XI

TRANSCURRIDA UNA SEMANA, se derrumbó otra sección del risco oriental, arrastrando consigo un contrafuerte de roca fundida. En las bocas de las zanjas, los montones de cascote excavado crecían de manera alarmante.

Los daños más espectaculares los habían sufrido las zonas este y oeste, siendo la cara sur escalonada la menos afectada. Súbitamente, al cabo de un mes del inicio del asalto, se derrumbó un gran sector de las terrazas, abriendo una grieta irregular que interceptó el camino y desmoronó las estatuas de los primeros notables que se alzaban a lo largo de la balaustrada de la avenida.

Hagedorn convocó al consejo para una reunión.

—La situación no ha mejorado —dijo en un débil intento de ingeniosidad—. Nuestras más pesimistas sospechas han sido superadas. ¡Triste situación la nuestra! Confieso que la idea de esperar la muerte entre mis destrozadas pertenencias no me agrada.

Aure hizo un gesto de desesperación.

—Lo mismo me ocurre a mí. ¿Qué importa morir? ¡Todos hemos de morir! Pero cuando pienso en todas mis preciosas posesiones, me pongo enfermo. ¡Mis libros pisoteados, mis jarrones destrozados, mis tabardos desgarrados! ¡Mis alfombras enterradas! ¡Mis phanes estranguladas! ¡Mis lámparas derribadas! ¡Éstas son mis pesadillas! No puedo soportar pensar en todo eso.

—Vuestras posesiones no son menos preciosas que cualesquiera otras —dijo Beaudry con presteza—. Pero carecen de vida propia. Cuando nosotros hayamos desaparecido, ¿a quién le importará lo que les ocurra a los objetos?

Marune retrocedió.

—Hace un año deposité dieciocho frascos de esencia de primera clase; doce Lluvia Verde, tres de Balthazar y tres de Faidor, ¡piense en ello si quiere pensar en tragedias!

—Es lo único que sabemos —gruñó Aure—. Yo tengo... yo tengo... —Su voz se desvaneció.

O. Z. Garr pateó con impaciencia.

—¡Es preciso que evitemos las lamentaciones a toda costa! Tenemos una oportunidad, ¿recordáis? Xanten nos aconsejó que nos marcháramos. Ahora él y sus partidarios se han ido y pastan por las montañas del norte con los expiacionistas. Para bien o para mal, nosotros optamos por quedarnos. Desgraciadamente, ha sido para mal. Hemos de aceptar la realidad como caballeros.

El consejo asintió melancólicamente. Hagedorn sacó un frasco de extraordinario Radamanth, y sirvió a todos con una prodigalidad que antes hubiera sido inconcebible.

—Puesto que no tenemos futuro, ¡brindemos por nuestro glorioso pasado!

A lo largo de aquella noche se observaron disturbios en diversos puntos del cerco de los meks: llamas en cuatro puntos distintos, el lejano sonido de roncos gritos. Al día siguiente, la actividad pareció disminuir un poco.

Pero, al llegar la tarde, un vasto segmento del risco se derrumbó. Al cabo de un momento, como tras majestuosa deliberación, el alto muro oriental se resquebrajó y derrumbó, dejando expuestas al cielo abierto las partes posteriores de seis grandes casas.

Una hora después del ocaso, un grupo de pájaros se posó sobre el puente de vuelos. Xanten saltó del asiento, bajó corriendo por la escalera hasta la plaza, junto al palacio de Hagedorn.

Un pariente fue a avisar a Hagedorn, que apareció y contempló sorprendido a Xanten.

—¿Qué hace aquí? Le creíamos en el norte, a salvo, con los expiacionistas.

—Los expiacionistas no están en el norte a salvo —dijo Xanten—. Se han unido a los demás, estamos luchando.

Hagedorn adelantó la barbilla.

—¿Luchando? ¿Los caballeros están combatiendo a los meks?

—Y lo estamos haciendo y con todas nuestras fuerzas.

Hagedorn sacudió la cabeza, asombrado.

—¿También los expiacionistas? Creí que habían pensado huir hacia el norte.

