VII

PHADE DESPERTÓ DE SU DESMAYO EN UNA LITERA, COLORADA, CON EL PELO REVUELTO.

—¡Le has matado! —gritó en un horrorizado susurro.

—No. Ha muerto. O se ha provocado la muerte.

Tambaleándose por la habitación, Phade avanzó y se acercó a Joaz, que la apartó con aire ausente. Phade frunció el ceño, se encogió de hombros, y luego, al ver que Joaz no la prestaba la menor atención, salió de la estancia.

Joaz, sentado en su silla, contemplaba aquel cuerpo exánime.

—No se cansó —murmuró— hasta que me aproximé a los secretos.

Bruscamente, se levantó, se acercó al vestíbulo de entrada y le dijo a Rife que avisara a un barbero. Una hora después, el cadáver, trasquilado, yacía tendido en un jergón de madera cubierto con una sábana, y Joaz tenía en sus manos una tosca peluca de largos cabellos.

El barbero se fue. Unos criados se llevaron el cadáver. Joaz se quedó solo en su estudio, tenso pero con la cabeza despejada. Se quitó la ropa, para quedarse desnudo como el sacerdote, se puso la peluca y se miro en un espejo. Sin un examen detallado, no se advertiría la diferencia. Pero le faltaba algo: el torc. Joaz se lo colgó al cuello. Examinó una vez más su imagen en el espejo, no le satisfacía del todo.

Entró en el taller y, tras vacilar unos instantes, abrió la trampilla y alzó cuidadosamente la losa de piedra. Arrodillado, atisbo en el túnel y, como estaba oscuro, introdujo un pomo de cristal de algas luminiscentes. A su desvaída luz, el túnel parecía vacío.

Desechando definitivamente sus temores, Joaz entró por la abertura. El túnel era estrecho y bajo, Joaz avanzó cautelosamente, con los nervios tensos. Se detenía de cuando en cuando a escuchar, pero no oía más que el palpitar de su propio corazón.

Tras recorrer unos cien metros, el túnel se abría formando una caverna natural. Joaz se detuvo indeciso, aguzando aún más los oídos en la oscuridad. Pomos luminiscentes, fijados a las paredes a intervalos regulares, proporcionaban luz suficiente para indicar la dirección de la caverna. Parecía seguir la dirección norte, paralela al valle. Joaz continuó su marcha, deteniéndose cada pocos metros a escuchar.

Por lo que sabía, los sacerdotes eran gente pacífica, pero también sumamente misteriosa. ¿Cómo reaccionarían ante la presencia de un intruso? Joaz no podía estar seguro, así que optó por actuar con toda precaución.

La caverna subía, bajaba, se ensanchaba, se estrechaba. Joaz descubrió pruebas de su uso: pequeños cubículos, excavados en las paredes, iluminados con candelabros, de los que colgaban grandes pomos de materia luminosa. En dos de los cubículos Joaz vio sacerdotes, el primero dormido sobre una alfombra roja, y el segundo sentado, con las piernas cruzadas, mirando fijamente un aparato de retorcidas varillas metálicas. No le prestaron la menor atención, así que prosiguió su camino con paso más seguro y decidido.

La cueva comenzó a descender notoriamente, y se ensanchó como una cornucopia, desembocando de pronto en una caverna tan enorme que Joaz, desconcertado por un instante, pensó que había salido al exterior, a una noche sin estrellas.

El techo quedaba fuera del alcance del resplandor de la infinidad de lámparas, hogueras y resplandecientes pomos. Ante él, a la izquierda, había fundiciones y fraguas en plena actividad. Luego, un giro de la pared de la caverna hacía imposible ver lo que había. Joaz atisbo una construcción tubular en capas que parecía una especie de taller, pues había allí gran cantidad de sacerdotes ocupados en complicadas tareas. A la derecha había una pila de fardos, una hilera de recipientes que contenían artículos cuya naturaleza le era del todo desconocida.

Por primera vez, Joaz vio sacerdotes hembras: no eran ni las ninfas ni las brujas semihumanas de que hablaba la leyenda popular. Como los hombres, parecían pálidas y frágiles, de rasgos muy acusados; se movían, al igual que los hombres, con parsimonia y calma, y también como los hombres iban desnudas, sólo con sus torcs y sus largas cabelleras hasta la cintura. Se oían pocas conversaciones y ninguna risa. La atmósfera parecía estar cargada de concentración y de placidez sin desdicha. La caverna exudaba una sensación de vejez, uso y costumbre. El suelo de piedra estaba pulido por la constante caricia de pies desnudos. Los efluvios de muchas generaciones habían empapado las paredes.

