VI

ME ESTABAN ESPERANDO. Cuando aterricé en la plaza inferior del Complejo de los Amigos, cuatro hombres con los negros rifles dispuestos me rodearon.

A simple vista eran los únicos que quedaban, parecía que Black había sacado de allí a todos los demás hombres de su remanente de una unidad de combate. Reconocí a aquellos cuatro hombres, implacables veteranos. Uno era el suboficial que había estado en la oficina aquella primera noche que yo regresé del campamento de los Exóticos y entré para hablar con Black y le pregunté si alguna vez había ordenado a sus hombres matar a los prisioneros. Otro era un jefe de tropa de cuarenta años, el rango de oficial más bajo, pero que actuaba como general de división, lo mismo que Black, comandante, estaba actuando como coronel de las fuerzas expedicionarias, puesto equivalente al de Kensie Graeme. Los demás soldados eran suboficiales. Los conocía a todos. Ultrafanáticos. Y ellos me conocían a mí. Nos conocíamos mutuamente.

—Tengo que ver al comandante —dije, nada más salir, antes de que ellos empezaran a acribillarme con sus preguntas.

—¿Para qué asunto? —preguntó el jefe de tropa—. Ni este vehículo aéreo ni usted tienen nada que hacer aquí.

—Tengo que ver la comandante Black inmediatamente —dije yo—. No estaría aquí, en un vehículo con las banderas de la Embajada Exótica, si no fuera necesario.

No podían pensar que mi motivo para ver al comandante Black no fuera importante, y yo lo sabía. Discutieron un poco, pero yo seguí insistiendo en ver al comandante. Por último, el jefe de tropa me acompañó hasta la oficina en la que siempre había esperado para ver a Black.

Jamethon Black estaba solo en su oficina. Estaba poniéndose su equipo de combate, igual como había visto antes hacerlo a Graeme. En Graeme, las armas y los adornos parecían juguetes. En la frágil estructura de Jamethon, parecían casi excesivamente pesados para que pudiera soportarlos.

—Señor Olyn —dijo.

Cruzando la habitación me acerqué a él y saqué de mi bolsillo el comunicado. Se giró un poco para mirarme, atándose las correas y haciendo resonar ligeramente armas y correas al volverse.

—¿Va usted a salir en campaña contra los Exóticos? —pregunté.

Movió la cabeza afirmativamente. Nunca antes había estado yo tan cerca de él. Desde el fondo de la habitación, habría creído que mostraba su habitual fría expresión, pero a pocos pasos de él, pude ver el agotado fantasma de una sonrisa rozar las comisuras de los labios de aquel rostro joven y oscuro.

—Ese es mi deber, señor Olyn.

—Su deber de un modo muy relativo —dije yo—, ya que sus superiores en Armonía le han borrado a usted de los libros.

—Ya le he dicho —dijo él sosegadamente—, que los Elegidos no son traicionados en el Señor.

—¿Está usted totalmente seguro de eso? —le pregunté. Pude ver una vez más aquella leve sombra de una sonrisa cansada.

—En este tema, señor Olyn, yo soy más experto que usted.

Le miré fijamente a los ojos. Aunque tranquilos, estaban agotados. Desvié la mirada hacia el lugar de la mesa en el que seguía la figura de la iglesia, el anciano, la mujer y la muchacha.

—¿Su familia? —pregunté.

—Sí —respondió.

—Creí que en un momento como éste pensaría usted en ellos.

—Pienso en ellos con cierta frecuencia.

—A pesar de eso, va usted a salir ahora para que le maten.

—A pesar de eso —repuso él.

—¡Naturalmente! —dije yo—. ¡Lo hará! —Aunque había llegado tranquilo y perfectamente controlado, ahora era como si hubiera saltado el tapón que mantenía oculto todo lo que me había guardado para mí desde la muerte de Dave. Empecé a temblar—. Porque todos los Amigos son así de hipócritas. Son ustedes tan falsos, tan descarados en sus falsedades, que si alguien les arrancara esas hipocresías no quedaría nada. ¿Quedaría algo? Usted prefiere morir antes que admitir que cometer un suicidio como éste no es lo más glorioso del universo. Preferiría usted morir antes que admitir que está usted tan lleno de dudas y tan asustado como cualquiera.

