I

AL SALIR DE LA NAVE ESPACIAL EN SANTA MARÍA, la ligera brisa producida por la mayor presión de la atmósfera de la nave a mis espaldas era como la mano de la oscuridad que me empujaba hacia el oscuro y lluvioso día. Llevaba mi capa de reportero que me cubría. Aunque, estaba rodeado de un húmedo frío, no penetraba en mí. Yo era como la desnuda espada de mis antepasados, afilada en una piedra, envuelta y oculta en la manta escocesa, y llevada por fin al encuentro para el que había estado guardada, esperando durante más de tres años.

Un encuentro bajo la fría lluvia de primavera. La sentía, fría como la sangre vieja en mis manos e insípida en mis labios. En lo alto, el cielo parecía triste, las nubes corrían hacia el este. La lluvia caía sin cesar.

Mientras bajaba la escalerilla exterior, el sonido de la lluvia parecía el repiquetear de tambores. Todas las gotas celebrando su propio fin sobre el obstinado hormigón que rodeaba todo el lugar. El hormigón se extendía desde la nave en todas direcciones, ocultando la tierra, tan desnudo y limpio como la última página de un libro de cuentas antes del último ingreso. Al fondo, como una lápida sepulcral, se podía ver la terminal del espacio-puerto. Las cortinas de agua que nos separaban se atenuaban y se espesaban como el humo de una batalla, pero no podían ocultarla totalmente a mi vista.

La lluvia era la misma que cae en todos los lugares y en todos los mundos. Del mismo modo había llovido en Atenas, en la Vieja Tierra, cuando tan sólo era un muchacho, en la oscura y desdichada casa del tío que me crió cuando murieron mis padres, en las ruinas del Parte-non, mientras yo miraba desde la ventana de mi dormitorio.

Mientras bajaba las escalerillas de aterrizaje, oía su sonido. Repiqueteaba a mis espaldas sobre la gran nave que entre las estrellas me había transportado desde la Vieja Tierra a este mundo, el segundo de los más pequeños, este pequeño planeta terraformado bajo los soles Procyon... Repiqueteaba huecamente sobre la cartera de Credenciales que se deslizaba por el transportador a mi lado. Ahora, aquella cartera no significaba nada para mí, ni mis papeles ni las Credenciales de Imparcialidad que durante seis años había llevado conmigo y que tanto trabajo me habían costado ganar. Todo aquello no me importaba tanto como el nombre del hombre que debería encontrar expidiendo vehículos de tierra a la salida del campo. Es decir, si era realmente el hombre del que me habían hablado mis informadores de la Tierra. Y si ellos no habían mentido...

—... ¿Su equipaje, señor?

Cuando llegué al final de la escalerilla abandoné mi ensimismamiento. El oficial de desembarcos me sonrió. Era mayor que yo, aunque parecía más joven. Al sonreír, algunas gotas de lluvia se desprendieron y cayeron como lágrimas desde el borde de su visera marrón a la hoja que sujetaba.

—Envíelo al Complejo de los Amigos —dije—. Cogeré la cartera de Credenciales.

Cogiendo la cartera del transportador, me dispuse a salir. El hombre que vestía uniforme de expedidor y que estaba junto al primer vehículo de tierra de la fila se ajustaba a la descripción.

—¿Nombre, señor? —dijo—. ¿Negocios en Santa María? Si a mí me lo habían descrito, yo tenía que haberle sido descrito a él. Pero estaba dispuesto a complacerle.

—Tam Olyn —dije—. Residente de Vieja Tierra y representante de la Red Intermundial de Noticias. He venido para cubrir el conflicto Exótico-Amistoso.

Tras coger mis papeles de la cartera se los entregué.

—Bien, señor Olyn —dijo, al tiempo que me los devolvía mojados por la lluvia. Se volvió para abrir la puerta del coche que había a su lado y conectó el piloto automático—. Siga recto por la autopista hasta San José. Conecte el automático en los límites de la ciudad y el coche le llevará al Complejo de los Amigos.

—De acuerdo —dije—. Un momento.

Se volvió. Su rostro era joven y agraciado, con un pequeño bigote; me miraba con una ligera turbación.

—¿Señor?

—Ayúdeme a entrar en el coche.

—Oh, lo siento, señor —Se acercó rápidamente—. No me había fijado en su pierna...

—La humedad la entumece —dije.

