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POR PRIMERA VEZ, las placas de visión que permitían a Joaz Banbeck observar Valle Banbeck en toda su amplitud y extensión tenían una utilidad práctica.

Había planeado aquel sistema mientras se entretenía con una colección de viejas lentes, pero, rápidamente, había descartado el proyecto. Luego, un día, mientras comerciaba con los sacerdotes en la caverna del Monte Gethron, les había propuesto que le diseñaran y fabricaran los elementos ópticos del sistema.

El viejo sacerdote ciego que dirigía la operación de intercambio dio una respuesta ambigua. Quizá pudiesen considerar la posibilidad de aquel proyecto en determinadas circunstancias. Pasaron tres meses. Joaz Banbeck casi lo había olvidado cuando el sacerdote de la cueva de intercambio le preguntó a Joaz si aún seguía pensando instalar su sistema.

Joaz aceptó el trato que el sacerdote le propuso y regresó a Valle Banbeck con cuatro pesados cestos. Dio órdenes para que se construyesen los túneles necesarios, instaló las lentes y descubrió que, con el estudio a oscuras, podía observar toda la extensión del Valle Banbeck.

Ahora, con la nave de los básicos oscureciendo el cielo, Joaz Banbeck observaba en su estudio el descenso del gran casco negro.

Al fondo de la cámara, los cortinajes marrones se repararon. Sujetando la tela con rígidos dedos apareció la juglaresa Phade. Estaba pálida y sus ojos brillaban como ópalos.

—La nave de la muerte —dijo con voz áspera—. ¡Ha venido a recoger almas!

Joaz le dirigió una mirada pétrea y se volvió luego a la pantalla de cristal ahumado.

—La nave se ve con toda claridad.

Phade avanzó hacia Joaz, le cogió del brazo, y le hizo volverse para mirarle a la cara.

—¿Por qué no intentamos escapar a los Altos Jambles? ¡No dejemos que nos atrapen tan pronto!

—Nada te retiene —dijo Joaz con indiferencia—. Huye hacia donde quieras.

Phade le miró con los ojos en blanco. Luego, miró la pantalla. La gran nave negra se posaba con siniestra lentitud; los discos de proa y popa relumbraban ahora con tono opalino. Phade miró a Joaz y se mordió los labios.

—¿No tienes miedo?

—¿De qué serviría correr? —dijo Joaz con una leve sonrisa—. Sus rastreadores son más rápidos que los dragones asesinos. Pueden olerte a un kilómetro de distancia, localizarte en el centro mismo de los Jambles.

Phade se estremeció con supersticioso terror.

—Entonces prefiero que me cojan muerta —murmuró—. No quiero que me lleven viva.

Joaz soltó una brusca maldición.

—¡Mira dónde aterrizan! ¡En nuestro mejor campo de esfagnales!

—¿Y qué importa eso?

—¿Qué importa? ¿Vamos a dejar de comer porque ellos nos visiten?

Phade le miró desconcertada, incapaz de comprenderle. Fue arrodillándose lentamente e inició los gestos rituales del culto teúrgico. Colocó las manos a los lados con las palmas hacia abajo, y fue subiéndolas lentamente hasta que el dorso de la mano rozó la oreja y simultáneamente sacó la lengua; lo repitió una y otra vez fijando hipnóticamente su mirada en el vacío.

Joaz ignoró sus gesticulaciones, hasta que Phade, con la cara convertida en una fantástica máscara, comenzó a suspirar y a gemir. Entonces la golpeó en la cara con las haldas de su chaqueta.

—¡Déjate de locuras!

Gimiendo, Phade se derrumbó en el suelo. Joaz frunció los labios con irritación. Con ademán impaciente la obligó a ponerse de pie.

—Escucha, esos básicos no son ni vampiros ni ángeles de la muerte. No son más que pálidos dragones, el tronco genético básico de nuestros arañas. Así que déjate de tonterías, o mandaré a Rife que te saque de aquí.

—¿Por qué no te preparas? Lo único que haces es observarlos, sin hacer nada.

—Ya no puedo hacer nada más.

Phade lanzó un profundo suspiro, y contempló hoscamente la pantalla.

—¿Vamos a combatirles?

—Naturalmente.

—¿Cómo podemos enfrentarnos a poderes tan milagrosos?

—Haremos lo que podamos. Aún no se han encontrado con nuestros dragones.

La nave se posó en un campo de vides púrpura y verde al otro lado del valle, junto a la boca del Desfiladero de Clybourne. Se abrió la escotilla y de ella salió una rampa.

—Mira —dijo Joaz—. Ahí los tienes.

Phade contempló aquellas extrañas y pálidas formas que asomaban por la rampa.

—Parecen tan extraños y retorcidos como los rompecabezas de plata de los niños.

