Muerte en la hora de Navidad
James Powell
Si nos mezclamos con extraterrestres, animales y robots sherlockianos, ¿por qué no con juguetes? Y si nos mezclamos con juguetes, ¿por qué no hacer una historia de Navidad?
Claro que juguetes que no tienen nada que ver con los electrificados y computerizados de hoy en día, Holmes era Victoriano, recuérdenlo.
En las primeras horas del día de Navidad los animales pueden hablar y los juguetes cobran vida si no hay ningún humano vigilándoles.
Varios minutos después de que la última campanada de media noche hubiera sonado sobre la nevada ciudad navideña, se podía ver a un pastor galés llamado Owen Glendower tirando de un joven agarrado a una cadena por los escaparates de los grandes almacenes McTammany.
Austin W. Metcalfe, como se llamaba a sí mismo este joven, tenía una cara redonda con gafas y una pipa corta de gran depósito, cuya operación aún no dominaba. Llevaba una bufanda granate envuelta bajo su barbilla y sus manos y pies estaban calientes metidos en cuero forrado de lana. Los botones de su abrigo azul oscuro estaban abrochados. Se movía con aire serio y sereno, habiendo llegado a fuerza de eficiencia y laboriosidad al puesto de segundo ayudante conservador del Museo Metropolitano de Juguetes.
En otras palabras —como Owen Glendower era el primero en admitir—, Metcalfe era un tipo muy, muy ampuloso. El perro le miró por encima del hombro como con ganas de soltar un gran quejido. ¡El pobre Metcalfe era tan carca! Necesitaba a alguien que le abriera un poco la mente. El perro todavía tenía la esperanza de que alguna chica apareciese pronto y que estuviera lo suficientemente loca como para cogerle cariño y lo hiciese antes de que fuera demasiado tarde. Metcalfe había conocido recientemente a una chica que parecía dispuesta a hacerlo. Owen Glendower había usado sus considerables poderes de transferencia de pensamiento para inspirar una llamada telefónica. La mitad de las ideas buenas que tienen los humanos vienen de sus animales domésticos, Owen Glendower no sabía de dónde venían la otra mitad. Pero el jovencito se resistía.
Aunque empezaba a soplar el viento, Metcalfe esperó pacientemente bajo la nieve que caía, consciente de ser un amable y amado dueño. Le habría gustado seguir meditando sobre este tema, pero su pipa se apagó de nuevo y se apresuró a encenderla.
Mientras tanto, a la vuelta de la esquina, a unos tres metros de donde estaba, los ocupantes del más grande de los escaparates de juguetes de McTammany estaban disfrutando de un pase de modelos. Los muñecos Dick y Jane estaban exhibiendo sus variados vestuarios a un agradecido público de ranas con cuellos de volantes, cerdas con vestidos, y una gran variedad de robots, esos facsímiles de la humanidad que pitaban, zumbaban y hacían destellar sus luces en aprobación de manera sorprendente, sobre todo si se tiene en cuenta que no estaban incluidas las pilas.
Cuando Owen Glendower estaba listo, tosió para avisar a los juguetes de que se paralizaran inmediatamente y luego guió al jovencito al otro lado de la esquina para que el escaparate entero pudiera ver lo que un honesto perro tenía que aguantar año tras año. Metcalfe había visto el escaparate muchas veces. El Museo había prestado su exposición de juguetes a las creaciones personales del jovencito —«La Navidad Victoriana»— a McTammany durante las fiestas. Metcalfe venía a diario para admirar el producto de su trabajo que se estaba exhibiendo en el siguiente escaparate. Pero siempre se paraba aquí primero. Los juguetes antiguos nunca quedaban mal en la comparación.
Sin ánimo de interrumpir la Hora de Navidad de los juguetes por más tiempo, Owen Glendower tosió de nuevo y anduvo hacia el escaparate de Metcalfe. La maqueta del joven representaba un salón de estar Victoriano dentro de una pequeña chimenea de alabastro. A la izquierda se encontraba un árbol de Navidad decorado con adornos de madera pintados en colores brillantes y en la copa un ángel cantando villancicos.
Ante el árbol había una caja de música con una bailarina de puntillas y una caja de resorte de colores azul y amarillo. En el suelo de la chimenea se encontraba un teatro de marionetas con dos preciosas marionetas de mano. El lado derecho de la chimenea estaba ocupado por una butaca de orejas verdes y un cojín a juego, encima de la que hallaba una elegante casa de muñecas victoriana, cuya ama victoriana, de porcelana, se encontraba en la puerta con un miriñaque de color ciruela. En la base del cojín había un capitán de húsares con una sonrisa agresiva y el sable desenvainado que encabezaba una formación de soldados de juguete que vestían chaquetas escarlatas y sombreros de morriones.
