XII
PATEANDO NERVIOSO, PROFIRIENDO MALDICIONES, Ervis Carcolo esperaba en la boca de la Cañada de Clybourne.
Por su imaginación iban desfilando, una tras otra, las posibilidades de desastre. Los básicos podrían ceder ante las dificultades que ofrecía Valle Banbeck y marcharse. Joaz Banbeck podría atacar cruzando el valle por terreno abierto para salvar Ciudad Banbeck de la destrucción y perecer por ello. Bast Givven podría ser incapaz de controlar a los desalentados hombres y a los inquietos dragones de Valle Feliz. Cualquiera de estas circunstancias se podrían producir, y cualquiera de ellas acabaría con los sueños de gloria de Carcolo y le convertiría en un hombre destrozado.
Paseaba arriba y abajo pisoteando el suelo de granito. Continuamente dirigía su mirada hacia Valle Banbeck. Y se volvía cada pocos segundos, ansioso por ver perfilarse las formas oscuras de sus dragones y las siluetas más altas de sus hombres.
Junto a la nave de los básicos esperaban los restos de dos escuadrones de tropas pesadas: los que habían sobrevivido al primer ataque y las reservas. Se agrupaban silenciosos, observando la destrucción de Ciudad Banbeck. Fragmento a fragmento, los picos, torres y paredes rocosas que habían albergado a la población de Banbeck se desmoronaban en un creciente montón de escombros. Y contra los Jambles caían incluso descargas más fuertes. Las rocas se rompían como huevos. Sus fragmentos se desparramaban por el valle.
Pasó media hora. Ervis Carcolo esperaba sombrío, sentado en una roca.
Un rumor, un roce de pasos: Carcolo se incorporó de un salto. Recortándose en el horizonte, avanzaban los tristes restos de su ejército, los hombres desalentados, los dragones malhumorados e inquietos, y sólo un puñado de diablos, horrores azules y asesinos.
Carcolo se sintió abatido. ¿Qué se podía conseguir con fuerzas tan escasas como aquéllas? Respiró profundamente. ¡Hay que mostrar coraje! ¡No hay que rendirse nunca! Adoptando su actitud más optimista y bravucona, avanzó hacia ellos y gritó:
—¡Hombres y dragones! Hoy hemos conocido la derrota, pero la jornada no ha terminado aún. La hora de la redención ha llegado; ¡nos vengaremos tanto de los básicos como de Joaz Banbeck!
Escudriñó las caras de sus hombres, buscando un brillo de entusiasmo. Ellos le devolvieron la mirada sin interés. Los dragones, que comprendían menos, resoplaban suavemente, silbaban y suspiraban.
—¡Hombres y dragones! —bramó Carcolo—. Supongo que me preguntaréis cómo podremos alcanzar esa gloria. Y yo os contesto: ¡seguidme adonde me dirijo! ¡Luchad donde yo luche! ¿Qué nos importa ya la muerte si nuestro valle ha sido arrasado?
Miró de nuevo las tropas, descubriendo nuevamente sólo indiferencia y apatía. Ahogando la frustración que sentía, se volvió e inició la marcha.
—¡Adelante! —gritó ásperamente por encima del hombro, y sobre su bamboleante araña comenzó a descender por la Cañada de Clybourne.
Con igual vehemencia, la nave de los básicos castigaba los Jambles y Ciudad Banbeck. Desde un saliente situado en el borde oeste del valle, Joaz Banbeck contemplaba la destrucción de su ciudad. Viviendas y cámaras excavadas laboriosamente en las rocas, alisadas y pulimentadas por generaciones... Todo destruido, pulverizado. Ahora, el objetivo sería el picacho en el que se hallaban los aposentos privados de Joaz Banbeck, con su estudio, su taller de trabajo y el Relicarium de los Banbeck.