—Son los básicos. De sus huevos salieron nuestros dragones. Ellos han hecho lo mismo con los hombres; mira, allí están sus tropas pesadas.

De cuatro en cuatro, con ritmo preciso, desfilaron rampa abajo las tropas pesadas, y se detuvieron a unos cincuenta metros de la nave. Eran tres escuadrones de veinte soldados cada uno: bajos y corpulentos, con anchos y poderosos hombros, cuellos gruesos y expresiones torvas y rígidas. Vestían armaduras hechas con escamas superpuestas de metal negro y azul, y llevaban a la cintura un ancho cinturón del que colgaban la pistola y la espada. De sus hombros sobresalían charreteras negras de las que colgaban unas cortas haldas ceremoniales de tela negra que les caían por la espalda. Sus cascos iban coronados de una cresta de afiladas púas. Sus botas, que les llegaban hasta las rodillas, estaban provistas de cuchillas.

Salieron luego los básicos. Sus cabalgaduras eran seres que sólo remotamente se parecían a los hombres. Caminaban apoyándose en las manos y los pies, con la espalda curvada hacia arriba. Sus cabezas eran largas y peladas, y sus labios colgaban fláccidos. Los básicos les controlaban con leves golpes de látigo, y cuando llegaron al suelo comenzaron a galopar con viveza entre los cultivos. Entretanto, un equipo de tropas pesadas empujó rampa abajo un mecanismo de tres ruedas, enfocando la compleja embocadura de su cañón hacia la ciudad.

—Nunca se habían preparado con tanto cuidado —murmuró Joaz—. Ahí salen los rastreadores. ¿Sólo dos docenas? Quizá sean difíciles de criar. Las generaciones de los hombres se desarrollan lentamente; los dragones en cambio ponen un montón de huevos al año... Los rastreadores se desviaron a un lado y se agruparon en un inquieto y móvil equipo: eran delgadas criaturas de unos dos metros de altura, grandes y negros ojos saltones, narices ganchudas, pequeñas bocas fruncidas como para dar un beso. De sus estrechos hombros pendían largos brazos que se balanceaban como sogas. Mientras esperaban, flexionaban las rodillas, escrutando el valle, en constante e inquieta movilidad. Tras ellos, salió un grupo de artilleros, hombres no modificados que vestían sueltas y largas blusas de tela y sombreros, también de tela, verdes y amarillos. Llevaban consigo otros dos aparatos de tres ruedas, que inmediatamente comenzaron a ajustar y probar.

De pronto, todo el grupo pareció quedarse inmóvil y tenso.

Las tropas pesadas avanzaron con paso firme y rotundo, las manos prestas a empuñar pistolas y espadas.

—Ahí vienen —dijo Joaz.

Phade lanzó un brusco y desesperado gemido, se arrodilló e inició una vez más las gesticulaciones teúrgicas. Joaz, irritado, le ordenó que saliera del estudio. Se acercó a un panel equipado con un tablero de transmisión, cuya construcción había supervisado personalmente. Habló por tres de los teléfonos, cerciorándose de que sus defensas estaban dispuestas, y luego volvió a las pantallas de cristal ahumado.

Las tropas pesadas cruzaban el campo de esfagnales, los rostros firmes, duros, marcados con profundas arrugas. En ambos flancos, los artilleros arrastraban sus aparatos de tres ruedas, pero los rastreadores esperaban junto a la nave. Aproximadamente una docena de básicos cabalgaba tras las tropas pesadas, llevando a la espalda bulbosas armas.

A unos cien metros de la entrada del Camino de Kergan, fuera del-alcance de los mosquetes de Banbeck, los invasores se detuvieron. Uno de los soldados de las tropas pesadas se acercó a una de las máquinas de los artilleros, metió los hombros bajo un arnés y se irguió, arrastrando una máquina gris de la que brotaron dos globos negros. El soldado avanzaba hacia la ciudad como una enorme rata, mientras brotaba de los globos negros un gas, destinado a paralizar las corrientes neurológicas de los defensores de Banbeck e inmovilizarlos.

Sonaron explosiones. Nubecitas de humo surgieron de entre las rocas. Las balas dieron en el suelo sin alcanzar al soldado. Varias rebotaron en su armadura.

Inmediatamente, brotó de la nave un haz de rayos caloríficos que fue a dar contra las paredes rocosas. Desde su estudio, Joaz Banbeck sonrió. Las nubecitas de humo eran una treta. Los auténticos disparos llegaron de otras zonas. El soldado esquivó una lluvia de balas y corrió a refugiarse en el pórtico sobre el cual esperaban dos hombres. Afectados por el gas, se movían rígidamente, pero aún así, lograron empujar una gran piedra que cayó sobre el soldado, alcanzándole en el cuello y derribándole.