Nadie reparaba en Joaz.

Éste avanzó lentamente, procurando no salir de la sombra, y se detuvo bajo la pila de fardos. Hacia la derecha, la caverna menguaba, en proporciones irregulares hasta convertirse en un gran túnel horizontal que retrocedía, giraba y se prolongaba, perdiendo toda realidad en la luz difusa.

Joaz inspeccionó toda la extensión de la inmensa caverna. ¿Dónde estaba la armería, con las armas de cuya existencia le había convencido el sacerdote con el hecho mismo de su muerte? Una vez más, Joaz dirigió su atención hacia el lado izquierdo, esforzándose por percibir todos los detalles del extraño taller que se alzaba unos quince metros sobre el suelo de piedra. Extraño edificio, pensó Joaz, estirando el cuello. No podía comprender del todo de qué se trataba, pero todos los aspectos de la gran caverna, tan próxima a Valle Banbeck y tan remota, resultaban extraños y maravillosos a la vez. ¿Armas? Podrían estar en cualquier parte. No se atrevió, sin embargo, a buscar más.

Era imposible descubrir algo sin arriesgarse a que lo descubrieran. Regresó por donde había llegado: subió por el pasadizo en penumbra, pasó ante los cubículos laterales, donde los dos sacerdotes seguían en la misma posición en que los había visto antes, uno dormido y el otro mirando fijamente aquel artilugio de metal retorcido. Joaz siguió avanzando sin detenerse.

¿Tanto había andado? ¿Dónde estaba la fisura que le permitiría salir a sus aposentos? ¿Había pasado ante ella sin verla? Debía buscarla. El pánico se apoderó de él, pero aun así continuó, prestando suma atención. Allí estaba, no se había equivocado. Allí, a su derecha, había una fisura que le resultó casi entrañable y familiar. Se introdujo por ella, dando grandes zancadas, llevando delante suyo el pomo luminoso.

De pronto, surgió ante él una aparición, una figura alta y blanca.

Joaz se quedó rígido. La figura fantasmal cayó sobre él. Joaz se apretó contra la pared. La figura avanzó y, bruscamente, se redujo a escala humana. Era el joven sacerdote al que Joaz había trasquilado y dado por muerto. Se enfrentó a Joaz, con un brillo de reproche y desprecio en sus suaves ojos azules.

—Dame mi torc.

Con dedos torpes, Joaz se quitó el collar dorado. El sacerdote lo cogió, pero no hizo ademán alguno de colocárselo. Miró el pelo firmemente asentado en la cabeza de Joaz. Con una mueca de desconcierto, Joaz se quitó la desgreñada peluca y se la ofreció. El sacerdote se echó hacia atrás de un salto, como si Joaz se hubiese convertido en un duende. Pasó junto a él, apartándose lo máximo que el estrecho pasadizo le permitía, y se alejó rápidamente por el túnel. Joaz dejó caer al suelo la peluca, contempló el revuelto montón de pelo, se volvió y miró al sacerdote, una pálida figura que pronto se fundió con la oscuridad. Lentamente, Joaz continuó subiendo por el túnel.

La oblonga ranura de luz, la abertura que daba a su taller, estaba allí. La cruzó regresando al mundo real. Con furia, valiéndose de todas sus fuerzas, asentó de nuevo la losa en su sitio y cerró la trampilla que había servido para cazar al sacerdote.

La ropa de Joaz estaba amontonada en el mismo lugar en que él la había dejado. Cubriéndose con una capa, salió a la puerta exterior y miró en la antecámara, donde Rife dormitaba. Joaz chasqueó los dedos.

—Que vengan albañiles, con mortero, hierro y piedra.

Joaz se bañó con presteza, frotándose la piel con firmeza, enjabonándose meticulosamente. Al salir del baño, condujo a los albañiles que le esperaban al taller y les ordenó que sellasen la abertura.

Luego se acostó en su litera. Tras beber una copa de vino, dejó que su mente errara y vagara...

El recuerdo se convirtió en ensueño. El ensueño en sueño. Joaz atravesó una vez más el túnel, y descendió con pies ligeros a la larga caverna, y los sacerdotes alzaron ahora sus cabezas en los cubículos para mirarle. Por fin, llegó a la entrada del gran vacío subterráneo, y una vez más miró a derecha e izquierda asombrado. Esta vez cruzó por el centro, pasó ante los sacerdotes que trabajaban afanosamente con fuelles y yunques. Brotaban chispas de las retortas, y sobre el metal fundido flotaba un gas azul.