Así los había dispuesto Metcalfe. Pero esta noche alguien más había metido la mano. Los soldados no se veían por ninguna parte. El húsar y el resto de los juguetes estaban en un círculo delante de la caja de resorte mirando hacia abajo a Judy, que estaba tumbada sobre la moqueta roja, una figura que daba la impresión de estar flácida y sin vida, de un modo distinto a lo que debe parecer un muñeco de guiñol sin una mano dentro.
Había algo más extraño todavía. El muñeco de la caja de resorte estaba fuera y aún vibraba su muelle. Pero bien es verdad que el tráfico a veces disparaba el pestillo que cerraba la caja. Y el húsar parecía estar temblando como si acabara de ponerse firme. Aunque esto último pudo haber sido producto de la imaginación de Metcalfe. Pero ¿de dónde había surgido el muñeco de Sherlock Holmes? ¿Y por qué tenía la impresión Metcalfe de que el pequeño detective estaba a punto de señalar con dedo acusador?
Luego vio un oso de peluche al lado de Holmes y lo entendió todo. La señorita Tinker, una decoradora de escaparates, quien le ayudó a montar la exposición del Museo, dijo que siempre metía su Peluche en uno de los escaparates de juguetes y preguntó si podía sentarlo en el sillón de orejas. Metcalfe se echó a reír y explicó que cada juguete, ornamento y mueble que había en el escaparate era Victoriano. Los osos de peluche eran eduardianos. De mala gana aceptó envolver el oso en papel de regalo para meterlo bajo del árbol, donde se necesitaban más paquetes. «¿Por qué —se preguntaba— serían todas las guapas tan poco inteligentes?».
Por otro lado, no le había contado toda la verdad. El Museo no poseía un ángel Victoriano. El señor Jacoby, reparador de juguetes y mago de la reproducción, había fabricado éste a partir de una muñeca de Amelia Earhart que se estropeó cuando el alambre que sujetaba su monoplano al techo encima de la exposición Los juguetes conquistan el cielo se rompió. Metcalfe había estado tentado a llamarla por teléfono para confesarle la verdad. Ahora se alegraba de no haberlo hecho. ¡Un muñeco de Sherlock Holmes! Metcalfe volvió a encender su pipa y se balanceó sobre los tacones y las puntas de los pies, sorbiendo humo con las manos cogidas a la espalda. Sí, decididamente tendría que hablar con esta jovencita acerca de este asunto. Y acerca de cómo llegó hasta allí el oso de peluche.
Metcalfe podía haberse quedado allí un rato más fumando y pensando sobre la razón que tenía en esta confrontación, pero Owen Glendower soltó un suspiro de aburrimiento y le arrastró de allí, sabiendo que el señor Metropolitan, el armenio generoso que era director del Museo y el principal donador de fondos, había pedido al segundo conservador que visitase el relicario de juguetes del Museo de madrugada. En la pasada madrugada de Navidad, el vigilante nocturno dijo haber visto tres caimanes muertos en un charco de sangre en el ala victoriana.
Cuando se le pidió que enseñara los cadáveres, dijo que los había quemado en la estufa después de limpiar la porquería que habían dejado. Se le pidió que explicara la desaparición de una de las mejores muñecas victorianas, de la cual dijo no saber nada. Se le había encargado a Metcalfe que diera una vuelta por el Museo para oler el aliento del vigilante nocturno y así determinar, según palabras del señor Metropolitan, «si el hombre le daba a la salsa navideña».
En cuanto a la procedencia del osito de peluche, la señorita Ivy Tinker lo había traído como mascota cuando se mudó al este para tomar el trabajo en McTammany. Para Peluche, el trabajo de mascota era solitario, sedentario y triste, esperando que la señorita Tinker se casara y tuviera hijos para poder juguetear de nuevo. Peluche pasó su primera Hora de Navidad en el este paseando de un lado a otro con las manos en los bolsillos sin nada mejor que hacer que darle patadas a la esquina de la alfombra.
Para asegurar que esto no ocurriera más años arrugó la frente y dirigió sus poderes de transferencia de pensamiento a la señorita Ivy Tinker, mientras dormía tras la puerta del dormitorio. A la mañana siguiente, mientras tomaba una tostada, contó que había soñado que había incluido al osito en uno de sus escaparates navideños de juguetes. ¿Y por qué no? Sería la marca registrada de los escaparates decorados por Tinker. El oso relleno no se sorprendió nada. La mitad de las buenas ideas de los humanos venía de sus juguetes. Peluche no sabía de dónde venía la otra mitad.