Moviendo brazos y piernas, se revolcó en el suelo. Luego, levantándose de un salto, corrió de nuevo hacia el valle, tambaleándose, y por fin cayó y, pataleando y estremeciéndose, quedó tendido.

El ejército de los básicos observaba sin mostrar la menor preocupación o interés.

Hubo un momento de inactividad. Luego surgió de la nave un campo de vibración invisible, que llegó hasta las paredes rocosas. En el punto donde les alcanzó, se alzaron nubes de polvo y comenzaron a desprenderse fragmentos de rocas. Un hombre que estaba apostado en un saliente cayó al vacío, descendió contorsionándose al caer a plomo desde sesenta metros de altura, y fue a estrellarse contra el fondo del valle. La vibración, al pasar por uno de los orificios de observación de Joaz Banbeck, penetró en su estudio, donde alzó una aullido que destrozaba los nervios. Pero por fin pasó y Joaz se frotó la dolorida cabeza.

Entretanto, los artilleros disparaban una de sus máquinas. Primero se produjo una apagada explosión, luego cruzó el aire una esfera gris. Mal dirigida, la esfera fue a chocar contra la pared rocosa, y estalló en una gran llamarada de gas blanco-amarillo. La máquina disparó una vez más, y en esta ocasión el proyectil cayó exactamente en el camino de Kergan, que ahora estaba desierto. No produjo efecto alguno.

Joaz, en su estudio, aguardaba preocupado. De momento, los básicos sólo habían tanteado la situación, no habían iniciado ninguna acción seria, cosa que no tardarían en hacer.

El viento dispersó el gas; la situación volvía a ser como la del principio. De momento no había más víctimas que aquel soldado de las tropas pesadas de los básicos y un escopetero de Banbeck.

Brotó de la nave un haz áspero y firme de llamas rojas. Las rocas del pórtico se fragmentaron. Las tropas pesadas reemprendieron su avance.

Joaz habló por teléfono, recomendando precaución a sus capitanes, diciéndoles que no contraatacasen para no exponerse a una nueva bomba de gas.

Pero las tropas pesadas penetraron por el Camino de Kergan, lo cual para Joaz constituía un acto de imprudencia. Dio una escueta orden.

De los pasadizos y zonas próximas salieron sus dragones: horrores azules, diablos.

Los corpulentos soldados de las tropas pesadas contemplaron boquiabiertos a los dragones. ¡Aquellos eran adversarios inesperados! El camino de Kergan retumbó con sus gritos y órdenes. Primero retrocedieron pero luego, con el valor que da la desesperación, lucharon ferozmente. Por todo el Camino de Kergan se encendió la batalla.

Enseguida ciertos hechos se hicieron evidentes. En el estrecho desfiladero ni las pistolas de las tropas pesadas ni las colas con bolas de acero de los diablos resultaban eficaces. Las espadas eran inútiles contra las escamas de los dragones, pero las garras de los horrores azules, las hachas, espadas, garras y uñas de los diablos causaban estragos entre las tropas pesadas. Si un soldado de éstas y un araña se enfrentaban, sus fuerzas quedaban más o menos equilibradas; sin embargo, si un soldado apresaba a un dragón con sus corpulentos brazos, podía arrancarle los brazuelos y romperle el cuello. Pero si dos o tres dragones se enfrentaban a un solo soldado, éste estaba perdido. Cuando intentaba atacar a uno, el otro le destrozaba las piernas, le cegaba o le degollaba.

Así que los soldados tuvieron que retroceder hacia el valle, dejando a veinte de sus compañeros muertos en el Camino de Kergan. Los hombres de Banbeck abrieron fuego otra vez, pero con pobre resultado.

Desde su estudio, Joaz seguía observando, ahora se preguntaba qué táctica adoptarían los básicos. Pronto lo supo. Las tropas pesadas se reagruparon y se detuvieron jadeantes, mientras los básicos iban y venían recibiendo información, asesorando, advirtiendo, dando órdenes.

Brotó de la nave negra un ramalazo de energía que golpeó la pared rocosa situada sobre el Camino de Kergan. El impacto hizo que el estudio se tambalease.

Joaz se apartó de las placas de visión. ¿Y si un rayo alcanzaba una de sus lentes de captación? ¿Se reflejaría la energía de una lente a otra cayendo directamente sobre él?

Abandonó su estudio cuando éste se estremeció ante una nueva explosión.

Corrió a través de un pasadizo, bajó por una escalera, y salió a una de las galerías centrales, donde parecía reinar una gran confusión. Pálidas mujeres y niños retrocedían hacia las profundidades de las montañas, empujando a dragones y hombres que, con arreos de combate, penetraban por uno de los nuevos túneles. Joaz observó la escena durante unos instantes para convencerse de que se trataba de confusión y no de pánico. Y luego se unió a sus guerreros en el túnel que conducía hacia el norte.