Joaz avanzó hasta una pequeña cámara excavada en la roca. Allí, encontró a un viejo sentado, flaco como una vara, con una cabellera blanca como la nieve que le llegaba hasta la cintura. Aquel hombre examinó a Joaz con insondables ojos azules. Y habló, pero su voz era apagada, inaudible. Volvió a hablar; las palabras repiquetearon sonoras en la mente de Joaz.

—Te hice venir aquí para prevenirte, para que no nos hagas daño sin ningún provecho para ti. El arma que buscas no existe y, al mismo tiempo, queda más allá de tu imaginación. No deposites tus ambiciones en ella.

Con gran esfuerzo, Joaz logró tartamudear:

—El joven sacerdote no lo negó. ¡Esa arma tiene que existir!

—Sólo existe dentro de los estrechos límites de una interpretación especial. Ese muchacho no puede decir más que la verdad literal, y sólo puede actuar con sinceridad y desinterés. ¿Cómo puede parecer-te extraño que procuremos mantenernos apartados? A vosotros los utters os resulta incomprensible la pureza. Pensáis en vuestro propio interés, pero no lográis más que una existencia de ratas cautelosas. Para que no vuelvas a intentarlo debo dejar las cosas bien claras. Te aseguro que esa supuesta arma queda totalmente fuera de tu control.

En un primer momento, Joaz se sintió invadido por la vergüenza y, luego, por la indignación.

—¡Es que no comprendes mi necesidad! —gritó— ¿Cómo puedo actuar de otro modo? Coralina está cerca; los básicos se aproximan. ¿Es que no sois hombres? ¿Por qué no queréis ayudarnos a defender el planeta?

El Demie movió la cabeza, y su pelo blanco se agitó con hipnótica lentitud.

—Te cito la Razón Esencial: pasividad, completa y absoluta. Esto implica soledad, santidad, aceptación y paz. ¿Puedes imaginarte acaso la angustia que me supone estar hablando contigo? Intervengo, interfiero, con gran dolor del espíritu. Dejemos zanjada esta cuestión. Nos hemos tomado la libertad de entrar en tu estudio, pero ni te hemos hecho ningún daño ni te hemos ofendido. Tú has hecho una visita a nuestro salón, degradando para ello a un noble joven. ¡Dejemos así las cosas! Que no haya más espionaje por ninguna de las dos partes. ¿Estás de acuerdo?

Joaz oyó que su voz respondía, tranquila, sin ningún esfuerzo consciente por su parte. Su tono era más agudo y nasal de lo que a él le gustaba.

—Me ofreces este acuerdo ahora que has descubierto mi secreto, pero yo no conozco ninguno de los vuestros.

La cara del Demie pareció retroceder y vacilar. Joaz leyó cierto desdén en su expresión, y se agitó en su sueño. Hizo un esfuerzo para hablar en un tono de razonable calma:

—Escucha, todos somos hombres. ¿Por qué hemos de estar tan distanciados? Compartamos nuestro secreto, prestémonos ayuda. Examina mis archivos cuanto quieras, y luego permíteme que estudie esa arma existente y no existente a un tiempo. Te juro que sólo se utilizará contra los básicos, para nuestra mutua protección.

—No —dijo el Demie; sus ojos relampagueaban.

—¿Por qué no? —replicó Joaz—. Supongo que no nos desearás ningún mal.

—Somos seres desapegados y sin pasiones. Esperamos vuestra extinción. Vosotros sois los hombres utter, los restos de la Humanidad. Y cuando vosotros desaparezcáis, también desaparecerán vuestros oscuros pensamientos y vuestras horrendas maquinaciones. Desaparecerán el asesinato, el dolor y la malicia.

—No puedo creer eso —dijo Joaz—. Quizá no haya ningún hombre más en este sistema planetario, pero, ¿y en el resto del universo? ¡El Viejo Orden llegó muy lejos! Tarde o temprano, los hombres volverán a Aerlith.

La voz del Demie se hizo vibrante.

—¿Crees que hablamos sólo basándonos en la fe? ¿Dudas de nuestros conocimientos?

—El universo es grande. El Viejo Orden llegó lejos.

—En Aerlith habitan los últimos hombres —dijo el Demie—. Los utters y los sacerdotes. Vosotros pereceréis. Nosotros mantendremos la Razón Esencial como una bandera de gloria, y la llevaremos por todos los mundos del firmamento.