Peluche no pasó una Hora de Navidad aburrida desde entonces. El año anterior lo colocaron justo en la mitad del escaparate de animales de peluche de McTammany. Cuando tocaron las campanadas de medianoche entraron en acción los caballitos rellenos, el canguro sacó una espita de su marsupio y contó la vieja historia de cómo se hacía la cerveza australiana de lúpulo, y todos se lo pasaron estupendamente. Peluche arrastró una sonrisa de resaca medio torcida durante todo el año siguiente.
Era la Hora de Navidad una vez más. Estirándose con los primeros síntomas de actividad vital, Peluche sintió el ruidoso papel y una atadura que le constreñía. Encontró la unión del papel que le envolvía con la pata, localizó el lazo de terciopelo y tiró. Con las campanadas de medianoche sonando en la distancia emergió, encontrándose de pie entre un montón de regalos bajo un árbol de Navidad. Más allá, en la habitación, podía ver a otros juguetes que cobraban vida. Estaba a punto de unirse a ellos cuando oyó el sonido de un violín ensordecido que le hizo detenerse.
Acercó el oído a las alegres cajas, una por una, hasta que encontró la fuente de sonido. Rasgó el papel. La ilustración de la caja era una noche neblinosa y una puerta de otra época. El número que había sobre la puerta era 221B. El nombre que colgaba de una farola era Baker Street. Unas grandes letras anunciaban:
Peluche abrió la caja. El muñeco que había dentro vestía un gorro de cazador y un abrigo con capa. Además del violín y arco, que el muñeco puso a un lado con una sonrisa, los accesorios incluían una lupa, una pipa y unas zapatillas persas.
—Gracias, mi querido señor —dijo Sherlock Holmes, tomando la mano que le ofrecía Peluche para ayudarle a salir de la caja—. No sé cuántas Navidades he pasado metido debajo de un radiador en el almacén de una juguetería. Soy el único superviviente de una línea de muñecos que gozaban de bastante poca popularidad y que cayeron en el olvido hace mucho tiempo. No sé a quién darle las gracias por estar aquí.
—La señorita Ivy Tinker necesitaba más cajas para poner debajo del árbol —dijo Peluche presentándose.
—¿Ursus arctus Rooseveltii? Apenas lo creo —dijo el detective—. Y he publicado una monografía anónima acerca de animales de peluche —echando mano de su lupa examinó el ojo de Peluche y la costura que tenía en el hombro—. Sus ojos son de vidrio francés fabricados por Homard et Fils. Sus costuras son de doble puntada, llamada de ruiseñor inglés porque, como este pájaro, sólo se encuentran en Inglaterra al este del Severn y al sur del Trent. Homard et Fils sólo vendían a una fábrica en esa zona, Tiddicomb y Weams. Esa empresa produjo osos de peluche solamente una vez. Cuando nació el hijo de la Reina Victoria, el Príncipe Leopoldo, en 1854, Tiddicomb y Weams presentó al bebé una réplica de masa de papel de la Cámara de los Lores completa con doce osos de peluche. Este maravilloso juguete fue donado más tarde por el príncipe adolescente en una subasta para recoger fondos para las víctimas del gran fuego de Chicago y desapareció en América. Usted, Peluche, es un oso de la nobleza.
El pecho de Peluche se hinchó con orgullo y su voz se volvió grave:
—Y yo me lo creí cuando la señorita Ivy Tinker me dijo que era un oso de peluche. Nosotros, los animales de peluche, somos muy olvidadizos.
—Bien —dijo Holmes tomándole del brazo—, es la Hora de Navidad. La partida está en marcha. Es hora de que charlemos alrededor de una copa bien cargada.
Peluche no necesitó que le insistieran mucho. Salieron de debajo del árbol paseando juntos, caminando al ritmo del villancico que estaba siendo cantado por la voz plateada de Angel en lo alto del árbol, quien, siguiendo la tradición de los ángeles de árboles de Navidad, prefirió pasarse la hora cantando himnos de alegría y alabanza.
De repente, el capitán de los húsares les bloqueó el camino, con una docena de soldados a su espalda. El oficial levantó las cejas sospechosamente, mirando a Peluche y puso la punta de su sable contra el pecho peludo del oso.
—No serás un caimán, pero podrías ser una rata disfrazada —dijo el húsar, rechinando los dientes agresivamente.
Peluche apartó el sable hacia un lado y gruñó como lo haría un oso de la nobleza:
—Lo que soy es un oso.
Impresionado por esta carencia de docilidad, el oficial dijo:
—¿Quiere decir uno de esos animales rellenos? En ese caso, bienvenido a bordo. Yo soy el Capitán Rataplán. Necesitamos a cualquiera que tenga agallas suficientes para estar a nuestro lado en este maldito asunto.
—¿De qué asunto habla, Capitán? —dijo Holmes.
—Dejemos eso para luego, cuando tomemos una copa después de asegurar el perímetro —dijo el húsar—. Veo que el viejo Punch ha abierto el negocio.