Adaptó el asiento y yo metí la pierna izquierda por detrás del soporte del volante. Se dispuso a volverse.

—Un momento —le dije, ya había perdido la paciencia—. Es usted Walter Inmera, ¿no es así?

—Sí, señor —dijo él con voz débil.

—Míreme —le dije—. Tiene usted cierta información para mí, ¿no es así?

Lentamente, se volvió para mirarme. Su rostro estaba pálido.

—No, señor.

Esperé un largo momento, sin apartar mis ojos de él.

—Está bien —dije al fin, sujetando la puerta del coche—. Supongo que sabe usted que de todos modos conseguiré la información, y ellos creerán que me la facilitó usted.

Su bigotillo empezó a parecer escarchado.

—Espere... —dijo.

—¿Para qué?

—Mire —dijo—, debe entenderlo. La información de ese tipo no forma parte de sus noticias, ¿no? Yo tengo una familia...

—Y yo no la tengo —dije, no sentía compasión por él.

—Pero usted no lo comprende. Me matarían. En Santa María el Frente Azul se ha convertido en ese tipo de organización. ¿Por qué quiere usted saber cosas sobre ellos? Yo no entendí que usted se propusiera...

—De acuerdo —dije, intentando agarrar la puerta del coche.

—Espere... —Tendió hacia mí una mano en la lluvia—. ¿Cómo sé yo que usted puede conseguir que me dejen en paz si se lo digo?

—Cualquier día, ellos pueden volver al poder aquí —dije—. Ni siquiera los grupos políticos clandestinos quieren ponerse a mal con la Red Interplanetaria de Noticias. —Intenté cerrar la puerta una vez más.

—De acuerdo —se apresuró a decir él—. De acuerdo. Tiene que ir usted a Nuevo San Marcos. A la tienda de joyeros de Wallace Street. Está inmediatamente después de Joseph's Town, donde está el Complejo de los Amigos adonde tiene usted que ir. —Se pasó la lengua por los labios—. ¿Les hablará de mí?

—Sin duda —dije mirándole. Sobre el cuello del uniforme azul, al lado derecho, pude ver unos centímetros de una fina cadena de plata, brillando contra la pálida piel. El crucifijo que colgaba de ella estaría bajo la camisa—. Los soldados Amigos llevan ya dos años aquí. ¿Cómo los considera la gente?

Sonrió un poco. Estaba recobrando el color.

—Oh, como a cualquiera —dijo—. Sólo es cuestión de entenderlos. Ellos han seguido sus propios caminos.

Sentí el dolor en mi pierna rígida, donde los doctores habían extraído la aguja del rifle hacía tres años, en Nueva Tierra.

—Sí, los han seguido —dije—. Cierre la puerta.

La cerró y me marché.

En el panel de instrumentos del coche había una medalla de San Cristóbal. Un soldado Amigo la habría arrancado y la habría tirado, o bien habría cogido otro coche. Así que me complací en dejarla donde estaba, aunque para mí tampoco significaba nada, igual que para el soldado. No era sólo por Dave, mi cuñado, y por los otros prisioneros a los que habían matado en Nueva Tierra. Sencillamente hay deberes que conllevan un pequeño elemento de placer. Desaparecidas las ilusiones de la infancia, cuando sólo quedan los deberes, placeres como esos son bien recibidos. Cuando todo está dicho y hecho, los fanáticos no son peores que los perros rabiosos. Pero los perros rabiosos han de ser destruidos; es simplemente cuestión de sentido común.

Es inevitable que tras un tiempo en la vida, uno vuelva al sentido común. Cuando los locos sueños de justicia y progreso han muerto y se han enterrado, cuando al fin se apaciguan las dolorosas luchas internas, entonces lo mejor es ser mudo, inanimado e inflexible, como la hoja de una espada afilada en una piedra. La lluvia a través de la cual se transporta esa espada para ser utilizada no la mancha, ni tampoco la sangre en la que finalmente es bañada. Lluvia y sangre son iguales para el hierro afilado.

Durante media hora viajé por entre colinas boscosas y campos labrados. Bajo la lluvia, los surcos de los campos eran negros. Aquel negro me parecía mejor que cualquier otra sombra que hubiera visto. Finalmente, llegué a las inmediaciones de San José.