—¿Y cómo viajaréis de un mundo a otro para llevar a cabo esa misión? —preguntó maliciosamente Joaz—. ¿Podréis volar hasta las estrellas desnudos, tal como camináis por los páramos?

—Habrá un medio. El tiempo es largo.

—El tiempo necesita ser largo para vuestros propósitos. Incluso en los planetas de Coralina hay hombres. Esclavizados, modificados en cuerpo y en mente, pero hombres. ¿Qué me dices de ellos? Parece que estás equivocado, que realmente te guías sólo por la fe.

El Demie guardó silencio. Su rostro pareció crisparse.

—¿No son eso hechos? —preguntó Joaz—. ¿Cómo puedes reconciliarlos con tu fe?

—Los hechos —dijo serenamente el Demie— no pueden reconciliarse con la fe. Según nuestra fe, también esos hombres, si existiesen, perecerían. El tiempo es largo. ¡Los mundos luminosos nos esperan!

—Es evidente —dijo Joaz— que tenéis una alianza con los básicos y que os proponéis destruirnos. Es posible que esto haga que nuestra actitud hacia vosotros cambie. Me temo que Ervis Carcolo tenía razón y que era yo quien estaba equivocado.

—Nosotros nos mantenemos pasivos —dijo el Demie; su cara vaciló y pareció inundarse de abigarrados colores—. Sin emoción, presenciaremos la extinción de los hombres utter, sin ayudar ni interferir.

—Vuestra fe —gritó furioso Joaz—, vuestra Razón Esencial, o como la llaméis, os confunda. Te aseguro que si no nos ayudáis, sufriréis lo que nosotros suframos.

—Nosotros somos pasivos. Somos indiferentes.

—¿Y vuestros hijos? Los básicos no hacen ninguna distinción. Os meterán en sus corrales como a nosotros. ¿Por qué habríamos de luchar nosotros para protegeros?

La cara del Demie se desvaneció tras una niebla transparente. Sus ojos brillaron como carne podrida.

—Nosotros no necesitamos protección —respondió—. Nosotros estamos seguros.

—Sufriréis nuestro mismo destino —gritó Joaz—. ¡Te lo prometo!

El Demie se derrumbó bruscamente en una pequeña cáscara seca, como un mosquito muerto. Con increíble velocidad, Joaz huyó a través de las cuevas y de los túneles, regresando a su cuarto de trabajo, su estudio, y a su cámara-dormitorio, donde se incorporó estremecido, con los ojos muy abiertos, el cuello hinchado y la boca seca.

Se abrió la puerta y apareció la cabeza de Rife.

—¿Me llamabas, señor?

Joaz se incorporó apoyándose en los codos y contempló la habitación.

—No, no llamé.

Rife se marchó.

Joaz volvió a tenderse en la cama, fijando su mirada en el techo.

Había tenido un sueño muy extraño. ¿Sueño? ¿Una síntesis de sus propias imaginaciones? ¿O realmente una confrontación y un intercambio de dos mentes? Era imposible determinarlo, y quizás realmente no tuviese importancia hacerlo. El suceso tenía en sí mismo su propia validez.

Joaz sacó las piernas de la cama y pestañeó mirando al suelo. Sueño o coloquio, daba igual. Se levantó, se puso unas sandalias y una túnica de piel amarilla, se dirigió lentamente a la sala de juntas y salió a la soleada terraza.

Dos tercios del día habían transcurrido ya. En los riscos del oeste se alzaban densas sombras. Valle Banbeck se extendía a derecha e izquierda. Nunca le había parecido más próspero ni más fértil, y nunca hasta entonces le había parecido irreal: era como si fuese un extraño en su propio planeta. Miró hacia el norte siguiendo el gran macizo pétreo que se alzaba en vertical hasta la Linde de Banbeck. También aquello era irreal. Una fachada tras la cual vivían los sacerdotes. Examinó la pared rocosa, dibujando mentalmente sobre ella la gran caverna. ¡La zona del extremo norte debía ser poco más que una cáscara!

Joaz fijó su atención en el campo de maniobras, donde estaban los juggers. Qué extraño era el tipo de vida que había producido a los básicos, a los juggers, a los sacerdotes y a él mismo. Pensó en Ervis Carcolo, y sintió una súbita cólera. Carcolo era lo que menos le preocupaba en aquel momento. Cuando tuviera que pedirle cuentas a Carcolo, no tendría ninguna misericordia con él.