Joaz agitó los puños, enfurecido por su propia impotencia. El objetivo de los básicos era evidente. Se proponían destruir Valle Banbeck, exterminar en la medida de lo posible a los hombres de Aerlith... ¿Y quién podía impedírselo?
Joaz estudió los Jambles. El antiguo talud había sido prácticamente arrancado de la pared rocosa. ¿Dónde estaba la abertura que daba a la gran caverna de los sacerdotes? Sus meditadas hipótesis se desvanecían en la inutilidad. Antes de una hora no quedaría nada de Ciudad Banbeck.
Joaz procuraba dominar la sensación de fracaso que le invadía. ¿Cómo detener aquella destrucción? Se obligó a sí mismo a hacer cálculos y a planear posibles maniobras. Un ataque cruzando el valle por terreno abierto indudablemente equivalía al suicidio. Pero detrás de la nave negra se abría un paso similar a aquél en que estaba oculto Joaz: La Cañada de Clybourne. La entrada de la nave estaba abierta, los soldados de las tropas pesadas se agrupaban despreocupadamente junto a ella. Joaz meneó la cabeza con un gesto de amargura. Resultaba imposible que los básicos no advirtieran una amenaza tan evidente.
De todos modos... ¿no podrían pasar por alto, en su arrogancia, la posibilidad de un acto tan insolente?
Joaz, indeciso, vacilaba. Y entonces, una andanada de proyectiles explosivos hendió el picacho que albergaba sus aposentos. El Relicarium, el antiguo tesoro de los Banbeck, iba a ser destruido. Joaz hizo un gesto desesperado, se levantó de un salto y llamó al más próximo de sus dragoneros:
—Reúne a los asesinos, a tres escuadrones de dragones, a dos docenas de horrores azules, diez diablos y todos los caballeros. Vamos a subir hasta la Linde de Banbeck. Bajaremos por la Cañada de Clybourne. Atacaremos la nave.
Partió el dragonero. Joaz se entregó a la sombría contemplación del desastre. Si los básicos pretendían tenderle una trampa, lograrían sus propósitos.
Regresó el dragonero.
—Las tropas están dispuestas.
—Entonces, vamos.
Hombres y dragones iban subiendo hasta la Linde de Banbeck. Desviándose luego hacia el sur, llegaron a la boca de la Cañada de Clybourne.
Un caballero de los que encabezaban la columna hizo de pronto la señal de alto. Cuando Joaz se aproximó, indicó las señales que se veían en el lecho de la cañada.
—Hace poco han pasado por aquí dragones y hombres. Joaz examinó las huellas.
—Y han descendido por la cañada.
—Sí, no hay duda.
Joaz envió a un grupo de exploradores que pronto regresaron al galope.
—¡Ervis Carcolo está atacando la nave con hombres y dragones! Joaz espoleó su araña y se lanzó por el sombrío paso, seguido por su ejército.
Cuando se aproximaba a la desembocadura de la cañada, llegaron a sus oídos los gritos de la batalla. Irrumpiendo en el valle, Joaz se vio ante una escena de desesperada carnicería. Los dragones de Carcolo y los soldados de las tropas pesadas de los básicos se acuchillaban y se destrozaban unos a otros ¿Dónde estaba Ervis Carcolo? Joaz galopó apresurado hasta la escotilla de la nave. ¡Estaba abierta de par en par! ¡Entonces Ervis Carcolo había logrado abrirse paso hasta el interior de la nave!
¿Una trampa? ¿O había puesto en práctica Carcolo el plan del propio Joaz de apoderarse de la nave? ¿Y las tropas pesadas? ¿Sacrificarían los básicos a cuarenta soldados para capturar un puñado de hombres? No parecía razonable... Pero las tropas pesadas parecían rehacerse. Habían formado una falange y concentraban la energía de sus armas en los dragones que aún les hacían frente. ¿Una trampa? Si así era, había resultado eficaz... A menos que Ervis Carcolo hubiese logrado ya apoderarse de la nave. Joaz se irguió en su silla e hizo una seña a sus tropas.