—Algunos así lo hicieron, entre ellos A. G. Philidor. Entre los expiacionistas hay facciones, como aquí. La mayoría de ellos no están ni a quince kilómetros, igual que los nómadas. Aunque algunos cogieron sus vehículos de energía y huyeron, el resto está matando meks con verdadero fervor fanático. Supongo que os daríais cuenta del trabajo que hicimos la pasada noche. Quemamos cuatro almacenes, destruimos los depósitos de jarabe, matamos a más de cien meks y destruimos una docena de vehículos. También nosotros tuvimos bajas, lo cual nos perjudica mucho, porque nosotros somos pocos y los meks son muchos. Por eso estoy aquí, necesitamos más hombres. ¡Venid a luchar con nosotros!

Hagedorn se volvió y se encaminó hacia la gran plaza principal.

—Haré salir a la gente de sus casas. Habla tú con ellos.

Durante toda la noche, los pájaros, quejándose amargamente por la tarea sin precedentes, trabajaron, transportando caballeros que devueltos a la cordura por la inminente destrucción de Castillo Hagedorn, ahora se mostraban dispuestos a abandonar todos los escrúpulos y luchar por sus vidas. Los tradicionalistas más firmes seguían negándose a comprometer su honor, pero Xanten les dio animosa seguridad:

—Entonces, quedaos aquí, merodeando por el castillo como ratas furtivas. Sacad cuanto placer podáis del hecho de que estáis siendo protegidos; poco más os depara el futuro.

Y muchos de los que le oían se alejaron disgustados.

Xanten se volvió a Hagedorn:

—¿Y usted? ¿Viene o se queda? Hagedorn suspiró profundamente y dijo:

—Castillo Hagedorn está llegando a su fin. Me uniré a vosotros.

Súbitamente, la situación había cambiado. Los meks, que formaban un amplio círculo alrededor de Castillo Hagedorn, no habían esperado ninguna resistencia en el campo y muy poca del castillo. Habían establecido sus barracas y depósitos de jarabe sólo en función de la conveniencia, sin pensar en la necesidad de su defensa. De este modo, resultaba fácil acercarse, causarles daños y desaparecer sin sufrir pérdidas graves. A continuación, los meks, situados a lo largo de Sierra Norte se vieron acosados y, por último, tras sufrir muchas pérdidas, abandonaron sus puestos. En el círculo que rodeaba Castillo Hagedorn se abrió una brecha. Luego, dos días después, tras la destrucción de otros cinco depósitos de jarabe, los meks retrocedieron más todavía. Haciendo un terraplén ante las dos zanjas que conducían a la cara sur del risco, establecieron una posición defensiva más o menos sostenible. Aunque seguían luchando, en lugar de sitiar, pasaron a estar sitiados.

En el interior de la ya reducida zona, que defendían los meks concentraron las existencias que les quedaban de jarabe, utensilios, armas y municiones. Por la noche, la zona exterior a los terraplenes se iluminaba y meks con rifles automáticos la guardaban, haciendo imposible todo asalto frontal.

Durante un día, valorando la nueva situación, los algareros se mantuvieron al abrigo de los huertos circundantes. Luego se intentó una táctica. Se improvisaron seis carros ligeros que cargaron de un aceite inflamable, con una granada incendiaria atada. A cada uno de estos carruajes se ataron seis pájaros, y partieron a media noche, con un hombre por carruaje. Los pájaros volaron alto y luego, a través de la oscuridad, se deslizaron sobre la posición mek, donde arrojaron las bombas incendiarias.

Al instante, la zona estalló en llamas. El depósito de jarabe se inflamó; los vehículos de energía, despertados por las llamas, corrían desconcertadamente de un lado para otro, aplastando meks y provisiones, chocando entre sí, sumándose al terror de las llamas. Los meks que sobrevivieron se refugiaron en las zanjas. Se extinguieron algunas luces y los hombres, aprovechándose de la confusión, atacaron los terraplenes.

Tras una cruenta y breve batalla, los hombres mataron a todos los centinelas y se situaron a la entrada de las zanjas, donde se encontraban ahora los restos del ejército mek. Parecía que la sublevación mek había sido sofocada.