Una ligera pisada tras él, el roce de la piel, la caricia de unas alegres manos, el aroma de incienso. Las tensiones de Joaz se desvanecieron.

Si no existiesen las juglaresas, sería necesario inventarlas.

Debajo de la Linde de Banbeck, en las profundidades, en un cubículo iluminado por un candelabro de doce pomos, había un hombre desnudo de pelo blanco tranquilamente sentado. A la altura de sus ojos, en un pedestal, estaba su tand, un complicado aparato compuesto de varillas doradas y alambres plateados, tejidos y doblados aparentemente al azar. Pero este azar era sólo aparente. Cada una de las curvas y dobleces simbolizaba un aspecto de la Conciencia Última La sombra que arrojaba sobre la pared representaba la Razón Esencial, siempre cambiante y siempre la misma. El objeto era sagrado para los sacerdotes y servía como fuente de revelación.

El estudio del tand jamás acababa. Constantemente, se derivaban nuevas intuiciones de las relaciones antes pasadas por alto entre ángulos y curvas. La nomenclatura era complicada: cada pieza, junta, tramo y ángulo tenía su nombre; todas las relaciones entre las diversas panes estaban clasificadas en todos sus aspectos. Así era el culto del tand: abstruso, exigente, sin compromiso. En sus ritos de pubertad, el joven sacerdote podía estudiar el tand original durante tanto tiempo como quisiese. Luego, cada joven debía construir un duplicado del tand, guiándose por su memoria. Más tarde, llegaba el acontecimiento más significativo de su vida: la inspección de su tand por un consejo de ancianos.

En sobrecogedora inmovilidad, durante horas y horas, analizaban su creación, determinaban las variaciones infinitesimales de proporción, los radios, tramos y ángulos. Descubrían así el carácter del iniciado, juzgaban sus atributos personales, y determinaban su comprensión de la Conciencia Última, la Razón Esencial y el Principio.

En ocasiones, el testimonio del tand revelaba un carácter tan ruin que era considerado intolerable. El mal tand se arrojaba al horno, el metal fundido se destinaba a una letrina, el desdichado iniciado era expulsado al exterior del planeta y debía subsistir por sus propios medios.

El desnudo Demie de blancos cabellos suspiraba y se agitaba inquieto contemplando su bello tand. Había sido visitado por una influencia tan ardiente, tan apasionada, tan cruel y tierna a la vez, que su mente se sentía oprimida. De modo espontáneo, brotaba en ella una oscura fuente de duda.

¿Podría ser, se preguntaba, que nos hayamos apartado sin darnos cuenta de la verdadera Razón Esencial? ¿Estaremos estudiando nuestros tands con ojos cerrados? ¡Cómo saberlo, oh, cómo saberlo! Todo es relativamente cómodo y fácil en la ortodoxia, pero, ¿cómo puede negarse que el bien es en sí mismo innegable? Los absolutos son las formulaciones más inciertas, mientras que lo incierto es lo más real...

A treinta kilómetros de distancia, pasadas las montañas, a la pálida y prolongada luz de la tarde de Aerlith, Ervis Carcolo trazaba sus propios planes.

—¡Con audacia, golpeando fuerte, puedo derrotarle! ¡Soy superior a él en resolución, valor y resistencia! ¡No volverá a engañarme, ni a matar a mis dragones y a mis hombres! ¡Oh, Joaz Banbeck, pagarás todos tus trucos! —Alzó los brazos llenos de cólera—. ¡Ay de ti, Joaz Banbeck, coneja asustada! —Carcolo golpeó el aire con su puño—. ¡Te aplastaré como un tepe de musgo seco!

Frunció el ceño y se rascó su redondeada y roja barbilla. Pero, cómo, dónde, ¡él tenía todas las ventajas! Carcolo cavilaba las posibles estratagemas.

—Me esperará para golpearme. Eso es seguro. No hay duda de que volverá a esperarme, tendiéndome una emboscada. Así que debo inspeccionar el terreno palmo a palmo; aunque también él esperará esto y estará preparado a menos que caiga sobre él de improviso. ¿Se ocultará detrás del Despoire o en Northguard para atacarme cuando cruce el Skanse? Si es así, deberé tomar otra ruta... ¿A través del Paso de Maudlin por la falda de Monte Gethron? Así, si se retrasa en su marcha, me encontraré con él en la Linde de Banbeck. Y si llega pronto, le perseguiré por picachos y quebradas.