—¡Al ataque!
Los soldados de las tropas pesadas estaban sentenciados. Los asesinos zancudos les atacaban por encima, los asesinos cornilargos por debajo, los horrores azules desgarraban, destrozaban, desmembraban. La batalla estaba decidida; pero Joaz, con hombres y dragones, había irrumpido ya rampa arriba. Del interior de la nave llegaban un rumor y una palpitación de motores y también sonidos humanos... Alaridos y gritos de furia.
La imponente masa de la nave paralizó a Joaz. Se detuvo y atisbo indeciso el interior. Tras él aguardaban sus hombres, murmurando por lo bajo.
Joaz se preguntó a sí mismo: «¿Soy yo tan valiente como Ervis Carcolo? ¿Qué es el valor, de todos modos? Estoy muerto de miedo: no me atrevo a entrar. Pero tampoco me atrevo a quedarme aquí fuera». Desechó toda precaución y se lanzó al interior, seguido por sus hombres y por una horda de ansiosos dragones.
En cuanto penetró en la nave, Joaz se dio cuenta de que Ervis Carcolo no había logrado sus propósitos. Las pistolas aún cantaban y silbaban sobre él. Los aposentos de Joaz saltaban en fragmentos. Otra tremenda andanada se abatió sobre los Jambles, dejando al descubierto la piedra desnuda de la pared rocosa y lo que se ocultaba tras ella: el borde de una gran abertura.
Joaz, dentro de la nave, se encontró ante una antecámara. La escotilla interna estaba cerrada. Avanzó cautelosamente y atisbo por la abertura rectangular que había, observando lo que parecía un gabinete o una sala de recreo. Ervis Carcolo y sus caballeros estaban acuclillados junto a la pared del fondo, vigilados con indiferencia por una veintena de artilleros. Un grupo de básicos descansaba en una alcoba contigua, relajados, tranquilos, en actitud contemplativa.
Carcolo y sus nombres no estaban completamente derrotados. Joaz vio a Carcolo lanzarse con furia hacia adelante, pero un estallido púrpura de energía le golpeó, lanzándole contra la pared.
Uno de los básicos de la alcoba miró a través de la cámara interna y advirtió la presencia de Joaz Banbeck. Movió uno de sus brazuelos y accionó una varilla. Sonó un timbre de alarma y la puerta exterior se cerró. ¿Una trampa? ¿Un sistema de emergencia? Daba igual. Joaz hizo una seña a cuatro hombres que arrastraban un pesado objeto.
Éstos se adelantaron, se arrodillaron y emplazaron cuatro de los cañones de rayos que los gigantes habían llevado a los Jambles.
Joaz bajó el brazo. Un cañón retumbó; el metal se astilló, se fundió; la atmósfera se llenó de acres olores. El agujero todavía resultaba demasiado pequeño.
—¡Otra vez!
Flameó el cañón; la escotilla interna desapareció.
Por la abertura salieron los artilleros, disparando sus pistolas energéticas. En las filas de Banbeck se abrió una franja de fuego púrpura. Los hombres se doblaron, cayeron con las manos crispadas y los rostros contorsionados. Antes de que el cañón pudiese responder, unas masas de escamas rojizas avanzaron: los dragones. Silbando y rugiendo, cayeron sobre los artilleros y penetraron en la cámara. Se detuvieron frente a la alcoba ocupada por los básicos, estaban invadidos por el asombro. Los hombres que había allí guardaron silencio. Incluso Carcolo contemplaba la escena con fascinación.
Los básicos contemplaban a aquellos seres de su mismo linaje, y tanto unos como otros vieron en los contrarios su propia caricatura. Los dragones avanzaron con siniestra parsimonia. Los básicos agitaron sus brazuelos, silbaron, chillaron. Los dragones entraron en la alcoba.
