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ERA VERANO. A pesar de que el dique que rodeaba Janeil era ya alto, el 30 de junio Janeil y Hagedorn celebraron la Fiesta de las Flores.
Poco después, una noche, con seis pájaros escogidos para la ocasión, Xanten fue a Castillo Janeil. Allí, propuso al consejo que la población fuera evacuada con los pájaros (tantos como fuera posible, todos los que quisieran irse). El consejo le escuchó con pétreos rostros y le ignoró, sin tan siquiera hacer algún comentario.
Xanten regresó a Castillo Hagedorn. Valiéndose de los más cautelosos métodos, hablando únicamente con los camaradas de confianza, Xanten alistó a cerca de treinta o cuarenta cadetes y caballeros. Inevitablemente, a pesar de la cautela, no pudo ocultar la tesis doctrinal de su secreto programa.
La primera reacción de los tradicionalistas fue burlarse de ellos y acusarles de cobardía. Ante la insistencia de Xanten, los desafíos no fueron aceptados ni propuestos por sus fogosos compañeros.
En la tarde del 9 de septiembre cayó Castillo Janeil. Pájaros excitados fueron los que se encargaron de llevar la noticia a Castillo Hagedorn; explicaban el triste relato una y otra vez, con voces cada vez más histéricas.
El ahora flaco y fatigado Hagedorn, convocó inmediatamente la reunión del consejo. Tomaron nota de las sombrías circunstancias.
—De modo que somos el último castillo. Es inconcebible que los meks puedan hacernos daño. Pueden estar construyendo diques alrededor de nuestro castillo durante veinte años y no conseguir otra cosa que perder el tiempo. Estamos seguros; pero resulta extraño y difícil de asimilar que aquí, en Castillo Hagedorn, viven los últimos caballeros de la raza.
Xanten habló con voz forzada por la fervorosa convicción:
—Veinte años..., cincuenta años, ¿qué les importa eso a los meks? Cuando consigan cercarnos, cuando se desplieguen, entonces estaremos atrapados. ¿No comprendéis que ésta es nuestra última oportunidad de escapar de la gran prisión en que se va a convertir Castillo Hagedorn?
—¿«Escapar», Xanten? ¡Vaya una palabra! ¡Que vergüenza! —gritó O. Z. Garr—. ¡Reagrupe su miserable pandilla y váyanse! ¡A la estepa, a los pantanos o a la tundra! Puede marcharse cuando quiera con sus cobardes, pero tenga la bondad de dejar de alarmarnos constantemente!
—Garr, estoy convencido desde que me convertí en «cobarde». La supervivencia es una buena moralidad. Lo he oído de labios de un reconocido sabio.
—¡Bah! ¿De qué sabio?
—A. G. Philidor, si es que es preciso que sepáis todos los detalles.
O. Z. Garr se tocó la frente.
—¿Os referís a Philidor el Expiacionista? Es de los más extremados, expía por todos los demás. ¡Xanten, por favor, sea sensato!
—Si conseguimos liberarnos del castillo, a todos nosotros todavía nos quedan unos años por delante —dijo Xanten con voz ruda.
—¡Pero el castillo es nuestra vida! —intervino Hagedorn—. Xanten, ¿qué seríamos nosotros sin el castillo? ¿Animales salvajes? ¿Nómadas?
—Seríamos hombres vivos.
O. Z. Garr, disgustado, dijo algo en voz baja y se volvió para inspeccionar algo que colgaba de la pared. Indeciso y perplejo, Hagedorn meneó la cabeza. Beaudry alzó las manos.
—Xanten, tiene la virtud de invalidarnos todos nuestros argumentos. Llega aquí y nos inculca este sentido de urgencia; pero, ¿por qué? En Castillo Hagedorn estamos tan seguros como en el seno de nuestra madre. ¿Qué vamos a conseguir renunciando a todo: honor, dignidad, comodidad, delicadezas civilizadas... sin más razón que escapar a los páramos?
—Janeil estaba seguro —dijo Xanten—. ¿Dónde está hoy Janeil? Muerte, ropa enmohecida, vino ácido, todo eso queda ahora de Janeil. Lo que conseguimos «escapando» es la seguridad de la supervivencia. Lo que yo planteo es mucho más que una simple «escapada».
—¡Puedo imaginar unas cien ocasiones en las que la muerte es mejor que la vida! —estalló Isseth—. ¿Hemos de morir con deshonor y vergüenza? ¿Por qué no puedo dejar que mis últimos años transcurran dignamente?
B. F. Robarth irrumpió en la estancia:
—Consejeros, los meks se aproximan a Castillo Hagedorn. Con fiera mirada, Hagedorn recorrió la sala.
—¿Existe consenso? ¿Qué hemos de hacer?
