VIII
AQUEL MISMO DÍA, presencié la rendición de las tropas de los Amigos. Era la única situación en la que sus oficiales se sentían justificados haciéndolo.
Ni siquiera sus Ancianos esperaban que los subalternos defendieran una situación creada por un comandante de campo muerto por razones tácticas que previamente no había explicado a sus oficiales. Y las tropas restantes merecían más que los cargos de indemnización que pedirían por ellos los Exóticos.
No esperaré a los convenios. No tenía nada que esperar. Por un momento, la situación en aquel campo de batalla había estado suspendida como una ola grandiosa e irresistible sobre todas nuestras cabezas, encrespándose, retorciéndose y ondulándose para caer con un impacto que retumbaría en todos los mundos del Hombre. Ahora, repentinamente, ya no estaba sobre nosotros. Lo único que quedaba era un agobiante silencio, guardado en los archivos del pasado.
No había nada para mí. Nada.
Si Jamethon hubiera conseguido matar a Kensie -aunque como resultado hubiera conseguido una rendición, prácticamente sin sangre, de las tropas Exóticas-, yo podría haber hecho algo perjudicial con el incidente de la mesa de conversaciones. Pero sólo lo había intentado; y al fallar, había muerto. ¿Quién podría despertar hostilidad contra los Amigos por ello?
Como un hombre que camina en sueños, preguntándose las razones, tomé la nave de regreso a la Tierra.
De nuevo en la Tierra, hablé con mis editores y les dije que no estaba en buena forma física; con sólo mirarme me creyeron. Me tomé un permiso indefinido en el trabajo, y me dediqué a investigar febrilmente en la Biblioteca del Centro de la Red de Noticias, en La Haya, entre montañas de escritos y material de referencia sobre los Amigos, los Dorsai y los mundos Exóticos. ¿Para qué? No lo sabía. También miraba los despachos de Santa María sobre los acuerdos. Mientras hacía todo eso, bebía demasiado.
Tenía el desagradable sentimiento de un soldado condenado a muerte por faltar a su deber. Entonces, en los despachos de noticias llegó la información de que el cuerpo de Jamethon se enviaría a Armonía para ser enterrado allí; y de pronto comprendí que era aquello lo que yo había estado esperando. El homenaje de los fanáticos al fanático que con cuatro secuaces había intentado asesinar al solitario general enemigo bajo una bandera de tregua. Todavía cabía la posibilidad de escribir algo.
Después de afeitarme, ducharme y arreglarme un poco, me fui a ver a mis superiores para pedirles que me enviaran a Armonía a cubrir el entierro de Jamethon.
Las felicitaciones del director de la Red de Noticias que me había enviado a Santa María anteriormente me sirvieron de ayuda. Mis superiores inmediatos aún lo recordaban y accedieron a mis peticiones.
Al cabo de cinco días estaba en Armonía, en una pequeña ciudad llamada Recuerdo del Señor. Aunque los edificios de la ciudad eran de hormigón y plástico, evidentemente habían resistido muchos años. El pedregoso y ralo terreno que rodeaba la ciudad había sido labrado como los campos de Santa María. Pero la tenue y firme negrura de los campos en la humedad de la lluvia era del mismo color que los uniformes de los Amigos.
Cuando empezaban a llegar las primeras personas, llegué a la iglesia. Bajo las oscuras bóvedas, el interior de la iglesia estaba demasiado oscuro para poder ver por dónde iba, porque los Amigos no permiten ventanas ni luz artificial en los interiores de sus casas de culto. La luz gris, el viento frío y la lluvia pertinaz entraban por el frente sin puertas de la iglesia. A través de la única abertura rectangular del techo de la iglesia, se filtraba la pálida luz sobre el cuerpo de Jamethon, colocado en una plataforma sobre caballetes. Habían colocado una cubierta transparente para proteger el cuerpo de la lluvia, que estaba acanalada y corría hasta un desagüe del muro posterior. Pero tanto el anciano que dirigía el servicio fúnebre, como cualquiera que se acercara para mirar el cuerpo, quedaban expuestos al cielo y al temporal.
