V

EL LARGO DÍA DE AERLITH, EQUIVALENTE A SEIS DE LAS ANTIGUAS UNIDADES DIURNAS, PASÓ.

En Valle Feliz había una nerviosa actividad, una sensación de inminencia y de decisiones próximas. Los dragones maniobraban en apretada formación. Alféreces y cornetas daban órdenes con rudas voces. En la armería se preparaban proyectiles, se mezclaba pólvora, se afilaban y aguzaban las espadas.

Ervis Carcolo cabalgaba con teatral fanfarronería, agotando un araña tras otro mientras dirigía los dragones en complicadas maniobras. En cuanto a las fuerzas de Valle Feliz, los dragones eran verdaderamente violentos, dragones pequeños y activos, de escamas rojo-orín, estrechas y aguzadas cabezas y garras afiladas como cinceles. Tenían unos brazuelos fuertes y bien desarrollados. Con igual destreza, usaban lanzas, alfanjes y mazas. Un hombre que se enfrentase a un dragón araña no tenía ninguna posibilidad, pues las escamas rechazan las balas y los golpes que pudiese asestar un ser humano, por muy fuerte que éste fuese. Por otra parte, un solo zarpazo de aquellas garras afiladas como guadañas significaba la muerte para cualquier soldado.

Los dragones araña eran fecundos, robustos y se desarrollaban bien, aun en las condiciones en que se encontraban en los criaderos de Valle Feliz, de ahí su predominio en el ejército de Carcolo. Esta situación no era del agrado de Bast Givven, dragonero jefe, un hombre enjuto y seco de rostro liso y nariz aguileña y ojos tan negros e inexpresivos como gotas de tinta en un plato. Habitualmente serio y callado, se había mostrado casi elocuente en su oposición al ataque a Valle Banbeck.

—Escúchame, Ervis Carcolo. Nosotros podemos desplegar una horda de dragones, junto con un número suficiente de asesinos zancudos y asesinos cornilargos. Pero no disponemos de suficientes horrores azules, diablos y juggers... ¡Si nos atrapan en los riscos, estamos perdidos!

—No pienso pelear en los riscos —replicó Carcolo—. Obligaré a Joaz Banbeck a combatirnos desde abajo. De ese modo, de nada le servirán sus diablos y sus juggers. En cuanto a los horrores azules, estamos casi igualados.

—Te olvidas de algo —dijo Bast Givven.

—¿De qué se trata?

—Es muy poco probable que Joaz Banbeck piense permitirte todo eso. Lo considero demasiado inteligente para que actúe de un modo tan estúpido.

—¡Dame pruebas de esa inteligencia! —gritó Carcolo—. ¡Lo que yo sé de él indica indecisión y estupidez! ¡Así que atacaremos... con toda firmeza! —Carcolo golpeó la palma de su mano izquierda con el puño derecho—. ¡Acabaremos de una vez por todas con esos engreídos Banbeck!

Bast Giwen emprendía la retirada cuando Carcolo le hizo detenerse, colérico.

—¡No muestras ningún entusiasmo por esta campaña!

—Sé lo que puede y lo que no puede hacer nuestro ejército —dijo ásperamente Givven—. Si Joaz Banbeck es el hombre que tú crees que es, podemos triunfar. Pero con que tenga la sagacidad de un par de mozos de establo a los que oí hablar hace diez minutos, esta expedición resultará un desastre.

—Vuelve a tus diablos y a tus juggers —dijo Carcolo con voz colérica—. Quiero que se alineen rápidamente con los dragones. Bast Giwen se alejó. Carcolo saltó sobre un araña próximo y lo espoleó con los talones. El animal dio un salto hacia adelante, se detuvo bruscamente, y giró su largo cuello para mirar a Carcolo a la cara.

—¡Vamos, vamos! —gritó Carcolo—. ¡Adelante, deprisa! ¡Demuestra a esos patanes lo que es energía y vigor!

El araña se lanzó hacia adelante con tal brusquedad que Carcolo saltó hacia atrás, cayendo de cabeza y, entre gemidos, quedó tendido en el suelo.

Los mozos de establo llegaron corriendo, le cogieron y le hicieron que se sentara en un banco, desde el que no cesó de proferir maldiciones en voz baja y firme. Un médico le examinó, le auscultó, y recomendó que se acostase y que tomase una poción para tranquilizarle.

Trasladaron a Carcolo a sus aposentos, situados bajo la pared rocosa occidental de Valle Feliz, donde permaneció al cuidado de sus mujeres. Durmió veinte horas seguidas. Cuando despertó, había transcurrido ya la mitad del día.

