XI
A UNA DISCRETA DISTANCIA, los básicos valoraban la situación. Los artilleros se adelantaron y, mientras esperaban instrucciones, hablaban en voz baja con las cabalgaduras.
Uno de los artilleros fue llamado por los básicos y recibió órdenes. Se despojó de todas sus armas y, alzando sus vacías manos avanzó hasta el límite de los Jambles. Eligiendo un paso entre dos rocas de unos tres metros de altura, penetró resueltamente en el pedregal.
Un caballero de Banbeck le escoltó hasta Joaz. Casualmente, había allí también media docena de dragones. El artillero se detuvo dubitativo, hizo un reajuste mental y se acercó a los dragones. Tras hacer una respetuosa inclinación, comenzó a hablar. Los dragones escuchaban con indiferencia, hasta que uno de los caballeros condujo al artillero hasta Joaz.
—En Aerlith los dragones no gobiernan a los hombres —dijo Joaz secamente—. ¿Qué mensaje traes?
El artillero miró indeciso a los dragones y luego se volvió sombríamente a Joaz.
—¿Tienes autoridad tú para hablar en nombre de todos? —pronunciaba las palabras lentamente, con voz suave y seca, eligiendo los términos con sumo cuidado.
—¿Qué mensaje traes? —repitió Joaz secamente.
—Traigo una integración de mis amos.
—¿Una integración? No te entiendo.
—Una integración de los vectores instantáneos de destino. Una interpretación del futuro. Desean que te transmita su sentido en los siguientes términos: «No debemos desperdiciar vidas, ni vuestras ni nuestras. Sois valiosos para nosotros y os trataremos de acuerdo con ese valor. Someteos al Orden. Cesad esta inútil destrucción de empresa».
—¿Destrucción de empresa? —preguntó Joaz ceñudo.
—Se hace referencia al contenido de vuestros genes. Ese es el fin del mensaje. Os aconsejo que accedáis. ¿Por qué desperdiciar vuestra sangre? ¿Por qué destruiros a vosotros mismos? Venid ahora conmigo. Será mucho mejor.
Joaz, que no pudo reprimir una sonora y amarga carcajada, habló de nuevo:
—Tú eres un esclavo. ¿Cómo puedes juzgar lo que es mejor para nosotros?
El artillero pestañeó.
—¿Qué otra elección os queda? Es preciso eliminar todos los residuos de vida desorganizada. El camino de la docilidad es el mejor. —Inclinó la cabeza respetuosamente hacia los dragones—. Si dudáis de mí, consultad a vuestros propios reverendos. Ellos os aconsejarán.
—Aquí no hay reverendos —dijo Joaz—. Los dragones luchan con nosotros y para nosotros; son nuestros compañeros de lucha. Pero yo también tengo una proposición. ¿Por qué tú y tus compañeros no os unís a nosotros? ¡Sacudid vuestro yugo y convertios en hombres libres! Nos apoderaremos de la nave y buscaremos los viejos mundos de los hombres.
El artillero mostró sólo un interés formal.
—¿Los mundos de los hombres? No queda ninguno. Los escasos residuos como vosotros se encuentran en regiones desoladas. Todos deben ser eliminados. ¿No preferís servir al Orden?
—¿No prefieres tú ser un hombre libre?
El artillero adoptó una expresión de ligero desconcierto.
—No me comprendes. Si decides...
—Escúchame bien —dijo Joaz—. Tú y tus compañeros podéis ser vuestros propios amos, vivir entre otros hombres. El artillero frunció el ceño.
—¿Y quién puede querer convertirse en un salvaje? ¿A quién acudiríamos para que impusiese la ley, el control, la dirección y el orden?
A pesar de su irritación, Joaz hizo un último intento.
—Yo me cuidaré de todo esto; yo asumiré esa responsabilidad. Vuelve allí, matad a todos los básicos, los reverendos, como tú les llamas. Ésas son mis primeras órdenes.
—¿Matarles? —La voz del armero reflejaba horror.
—Matarles —dijo Joaz como si hablase con un niño—. Luego, nosotros, los hombres, tomaremos posesión de la nave. Iremos a buscar los mundos donde los hombres son poderosos...
—No existen tales mundos.
—¡Claro que tienen que existir! En otros tiempos, los hombres recorrían todas las estrellas del cielo.
—Ya no.
—¿Y el Edén?
—No sé nada de eso.
Joaz alzó las manos.
—¿Te unirás a nosotros?
—¿Que podría significar un acto como ése? —dijo pausadamente el artillero—. Vamos, entregad vuestras armas, someteos al Orden. —Miró indeciso hacia los dragones—. Vuestros reverendos recibirán también un tratamiento adecuado. No tenéis que temer por eso.