Xanten alzó las manos.
—Que cada cual haga lo que considere mejor. No discutiré más, ya estoy cansado. Hagedorn, ¿puede levantar la sesión para que podamos dedicarnos a nuestros asuntos, y yo concretamente a mi «escapada»?
—Se levanta la sesión —dijo Hagedorn, y todos subieron a las murallas para otear.
Aldeanos de los alrededores, cargados con bultos, avanzaban en tropel por el camino que llevaba al castillo. En el valle, en la linde de Bartholomew Forest, se podía ver un grupo de vehículos de energía y una masa amorfa de color marrón-oro: meks.
Señalando al oeste, Aure dijo:
—Mirad, allí vienen, por el Gran Pantano. —Se volvió para escudriñar el este—. Y mirad, allí, en Bambridge: ¡meks!
Todos se volvieron a un tiempo para mirar hacia Sierra Norte. O. Z. Garr señaló una silenciosa hilera de formas doradas.
—¡Allí están los gusanos, esperando! Nos han acorralado. Muy bien, ¡dejémosles que esperen!
Se volvió, cogió el ascensor hasta la plaza, la cruzó rápidamente hacia Casa Zumbeld, donde trabajó el resto de la tarde con su Gloriana, de quien esperaba grandes cosas.
Al día siguiente, el asedio se hizo formal. Alrededor de Castillo Hagedorn la actividad mek se hizo patente: cobertizos, almacenes, barracas. Dentro de esta periferia, justo fuera del alcance del cañón de energía, los vehículos alzaban grandes cantidades de lodo.
Durante esa noche, estos montones se extendieron hacia el castillo; y lo mismo sucedió a la noche siguiente. Finalmente, se hizo evidente el propósito de aquellos montículos: servían para cubrir una serie de zanjas que llevaban al risco sobre el que se alzaba Castillo Hagedorn.
Al día siguiente, algunos de los montículos ya habían alcanzado el pie del risco. Inmediatamente, desde el fondo, empezó a avanzar una sucesión de vehículos de energía cargados con grava. Se aproximaban, arrojaban su carga y volvían a meterse otra vez en las zanjas. En total se habían dispuesto ocho zanjas. Desde cada una de ellas rodaban interminables cargas de lodo y piedras que habían sido arrancadas del risco sobre el que se asentaba Castillo Hagedorn. Al fin, los nobles, apiñados en los muros de defensa, entendieron el significado de todo aquel trabajo.
—Su propósito no es sepultarnos —dijo Hagedorn—, sólo intentan minar el risco sobre el que se alza el castillo.
El sexto día de asedio, un gran segmento de la ladera tembló, se hundió y un alto remate de piedra que llegaba casi hasta la base de las murallas se derrumbó.
—Si esto sigue así —dijo Beaudry—, duraremos menos que Janeil.
—Entonces, ¡adelante! —gritó O. Z. Garr con súbita vehemencia—. Utilicemos el cañón de energía. Volaremos sus miserables zanjas y a ver qué hacen entonces esos bergantes.
Rápidamente, O. Z. Garr se dirigió al emplazamiento más próximo y gritó a los aldeanos que retiraran la lona; Xanten, que estaba por allí cerca, dijo:
—Permítame ayudarle. —Arrancó la lona y añadió—: Dispare ahora, si puede.
O. Z. Garr le contempló perplejo. Luego, avanzó y giró el gran proyector de modo que apuntara a un montículo. Pulsó el interruptor. Frente a la boca circular, el aire restalló, se agitó, flameó con chispas púrpura. El objetivo humeó, primero se tornó negro, luego rojo oscuro, finalmente se hundió en un cráter incandescente. Pero la tierra subyacente, de un grosor de medio metro, proporcionaba demasiado aislamiento; el charco fundido se hizo candente, pero dejó de extenderse o ahondarse. Súbitamente, como un cortocircuito eléctrico, el cañón de energía rechinó y dejó de funcionar.
Contrariado e irritado, O. Z. Garr inspeccionó el mecanismo. Luego, con un gesto de disgusto, se volvió. No cabía duda de que la eficacia de los cañones era limitada.
Dos horas más tarde, por el lado oriental del risco, se derrumbó otra gran franja de piedra y, justo antes de ponerse el sol, se desprendió otra masa similar de la parte occidental, allí donde el muro del castillo se alzaba en una línea casi ininterrumpida desde el risco.
Al caer la medianoche, Xanten y sus partidarios, acompañados de sus hijos y consortes, abandonaron Castillo Hagedorn. Seis parejas de pájaros se lanzaron desde el punto de vuelos hasta una vega próxima a Far Valley, y mucho antes del alba ya habían transportado a todo el grupo.
Nadie se despidió de ellos.