Me puse en la fila de gente que, lentamente, avanzaba por la nave central y que llegaba hasta el cuerpo. A derecha e izquierda, las barreras en las que la congregación permanecía durante el servicio se perdían en la oscuridad. Las altas vigas quedaban ocultas en la negrura. No había música; sólo el bajo murmullo de las voces rezando a uno y otro lado, individualmente, mezclándose en una especie de susurro de tristeza. Al igual que Jamethon, toda aquella gente era muy oscura, pues eran de extracción norafricana. Negro sobre negro, se mezclaban y se perdían a mi alrededor en la oscuridad.
Llegué junto a Jamethon y pasé a su lado. Estaba tal como yo lo recordaba. Ni la muerte había tenido el poder de cambiarle. Yacía boca arriba, con las manos a los costados, y sus labios eran tan firmes y rectos como siempre. Lo único diferente era que ahora sus ojos estaban cerrados.
Debido a la humedad, la pierna me dolía y cojeaba un poco. Al alejarme del cuerpo, sentí que me tocaban el codo. Me volví rápidamente. Para pasar desapercibido no me había puesto el uniforme de corresponsal, iba vestido de civil.
Bajé la mirada hacia el rostro de la joven de la figura en la mesa de Jamethon. A la húmeda luz gris, su rostro tenía algo de la vidriera de una antigua catedral de Vieja Tierra.
—Le han herido —me dijo, en voz baja—. Sin duda, usted es uno de los mercenarios que le conoció en Newton antes de que fuera destinado a Armonía. Sus padres, que son también los míos, se alegrarían en el Señor viéndole a usted.
Una ráfaga de lluvia impulsada por el viento penetró por la abertura del techo y me envolvió, y su helado contacto me hizo estremecer, helándome hasta los huesos.
—No —dije—. No estoy herido. No le conocía. Rápidamente me volví, para alejarme abriéndome paso por entre la multitud.
Después de dar unos quince pasos, comprendí lo que estaba haciendo y aflojé la marcha. La muchacha ya se había perdido en la oscuridad de los cuerpos que quedaban a mi espalda. Con más tranquilidad, me encaminé hacia el fondo de la iglesia, donde quedaba un pequeño espacio antes de empezar las primeras filas de barreras. Permanecí allí, viendo llegar a la gente. No paraban de llegar, caminando con sus ropas negras, las cabezas inclinadas y hablando o rezando en voz baja.
No me moví de donde estaba, un poco por detrás de la entrada, medio aterido y con la mente embotada, con el frío rodeándome y con el agotamiento que había traído de la Tierra. La voz zumbó a mi alrededor. Allí, de pie, estaba casi dormido. No podía recordar por qué había venido.
La voz de la muchacha surgió de la confusión, haciéndome recobrar de nuevo el pleno conocimiento.
—... lo negó, pero estoy segura de que es uno de los mercenarios que estuvieron con Jamethon en Newton. Cojea y sólo puede ser un soldado que ha sido herido.
La voz era la de la hermana de Jamethon, utilizaba una jerga distinta de la que había empleado para hablar conmigo. Desperté por completo y la vi junto a la entrada, a sólo unos pasos de donde yo estaba, hablando con dos ancianos a quienes reconocí por la foto de Jamethon. Una flecha gélida del más puro horror me atravesó.
—¡No! —casi les grité—. No le conozco. Nunca le conocí y... ¡No entiendo de qué están hablando ustedes!
Di media vuelta y salí corriendo por la entrada de la iglesia, hacia la lluvia protectora.
Corrí unos veinte metros. Luego, cuando ya no oí pasos a mis espaldas, me detuve.
Estaba solo en campo abierto. El día era incluso más oscuro y, súbitamente, la lluvia arreció. Todo se oscureció a mi alrededor con un velo trémolo y tamborileante. Miraba hacia el aparcamiento y no podía ver los vehículos de tierra que allí había. Sin duda, ellos no podrían verme desde la iglesia. Alcé la cabeza hacia el aguacero y dejé que la lluvia golpeara mis mejillas y mis párpados.
—¿Así que no le conocía usted? —dijo una voz a mis espaldas. Las palabras parecieron partirme en dos; me sentí como debe sentirse un lobo acorralado. Me giré con furia.
—¡Sí! ¡Le conocía! —exclamé.