—¡Imbécil! ¡Esos «reverendos» son esclavos, lo mismo que tú eres un esclavo de los básicos! Los criamos para que nos sirvan, lo mismo que os crían ellos a vosotros para que les sirváis... ¡Ten al menos la honradez de reconocer tu propia degradación!
El artillero pestañeó.
—Hablas en términos que no puedo comprender. Entonces, ¿no os rendiréis?
—No. Si nuestras fuerzas nos lo permiten, os mataremos a todos.
El artillero hizo una inclinación, se volvió y se alejó entre las rocas. Joaz le siguió y escudriñó el valle.
El artillero informó a los básicos, que escucharon con su característico distanciamiento. Dieron una orden, y las tropas pesadas, abriéndose en líneas de combate, avanzaron lentamente hacia las rocas.
Detrás iban los gigantes, con sus cañones de rayos dispuestos, y unos veinte rastreadores supervivientes de la primera incursión. Las tropas pesadas llegaron a las rocas y atisbaron entre ellas. Los rastreadores escalaron las primeras, comprobando la posibilidad de una emboscada y, al no ver nada sospechoso, hicieron una seña. Las tropas pesadas penetraron con grandes precauciones en los Jambles, y, al hacerlo, inevitablemente rompieron su formación. Avanzaron diez metros, veinte, treinta. Los vengativos rastreadores, envalentonados, se lanzaron hacia adelante sobre las rocas... Y, de pronto, surgieron los dragones.
Chillando y maldiciendo, los rastreadores retrocedieron a toda prisa, acosados por los dragones. Las tropas pesadas se reagruparon, enarbolaron sus armas e hicieron fuego. Dos dragones resultaron alcanzados bajo los brazuelos, su punto más vulnerable. Se derrumbaron entre las rocas. Otros, enloquecidos, cayeron sobre las tropas pesadas. Se alzó un estruendo de chillidos, rugidos y gritos de sorpresa y pánico. Avanzaron los gigantes y se lanzaron sobre los dragones, retorciéndoles la cabeza y arrojándolos sobre las rocas. Los dragones que lograron retroceder dejaron tras de sí media docena de soldados heridos y dos degollados.
De nuevo, las tropas pesadas avanzaron; desde las rocas, con más cautela, los rastreadores comprobaban el terreno. De pronto, los rastreadores se detuvieron y lanzaron gritos de advertencia. Los soldados se detuvieron también, avisándose unos a otros, esgrimiendo nerviosamente sus armas. Los rastreadores retrocedían por entre las rocas y sobre ellas. Aparecieron de pronto docenas de diablos y de horrores azules.
Las tropas pesadas dispararon sus armas y el aire se llenó de un olor acre de escamas quemadas y vísceras fragmentadas. Los dragones cayeron sobre los hombres y entonces se inició una terrible batalla entre las rocas, donde pistolas, mazas e incluso espadas resultaban inútiles por falta de espacio.
Avanzaron los gigantes, que fueron atacados a su vez por los diablos. Asombrados ante la presencia de éstos, la mueca estúpida y burlona se desvaneció de su rostro; retrocedieron torpemente ante las colas con bolas de acero de los dragones, pero entre las rocas también los diablos estaban en desventaja, pues sus bolas de acero se estrellaban con más frecuencia contra la piedra que contra la carne del adversario.
A medida que los gigantes se iban recuperando, disparaban con sus proyectores pectorales contra la masa de combatientes. Sus disparos destrozaron, sin distinción, a diablos, horrores azules y a los soldados de las tropas pesadas de los básicos. A los gigantes no parecía importarles hacer distinción alguna.
De entre las rocas, surgió otra oleada de dragones: horrores azules. Cayeron sobre las cabezas de los gigantes, destrozándolos con sus garras, acuchillándolos y desgarrándolos. Los gigantes, con frenética cólera, echaban al suelo a los dragones y los pisoteaban y los soldados los quemaban con sus pistolas.
Pero de pronto, aparentemente sin razón, se hizo la calma. Pasaron unos cuantos segundos sin que se oyese más que los gemidos y lamentos de los dragones y soldados heridos. El aire se llenó de una sensación de inminencia. Imponentes, los juggers aparecieron entre las rocas.
Durante unos instantes, gigantes y juggers se miraron cara a cara. Luego, los gigantes enarbolaron sus proyectores de rayos mientras los horrores azules se lanzaban una vez más contra ellos. Los juggers avanzaron rápidamente. Se enzarzaron con los gigantes; silbaron en el aire clavas y mazas y chocaron armaduras de dragón contra armaduras de hombre. Hombres y dragones se debatieron y se derribaron, ignorando el dolor, los golpes y la mutilación.
La lucha se hizo más sosegada. Resuellos y gemidos reemplazaron a gritos y rugidos, y ocho juggers, superiores en masa y en armamento natural, se apartaron de ocho destruidos gigantes.