Quiso levantarse, pero estaba demasiado dolorido para poder moverse y se tendió de nuevo. Llamó inmediatamente a Bast Givven, que apareció y escuchó sin comentarios las impresiones de Carcolo.

Llegó el anochecer. Los dragones volvieron a los establos. Nada se podía hacer ya sino esperar a que amaneciera.

Durante la larga noche, Carcolo recibió una serie de tratamientos: masajes, baños calientes e infusiones. Hizo ejercicio como le habían recomendado, y cuando la noche llegaba a su fin se encontró ya repuesto.

En el cielo, la estrella Coralina vibraba con venenosos colores (rojo, verde, blanco), siendo con mucho la más brillante de todo el firmamento. Carcolo se resistía a alzar los ojos hacia la estrella, pero su resplandor le hería por el rabillo del ojo siempre que salía al valle.

La aurora estaba próxima. Carcolo pensaba salir en cuanto los dragones estuviesen dispuestos. Un resplandor que comenzó a asomar por el este indicaba la proximidad de la tormenta del amanecer, invisible aún al fondo del horizonte. Con toda precaución, sacaron los dragones de los establos para situarlos en columna de marcha. Había casi trescientos dragones, ochenta y cinco asesinos zancudos, un número semejante de asesinos cornilargos, un centenar de horrores azules, cincuenta y dos achaparrados diablos inmensamente poderosos, con bolas de acero con púas en el extremo de la cola, y dieciocho juggers. Gruñían y resoplaban malévolamente enseñándose los dientes unos a otros, atentos a cualquier oportunidad de darse una patada o de morder la pierna de un mozo de establo que estuviese descuidado. La oscuridad estimulaba el odio latente que sentían hacia la humanidad, aunque nada les habían enseñando de su pasado, ni de las circunstancias que habían conducido a su esclavitud.

Resplandecieron los relámpagos de la aurora, perfilando las escarpaduras verticales y los asombrosos picos de los Montes Malheur. Por encima, con lúgubres ráfagas de viento y de lluvia, pasaba la tormenta, avanzando hacia Valle Banbeck. El este brillaba con una palidez gris verdosa, y Carcolo dio la señal de partida.

Aún torpe y dolorido, montó sobre su araña e impulsó al animal una espectacular y peculiar corveta. Carcolo se había equivocado, en la mente del dragón aún se agazapaba la malicia de la noche anterior. Terminó su corveta con un estirón del cuello que lanzó una vez más a Carcolo al suelo, donde quedó tendido medio loco de dolor y frustración.

Intentó levantarse; se derrumbó; lo intentó de nuevo; se desmayó.

Estuvo cinco minutos inconsciente, y luego pareció levantarse por pura fuerza de voluntad.

—Subidme —susurraba torpe y furiosamente—. Atadme a la silla. Tenemos que partir.

Al ser esto manifiestamente imposible, nadie hizo movimiento alguno. Por último, Carcolo, enfurecido, llamó con aspereza a Bast Givven.

—Adelante; no podemos detenernos ahora. Debes mandar tú las tropas.

Givven asintió lúgubremente. Era un honor que no le gustaba en absoluto.

—Tú ya conoces el plan de batalla —masculló Carcolo—. Bordear por el norte el Fang, cruzar el Skanse a toda velocidad, desviarse hacia el norte bordeando la Hendidura Azul, seguir luego hacia el sur a lo largo de la Linde de Banbeck. Es de suponer que allí es donde te descubrirá Joaz Banbeck. Debes desplegarte de modo que cuando lance sus juggers tú puedas derribarlos con los diablos. No debes emplear nuestros juggers. Acósale con los dragones; reserva los asesinos para cuando llegues al borde. ¿Comprendes?

—Tal como lo explicas, la victoria es segura —murmuró Bast Givven.

—Y así ha de ser, siempre y cuando no cometas algún disparatado error. ¡Ay, mi espalda! No puedo moverme. Mientras se desarrolla la gran batalla, yo debo permanecer sentado junto al criadero viendo empollar los huevos. ¡Ahora vete! ¡Lucha con firmeza por Valle Feliz!

Givven dio la orden de partida. Las tropas salieron.

Los dragones iban a la cabeza, seguidos por los sedosos asesinos zancudos y los más pesados asesinos cornilargos, con sus fantásticas púas pectorales revestidas de acero. Detrás iban los poderosos juggers, gruñendo, resoplando y rechinando los dientes con la vibración de sus pisadas. Flanqueando a los juggers iban los diablos, con pesadas cimitarras, blandiendo sus bolas de acero terminales como un alacrán su pinza. Luego, en retaguardia, iban los horrores azules, que eran a la vez corpulentos y rápidos, buenos escaladores y no menos inteligentes que los dragones. A sus flancos cabalgaban un centenar de hombres: dragoneros, caballeros, alféreces y cabos. Iban armados de espadas, pistolas y trabucos de amplia boca.