Di unos pasos hacia él. No se movió.

—¿A quién intenta usted engañar? —le increpé—. ¿A quién? Igual que la gente de otros mundos, yo también le comprendo a usted. Sé que usted sabe la falsedad que enmascaran sus Iglesias Unidas. Sé que usted sabe que la forma de vida que usted canta con su voz nasal no es la que usted proclama que es. Sé que su Ilustre Anciano y su pandilla de santurrones no son más que un hatajo de avarientos tiranos a quienes no les importa nada la religión ni cualquier otra cosa con tal de conseguir lo que quieren. Sé que usted lo sabe... ¡y haré que lo admita!

Puse el comunicado ante sus narices.

—¡Léalo!

Retrocedí, terriblemente tembloroso mientras le contemplaba.

Durante unos instantes estudió el comunicado, mientras yo contenía la respiración. Su rostro seguía inmutable. Luego me devolvió el papel.

—Puedo llevarle a ver a Graeme —dije—. Con el vehículo del embajador podemos cruzar las líneas. Puede usted hacer efectiva la rendición antes de que se dispare un solo tiro.

Movió la cabeza. Me estaba mirando de un modo especialmente directo, con una expresión que yo no podía entender.

—¿Quiere decir que... no?

—Será mejor que se quede aquí —dijo—. Ese vehículo, a pesar de las banderas de la embajada, puede ser atacado. Volviéndose, se alejó de mí hacia la puerta.

—¿Adónde va? —le grité. Me planté ante él y volví a colocar el comunicado ante sus ojos—. Esto es real. ¡No puede cerrar los ojos ante esto!

Se detuvo y me miró. Luego, con una mano sujetó mi puño y me obligó a retirar mano, brazo y comunicado. Aunque finos sus dedos eran mucho más fuertes de lo que yo pensaba, así que dejé caer el brazo, pese a que no era aquello lo que yo pretendía.

—Sé que es auténtico. Debo aconsejarle que no vuelva a interponerse en mi camino, señor Olyn. Ahora he de irme. Pasó a mi lado y se dirigió a la puerta.

—¡Es usted un hipócrita! —le grité.

Siguió caminando. Tenía que detenerle. Cogí la figura de encima de su mesa y la arrojé contra el suelo.

Se volvió como un gato y miró los fragmentos.

—¡Eso es lo que está usted haciendo! —le grité, señalando los trozos.

Sin decir nada, se agachó y recogió uno a uno los trozos con sumo cuidado. Luego se los guardó en el bolsillo y se levantó y, por último, alzó su cara para mirarme. Y cuando vi sus ojos, se me cortó la respiración.

—Si mi deber —dijo, en voz baja y controlada— en este momento no fuera...

Se calló. Sus ojos estaban fijos en los míos; y vi como el ansia homicida que había en ellos se transformó en algo parecido al asombro.

—Usted —dijo, suavemente—. ¿Usted no tiene ninguna fe?

De nuevo había hablado, pero lo que dijo me contuvo. Me quedé como si me hubieran golpeado en el estómago, sin fuerza para pronunciar las palabras. Él me miraba fijamente.

—¿Qué le hizo pensar —preguntó—, que ese comunicado me haría cambiar de idea?

—¿Es que no lo ha leído? —dije—. El Ilustre escribió que eran ustedes una causa perdida, y que no les darían más ayuda. Y nadie debía comunicárselo temiendo que, al saberlo, pudiera usted rendirse.

—¿Es así como lo interpreta usted? —preguntó—. ¿De ese modo?

—¿De qué otra forma podría interpretarlo?

