La aventura del extraterrestre

Mack Reynolds

Como todos los buenos sherlockianos creen firmemente que Holmes es inmortal, aunque no necesariamente joven, se deduce que algunos de los casos de Holmes tuvieron a la fuerza que transcurrir en su vejez. Consecuentemente, aunque un Holmes senil sería una contradicción, hay que contemplar esta posibilidad.

Mi compañero levantó la cabeza lentamente de la jugada de ajedrez sobre la que llevaba un rato pensando. Sus dedos, torcidos por la edad, soltaron el caballo —yo sospeché que había simplemente olvidado de qué sitio lo había levantado— y se echó hacia atrás.

Su cara antaño delgada y aguileña trabajó laboriosamente antes de emitir un cacareo.

—Estamos a punto de recibir invitados, doctor.

Londres estaba perdida en la niebla. Una espesa cortina otoñal aislaba la ciudad de nuestros cuartos en Baker Street. Al principio sólo se oía un tenue susurro producido por el tráfico lejano como pulso de la ciudad y los pequeños ruidos que producía el goteo de agua; luego oí el ronroneo de un vehículo pesado, que pasaba a poca distancia, se paraba y luego seguía.

—Debe estar buscando este número —balbuceó el viejo detective—. ¿Quién más podría ser a estas horas?

—¿Quién más? —dije yo. Algunas veces me da la impresión de que se cree que vive de nuevo esos días de hace más de medio siglo, cuando los clientes llegaban continuamente a extrañas horas de la noche. Me he preguntado si no fue un error dejar que sus parientes me convencieran para volver a las habitaciones de 221B Baker Street para acompañarle en sus últimos años. Me habían explicado, de manera muy convincente entonces, que el sabueso octogenario nunca había estado contento en la granja de abejas de Sussex, a la cual se había retirado a la edad de sesenta años en 1914.

Hablaba mientras escuchaba atentamente.

—Se ha bajado de su coche a sólo unas cuantas puertas de distancia. Se ha acercado a la puerta. Ha apuntado con su linterna al número. ¡Ah!, ése no es el número que buscaba, pero no puede estar muy lejos. Ahora… Vuelve al coche, pero no se mete dentro. Está demasiado cerca del sitio donde va. Lo cierra con llave. Y aquí llega, ya está aquí.

Francamente, yo pensaba que el vejete estaba hablando dormido, pero sus antaño atentos ojos estaban fijos en el timbre. Cuando sonó, sonrió con gran satisfacción, se levantó, echó mano de su bastón y lentamente avanzó hacia el telefonillo desde el cual invitó a su visitante a subir.

A los pocos minutos tocaron en la puerta y yo crucé la habitación para abrirla.

Pasó el umbral un hombre joven, de pelo oscuro, cuya cara recién afeitada estaba parcialmente tapada por las gafas de asta de cristales oscuros. Estaba vestido a la moda y su traje hecho a medida le era de una gran ayuda para esconder su peso excesivo. Daba la impresión de ser una persona que abusa del buen comer y de los cabarets.

Mi compañero, en un estallido de lucidez que me sorprendió, dijo alegremente:

—¡Ah! Un placer volver a verle, señor Norwood. ¿Y cómo está su padre, sir Alexander?

El recién llegado se quedó mirándolo atónito.

—Por el amor de Dios. Han pasado treinta años desde que usted me vio en 1903. Yo era un niño de cinco o seis años. Había esperado tener que presentarme, incluso para recordarle a mi padre.

Riéndose por dentro, mi compañero le señaló un asiento.

—En absoluto, en absoluto. Los detalles del caso sobre el cual trabajé por encargo de su admirable padre están todavía claramente en mi mente. Los recuerdo con toda claridad. Siempre me acuerdo del caso como…, espere un momento…, El enigma de la mansión de Closton. En cuanto al reconocimiento de sus rasgos, le puedo asegurar, jovencito, que se parece usted mucho a su padre. Es clavado a él, como dicen los americanos. ¿No es eso lo que dicen los americanos, doctor?

—No sabría decirle —dije tranquilamente. La verdad es que era su hora de acostarse, y no me gustaba que los invitados le mantuvieran levantado.

El detective retirado se bajó lentamente hasta quedar sentado en su silla y estiró la mano en busca de su pipa y su tabaco. Sabía de sobra que no debía fumar tan tarde por la noche. Sonrió con satisfacción, sospecho que sólo para fastidiarme, y dijo:

—Supongo, jovencito, que ha venido aquí por interés personal y no por encargo de sir Alexander. ¿No?

El recién llegado levantó la vista y me miró.

Mi amigo se rió con una risa que sólo puedo calificar de pueril y dijo:

—El doctor es mi más apreciado ayudante —nos presentó y luego encendió su pipa, dejando caer la cerilla al suelo, mientras comentaba a través del humo—. Es tan discreto como yo. ¿Eh? Tan discreto como yo.

Nos miramos educadamente el uno al otro y el jovencito empezó a contar su historia.

—Señor, mi padre le tiene mucho respeto.

—Es un sentimiento mutuo. Recuerdo a su padre como un hombre íntegro y con un sentido del deber extraordinario y de gran humanidad.