Ante mí estaba Padma, con una túnica azul que, al parecer, no se mojaba con la lluvia. Sus manos vacías, que jamás en su vida habían sujetado un arma, estaban unidas ante él. Pero mi parte buena sabía que, con respecto a mí, él estaba armado y era un cazador.
—¿Usted? —dije sorprendido—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Se calculó que usted estaría aquí —dijo Padma, tranquilamente—. Así que también yo estoy aquí. Pero, ¿por qué está usted aquí, Tam? Entre toda esa gente, casi seguro que habrá algunos fanáticos que habrán oído los rumores del campamento y lo de su responsabilidad en el asunto de la muerte de Jamethon y la rendición de los Amigos.
—¡Rumores! —dije—. ¿Quién los inició?
—Usted —dijo Padma—, con sus actos en Santa María. —Me miró fijamente—. ¿No sabía usted que arriesgaba su vida viniendo hoy aquí?
Abrí la boca para negarlo, pero entonces comprendí que lo había sabido.
—¿Qué pasará si alguien les grita ahora —dijo Padma—, que Tam Olyn, el periodista de la campaña de Santa María, está aquí de incógnito?
Le miré con cólera, exteriorizando mi instinto lobuno.
—¿Podría compaginarlo usted con sus principios Exóticos si lo hiciera?
—Estamos engañándonos —dijo Padma sosegadamente—. Alquilamos soldados para que luchen por nosotros, no por ningún precepto moral, sino porque nuestra perspectiva emocional desaparecería si nos viéramos implicados.
Ya no sentía ningún temor, sólo me invadía un sentimiento vacío y duro.
—Entonces, llámeles —dije.
Los extraños ojos avellana de Padma me contemplaron a través de la lluvia.
—Si eso fuera todo cuanto se necesitaba —dijo Padma—, les habría mandado recado, no habría sido necesario que viniera yo en persona.
—¿Por qué vino? —En mi garganta, la voz se quebró—. ¿Por quién se preocupa usted, por mí o por los Exóticos?
—Aunque nos preocupamos por todos los individuos —dijo Padma—, lo que más nos preocupa es la raza. Y usted sigue siendo una amenaza para la raza. Es usted un idealista, Tam, entregado a un fin destructivo. Como en otras ciencias, existe la ley de la conservación de la energía, según la norma de causa-y-efecto. En Santa María, sus impulsos destructivos se vieron frustrados. Ahora, esos impulsos pueden interiorizarse y destruirle a usted o exteriorizarse contra toda la raza humana.
Me reí y escuché la crueldad de mi risa.
—¿Qué va usted a hacer al respecto? —pregunté.
—Demostrarle que el cuchillo que usted empuña hiere la mano que lo empuña al igual que aquello contra lo que se alza. Tengo noticias para usted, Tam. Kensie Graeme ha muerto.
«¿Muerto?» pareció murmurar la incesante lluvia que caía y, súbitamente el lugar de aparcamiento se volvió irreal.
—Hace cinco días le asesinaron tres hombres del Frente Azul en Blauvain.
—¿Asesinado? —musité—. ¿Por qué?
—Porque la guerra había acabado —dijo Padma—. Porque la muerte de Jamethon y la rendición de las tropas de los Amigos sin los preliminares de una guerra que destrozara el campo, dejó a la población civil favorablemente dispuesta hacia nuestras tropas. Porque el Frente Azul se encontró mucho más lejos del poder de lo que nunca antes había estado, como resultado de esta buena disposición. Su esperanza era que con la muerte de Graeme provocarían en sus tropas el deseo de tomar represalias contra la población civil, de modo que el gobierno de Santa María se viera obligado a enviarlos a sus mundos, quedándose sin ninguna protección ante el Frente Azul.
Le miré fijamente.
—Todas las cosas están interrelacionadas —dijo Padma—. Kensie estaba propuesto para un puesto burocrático importante en Mará o Kultis. Él y su hermano Ian no habrían vuelto al campo de batalla durante el resto de su vida profesional. A causa de la muerte de Jamethon, que permitió la rendición sin lucha de sus tropas, se creó una situación que llevaría al Frente Azul a asesinar a Kensie. Si usted y Jamethon no se hubieran unido en Santa María, y Jamethon hubiera ganado, Kensie aún estaría vivo. Así lo demuestran nuestros cálculos.
