En algunos aspectos, Gordon Dickson es un hombre heroico. Una vez recibí uno de sus libros de bolsillo por correo con una tarjeta adjunta que me pedía que lo leyese detenidamente y le indicase todas las cosas del libro que me pareciesen mal, para que así, la próxima vez, pudiese mejorar su estilo.

¡Y esto es heroico!

Pero también es estúpido, y me desentendí de ello. ¡Podía sentar un precedente!

Dejé mi posición muy clara. Siempre que alguien lee uno de mis libros y encuentra un error o defecto, le agradezco que me guarde el secreto. No quiero saberlo. Cuando yo pido crítica, lo único que quiero es aplauso. ¡Espero que quede claro!

Además, Gordie tiene esa capacidad del héroe literario de ser incólume a la bebida fuerte que, en ocasiones, le obligan a ingerir sus queridos y cordiales amigos. Cuando pasa esto, lo único que sucede es que su aureola general de benevolencia resplandece un poco más.

El verano pasado, Lester del Rey, uno de los pesos moscas de nuestro campo (en proporciones físicas, no en talento), parecía muy triste y yo me sentía preocupado, pues Lester es uno de mis favoritos, incluso cuando habla, que suele ser casi siempre.

—¿Qué pasa, Lester? —le pregunté.

—Que intenté emborrachar a Gordie —me contestó él.

—Lester —dije, sorprendido—, pero si abultas la mitad que él.

—Casi lo conseguí —dijo.

Casi murió, es lo que debería haber dicho.

Pero mi recuerdo más agudo de Gordie está relacionado con la Convención de Detroit de 1959. Roben Bloch estaba tan ocupado por presentarme a alguna chica que yo no conociese, que sospeché que allí pasaba algo. Logré localizara la chica y he de reconocer que me quedé asombrado. Medía casi un metro ochenta. Era hermosa, y Anita Ekberg a su lado parecía Audrey Hepburn. Comprendí todo inmediatamente. Presentarme y después de una profunda mirada, yo debía caer en muda catalepsia, destruyendo así totalmente mi reputación de viejo verde.

A duras penas pude controlarme y me acerqué a la joven dignamente, me presenté tembloroso, y le pedí que colaborase conmigo en una pequeña comedia. Siendo yo tan afable como bello, aceptó.

Así, cuando Bob Bloch nos presentó, tranquilamente, me acerqué a ella y chasqueé los dedos. Ella rodeó con su brazo mi cintura, me echó hacia atrás (era mucho más grande y más fuerte que yo y tenía que jugar el papel principal) y nos besamos. Fue el tema principal de todas las conversaciones durante la Convención.

Con aquella hermosa ventaja a mi favor, lo lógico sería pensar que no tendría rival. ¿Verdad que sí?

¡Pues no! El maldito Gordie Dickson intervino y me dejó aislado en algún punto de las regiones árticas.

Lo extraño es que se lo perdono. También él es encantador, comprendéis... Aunque, eso sí, de un modo totalmente distinto.

Soldado, no preguntes, ni ahora ni nunca, adonde van a guerrear tus banderas...