IV
TRAS CRUZAR LA FLORESTA, salió a una vega en cuya parte más alejada, quizás a unos cien metros, se hallaba la parte posterior del primer hangar. Se detuvo para pensar.
En aquel asunto intervenían varios factores. Primero, los meks de mantenimiento podían no tener aún conocimiento de la revuelta, debido a la estructura metálica que les aislaba del contacto radiofónico. Pensándolo un poco, era algo poco probable, al considerar el cuidadoso plan urdido por los meks. Segundo, los meks actuaban como un organismo colectivo puesto que estaban en constante comunicación con sus hermanos. El conjunto funcionaba mejor que sus partes y el individuo no era propenso a la iniciativa. Por tanto, probablemente la vigilancia no fuese excesiva. Tercero, si esperaban que alguien intentase acercarse, necesariamente tendrían que vigilar más estrechamente la ruta que él se proponía tomar.
Xanten prefirió permanecer oculto durantes otros diez minutos, esperando que el sol poniente brillase a sus espaldas, y así cegara a cualquiera que pudiera estar vigilando.
Pasaron los diez minutos. Los hangares, bañados por la luz del sol, se alzaban largos, altos, y en completo silencio.
En la vega, la alta y dorada hierba se agitaba e inclinaba por una fresca brisa.
Tras respirar profundamente, Xanten sopesó su bolsa, preparó sus armas, siguió adelante, sin que ni siquiera se le ocurriese arrastrarse por la hierba.
Llegó a la parte posterior del hangar más próximo sin novedad. Pegó el oído al metal y no oyó nada. Caminó hacia la esquina, mirando a todos los lados: no había rastro alguno de vida. Se encogió de hombros. Parecía que todo estaba bien, así que se dirigió a la puerta.
El sol poniente proyectaba una sombra negra delante de él mientras caminaba junto al hangar. Llegó a la puerta que daba a la oficina del hangar. No iba a conseguir nada teniendo miedo, así que empujó la puerta y entró.
Las oficinas estaban vacías. Las mesas, ante las que durante siglos se habían sentado subordinados, para calcular facturas y cuentas de embarque, ahora estaban vacías, brillantes y sin polvo. Las computadoras y bancos de información, esmalte blanco, cristal, interruptores blancos y rojos, tenían la apariencia de haber sido instalados el día anterior.
Xanten se encaminó a la lámina de cristal que dominaba el suelo del hangar, ensombrecido bajo la mole de la nave.
Aunque sobre el suelo del hangar, en montones e hileras, había elementos y piezas de montaje del mecanismo de control de la nave, no vio ningún mek. Los paneles de servicios estaban muy abiertos, mostrando de dónde se habían sacado las piezas.
Xanten abandonó la oficina y entró en el hangar. La nave espacial había sido desmantelada, la habían desmontado completamente» Xanten contempló las hileras de piezas. Algunos sabios de los diversos castillos eran expertos en teoría de transferencia espacio-tiempo; S. X. Rosenhox de Maraval había deducido incluso una serie de ecuaciones que, traducidas a mecánica, eliminaba el engorroso Efecto Hamus. Pero ni un solo caballero, aunque fuera tan desmemoriado para con el honor personal como para rebajarse a coger una herramienta, sabría cómo reemplazar, conectar y ajustar los mecanismos apilados en el suelo del hangar.
¿Cuándo se había realizado aquel maléfico trabajo? Resultaba imposible saberlo. Xanten regresó a la oficina, salió de nuevo al crepúsculo y caminó hasta el siguiente hangar. Tampoco allí había meks. Allí también habían vaciado la nave espacial de sus mecanismos de control. Xanten se dirigió al tercer hangar; se encontró con la misma situación.
En el cuarto hangar consiguió captar débiles sonidos de actividad. Entró en la oficina y miró por el panel de vidrio hacia el hangar: los meks trabajaban allí con su habitual economía de movimiento, en un casi total y sospechoso silencio.
Xanten, cansado ya de su recorrido a través de la floresta, se enfureció ante la fría destrucción de su propiedad. Se lanzó hacia el hangar. Palmeándose el muslo para llamar la atención, gritó con voz ronca:
—¡Volved a poner las piezas en su sitio! ¿Cómo osáis, sabandijas, actuar de este modo?
Los meks giraron sus vacíos semblantes, le estudiaron a través de sus racimos de lentes a cada lado de sus cabezas.
—¿Qué? —bramó Xanten—. ¿Vaciláis?
Sacó su látigo de acero, que habitualmente era más un símbolo que un instrumento de castigo, y golpeó con él el suelo.
—¡Obedeced! ¡Esta ridícula revuelta se ha terminado!
Los meks estaban dubitativos, los acontecimientos oscilaban en la balanza. Aunque se estaban transmitiendo mensajes, valorando las circunstancias, estableciendo un consenso, ninguno emitía sonido alguno. Xanten no les podía permitir ninguna pausa. Avanzó hacia ellos, enarbolando el látigo, golpeándoles en la única parte en que los meks sentían dolor: la viscosa cara.
—A vuestros deberes —gruñó—. Menudo equipo de mantenimiento que sois. ¡Un equipo de destrucción sería el nombre más apropiado!