Holmes miró hacia donde señalaba el dedo al otro lado de la chimenea, donde las dos marionetas de mano estaban convirtiendo su escenario en un bar; Punch sacando brillo al mostrador, mientras Judy colocaba las botellas y los vasos.
Pero la mirada de Peluche no iba más allá de la bailarina de la caja de música que estaba a menos de un metro. Tenía las características de una bailarina clásica, cabeza pequeña, ojos grandes y piernas largas. Peluche intentó captar su atención meneando las orejas.
—Una figura preciosa —afirmó el Capitán Rataplán—. Es Allegretta. Nosotros la llamamos Gretta. Le gusta hacerse la difícil. ¿Sabe lo que digo? La verdad es que eso no me importa en una mujer. Un corazón cobarde nunca ha conseguido ganar a una mujer —dijo fieramente y se marchó con sus hombres.
Holmes y Peluche cruzaron el suelo de la chimenea en dirección al bar. Pasaron al lado de la caja de resorte y Holmes dijo:
—Parece que se le han pegado las sábanas a Jack.
Luego pararon para presentarse a la bailarina, que se hallaba sentada con un pie en el regazo:
—Venga con nosotros a tomar un trago —dijo Peluche meneando las orejas exageradamente—. Tempus fugit.
—Voy dentro de un poco. ¿Vale? —dijo mientras masticaba chicle—. Me están doliendo muchísimo los pies.
—No me extraña nada después de estar de puntillas durante un año —dijo Holmes con una sonrisa a la que ella contestó con una mirada inexpresiva.
En el bar, Punch les saludó diciendo «¿Qué tomarán los señores?», en una voz tan chirriante como la de un murciélago.
—Algo con un chorro de sifón, maestro —dijo Holmes—. Un whisky escocés, creo.
—El mío que sea un Gibson —dijo Peluche.
El vicio de los cocktails se había extendido rápidamente entre las criaturas que sólo cobraban vida una hora al año.
—Lo que los señores quieran —dijo Punch. Pero cuando el jorobado estaba cogiendo el whisky gritó sobre el hombro—. ¿A dónde vas, Judy?
—Las aceitunas —dijo su socia con voz aguda y chillona.
—Al Gibson se le ponen cebollitas —riñó Punch. Echó las bebidas y cuando Judy hubo vuelto de la nevera con una cebollita en vinagre en la punta del punzón de picar hielo, le sirvió.
—A vuestra salud, caballeros —dijo levantando su propia jarra de cerveza. Mientras golpeaba los vasos, Punch se volvió hacia Judy de nuevo—. ¿Y ahora a dónde vas?
—Una aceituna. Por allí viene el Capitán Rataplán para tomar su Martini.
Pero el húsar la había oído y agitaba la cabeza:
—Mis hombres primero. Doce jarras de cerveza negra. —Judy metió el punzón en el bolsillo de su delantal y se dispuso a servir obedientemente las jarras de cerveza.
Dirigiéndose a Holmes y al oso que le acompañaba, el Capitán Rataplán dijo:
—Volviendo al tema de los caimanes, esos malditos bichos se alimentan de ratas de alcantarilla todo el año. Así que cuando llega la Hora de Navidad somos un manjar delicioso para variar el menú e intentan pillarnos. Ningún problema. Sabemos dar tan bien como recibir. Y los caimanes son poco inteligentes, todo músculo. Pero luego están las ratas. Son cobardes pero extremadamente inteligentes. Caballeros, uno de estos años las ratas van a convencer a los caimanes de establecer una alianza. Lo que preveo es un ejercito de caimanes, cada uno con una rata montada en el lomo susurrándole órdenes al oído, hacedme caso, cuando llegue ese día el reino de los Juguetes desaparecerá de la memoria humana.
—Un futuro negro, Capitán —dijo Holmes muy serio—. Esperemos que las ratas nunca tengan esa idea.
Rataplán se marchó con sus Jarras de cerveza en una bandeja y llevó consigo estos pensamientos tristes. Después de unos cuantos sorbos de su bebida, Holmes apoyó los codos en la barra y dijo:
—Ratas montadas a lomos de caimanes o no, Peluche, es estupendo estar vivo de nuevo. Sólo echo de menos una cosa: un misterio que resolver. No. Miento, Peluche. Dos cosas.
—¿Y cuál es la otra, Holmes? —preguntó Peluche, masticando la cebollita de su Gibson.
Sherlock Holmes no contestó. Enderezó su postura.
—¡Hablando del rey de Roma! —exclamó—. Excúseme un momento —y quitándose el gorro cruzó el cojín hacía donde se encontraba una mujer sonriéndole. No una mujer, sino La Mujer.
