Aquí estoy otra vez
Hace más de nueve años, se decidió que era preciso editar una antología de los relatos y novelas cortas de ciencia ficción que habían ganado el Hugo (los premios que se entregan a los mejores del año en las Convenciones Mundiales de Ciencia Ficción que tienen lugar el fin de semana del Día del Trabajo en distintas ciudades).
Para presentar esa antología se precisaba de alguien que fuese famoso, cuerdo y racional; algún caballero conocido por su valor y osadía. Naturalmente, también tenía que ser listo y, sobre todo, terriblemente apuesto. Además, tenía que ser alguien que (por algún grotesco error de la justicia) no hubiera ganado hasta entonces ningún Hugo, y dado que todos los adjetivos citados podían evidentemente aplicárseme a mí, en seguida fui elegido como antologista por la estimable editorial Doubleday & Co., Inc.
La antología se publicó en 1962 con el título de Los premios Hugo y tuvo un éxito enorme, en parte por la calidad de las historias ganadoras que incluía, y en parte por el sello indefinible que yo, como antologista, aporté. (¡No se molesten en proponer definiciones, por favor!)
Pero una vez publicada la antología, me enfrenté con un dilema:
(a) En ella se incluían sólo los relatos ganadores hasta la 19ª Convención de 1961 inclusive, pero los premios Hugo continuarían otorgándose. Esto significaba que pronto o tarde habría que preparar una segunda antología. Naturalmente, yo también quería ser el que preparase esta segunda antología, pero para ello debería seguir cumpliendo con la condición de ser el mejor de los escritores de ciencia ficción que no había ganado un Hugo. (E incluso mejor que los que lo habían ganado, aunque mi modestia me impida decirlo.)
(b) Por otra parte, yo quería ganar un Hugo.
Como pueden comprobar fácilmente, estas dos proposiciones se excluyen mutuamente. Como diría un lógico: Si a, no b; y si b, no a. De cualquier modo, yo sería desgraciado.
Como persona sensata y racional que soy, me senté a meditar las posibilidades. Por una parte, todo el mundo iba a leer Los premios Hugo y, en especial, a leerla introducción, en la que yo explicaba de un modo francamente conmovedor la injusticia que cometían conmigo en el asunto de los Hugo. No había duda de que todos y cada uno de los lectores se desharían en lágrimas. Evidentemente, todos los clubes de fans de los Estados Unidos decidirían que en cuanto se hallasen en posición de organizar una Convención Mundial, harían todo lo posible para que mis inimitables relatos de ciencia ficción fuesen galardonados con el Hugo que tan sobradamente merecían.
Por otra parte, desde 1958 yo apenas había escrito ciencia ficción, sólo algún relato muy corto de cuando en cuando, así que no había razón que justificase que me concediesen un Hugo.
Tras sopesar ambas proposiciones, comprendí claramente que tendrían que darme un Hugo por nada. Parecía un asunto difícil de resolver, pero yo soy demasiado educado para desairara un club de fans. Si querían darme un Hugo por nada, tendría que cogerlo (o que agarrarlo, si veía que dudaban).
En 1962, se celebró en Chicago una Convención que se desvió de lo habitual en lo que respecta a los Hugo puesto que no entregó ningún premio individual en la sección de novelas cortas, sino que otorgó uno a la serie «Hothouse» de Brian Aldiss como un todo: cinco relatos que, agrupados, constituyen prácticamente una novela, y, en consecuencia, no pueden incluirse dentro de una antología de piezas más breves. (Además, yo no me desplazo a lugares muy distantes; en consecuencia, todo el mundo sabía que yo no iba a estar en Chicago.)
Pero entonces llegó 1963, y Washington, D. C. se dispuso a celebrarla Convención de aquel año. Y hasta Washington yo puedo ir. Con tiempo suficiente, George Scithers, encargado de los preparativos, vino a pedirme que asistiese y formase parte de la presidencia.
Con fingida indiferencia, le pregunté:
—¿No te interesa que yo sea el maestro de ceremonias?
Ya saben que cuando yo asisto a una Convención, normalmente soy el maestro de ceremonias, debido a mi gracioso ingenio y a mi apostura natural, y esto significa que yo entrego los Hugo... a otros.
Allí estaba George Scithers, para asegurarse de que yo estaría en la Convención y, sin embargo, no me pedía que hiciese de maestro de ceremonias.
—No —me dijo, con igual indiferencia—, el maestro de ceremonias será Ted Sturgeon.
Normalmente, yo me hubiese puesta a patalear y a chillar para acabar entregándome a un prolongado berrinche. Pero, esta vez, me limité a reír entre dientes.
—Claro, George —dije—. Allí estaré.
En fin, mi aguda mente analítica me dijo que Sturgeon iba a ser maestro de ceremonias para que pudiese entregarme a mí un Hugo. No podía, como es lógico, ser yo maestro de ceremonias y entregarme a mí mismo un Hugo, ¿verdad que no? Como pueden comprobar soy demasiado modesto.