Mientras tanto, los soldados de las tropas pesadas se habían agrupado, espalda con espalda, en unidades defensivas. Paso a paso, abrasando con rayos caloríficos a los rugientes horrores, dragones y diablos que les acosaban, retrocedieron hacia el valle y, finalmente, lograron salir de entre las rocas a terreno abierto. Los enardecidos diablos, deseosos de luchar en terreno despejado, cayeron sobre ellos, por el centro, mientras por los flancos avanzaron asesinos cornilargos y asesinos zancudos. Llenos de impetuoso júbilo, una docena de hombres a lomos de arañas, arrastrando un cañón de rayos de uno de los gigantes caídos, atacaron a básicos y artilleros que aguardaban junto a las máquinas de tres ruedas colocadas en una posición poco estratégica. Sin pensárselo dos veces, los básicos dieron vuelta a sus monturas humanas y huyeron hacia la nave negra.
Los artilleros dispusieron sus máquinas, las enfocaron y dispararon chorros de energía. Cayó un hombre, dos, tres..., pero los demás estaban ya entre los artilleros, que pronto fueron liquidados, incluido aquel persuasivo sujeto que había hecho de mensajero.
Entre alaridos y gritos, varios de los hombres se lanzaron a perseguir a los básicos. Pero las monturas humanas, saltando como conejos monstruosos, transportaban a los básicos tan deprisa como los arañas a los hombres.
Desde los Jambles llegó el trompeteo de un cuerno. Los hombres que perseguían a los básicos se detuvieron y volvieron grupas; todas las fuerzas de Banbeck retrocedieron y se refugiaron rápidamente en los Jambles.
Las tropas pesadas dieron unos cuantos pasos desafiantes en su persecución, pero se detuvieron agotadas.
De los tres escuadrones originales, no sobrevivían hombres suficientes para formar un solo escuadrón. Los ocho gigantes habían perecido, y también todos los artilleros y casi todos los rastreadores.
Las fuerzas de Banbeck lograron refugiarse en los Jambles justo a tiempo. Unos segundos después, de la nave llegó una andanada de proyectiles explosivos que destrozó las rocas situadas en la zona por donde desaparecieron.
Ervis Carcolo y Bast Givven habían contemplado la batalla desde un saliente rocoso pulido por el viento, situado sobre Valle Banbeck.
Las rocas ocultaron la mayor parte del combate. Los gritos y el estrépito de la lucha llegaban hasta ellos desmayados y leves como un rumor de vuelo de insectos. Percibían el brillo de las escamas de los dragones, veían pasar corriendo hombres, sombras y destellos, pero hasta que las fuerzas de los básicos no salieron de entre las rocas no pudieron saber el resultado de la batalla. Carcolo movió la cabeza con amargo desconcierto.
—¡Es listo ese diablo de Joaz Banbeck! Los ha hecho retroceder. ¡Ha hecho una buena escabechina!
—Al parecer —dijo Bast Givven—, los dragones con sus garras, sus espadas y sus bolas de acero, son más eficaces que los hombres con pistolas y rayos caloríficos... Al menos a corta distancia.
Carcolo soltó un gruñido.
—Yo podría haber hecho lo mismo en las mismas circunstancias. —Miró a Bast Givven con recelo—. ¿No estás de acuerdo?
—Desde luego, De eso no hay la menor duda.
—Claro —continuó Carcolo—. Yo no tenía la ventaja de la preparación. Los básicos me sorprendieron. Pero Joaz Banbeck no tuvo ese obstáculo. —Miró hacia Valle Banbeck, donde la nave de los básicos bombardeaba los Jambles, destrozando las rocas—. ¿Se proponen arrasar los Jambles? En ese caso, Joaz Banbeck no tendría ningún lugar en el que refugiarse. Su estrategia es evidente. Y como sospecho, está reservando fuerzas.
Otros treinta soldados de las tropas pesadas descendieron por la rampa y se alinearon inmóviles ante la nave, en el pisoteado campo.
Carcolo se dio un puñetazo en la palma.
—Bast Givven, quiero que me escuches atentamente. ¡Tenemos medios para realizar una gran hazaña, para hacer cambiar nuestra suerte! Fíjate en la Cañada de Clybourne, sale al valle directamente detrás de la nave de los básicos.
—Tu ambición nos costará la vida.
Carcolo rompió a reír.
—Vamos, Givven, ¿cuántas veces muere un hombre? ¿Qué mejor modo de perder la vida que en pos de la gloria?
Bast Givven se volvió, contemplando los tristes restos del ejército de Valle Feliz.
—Podríamos ganar gloría dando una zurra a una docena de sacerdotes, pero no veo la necesidad de que nos lancemos contra la nave de los básicos.
—Sin embargo —dijo Ervis Carcolo—, eso es lo que debemos hacer. Yo iré primero y tú me seguirás al mando de las fuerzas. ¡Nos encontraremos en la boca de la Cañada de Clybourne, en el lado oeste del valle!