—¿Es posible que sea usted, señorita Adler? Quiero decir, señora Godfrey Norton —pues ese era el verdadero nombre de casada de la heroína en Un escándalo en Bohemia.
—Buenos días, señor Holmes —dijo la mujer sonriente—. Mi nombre es Irene Adler. Volví a usar mi nombre profesional cuando la muerte de mi marido me obligó a volver a la ópera.
—Permítame, señorita Adler —dijo el detective ofreciéndole el brazo—. Apartémonos del bullicio durante un rato. Me interesa saber cómo llegó hasta aquí. Estaba contándole a mi amigo Peluche que hay dos cosas que echo de menor, la señorita Irene Adler y un buen misterio.
—¿Es ese orden, señor Holmes?
—Desde luego que sí —insistió el detective.
Irene Adler se rió alegremente ante esta mentira. Luego escogieron una franja del dibujo de la alfombra y fueron paseando sobre ella hacia el gran escaparate.
—Soy una muñeca de la serie Diva —le explicó—. Cada una es una réplica de una prima donna de un teatro de ópera europeo. El museo nos tiene expuestas en el escenario de un teatro de ópera Victoriano de muñecas. El año pasado hubo un incidente espantoso cuando los caimanes nos atacaron justamente al comienzo de la Hora de Navidad, rugiendo en su vil lenguaje de alcantarillas. Si no es por el Capitán Rataplán con su escasa dotación de soldados y Punch, que los respaldó con una estaca, nadie habría tenido tiempo de ponerse a salvo. El resto de los Victorianos de Navidad buscó refugio sobre el cojín. Pero en mitad de todo el jaleo, Lady Gwendoline, la patrona de la casa de muñecas, cayó del borde en mitad de los caimanes y fue engullida de un bocado.
Holmes y La Mujer ya habían llegado al escaparate. Miraron hacia afuera a la negrura de la noche al otro lado del cristal y vieron cómo el viento levantaba remolinos de nieve bajo las farolas. Luego dijo Irene Adler:
—Por eso estoy aquí. Me eligieron para ocupar el lugar de Lady Gwendoline. Personalmente encuentro que las Horas de Navidad de Diva son bastante opresivas. Todas las demás compañeras compitiendo para salir al escenario. Siempre he preferido la compañía de hombres. Pero, dígame, ¿cómo ha llegado usted hasta aquí?
Pero antes de que el detective pudiera contestar, Peluche se acercó por detrás:
—Mi querido Holmes —dijo con un acento británico cada vez más marcado al saber de sus nobles antecedentes—, ha ocurrido algo terrible. Han asesinado a Judy.
Judy estaba bien muerta. Era evidente que había recibido un fuerte golpe en la barbilla. Pero la causa de muerte había sido otra. Oculto entre los pliegues del voluminoso delantal que suelen llevar los títeres de guante se encontraba el punzón de partir el hielo, que se había clavado en su corazón.
Holmes se levantó tras examinar el cadáver y encuestó a los juguetes horrorizados que se encontraban alrededor, incluyendo al recién llegado, un joven arlequín con un gorro lleno de cascabeles y traje partido en dos colores. Se llamaba Jack. Su caja de resorte estaba abierta de par en par y completamente vacía.
Irene Adler estaba pálida:
—¿Es que los juguetes somos capaces de asesinar? —preguntó.
—Y de ver que se hace justicia, y le aseguro que se hará —dijo Holmes inexorablemente—. Bien, ¿qué ocurrió aquí?
Gretta dijo:
—Judy vino corriendo hacia la caja de Jack, riéndose y chirriando algo acerca de unas aceitunas. Lo siguiente fue un golpetazo.
—Supongo que estaba apoyada en la caja cuando salí y la tapa le golpeó en la barbilla —dijo Jack—. Un golpe bastante feo, señor Holmes. Se desmayó. Pero no estaba muerta. Envié a Gretta a buscar un trapo mojado —en este momento el joven estalló en lágrimas tapándose la cara con las manos—. ¡Oh, Judy, Judy, Judy…! —sollozaba.
—Cuando Punch y yo regresamos con el trapo mojado, el Capitán Rataplán estaba inclinado sobre ella —dijo la bailarina—. Luego se levantó y empezó una discusión con Jack.
—Yo pensé que este canalla la había golpeado, señor Holmes —dijo el húsar—. Le acusé de golpear a una mujer. No es que me sorprendiera. Este hombre es un cobarde. Esto lo demostró el año pasado escondiéndose en su caja cuando echamos de aquí a esos caimanes. Perdí los nervios y le zarandeé, lo admito. Pero Punch dejó de cuidar a Judy y nos separó.
—El trapo cayó de la frente de Judy —dijo Gretta—. Yo me agaché para ponérselo de nuevo y fue entonces cuando vi el punzón. Fue entonces cuando apareció su amigo de peluche.