—Tal como está escrito. —Ahora estaba erguido frente a mí y sus ojos no dejaban de mirarme—. Lo ha leído usted sin fe, olvidando el Nombre y la Voluntad del Señor. El Ilustre Anciano no escribió que fuéramos a ser abandonados aquí, sino que ya que nuestra causa era claramente dolorosa, nos dejaban en las manos de nuestro Capitán y nuestro Dios. Y escribía después que no nos lo dijeran, para que nadie se sienta tentado a una vana y especial búsqueda de la corona de mártir. Mire, señor Olyn. Está ahí abajo, en blanco y negro.

—¡Pero eso no es lo que él quería decir! ¡Eso no es lo que él quería decir!

Movió la cabeza.

—Señor Olyn, no puedo dejar que siga en tal error.

Le miré fijamente, pues era simpatía lo que veía en su cara. Simpatía hacia mí.

—Es su propia ceguera la que le engaña a usted —dijo—. No ve nada, y por eso cree que tampoco nadie puede ver. Nuestro Señor no es sólo un hombre, sino todas las cosas. Es por eso por lo que en nuestras iglesias no tenemos adornos, desdeñando toda pantalla pintada entre nosotros y nuestro Dios. Escúcheme, señor Olyn, las iglesias solamente son tabernáculos de la tierra. Nuestros Ancianos y Dirigentes, aunque son Elegidos y Ungidos, no dejan de ser hombres mortales. A ninguna de estas cosas o personas hemos de atender en nuestra fe, sino a la auténtica voz de Dios en nuestro interior.

Hizo una pausa. Por algún motivo, yo no podía hablar.

—Supongamos que fuera como dice usted —continuó él, todavía con más amabilidad en sus palabras—. Supongamos que todo lo que dice usted fuese cierto y que nuestros Ancianos no fueran más que insaciables tiranos y nosotros mismos fuéramos abandonados aquí por su egoísta voluntad, dedicados a cumplir un objetivo falso y vano. No. —Jamethon alzó la voz—. Permítame atestiguar como si hablara sólo por mí mismo. Supongamos que pudiera usted darme pruebas de que todos nuestros Ancianos mentían, que nuestro mismo Contrato era falso. —Su rostro se alzó hacia el mío y su voz me acusaba de que todo era falsedad y perversión, y que en ninguna parte entre los Elegidos, ni siquiera en casa de mi padre, había fe ni esperanza—. Si pudiera usted demostrarme que ningún milagro podía salvarme, que ni un alma estaba de mi lado, y que los contrarios eran todas las legiones del universo, incluso entonces, yo solo, señor Olyn, tal como se me ha ordenado, seguiría adelante hasta el fin del universo, hasta la culminación de la eternidad. Porque sin mi fe no soy nada, pero con ella, ¡no fuerza capaz de detenerme!

Dejó de hablar y se volvió. Le contemplé mientras atravesaba la habitación y cruzaba la puerta.

Me quedé allí, inmóvil, como clavado al suelo, hasta que me llegó desde la plaza el sonido de un vehículo aéreo militar despegando.

Salí entonces de mi parálisis y corrí fuera del edificio.

Cuando llegué a la plaza, el vehículo militar acababa de despegar. Pude ver a Black y a sus cuatro implacables subalternos en el interior. Y les grité:

—Todo eso está bien para vosotros, pero, ¿y vuestros hombres? Sabía que no podían oírme. Incontenibles lágrimas corrían por mi rostro, pero, de todos modos, seguí gritándoles:

—¡Estáis asesinando a vuestros hombres para demostrar vuestras creencias! ¿No podéis escuchar? ¡Estáis asesinando a hombres indefensos!

Indiferente a mis gritos, el vehículo militar se dirigió rápidamente hacia el oeste y el sur, donde les esperaban las fuerzas de combate. Y los macizos muros de hormigón y los edificios que rodeaban el vacío recinto devolvieron mis palabras con un eco profundo, salvaje y burlón.