Pero luego, cuando faltaba una semana para la Convención, con la habitación del hotel reservada, el coche a punto y todo dispuesto, George volvió a llamarme.
—Isaac —dijo—, después de todo, Ted no podrá hacerlo debido a complicaciones familiares. Sé que es algo muy precipitado, pero, ¿podrías hacer de maestro de ceremonias?
Me vi obligado a aceptar, aunque se me partió el corazón. ¡Al final me quedaba sin Hugo!
Melancólico y triste fui a Washington. Saludé a George secamente y ocupé mi lugar en la mesa presidencial durante el banquete, sombrío y hosco, mirando de cuando en cuando al público con evidente despecho.
Por fin, tuve que levantarme para leer la lista de los seleccionados en las diversas categorías y luego el nombre del ganador en cada una de ellas. Por último, entregar los Hugo.
Sólo tenía una opción, así que no pude elegir. Entregué aquellos Hugo con ferocidad, gruñendo a cada ganador cuando se acercaba a recoger el trofeo. Cuando se aproximó Fred Phol, un amigo de la infancia a recoger uno en nombre del ganador, al verle acercarse, mascullé: «¡Rómpete una pierna, amigo de la infancia!» (Pero no lo hizo. Nadie era capaz de hacer lo más mínimo por complacerme.)
A medida que iba entregando los Hugo mi elocuencia iba en aumento, y cuando no quedaba más que uno, mi punzante oratoria llegó a su máxima crispación. Con el sobre cerrado en la mano, pedí al público que advirtiese que a mí nunca se me había otorgado un Hugo, y les expliqué por qué. Alcé un puño hacia el cielo y dije:
—¡Por puro prejuicio antisemita, y sólo por eso! Sois todos un hatajo de nazis.
Tras esta fría y desapasionada declaración, abrí el sobre y leí: «Por introducir la ciencia en la ciencia ficción: Isaac Asimov».
Por fin había conseguido un Hugo, y realmente por nada. El plan original había sido, tal como yo había pensado, que Ted Sturgeon me entregase un Hugo. En contra de su voluntad, él no había podido asistir, y George Scithers se había dicho: «Bueno, dejemos que Isaac se entregue el premio a sí mismo; así resultará más divertido. Él es el único escritor de ciencia ficción que puede entregarse a sí mismo un Hugo sin sentirse embarazado».
George procuró por todos los medios que durante diez minutos permaneciese allí intentando aceptar mi Hugo con fingido aire de sorprendida modestia, mientras el público se reía estúpidamente. Y, desde luego, aún no ha explicado lo que quería decir con eso de que yo soy el único escritor de ciencia ficción que podía entregarse a sí mismo un Hugo sin sentirse embarazado. Es algo que francamente, no entiendo.
No había la menor duda de que era un Hugo por nada y, en consecuencia, no me descalificaría para seguir editando los siguientes volúmenes de ganadores. Al menos, yo me proponía enfocar así la cuestión.
Pero luego llegó 1966 y la 24ª Convención del Cleveland. Fui invitado nuevamente, y otra vez iba a ser el maestro de ceremonias. Pero esta vez se incluía en los Hugo una nueva categoría sin precedentes. Se trataba de una «serie de novelas»: es decir, un grupo de tres o más novelas interrelacionadas.
Sin lugar a dudas, iba a ser el premio más importante que se había otorgado jamás, ya que se anhela más un Hugo por un relato largo que por uno corto, y se trataba de la obra más larga posible. Además, era la única categoría en la que se pedía un voto no sólo por la mejor obra del año, sino por la mejor obra de todos los tiempos.
Seré breve. Cuando llegó la hora de entregar el premio a la mejor serie de novelas, me echaron a un lado y el pequeño Harlan Ellison se adelantó para anunciar la entrega, y el nombre del ganador era (¿cómo lo han adivinado?) Isaac Asimov, por la serie sobre «Fundación».
Esta vez me concedían el Hugo por algo, y el Hugo individual más importante de todos los tiempos. Al fin se reconocían mis méritos, pero esta vez... adiós antología.
Llegó 1970.
Lawrence P. Ashmead, el editor más genial y simpático de Doubleday, dijo:
—Isaac, ya es hora de que hagamos el segundo volumen de Los premios Hugo.
—Así es —dije con tristeza—. ¿Ya quién buscaremos como antologista?
—Hombre, lo harás tú, por supuesto —dijo.
—Imposible —repliqué yo—. He ganado dos premios Hugo.
—Por supuesto —dijo Larry—. Pero todavía necesitamos a alguien notable, cuerdo, racional, valiente y osado, listo y, sobre todo, terriblemente apuesto. Dime, ¿conoces a algún escritor de ciencia ficción, aparte de ti, que reúna tales requisitos?
¿Saben que no se me había ocurrido?
Evidentemente, Larry tenía razón. Así que, con esa modesta sonrisa que es el sello de mi personalidad, dije:
—Larry, estás en lo cierto; debería haberme dado cuenta antes. Así que aquí estoy de nuevo, y aquí está el segundo volumen de los premios Hugo.
Isaac Asimov