—Yo estaba en el cojín. Fui a buscar unas sillas y mesas para las señoras —dijo Peluche—. Tú ya me conoces. Siempre dispuesto a echar una mano para alegrar estas fiestas. Vi la pelea desde allí y vine a toda prisa.
—¿Existe alguna posibilidad de que fuera un accidente? —preguntó Punch—. Ya le habíamos dicho que no guardara el punzón en el bolsillo del delantal.
—Esto no fue un accidente —dijo Holmes. Luego se paró a pensar.
—Gretta —dijo—, ¿examinó a Judy antes de ir en busca del trapo?
Cuando la bailarina agitó la cabeza negativamente añadió:
—Así que posiblemente ya estaba muerta.
La mujer encogió los hombros.
—Y usted, Capitán Rataplán —preguntó Holmes—, ¿podría jurar que Judy estaba viva cuando usted se inclinó sobre ella?
—No miré más allá del golpe que tenía en la barbilla y luego salí disparado —admitió el fiero húsar—. Este Jack es un presumido.
—Eso sí que es verdad —murmuró Holmes.
Rataplán añadió:
—Este tipo, cuyos pantalones ni siquiera tienen las piernas del mismo color, tenía un ojo echado a Lady Gwendoline que vivía en la gran casa sobre el cojín. El año pasado maté a tres caimanes. Y sólo los valientes se merecen el favor de las damas. Pero yo nunca, nunca habría aspirado a la mano de tan gentil dama —Rataplán dejó de hablar para carraspear—. Claro que mi corazón se encuentra en otro lugar —dijo. Fue entonces, como les suele ocurrir a muchos hombres valientes, cuando le dio un ataque de timidez y bajó la mirada al suelo. Holmes fue rápido en darse cuenta de que la mirada antipática de la bailarina fue la causa de que desviase la mirada. La vida emocional de los juguetes que viven tan sólo una hora al año es bastante intensa, como la de los jóvenes en tiempos de guerra.
Holmes miró hacia Punch:
—¿Estaba Judy viva o muerta cuando le puso el trapo en la frente?
—Yo qué sé —dijo el jorobado—. La pelea empezó en ese momento.
—Usted tenía relaciones con Judy.
—Estrictamente profesionales —insistió Punch—. ¿Es que no se ha fijado en la nariz que tiene?
—Usted también está bastante bien dotado en ese aspecto —comentó Holmes.
—Pero no tengo que verme —dijo Punch rápidamente—. Y ya que estamos hablando del tema, usted también tiene una nariz bastante hermosa.
Holmes se volvió hacia Jack:
—Dígame exactamente cuál era su relación con la difunta.
—Todos necesitamos a alguien, señor Holmes —dijo Jack.
—Pero ¿por qué usted, en particular, necesita a alguien?
Jack se volvió blanco. Cogió el brazo del detective y susurró:
—¿Podría hablar con usted en privado, señor Holmes?
—Si me habla más claro de lo que lo lleva haciendo hasta ahora.
Los cascabeles sonaban mientras juraba que lo haría. Cuando se hubieron apartado algo del resto Jack dijo:
—Estoy seguro que se habrá dado usted cuenta de que no puedo abrir la caja desde dentro.
—Conozco bastante bien el mecanismo de las cajas de resorte —dijo el detective.
—Pero los demás no —dijo Jack—. El cierre de la tapa está defectuoso. Las vibraciones del tráfico a veces lo disparan y salgo sorpresivamente. Ellos piensan que lo hago yo, pero no puedo. Cuando llega la Hora de Navidad, ni siquiera puedo salir de la caja solo. Esto es bastante humillante para un juguete adulto. Es mi secreto. Tuve mucha suerte en la primera Hora de Navidad, aquí en la exposición victoriana de Navidad. Un metro que pasaba me disparó el cierre. Pero no podía depender solamente de eso. Tuve que contarle a alguien el secreto. Escogí a Lady Gwendoline porque era amable y bondadosa. Cada Hora de Navidad, lo primero que hacía era acercarse por aquí para soltarme. Pero los caimanes atacaron el año pasado y ella encontró la muerte. Seguramente estaría todavía en la caja si Rataplán no hubiera venido enfurecido después de echar a los caimanes. Me llamó cobarde y golpeó la tapa con su sable ensangrentado hasta que accidentalmente se disparó el cierre. Pero ¿y al año siguiente? Judy me miraba con buenos ojos, así que me arriesgué a explicarle todo. Ella ideó la historia de las aceitunas. El Martini de Rataplán siempre era el primero de la noche. Le dijo a Punch que guardaba las aceitunas en mi nevera.
—Tu secreto ha costado la vida a dos personas —dijo el detective—. No puedo creer que sea una coincidencia. Venga, vamos a solucionar este asunto.