—¿Jamethon y yo?
El aliento se secó en mi garganta, y la lluvia arreció.
—Usted fue el factor que ayudó a Jamethon a encontrar esa solución —dijo Padma.
—¡Yo le ayudé! —dije—. ¿Yo lo hice?
—Él le reconoció —dijo Padma—. Comprendió la amargura de la venganza, quebró la superficie que usted creía ser, y llegó hasta el fondo idealista, tan profundamente arraigado en usted que ni siquiera su tío pudo extirparlo.
La lluvia resonaba entre nosotros. Pero cada una de las palabras de Padma me llegaba a través de ella con toda claridad.
—¡No le creo! —grité—. ¡No creo que hiciera nada parecido!
—Le dije —continuó Padma—, que no apreciaba usted en su justa medida los progresos de nuestras Culturas Astilla. La fe de Jamethon no era de las que se debilitan por cosas externas. Si usted hubiera sido realmente como su tío, él ni siquiera le hubiera escuchado. Le hubiera despachado como a un desalmado; pero le consideró a usted un poseso. Como a un hombre de Satán.
—¡No lo creo! —grité.
—Sí que lo cree —replicó Padma—. No le queda otro remedio que creerlo. Pues sólo por tal motivo pudo Jamethon hallar su solución.
—¡Solución!
—Era un hombre dispuesto a morir por su fe. Pero como comandante, le resultaba difícil aceptar que sus hombres fueran a morir sin otra causa justificada. —Padma me miraba, y la lluvia se atenuó por un momento—. Pero usted le ofreció lo que él reconoció como la elección del diablo: su vida en este mundo, si rendía su fe y sus hombres, para evitar el conflicto que acabaría con su muerte y la de ellos.
—¿Qué estúpida idea era ésa? —pregunté. En la iglesia habían cesado los rezos, y una sola voz, fuerte y profunda, había iniciado el sepelio.
—Nada estúpida —dijo Padma—. En cuanto comprendió esto, su reacción fue simple. Todo cuanto tenía que hacer era empezar negando todo lo que ofrecía Satán. Tenía que empezar por la necesidad absoluta de su propia muerte.
—¿Y era eso una solución? —Intenté reírme, pero mi garganta estaba inmovilizada.
—Era la única solución —dijo Padma—. Una vez que lo decidió, inmediatamente se dio cuenta de que la única situación en la que sus hombres aceptarían rendirse sería con él muerto y se veían en una posición insostenible por razones que solamente él había conocido.
Las palabras golpeaban duramente en mi cerebro.
—¡Pero él no se proponía morir! —repliqué.
—Lo dejó en las manos de su Dios —dijo Padma—. Lo dispuso de modo que sólo un milagro pudiera salvarle.
—¿De qué está usted hablando? —le miré fijamente—. Preparó mía mesa con una bandera de tregua. Cogió a cuatro hombres...
—No había bandera. Los hombres eran ancianos, buscadores del martirio.
—¡Cogió a cuatro! —dije yo—. Cuatro y uno hacen cinco. Cinco contra uno. Yo estaba junto a la mesa y pude verlo perfectamente.
Cinco contra...
—Tam.
Aquella sola palabra me detuvo. Repentinamente empecé a sentir miedo. No quería oír lo que estaba a punto de decir. Temía saber lo que él estaba a punto de decirme; lo que había sabido desde hacía ya mucho tiempo. Y no quería oírlo, no quería oírle decirlo. La lluvia se intensificó aún más, caía sobre nosotros y sobre el cemento despiadadamente. Pero su intensidad no impedía que oyera implacablemente todas y cada una de sus palabras.
Igual que la lluvia, la voz de Padma empezó a musitar en mis oídos, y me invadió esa sensación de flotar desvalido que acompaña a la fiebre.
—¿Creyó usted por un momento que Jamethon se engañaba a sí mismo? Era un producto de una Cultura Astilla. Reconoció a otro en Kensie. ¿Cree usted que se le ocurrió pensar que, salvo un milagro, él y cuatro ancianos fanáticos podrían matar a un hombre armado, alerta y, prevenido de los Dorsai, un hombre como Kensie Graeme? ¿Antes de que les disparara y les matara a ellos?