Los meks emitieron una especie de resoplido que podía significar cualquier cosa. Retrocedieron y, entonces, Xanten pudo ver a uno que estaba en la escalerilla por la que se accedía a la nave: era el mek más grande que jamás antes él hubiera visto y, en cierto modo diferente. Aquel mek le estaba apuntando directamente a la cabeza con un rifle automático. Con un rápido movimiento circular se liberó de un mek que había saltado hacia adelante con un cuchillo en la mano y, ante la indecisión del mek, disparó y destruyó al mek que estaba en la escalerilla, pese a que el proyectil sólo le pasó rozándole la cabeza. Sin embargo, los otros meks, se lanzaron al ataque. Todos se adelantaron. Apoyado como podía en el casco, Xanten les disparaba a medida que iban llegando, moviendo la cabeza una vez para evitar un trozo de metal, luego para tratar de coger un cuchillo lanzado y arrojarlo a la cara del que lo había lanzado.
Al fin, los meks retrocedieron y Xanten supuso que habían acordado una nueva táctica: o bien ir a buscar armas, o encerrarle en el hangar. En cualquier caso, él allí ya no tenía nada que hacer. Movió el látigo rápida y ágilmente y se abrió paso hasta la oficina. Con herramientas, barras de metal y piezas de hierro golpeando el cristal detrás de él, atravesó la oficina y salió a la noche.
No miró hacia atrás.
La luna llena estaba saliendo; un gran globo amarillo que emitía un humoso resplandor azafrán, como una lámpara antigua. Los ojos de los meks no estaban adaptados para ver en la noche, y Xanten esperó junto a la puerta. No tardaron en llegar, y Xanten les cortaba el cuello a medida que se acercaban.
Los meks retrocedieron para refugiarse en el interior del hangar. Secando la hoja y sin mirar a derecha ni izquierda, Xanten volvió a recorrer el camino por el que había venido. Enseguida se detuvo. La noche era joven. Algo le rondaba por su mente, era el recuerdo del mek que había disparado el rifle automático. Era más alto, probablemente más broncíneo que los demás, pero, lo que más le había impresionado era que había desplegado una indefinible desenvoltura, casi autoridad, aunque tal palabra, utilizada en relación con los meks era anómala. Por otro lado, alguien tenía que haberse encargado de planear la revuelta o, al menos, originado el concepto de revuelta en un principio.
Quizá valiese la pena ampliar el reconocimiento, aunque su información primaria había quedado confirmada.
Xanten retrocedió y cruzó la zona de aterrizaje, dirigiéndose a las barracas y los garajes. Una vez más, frunciendo con desagrado el entrecejo, comprendió la necesidad de discreción. ¿Qué tiempos eran aquellos en los que un caballero tenía que esconderse para evitar a criaturas como los meks? Subió a escondidas por detrás de los garajes, donde había una media docena de vehículos de energía.3
Xanten se quedó contemplándolos. Todos eran del mismo tipo, una estructura metálica con cuatro ruedas y una hoja de movimiento de tierra al frente. El depósito de jarabe tenía que estar cerca.
Rápidamente, Xanten descubrió una serie de recipientes. Cargó una docena de ellos en un vehículo próximo y, con el cuchillo, rajó el resto, de modo que el jarabe se vertió por el suelo. Los meks utilizaban una mezcla algo distinta; su jarabe estaría almacenado en otro lugar, probablemente en el interior de las barracas. Xanten se subió al vehículo, giró la llave «despierto», pulsó el botón de «en marcha», tiró de una palanca que ponía las ruedas en movimiento inverso. El vehículo reculó dando bandazos. Xanten lo paró, girándolo hasta colocarlo delante de las barracas. Hizo lo mismo con otros tres. Luego, uno tras otro, los puso a todos en marcha.
Rodaron hacia adelante. Las hojas cortaron la pared metálica de las barracas, el techo se hundió. Los vehículos no se detuvieron, sino que continuaron, arrollando el interior, destrozándolo todo a su paso.
Mientras hacía esto, Xanten sentía una gran satisfacción. Regresó al vehículo que había reservado para su uso personal, se sentó y esperó. Ningún mek salía de las barracas. Por lo visto, estaban vacías, todo el personal estaba en los hangares. Pero, al menos habían sido destruidas las reservas de jarabe. Así que muchos de ellos morirían de hambre.
Evidentemente atraído por los ruidos de destrucción, un mek venía desde los hangares. Xanten se agachó en el asiento y, cuando pasó, le enrolló el látigo alrededor del rechoncho cuello. Se alzó; el mek rodó por el suelo.
Xanten bajó del vehículo y le quitó el rifle automático. Delante suyo tenía a otro de los grandes meks, y Xanten se dio cuenta de que no llevaba la bolsa del jarabe, era un mek en estado original. ¡Asombroso! ¿Cómo sobrevivía la criatura? De pronto empezó a formularse muchas y nuevas preguntas; y, como mucho, sólo unas cuantas tenían respuesta. Situándose sobre la cabeza de la criatura, Xanten cortó las largas púas-antena que surgían de la nuca del mek. Ahora se encontraba aislado, solo, abandonado a sus propios recursos. Una situación que, sin duda, reduciría al más fornido mek a la apatía.
—¡Arriba! —ordenó Xanten—. ¡Sube a la parte posterior del vehículo! —Restañó el látigo para dar más fuerza a su orden.
Aunque al principio el mek parecía dispuesto a plantarle cara, tras un resoplido o dos, obedeció.
Xanten tomó asiento, puso el vehículo en marcha y lo dirigió hacia el norte. Los pájaros no serían capaces de transportarlos a él y al mek o, de hacerlo, gritarían y se lamentarían tan broncamente que alertarían a cualquiera. Podrían esperar o no hasta la hora fijada del ocaso del día siguiente. De una forma u otra, dormirían por la noche en un árbol, se despertarían furiosos e inmediatamente regresarían a Castillo Hagedorn.
El vehículo de energía rodó durante toda la noche, con Xanten en el asiento delantero y su cautivo encogido en la parte trasera.