Volvieron al corrillo de juguetes donde Holmes dijo:
—Señoras y caballeros, el asesino de Judy es una persona muy inteligente y decidida que ha cometido un delito perfecto.
—Venga, Holmes —dijo Peluche—. No irá a decirnos que está vencido.
—Considere mi dilema —dijo Holmes—. Hay cuatro sospechosos: Jack, Capitán Rataplán, Punch y Gretta. Todos tuvieron la oportunidad de asesinarla. No hay ninguna pista que nos indique cuál de ellos lo realizó.
—Entonces no se hará justicia, señor Holmes —dijo Irene Adler.
—Sí que se hará, señorita Adler —dijo Holmes—. Sí que se hará justicia. El error de nuestro asesino fue cometer dos crímenes perfectos. Todos creíais que la trágica muerte de Lady Gwendoline fue un accidente. Pero fue asesinada. Alguien la empujó a su muerte. Eso fue un crimen perfecto y el asesino habría escapado de toda sospecha si no hubiera asesinado de nuevo. El asesinato de Judy, a pesar de lo perfecto del crimen, señala inequívocamente al asesino de Lady Gwendoline. Rataplán y Punch estaban luchando contra los caimanes. Jack estaba en su caja. De tres juguetes en el cojín, dos están muertos. Claramente el asesino es… —Holmes estaba a punto de señalar con su dedo acusador cuando tosió el perro.
El Angel del árbol de Navidad dejó de cantar villancicos y los juguetes se quedaron paralizados. La figura de un curioso y satisfecho joven miraba desde el otro lado del escaparate.
Peluche susurró:
—Es el segundo ayudante del conservador del Museo de Juguetes, Holmes. Le conocí una vez. Es un tragavirotes. ¿Sabe lo que quiero decir? La señorita Ivy Tinker me ha hablado muy seriamente de él.
—Parece muy cabeza cuadrada —susurró Holmes, mirando discretamente—. Yo diría que no le va a costar demasiado trabajo.
Después de un rato interminable, el humano que se encontraba al otro lado del escaparate se marchó y el dedo acusador de Holmes señaló a la persona.
Con rapidez felina, Gretta echó mano del sable de Rataplán y le tumbó en el suelo con un golpe de la parte plana. Punch intentó agarrarla, pero lo hirió en un brazo. Jack empalideció y se agachó en su caja, tirando de la tapa.
—Hay soldados en todas las salidas. No podrás escapar —dijo Holmes con voz serena.
—Ya veremos —dijo la bailarina, manteniéndoles a raya con el sable y retrocediendo lentamente en dirección al árbol de Navidad. Dejando a Irene Adler que atendiera al herido, Holmes y Peluche se mantuvieron tan cercanos a Gretta como ella permitía.
—Las maté a las dos, ¿vale? —dijo orgullosa—. Cuando el destino nos unió a Jack y a mí, juré que acabaría con cualquiera que se entrometiera.
—No fue el destino —insistió Peluche—. Fue el segundo ayudante del conservador.
Gretta no lo estaba escuchando.
—Sabía que Jack tenía algo con Lady Gwendoline —dijo ella—. Les vi susurrando y él siempre salía de la caja cuando llegaba ella. Esperé a tener la oportunidad. Cuando irrumpieron los caimanes, la tuve —en estos momentos estaba bajo el árbol de Navidad. Miró a su alrededor antes de continuar—. Pero en seguida empezó a relacionarse con Judy. Con Judy… No me lo puedo creer. Esta noche cuando se acercó bailando a la caja de Jack, le di un empujón con el pie en la espalda y cayó sobre la tapa justo cuando salía impulsado Jack. Mi intención era solamente pararle los pies, pero cuando vi que nadie me podía descubrir, me dije: «adelante», y metí el punzón.
—Bien, Gretta, ya se acabó el juego.
Con una risa despectiva la mujer se puso el sable entre los dientes, saltó al árbol, y desapareció de la vista.
—Pero no pensará que puede escapar. ¿No? —dijo el oso asombrado.
—Sólo hay una manera de averiguarlo —contestó el detective subiendo por el tronco del árbol.
—Adelante —dijo Peluche.
Pero la persecución no fue fácil. Mientras Gretta subía por el árbol, cortaba las cuerdas de las que pendían los adornos de madera que caían sobre sus perseguidores, obligándoles a buscar refugio. Su buena condición física de bailarina le permitía saltar de rama en rama como un mono. Pronto los había dejado atrás.
—Adiós, señor Holmes —gritaba ella triunfalmente.
—He sido tonto, Peluche —dijo el detective mientras esquivaba los objetos que caían—. Va a secuestrar al Angel y hacerle que vuele a la misión cubana de las Naciones Unidas.
—¿Asilo político? —preguntó Peluche.