A ellos... A ellos... A ellos...
Durante aquel oscuro y lluvioso día recorrí un largo camino. Aquellas palabras me empujaban como la lluvia y el viento tras las nubes y, al fin, me llevaron hasta aquella tierra alta, dura y pedregosa que vislumbré cuando le pregunté a Kensie Graeme si había permitido matar a prisioneros Amigos. Siempre había evitado ir a aquella tierra, pero al fin había llegado a ella. Y recordé...
Desde el principio, en mi interior, había sabido que el fanático que había asesinado a Dave y a los otros no era la imagen de todos los Amigos. Jamethon no era un asesino ocasional. Yo había intentado verle como si lo fuese para así ocultar mi propia vergüenza, mi propia autodestrucción. Durante tres años me había estado mintiendo. No había sentido lo que decía haber sentido con la muerte de Dave.
Allí sentado, bajo aquel árbol, viendo morir a Dave y a los otros, viendo al suboficial vestido de negro matarles con su ametralladora... Pero en ese momento, mi pensamiento no había sido aquél con el que había justificado tres años buscando una oportunidad para acabar con alguien como Jamethon y destruir a los pueblos Amigos.
Mi pensamiento no había sido ¡qué está haciendo, qué está haciendo con esos inocentes y desvalidos hombres! Ningún pensamiento tan noble había pasado por mi mente. Un único pensamiento había invadido mi mente y mi cuerpo en aquel instante. Y, sencillamente había sido: ¿Volverá esa arma contra mí cuando acabé con ellos?
De nuevo volví a la realidad lluviosa de aquel día. La lluvia estaba amainando y Padma me sujetaba. Al igual que me había pasado con Jamethon, me sorprendió la fuerza de sus manos.
—Déjeme ir —musité.
—¿Adónde irá usted, Tam? —preguntó Padma.
—A cualquier sitio —murmuré—. Escaparé de ello. Me largaré a cualquier lugar y me libraré de ello. Desistiré.
—Un acto —dijo Padma, dejándome marchar—, tiene constantes y sucesivas repercusiones. Nunca cesan los efectos de una causa. No puede marcharse ahora, Tam. Lo único que puede hacer es cambiar de partido.
—¡Partidos! —exclamé. La lluvia amainaba deprisa—. ¿Qué partidos? —Le miré ebriamente.
—El partido de su tío es uno —dijo Padma—. Y el lado opuesto, que es el suyo... y que es también el nuestro.
Ahora apenas llovía y el día estaba aclarando. La luz del sol se esforzaba por abrirse paso entre las nubes e iluminó el espacio que nos separaba.
—Además, existen dos fuertes influencias que nosotros, los Exóticos, relacionamos con el esfuerzo del hombre por evolucionar. Sabemos que actúan como poderosas individualidades únicas, pero no podemos calcularlas ni comprenderlas todavía. Una parece impulsar y otra frustrar el proceso evolutivo. Y sus influencias pueden rastrearse al menos hasta la primera aventura del hombre en el espacio desde la Tierra. Moví la cabeza.
—No lo comprendo —susurré—. No es asunto mío.
—Lo es. Lo ha sido toda su vida. —Por un momento, los ojos de Padma se iluminaron—. Se introdujo una fuerza en la norma en Santa María, en la forma de unidad protegida por pérdida personal y orientada hacia la violencia. Ese fue usted, Tam.
De nuevo intenté negar con la cabeza, pero sabía que él tenía razón.
—Está usted bloqueado en su esfuerzo —dijo Padma—, pero la ley de conservación de energías no podría negarse. Cuando se vio usted frustrado por Jamethon, su fuerza, transmutada, dejó la norma en la unidad de otro individuo, protegido por el daño personal y orientado hacia el efecto violento sobre la estructura.
Le miré fijamente y me humedecí los labios.
—¿Qué otro individuo?
—Ian Graeme.
Le miré asombrado.