Se alzó un horroroso estruendo de golpes y gritos. Joaz, sintiendo repugnancia a un nivel elemental, se vio obligado a desviar la vista. La lucha acabó muy pronto.
En la alcoba se hizo el silencio. Joaz se volvió a mirar a Ervis Carcolo, que le miró a su vez, inmovilizado por la cólera, la humillación, el dolor y el miedo.
Por último, Carcolo recuperó el habla y tras hacer un torpe gesto de amenaza y cólera, rezongó:
—Lárgate de aquí. Esta nave es mía. ¡Si no quieres morir a mis manos, déjame lo que he conquistado!
Joaz rió despectivamente y dio la espalda a Carcolo, que contuvo el aliento y, profiriendo una maldición, se lanzó hacia adelante. Bast Givven le sujetó y le hizo retroceder. Carcolo se debatía. Givven le habló al oído con vehemencia, y Carcolo por fin, medio gimiendo, se tranquilizó.
Entretanto, Joaz examinó la cámara. Las paredes eran pálidas, grises; el suelo estaba cubierto por una espuma oscura. No se veía ningún foco de luz, pero la luz parecía brotar de todas partes, como si se desprendiese de las paredes. El aire despertaba un hormigueo en la piel y tenía un olor desagradablemente acre: un olor que Joaz no había advertido hasta entonces. Tosió. Notó un zumbido en los tímpanos.
La aterradora sospecha se convirtió en certeza. Pesadamente se lanzó hacia la escotilla, haciendo señas a sus tropas.
—¡Salid, nos envenenan!
Salió a la rampa tambaleándose y aspiró una bocanada de aire fresco. Le siguieron sus hombres y los dragones, y luego, en una tambaleante riada, Ervis Carcolo y sus hombres. El grupo se detuvo bajo el casco de la gran nave, jadeando y saltando con las piernas rígidas y los ojos turbios y lacrimosos.
Sobre ellos, indiferentes a su presencia o sin advertirla, los cañones de la nave lanzaron otra andanada. El picacho que albergaba los aposentos de Joaz vaciló y se derrumbó. Los Jambles no eran ya más que una masa de fragmentos de rocas amontonadas bajo una gran abertura. Dentro de la abertura, Joaz divisó una forma oscura, un brillo, un resplandor, una estructura... Luego, un horrible sonido que retumbó a su espalda le distrajo. Una nueva unidad de tropas pesadas había salido de una escotilla del otro extremo de la nave. Esta nueva unidad la componían tres nuevos escuadrones de veinte hombres cada uno, e iban acompañados de una docena de artilleros, con cuatro proyectiles móviles.
Descorazonado, Joaz retrocedió.
Contempló sus propias tropas. No estaban en condiciones de atacar ni de defenderse. Sólo quedaba una alternativa: la retirada.
—Retirémonos por la Cañada de Clybourne —dijo ásperamente.
A tumbos, totalmente agotados, los restos de los dos ejércitos huyeron por la parte delantera de la gran nave negra. Tras ellos avanzaban con paso acelerado las tropas pesadas, pero sin llegar a darles alcance.
Rodeando la nave, Joaz se detuvo. En la boca de la Cañada de Clybourne esperaba un cuarto escuadrón de tropas pesadas, con otro artillero.
Joaz miró a derecha e izquierda, arriba y abajo del valle. ¿Hacia dónde huir, a dónde dirigirse? ¿A los Jambles? Ya no existían. De pronto, algo que se movía, lenta y poderosamente, en la abertura que antes ocultaba las rocas llamó su atención. Un objeto oscuro avanzó hacia el exterior. Joaz vio cómo se corría un paramento y resplandecía un brillante disco. Casi instantáneamente, una radiación de color azul lechoso brotó de él y penetró por el disco terminal de la nave de los básicos.