En alguna era anterior, todo un sector del acantilado rocoso de la cabecera del valle se había desprendido, creando toda una selva de piedras y rocas: los Jambles de Banbeck. A través de una hendidura, allí se abría el nuevo túnel, al que Joaz y sus guerreros fueron a salir. Tras ellos, al fondo del valle, retumbaban las explosiones: la nave negra había empezado a destruir Ciudad Banbeck.

Joaz, tras una roca, observaba furioso, mientras comenzaban a desprenderse de la pared rocosa grandes fragmentos de tierra.

Luego, asombrado, observó que las tropas de los básicos habían recibido un extraordinario refuerzo: ocho gigantes de estatura doble a la de un hombre normal, monstruos con pechos como barriles, brazos y piernas nudosos, ojos pálidos y greñas de leonino pelo. Llevaban armaduras marrones y rojas con charreteras negras y espadas, mazas y cañones de rayos a la espalda.

Joaz reconsideró la situación. La presencia de los gigantes no le obligaba a variar su estrategia básica, que de todos modos era un tanto vaga e intuitiva. Debía prepararse para sufrir pérdidas, y lo único que podía esperar era causar pérdidas aún mayores en los básicos. Pero, ¿acaso se preocupaba por la de sus dragones? Y si destruían Ciudad Banbeck y arrasaban el valle, ¿cómo podía él causarles un daño equivalente?

Miró por encima del hombro hacia las altas escarpaduras blancas, preguntándose hasta qué punto había acertado en sus cálculos sobre la posición de la caverna de los sacerdotes. Pero tenía que actuar. Había llegado el momento.

Señaló a un niño, a uno de sus propios hijos, que inspiró profundamente y se lanzó a ciegas fuera de su cobijo entre las rocas y comenzó a correr atropelladamente por el valle. Un instante después, su madre corrió tras él, logró atraparle y arrastrarlo de nuevo a los Jambles.

—Bien hecho —dijo Joaz, felicitándoles—. Muy bien.

Con cautela, volvió a mirar por entre las rocas. También los básicos miraban detenidamente en aquella dirección.

Durante unos instantes, mientras Joaz temblaba de ansiedad, pareció como si no hubiesen advertido su maniobra. Hablaron, llegaron a una decisión, y con sus látigos golpearon las ancas de sus monturas. Éstas cabriolearon y se lanzaron al galope hacia la parte norte del valle. Los rastreadores les siguieron, y tras ellos comenzaron a avanzar las tropas pesadas. Los artilleros fueron tras éstas con sus máquinas de tres ruedas, y cerrando la marcha, imponentes, iban los ocho gigantes.

A través de los campos de esfagnales y guisantes, sobre vides, setos, campos de fresas y plantíos de vainas de aceite, avanzaban los invasores, destruyendo todo cuanto encontraban a su paso con malévola satisfacción. Los básicos se detuvieron prudentemente ante los Jambles de Banbeck, y los rastreadores se adelantaron corriendo como perros, subiéndose a las primeras rocas, olisqueando el aire para detectar algún olor, atisbando, escuchando, señalando, moviéndose inquietos de un lado a otro y haciéndose entre sí dudosos gestos. Las tropas pesadas avanzaron con precaución, y su proximidad espoleó a los rastreadores.

Abandonando su cautela, se adentraron en el corazón de los Jambles, lanzando chillidos de aterrada consternación cuando cayeron sobre ellos una docena de horrores azules. Sacaron sus pistolas caloríficas, quemando, en su nerviosismo, a amigos y enemigos. Los horrores azules les destrozaron con sedosa ferocidad, mientras ellos chillaban pidiendo ayuda, pataleaban y se debatían, y algunos lograban huir tan precipitadamente como habían avanzado.

De los veinticuatro, sólo doce volvieron al valle; y cuando lo hicieron, cuando incluso gritaban ya llenos de alivio al verse lejos de la muerte, cayó sobre ellos un escuadrón de asesinos cornilargos, que acabó definitivamente con ellos.

Las tropas pesadas avanzaron con ásperos gritos de rabia, apuntando con sus pistolas, agitando sus espadas; pero los asesinos cornilargos retrocedieron buscando el cobijo de las rocas.

Dentro de los Jambles, los hombres de Banbeck se habían apropiado de las pistolas caloríficas abandonadas por los rastreadores. Avanzando cautelosamente, intentaron alcanzar con ellas a los básicos. Pero, no acostumbrados a usarlas, no supieron graduar adecuadamente el foco y condensar la llama. Los básicos sólo quedaron levemente chamuscados. Espolearon sus monturas y retrocedieron rápidamente, situándose fuera de su alcance. Las tropas pesadas, deteniéndose a menos de treinta metros de los Jambles, lanzaron una andanada de proyectiles explosivos que mataron a dos caballeros de Banbeck y obligaron a los demás a retroceder.