—Ian descubrió, en la habitación de un hotel de Blauvain, a los tres asesinos de su hermano. Los mató con sus propias manos y con sus muertes calmó a los mercenarios y frustró al Frente Azul. Pero luego dimitió y se fue a Dorsai. Ahora es él quien ha cargado con el sentimiento de pérdida y amargura que le agobiaba a usted cuando fue a Santa María, —Padma hizo una pausa y añadió suavemente—: Él tiene un gran potencial causal para un determinado fin que todavía no podemos calcular.
—Pero... —miré a Padma—. ¡Quiere usted decir que soy libre!
Padma movió la cabeza.
—Quiero decir que está usted cargado con una fuerza diferente —dijo él—. Recibió usted todo el impacto y la carga del autosacrificio de Jamethon.
Su mirada parecía cargada de una cierta simpatía y, pese al sol, empecé a temblar.
Aquello era cierto. No podía negarlo. Jamethon, dando su vida por una creencia, cuando yo había arrojado toda creencia ante el rostro de la muerte, me había fundido y cambiado igual que el rayo funde y cambia la hoja de la espada alzada a la que golpea. No podía negar lo que me había sucedido a mí.
—No —dije, temblando—. Nada puedo hacer al respecto.
—Sí puede —dijo Padma sosegadamente—. Podrá. Separó las manos que un momento antes había unido.
—Ahora se ha cumplido el fin para el que calculamos que debía encontrarme aquí con usted —dijo—. El idealismo básico persiste en usted. Ni siquiera su tío pudo extirparlo. Sólo pudo atacarlo, de forma que la amenaza de muerte en Nueva Tierra pudiera volverlo contra sí mismo por un tiempo. Ahora se ha forjado usted como es debido, en la fragua de los acontecimientos de Santa María. Reí y al hacerlo, me dolió la garganta.
—No me siento bien —dije.
—Dese tiempo —dijo Padma—. Curarse lleva tiempo. Antes de ser útil, el nuevo crecimiento tiene que endurecerse como un músculo. Ahora comprende usted mucho mejor la fe de los Amigos, el coraje de los Dorsai, y parte de la fuerza filosófica para el hombre por la que trabajamos los Exóticos.
Se detuvo y me sonrió. Una risa casi traviesa.
—Debería haberlo comprendido hace mucho, Tam —dijo—. Su trabajo es el trabajo del traductor... Entre lo viejo y lo nuevo. Su trabajo preparará la mente de las personas de todos los mundos, por un igual gama completa y Cultura Astilla, para el día en que los elementos de la raza se combinen en una nueva casta. —Su sonrisa desapareció y su rostro se entristeció—. Vivirá usted para ver mucho más que yo. Adiós, Tam.
Se volvió. Le vi caminar a través del brumoso y brillante aire, se dirigía hacia la iglesia, de la que surgía la voz del orador, que anunciaba ahora el himno final.
Torpemente, también yo me volví, fui hacia donde estaba el coche y subí a él. Casi no llovía y el cielo se despejaba rápidamente. La tenue lluvia parecía caer más benignamente; y el aire era nuevo y fresco.
Una vez en la carretera del espacio-puerto, tras abandonar la zona de aparcamiento, abrí las ventanillas del coche. A través de la ventanilla de mi lado me llegaron, desde la iglesia las voces entonando el himno final.
Cantaban el Himno de Batalla de los soldados Amigos. Mientras me alejaba por la carretera, sus voces parecían seguirme. No lentas y plañideras como en la tristeza y en la despedida, sino firmes y triunfales, como una canción en labios de quienes toman una nueva ruta al comienzo de un nuevo día.
Soldado, no preguntes, ni ahora ni nunca,
Adonde van a guerrear tus banderas.
La canción me siguió mientras me alejaba. Y cuando me perdía en la distancia, las voces parecieron fundirse hasta sonar como una sola cantando imperiosa. En lo alto, las nubes se quebraban. Con los rayos del sol, los trozos de cielo azul eran como luminosas banderas ondeando, como las banderas de un ejército avanzando eternamente hacia tierras desconocidas.
Mientras avanzaba hacia donde se fundían en cielo abierto, los contemplé. Durante un buen rato, mientras me dirigía al espacio-puerto y a la nave de la Tierra que esperaba bajo el sol, oí la canción.