Dentro de la nave se oyó un estruendo de torturadora maquinaria que superó la escala por arriba y por abajo, hasta la inaudibilidad por ambos extremos. El brillo de los discos terminales se apagó. Se hicieron grises, opacos; el rumor de motores y vida que antes se desprendía de la nave dio paso a una calma letal. La nave estaba muerta, y su masa, sin ningún apoyo ya, se desmoronó.
Los soldados de las tropas pesadas, consternados contemplaron la nave que les había transportado hasta Aerlith. Joaz, aprovechándose de su indecisión, gritó:
—¡Retirada! ¡Hacia el norte del valle!
Las tropas pesadas obedecieron con docilidad. Los artilleros, sin embargo, les dieron orden de detenerse. Montaron sus armas apuntando hacia la caverna que había tras los Jambles. Dentro de la abertura, con fantástica rapidez, se movían formas desnudas. Hubo un lento cambio de voluminosa maquinaria, una alteración de luces y sombras, y el haz de radiación azul-lechoso brotó de nuevo.
Los artilleros con sus armas y dos tercios de las tropas pesadas se desvanecieron como polillas en un horno. Las tropas pesadas supervivientes se detuvieron, retrocediendo vacilantes hacia la nave.
En la desembocadura de la Cañada de Clybourne esperaba el otro escuadrón de tropas pesadas. El artillero estaba tendido sobre su artefacto de tres ruedas.
Hizo sus ajustes con nefasta precisión. En el interior de la abertura negra, los desnudos sacerdotes trabajaban furiosamente, y la tensión de sus músculos, sus corazones y sus mentes se transmitía a todos los hombres del valle. La radiación de luz azul-lechosa brotó de nuevo, pero con demasiada precipitación: deshizo la roca que había a unos cien metros al sur de la Cañada de Clybourne, y del artefacto de los artilleros brotó un haz de llamas verdes y anaranjadas. Segundos después, la boca de la caverna de los sacerdotes explotó en una violenta erupción. Saltaron por el aire rocas, cuerpos, fragmentos de metal, cristal y goma.
El sonido de la explosión fue tal que retumbó en todo el valle. El objeto oscuro de la caverna estaba destruido, no era más que esquirlas y fragmentos de metal.
Joaz resopló profundamente, expulsando el resto del gas venenoso a base de pura fuerza de voluntad. Hizo una seña a sus asesinos.
—¡A la carga! ¡Matad!
Los asesinos cargaron.
Las tropas pesadas se echaron al suelo, apuntando con sus armas, pero pronto perecieron. En la boca de la Cañada de Clybourne, el último escuadrón se lanzó a un ataque desesperado, siendo atacado al instante por dragones y horrores azules que se habían deslizado a lo largo de la pared rocosa. Un asesino degolló al artillero. No había ya resistencia alguna en el valle, y la nave quedaba indefensa ante cualquier posible ataque.
Joaz fue el primero en subir por la rampa, cruzó la entrada y entró en la cámara que ahora estaba en penumbra. El cañón capturado a los gigantes estaba donde sus hombres lo habían dejado.
Las puertas de los tres accesos a la cámara fueron rápidamente derrumbadas. El primer acceso daba a una rampa en espiral. El segundo a un gran salón vacío en el que se alineaban literas. El tercero a otro salón similar en el que las literas estaban ocupadas. Desde ellas les miraron pálidos rostros, y pálidas manos les hicieron señas. Recoman el pasillo central corpulentas matronas de grises batas. Ervis Carcolo se lanzó hacia adelante, golpeando a las matronas y atisbando en las literas.
—Fuera —gritaba—. Estáis rescatados, estáis salvados. Salid rápidamente, mientras tengáis oportunidad de hacerlo.
Pero sólo tuvieron que vencer la escasa resistencia de media docena de artilleros y de rastreadores, y ninguna de los veinte mecánicos (unos hombres bajos y delgados de rasgos agudos y pelo oscuro) ni de los dieciséis básicos restantes.
Todos ellos salieron de la nave como prisioneros.