Carcolo contemplaba la salida de las tropas desde unas parihuelas. Allí se quedó contemplándoles hasta que se perdieron de vista por completo, y luego ordenó que le llevasen al pórtico que daba acceso a las cuevas de Valle Feliz.

Nunca antes las cuevas le habían parecido tan sucias y miserables. Con amargura, Carcolo contempló las hacinadas cabañas que se alineaban al pie de la pared rocosa, hechas con piedras, masas de liquen impregnadas de resina, latas ligadas con alquitrán. Cuando terminase la campaña de Banbeck, haría excavar nuevas cámaras y salas en la roca. Las espléndidas decoraciones de Ciudad Banbeck eran famosas. Las de Valle Feliz serían incluso más esplendorosas. Los salones brillarían con ópalos y nácar, plata y oro... Sin embargo, ¿para qué? Si los acontecimientos se desarrollaban según sus planes, estaba en perspectiva aquel gran sueño suyo. Y entonces... ¿de qué valían unos cuantos adornos en los túneles de Valle Feliz?

Entre gemidos dejó que le echaran en su cama, y se entretuvo imaginando el avance de sus tropas. Deberían estar ya bajando por el Serrijón de Dangle, bordeando el Pico Fang, de más de un kilómetro de altura.

Extendió cautelosamente los brazos, movió las piernas. Sus músculos protestaron. El dolor le recorrió todo el cuerpo; pero parecía como si sus dolencias fuesen menores que antes... Ahora el ejército debería estar ya subiendo las lomas que rodeaban aquella amplia zona de sierras llamada el Skanse... El médico le llevó una poción. Se la bebió y se durmió, para despertar con un sobresalto. ¿Qué hora era? ¡Sus tropas quizá hubiesen iniciado ya el combate!

Ordenó que le llevasen al pórtico exterior: luego, insatisfecho aún, mandó a sus criados que le llevasen al otro lado del valle, al nuevo criadero de dragones, desde el que se dominaba todo el valle. Pese a las protestas de sus mujeres, le llevaron hasta allí, y le instalaron con la mayor comodidad que sus heridas y golpes permitían.

Se dispuso para una indeterminada espera. Pero las noticias no tardaron en llegar.

Por el Sendero del Norte, descendió un cabo montando un araña con una barba de espuma. Carcolo envió un mozo de establo a interceptarlo y, a pesar del dolor que le invadía, se levantó de su litera. El cabo saltó de su montura, subió la rampa tambaleándose y se derrumbo exhausto contra el pretil.

—¡Una emboscada! —jadeó—. ¡Un terrible desastre!

—¿Una emboscada? —gruñó Carcolo con voz hueca—. ¿Dónde?

—Cuando coronábamos las lomas de Skanse. Esperaron hasta que llegaron arriba los dragones y nuestros asesinos, y entonces cargaron con sus horrores, sus diablos y sus juggers. Nos dividieron, nos hicieron retroceder y luego echaron a rodar piedras sobre nuestros juggers... ¡Han destrozado nuestro ejército!

Carcolo se derrumbó en la litera, mirando fijamente al cielo.

—¿Cuántos dragones hemos perdido?

—No lo sé. Givven ordenó la retirada. Nos replegamos lo mejor que pudimos.

Carcolo parecía en estado de coma. El cabo se derrumbó en un banco.

Por el norte, apareció una columna de polvo, que luego se disolvió y se disgregó dando paso a una serie de dragones de Valle Feliz. Todos estaban heridos. Avanzaban a saltos, cojeando, arrastrándose desordenadamente, gruñendo, mirándose con ferocidad. Llegaba primero un grupo de dragones, que lanzaban sus feas cabezas de lado a lado; luego un par de horrores azules, que hacían girar y palmear sus brazuelos casi como brazos humanos; luego un jugger, inmenso, como un sapo, con las piernas arqueadas por el cansancio. Cuando estaba ya próximo a los establos, se desplomó, y se quedó rígido en el suelo tras un estremecimiento, con las patas en el aire.

Por el Camino del Norte descendía, cubierto de polvo y macilento, Bast Givven. Bajándose de su araña, subió por la rampa. Con un penoso esfuerzo, Carcolo se alzó una vez más.

Con voz, monótona y suave, como para parecer indiferente, Givven informó de lo sucedido. Pero ni siquiera eso logró engañar a Carcolo. Desconcertado, preguntó:

—¿Dónde se produjo exactamente la emboscada?

