —dijo Carcolo, atacando de nuevo—. ¿Por vuestro propio esfuerzo? ¿O por el trabajo de hombres de otras épocas anteriores a la vuestra?

—Nosotros somos los hombres definitivos —dijo el Demie—. Nosotros conocemos todo lo que puedan haber pensado, dicho o ideado los hombres. Nosotros somos los últimos y los primeros. Y cuando los subhombres hayan desaparecido, renovaremos el cosmos, para que vuelva a ser fresco e inocente.

—Pero los hombres nunca han desaparecido y nunca desaparecerán —dijo Joaz—. Puede producirse un retroceso, sí, pero, ¿no es grande el universo? Hay mundos de los hombres en alguna parte. Con la ayuda de los básicos y de sus mecánicos repararé la nave y saldré a buscar esos mundos.

—Pues buscarás en vano —dijo el Demie.

—¿No existen esos mundos?

—El Imperio Humano desapareció. Tan sólo existen pequeños y débiles grupos aislados de hombres.

—¿Y el Edén, el viejo Edén?

—Un mito, nada más que un mito.

—Y mi globo de mármol, ¿qué me dices de eso?

—Un juguete. Un invento de la imaginación.

—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó Joaz, turbado.

—¿No he dicho que nosotros conocemos toda la historia? Podemos mirar en nuestros tands y ver en las profundidades del pasado, hasta que los recuerdos son nebulosos e imprecisos, y nunca pudimos ver el planeta Edén.

Joaz meneó la cabeza tercamente.

—Tiene que haber un mundo primero del que llegaron los hombres. Llámese Tierra o Tempe o Edén, existe en algún lugar.

El Demie empezó a hablar, luego, en una rara muestra de vacilación, contuvo su lengua.

—Quizá tengas razón —dijo Joaz—. Quizá seamos los últimos hombres, pero debo salir a comprobarlo.

—Yo debo ir contigo —dijo Ervis Carcolo.

—Puedes considerarte afortunado si mañana sigues con vida —dijo Joaz.

Carcolo se irguió enfurecido.

—¡No menosprecies tan a la ligera mis reclamaciones sobre la nave!

Joaz se esforzó por encontrar palabras, pero no pudo hallar ninguna. ¿Qué hacer con el ingobernable Carcolo? No podía encontrar en su interior la suficiente dureza y resolución para hacer lo que sabía que era necesario hacer. Contemporizó, volvió la espalda a Carcolo.

—Ahora ya conoces mis planes —le dijo al Demie—. Si no interfieres en mis asuntos, yo me mantendré ajeno a los tuyos. El Demie retrocedió lentamente.

—Está bien. Somos una raza pasiva. Sentimos desprecio por nosotros mismos por nuestro comportamiento de hoy. Quizá fue nuestro mayor error... Pero vete, busca tu mundo perdido. En algún sitio de entre las estrellas perecerás. Nosotros esperaremos como hemos esperado.

Dio la vuelta y se alejó seguido por los cuatro sacerdotes más jóvenes, que habían permanecido todo el tiempo serios y graves a su lado.

Sin embargo, Joaz le dijo:

—¿Y si vuelven los básicos? ¿Lucharéis con nosotros? ¿O contra nosotros?

El Demie no contestó. Siguió caminando hacia el norte, la larga cabellera blanca balanceándose sobre los finos omoplatos.

Joaz le contempló un instante, miró luego el destrozado valle, meneó la cabeza con asombro y desconcierto y se volvió a estudiar la gran nave negra.

Skene rozó los picachos del oeste. Durante un instante la luz se oscureció, se sintió un escalofrío. Carcolo se aproximó a él.

—Esta noche tendré que quedarme con mi gente aquí en Valle Banbeck. Les enviaré a casa mañana. Mientras, te propongo que subas a la nave conmigo para hacer una revisión preliminar.

Joaz lanzó un suspiro. ¿Por qué tendría que resultarle tan difícil? Carcolo había intentado matarle dos veces y, si las posiciones se invirtieran, no habría mostrado la menor compasión por él. Se obligó a sí mismo a actuar. Era su deber para consigo, para con su pueblo y para su gran empresa, no había duda.

Llamó a aquellos de sus caballeros que llevaban las pistolas caloríficas capturadas. Se aproximaron.

—Llevad a Carcolo a la Cañada de Clybourne —dijo Joaz—. Ejecutadle inmediatamente.

Gritando y protestando, Carcolo fue arrastrado hasta la cañada. Joaz volvió la vista acongojado, y buscó a Bast Givven.

—Te considero un hombre sensato.

—Por tal me tengo.

—Te pongo al cargo de Valle Feliz. Llévate a casa a tu gente, antes de que oscurezca.

Bast Givven se dirigió adonde estaban los suyos. Éstos se agruparon y salieron de Valle Banbeck.

Joaz cruzó el valle hasta el montón de escombros que cubrían el Camino de Kergan. Al contemplar toda aquella destrucción sentía una gran furia y, por un instante, llegó a vacilar sobre su resolución. ¿No sería mejor dirigirse con la nave a Coralina y vengarse de los básicos? Rodeó los escombros hasta llegar bajo el picacho donde habían estado sus aposentos, y por extraño azar, encontró un fragmento redondeado de mármol amarillo.

Sopesándolo en su palma alzó la vista hacia el cielo, donde Coralina relumbraba ya con tonos rojizos, e intentó poner en orden sus pensamientos.

La gente de Banbeck había salido de los profundos túneles. Phade, la juglaresa, vino a buscarle.

—¡Qué terrible día! —murmuró—. ¡Qué terribles acontecimientos! ¡Y qué gran victoria!

Joaz tiró el trozo de mármol amarillo otra vez entre los escombros.

—Pienso igual —dijo—. ¡Pero soy el que menos sabe en qué acabará todo esto!