El piloto automático del coche me condujo por una típica ciudad de Santa María, pequeña y pulcra, de unos cien mil habitantes. Salimos a una zona despejada, más allá de la cual se alzaban los macizos muros de hormigón de un complejo militar.

Al llegar a la puerta, un soldado Amigo detuvo el coche, empuñando un rifle negro de resorte. Abrió la portezuela de mi izquierda.

—¿Tiene asuntos aquí?

Su voz sonaba chillona y nasal. Los herretes de clase remataban su cuello. Sobre ellos, su rostro de cuarentón era enjuto y estaba surcado de arrugas. Rostro y manos, sus únicas partes descubiertas, contrastaban abiertamente con el negro del traje y del rifle.

Abrí la cartera que llevaba a mi lado y le entregué mis papeles.

—Mis credenciales —dije—. Estoy aquí para ver a su capitán general en funciones, el comandante Jamethon Black, de las Fuerzas Expedicionarias.

—Muévase hacia allá, entonces —dijo nasalmente—. Debo acompañarle.

Me retiré.

Entró en el coche y se puso al volante. Cruzamos la entrada y bajamos por una pequeña calle. Al fondo de la calle pude ver una plaza interior. Los muros de hormigón a ambos lados de la estrecha calle devolvían el eco de nuestro paso. Oía voces de mando, a medida que nos acercábamos a la plaza se oían mejor. Cuando por fin llegamos a ella, vi a los soldados que estaban formados en filas para su servicio de mediodía, bajo la incesante lluvia.

El soldado Amigo bajó del coche y fue hacia la puerta de lo que parecía ser una oficina, a un lado de la plaza. Contemplé a los soldados que seguían en formación. Permanecían en posición de presentar armas, la posición de respeto en condiciones de campaña; y mientras los miraba, el oficial que estaba frente a ellos, de espalda al muro, les recordaba la letra de su Himno de Batalla.

Soldado, no preguntes, ni ahora ni nunca,

Adonde van a guerrear tus banderas.

Las legiones anarquistas nos tienen cercados.

¡Golpea! ¡Y no te preocupes del golpe!

Desde mi asiento, intenté no escuchar. No había acompañamiento musical, ni decoración ni símbolos religiosos, excepto la pequeña forma de la cruz blanqueada sobre el muro gris tras el oficial. En la oscuridad, el coro de voces masculinas se alzaba y caía lentamente, triste himno que solamente les prometía dolor, sufrimiento y tristeza. Al final, la última fila plantó su chillona oración por la muerte en combate, y descansaron.

Un sargento ordenó que se disolvieran mientras el oficial retrocedía, pasando junto a mi coche sin mirarme, y cruzaba la puerta por la que había desaparecido mi guía. Cuando pasó junto al coche, me fijé en que era joven.

Al momento, el guía vino a buscarme. Cojeando ligeramente con mi pierna rígida, le seguí a una habitación interior con las luces encendidas sobre una sola mesa. El joven oficial se levantó e inclinó la cabeza cuando la puerta se cerró a mis espaldas. Sobre las solapas de su uniforme lucía los descoloridos galones de comandante.

Al dejar sobre la mesa mis credenciales, delante de él, la luz me dio de lleno en los ojos, cegándome. Retrocedí y parpadeé ante su borroso rostro. Cuando volví a ver con claridad aquel rostro, por un momento me pareció como si fuera más viejo, más desagradable, entretejido y surcado por las arrugas de años de fanatismo.

Luego, mis ojos volvieron a tener una visión completamente clara y le vi realmente como era. Moreno, delgado, con la delgadez de la juventud más que con la del hambre. No era el rostro quemado en mi memoria. Sus rasgos eran regulares hasta el punto de ser bellos, sus ojos cansados y ensombrecidos; y vi la recta y cansada línea de su boca sobre la inmóvil rigidez controlada de su cuerpo, más pequeño y más ágil que el mío.

Sin mirarlas, cogió las credenciales. Torció un poco la boca, seca y cansinamente en las comisuras.

—Seguramente, señor Olyn —dijo—, tiene usted otro montón de autorizaciones de los Mundos Exóticos para entrevistar a los soldados mercenarios y a los oficiales que han alquilado en Dorsai y en otros mundos para luchar contra los Elegidos de Dios en la Guerra, ¿verdad?

Sonreí. Me complacía verlo tan fuerte, el placer de destrozarle era así mayor.