—¡Más que eso, animal! —gritó Gretta, que ahora estaba en la cima del árbol y con el sable sobre la garganta del Angel—. Antes de que dé la una en el reloj, las ratas en el sótano de la misión cubana sabrán de los temores de Rataplán porque pienso contárselo. Cuando cobréis vida la próxima Hora de Navidad, habrá un ejército de caimanes con ratas por jinetes para daros la bienvenida. ¡El infierno no tiene comparación con un juguete enfadado!
Con este grito, se subió a lomos del Angel y le golpeó el muslo con la parte plana del sable. El Angel empezó a aletear y los dos salieron volando por los aires. Dio una vuelta por la copa del árbol y luego ejecutó una doble vuelta de campana de la que incluso Amelia Earhart se habría sentido orgullosa. Gretta cayó, cabeza por delante, el largo trecho que los separaba del suelo.
La exposición de «La Navidad Victoriana» ha vuelto al Museo, donde continúa atrayendo a las masas. Una muñeca pastora con un lazo de terciopelo en su callado fue la sustituta que Metcalfe puso de la bailarina de la caja de música que se había roto, y que había entregado a Jacoby para que la reparase.
—Escuche, Metcalfe —dijo el señor Jacoby agobiado de trabajo, mientras metía a la muñeca en una caja de cartón y aseguraba la tapa con una goma elástica—, voy a poner esto en el estante del armario. Si tengo tiempo de arreglarlo antes de veinte años, será afortunada.
Se ha encontrado una nueva Judy menos tímida. Y sentado en la silla de orejas con las insignias de un caballero de la orden de la Jarretera, está Peluche. Una tarjeta informa al mundo que es un raro oso de la nobleza, prestado al Museo por la señorita Ivy Tinker.
Estos cambios tan dramáticos surgieron de la siguiente manera. Cuando Metcalfe llegó al Museo la madrugada del día de Navidad, el vigilante nocturno dijo haber visto más caimanes. Al segundo ayudante se le escapó una carcajada. Pero como el aliento de este hombre no infundía sospecha, decidió dar una vuelta para ver con sus propios ojos.
Metcalfe tenía la impresión de estar interrumpiendo alguna celebración en cada una de las salas. Peor aún, todas las sombras en las paredes de los corredores tomaban la forma de un anfibio y cada sonido nocturno que surgía en el edificio parecía anunciar algo malévolo. Metcalfe estaba encantado con dejarse arrastrar a casa por Owen Glendower. A pesar de la hora, estaba tan nervioso que tuvo que leer para quedarse dormido. Escogió una monografía sobre animales de peluche que había cogido de una tienda de libros de segunda mano.
Más tarde, cuando llegó a McTammany para comentar los hechos con la señorita Tinker, su indignación desapareció al notar las costuras de ruiseñor de Peluche y el vidrio de Homard et Fils de sus ojos. Lleno de emoción, le suplicó que prestase esta preciosísima antigüedad al Museo. En principio no accedió. Trataron el tema en varias cenas y durante la asistencia a diversos actos en la ciudad. Metcalfe se vio obligado a escuchar sus opiniones sobre los peligros del extremismo y otras cuestiones. Para ilustrar lo que quería decir, una noche le dijo que independientemente de cuando estuvieran fabricados, había algo acerca de la muñeca Diva y el muñeco de Sherlock Holmes que les hacía ir juntos. Metcalfe no hizo bien en carcajearse de esta idea. El resultado fue que ella juró no prestar a Peluche al Museo y ni siquiera miraría a Metcalfe hasta que no rescatara el muñeco de Holmes de los almacenes de McTammany y lo pusiese al lado de la muñeca de Irene Adler en la exposición de «La Navidad Victoriana».
Por supuesto que la señorita Tinker se reservó los derechos de visitar a Peluche. Algunas veces, cuando ella y Metcalfe iban al Museo juntos por las tardes cuando ya estaba cerrado, llevaban al perro, Owen Glendower. Ella caía muy bien a Glendower. El joven aún no había limado las aristas de su cabeza cuadrada, pero ya se veía venir ese día. Algunas veces se dejaban caer por el Museo para visitar al siempre laborioso señor Jacoby. En la mitad de una de sus charlas, el señor Jacoby puso su taza de té sobre el banco de trabajo, acarició al gato y dijo:
—Hablando de lo auténtico, Metcalfe. ¿Qué le parece esto?: Podría convertir a la muñeca rota de Judy en un Angel de Navidad Victoriano.
—Estupendo —dijo Metcalfe, haciendo un gesto de admiración con su pipa—. De verdad, señor Jacoby, no sé de dónde salen todas sus ideas.
Al oír esto, el señor Jacoby bajó la vista modestamente. Pero el gato y Owen Glendower se miraron disimuladamente.