—Subíamos las lomas por el Desfiladero de Chloris. Donde el Skanse desciende en una quebrada en que hay un saliente de pórfido, allí nos esperaban.

—Asombroso —silbó Carcolo entre dientes. Bast Givven cabeceó en un levísimo asentimiento.

—Suponiendo que Joaz Banbeck —dijo Carcolo— saliese durante la tormenta del amanecer, una hora antes de lo que yo juzgaría posible. Suponiendo que forzase a sus tropas a una marcha muy rápida, ¿cómo pudo llegar allí antes que nosotros?

—Según mis comprobaciones —dijo Givven—, no hubo amenaza de emboscada hasta que cruzamos el Skanse. Yo había planeado patrullar Barchback, bajando hasta Páramo Azul y a través de la Hendidura Azul.

Carcolo asintió sombríamente.

—¿Cómo llegó entonces Joaz Banbeck tan pronto a las lomas con sus tropas?

Giwen se volvió, miró hacia el valle, donde aún descendían por el Camino del Norte hombres y dragones heridos.

—No tengo ni idea.

—¿Una droga? —dijo Carcolo—. ¿Una poción para pacificar a los dragones? ¿O habrá estado acampado en el Skanse toda la noche?

—Eso último es posible —admitió Givven hoscamente—. Bajo el Pico Barch hay cuevas vacías. Si acuarteló allí sus tropas durante la noche, sólo tuvo que cruzar el Skanse para rodearnos.

Carcolo soltó un gruñido.

—Quizá hayamos subestimado a Joaz Banbeck. —Se hundió en su litera gimiendo—. Bueno, ¿cuáles son nuestras pérdidas?

El recuento arrojó lúgubres resultados. Del ya insuficiente escuadrón de juggers, sólo quedaban seis dragones. De una fuerza de cincuenta y dos diablos, sobrevivían cuarenta, y de éstos, cinco estaban gravemente heridos. Entre los horrores azules y los asesinos, había grandes pérdidas. Un gran número había sido destrozado en el primer choque. Otros muchos se habían despeñado por las lomas destrozándose los cascos armados entre los detritus. Entre los cien hombres, doce habían perecido alcanzados por balas, otros catorce por ataques de dragones. Algunos más estaban heridos en diversos grados.

Carcolo yacía con los ojos cerrados y moviendo la boca débilmente.

—El terreno fue lo que nos salvó —dijo Giwen—. Joaz Banbeck no quiso descender con sus tropas hasta la quebrada. Si hubo algún error táctico de alguno de los ejércitos, fue suyo. Llevó un número insuficiente de dragones araña y de horrores azules.

—¡Menudo consuelo! —gruñó Carcolo—. ¿Dónde está el grueso del ejército?

—Tenemos una buena posición en Sierra Dangle. No hemos visto ningún explorador de Banbeck, ni hombres ni dragones. Debe creer que hemos retrocedido hasta el valle. En cualquier caso, sus fuerzas principales aún están agrupadas en el Skanse.

Carcolo, con un inmenso esfuerzo, se puso de pie.

Tambaleándose, cruzó el camino para observar el dispensario. Había cinco diablos metidos en tanques de bálsamo, resoplando y gimiendo. Un horror azul gemía sujeto mientras los cirujanos cortaban fragmentos rotos de armaduras de su carne gris. Mientras Carcolo miraba, uno de los diablos se alzó sobre sus patas delanteras, las branquias llenas de espuma. Lanzó un agudo y peculiar bramido y cayó muerto en el tanque de bálsamo.

Carcolo se volvió a Givven.

—Esto es lo que has de hacer: Joaz Banbeck ha enviado sin duda patrullas de avanzada. Retírate a lo largo de Sierra Dangle. Luego, ocultándote de las patrullas, introdúcete en uno de los Collados Despoire. El Collado Tourmaline servirá. Mi idea es ésta: Banbeck supondrá que te retiras a Valle Feliz, así que se dirigirá rápidamente al sur por detrás del Fang para atacarte cuando bajes de Sierra Dangle. Cuando él pase por debajo del Collado Tourmaline, tú tendrás ventaja. Quizá puedas destruir allí a Joaz Banbeck con todas sus tropas.

Bast Givven movió la cabeza con decisión.

—¿Y si sus patrullas nos localizan a pesar de nuestras precauciones? No tienen más que seguirnos el rastro y embotellarnos en el Collado Tourmaline, donde no tendríamos más escape que a través de Monte Despoire o por el Páramo de Starbreak. Y si nos aventuramos por el páramo, sus juggers nos destruirán en cuestión de minutos.

Ervis Carcolo se derrumbó de nuevo en su litera.

—Que las tropas regresen a Valle Feliz. Nos reagruparemos y esperaremos otra ocasión.