Se rió de nuevo, y yo sospeché que estaba disfrutando como un niño por estar haciendo las cosas tan bien delante de mí.

Tuve la sensación, sin embargo, de que Peter Norwood no estaba demasiado complacido con estas palabras de mi amigo. Titubeó antes de decirle:

—Pues entonces le desagradará saber que hay evidencia de que a mi padre le está empezando a fallar la mente.

Una sombra recorrió la cara del antaño detective.

—Desde luego que sí. Sus palabras me entristecen. Pero, veamos, sir Alexander debe estar bien metido en los setenta.

Cualquiera que le oyese nunca sospecharía que él es una década mayor, ¡qué viejo hipócrita!

Norwood asintió.

—Setenta y ocho —titubeó de nuevo—. Me preguntó si mi visita era personal o de parte de mi padre. Lo cierto es que vengo de parte suya, pero será mejor que me considere a mí como su cliente.

—¿Ah, sí? —balbuceó mi anciano compañero, juntando las yemas de los dedos como en los viejos tiempos, y he de admitir que había una mirada inteligente tras esos ojos húmedos. A pesar de su edad, todavía había algo del sabueso en su interior que anunciaba la persecución que esta por venir.

Peter Norwood sacó sus gordos labios casi poniendo cara malhumorada.

—Se lo diré claramente, señor. A mi padre sólo le quedan unos pocos años de vida y está a punto de despojarse frívolamente de la mayor parte de su fortuna.

—¿Es usted su heredero?

Norwood asintió.

—Su único heredero. Si mi padre malgasta la fortuna familiar en los últimos años de su vida, yo seré el único perjudicado.

La boca de mi amigo hizo algunos amagos antes de funcionar bien.

—¿Malgastar frívolamente? No me parece que su padre fuera capaz de hacer algo así.

—Mi padre está contemplando la posibilidad de donar la mayor parte de sus bienes a un grupo de charlatanes y, si me lo permite, una panda de locos. Se llaman a sí mismos la Sociedad de Defensa Mundial —al decir esto, Peter Norwood no pudo evitar hacer una mueca. Nos miró, primero a uno y luego a otro—. ¿Sabían de su existencia, quizá?

Los dos agitamos la cabeza negativamente.

—Por favor, aclárenos más.

—Este grupo y mi padre, que es un miembro privilegiado, son de la opinión de que hay seres extraños en Londres.

—¿Seres extraños? —dije yo—. ¿Pero cómo se puede dudar? Por supuesto que hay seres extraños en Londres.

Peter Norwood volvió sus ojos hacia mí.

—Alienígenas del espacio —dijo—. Extraterrestres —se echó las manos a la cabeza—. Hombrecillos de Marte. Naves espaciales, supongo. Ese tipo de tonterías.

Hasta mi amigo se sorprendió de esto.

—¿Y me dice que sir Alexander apoya estas creencias? ¿Por qué?

La cara redonda del joven reflejaba su gran disgusto.

—Tiene una amplia colección de pruebas. Ha dedicado los dos últimos años a acumularlas. Platillos volantes, objetos voladores no identificados. El caso de Gaspar Hauser. Ese tipo de cosas. Todas tonterías, claro.

El viejo detective se echó hacia atrás y cerró los ojos, y por un momento pensé que se había dormido, como suele hacer cuando se cansa o se aburre con la conversación. Pero dijo muy lúcidamente:

—¿Me dice que viene de parte de su padre?

—La verdad es que fui yo quien propuso la idea en primer lugar —admitió Peter Norwood—. Como ya le he dicho, mi padre tiene un respeto considerable por sus métodos, señor. No negaré que hayamos tenido varias discusiones acaloradas sobre su manía. Durante la última le sugerí que, como tiene una opinión tan estupenda de usted, contratara sus servicios para investigar la presencia de estos alienígenas. Como resultado de esa discusión estoy aquí, para contratarle de su parte para que busque a esos… pequeños hombrecillos verdes de Marte.

Mi amigo abrió sus cansados ojos.

—Pero usted me dijo que debía considerarle como mi cliente.

Peter Norwood extendió las manos.

—Soy consciente, señor, que usted ya se ha retirado hace mucho. Sin embargo, le suplico que acepte este caso. Que finja estar realmente buscando a estos extra terrestres, persiguiéndoles por Londres, y que luego informe a mi padre que a pesar de la meticulosidad de su búsqueda no ha encontrado a los supuestos alienígenas. Ni que decir tiene que le recompensaré ampliamente.

Creí entender de qué se trataba.

—Entonces usted quiere inventarse un supuesto informe de una investigación y presentárselo a su padre, esperando que eso sea suficiente para curar su neurosis.

El joven agitó su cabeza negativamente.

—Eso no sería suficiente, doctor. Mi padre no es un hombre fácil de engañar. La investigación tendría que llevarse a cabo, y una investigación seria, que él pudiera ir siguiendo paso a paso. Si no, el viejo atontado se daría cuenta de que está siendo engañado.

El término viejo atontado se le escapó, pero en cierto sentido comprendía a Peter Norwood.

Mi compañero estaba meditando profundamente, o dormitando. No podía recordar la aventura que él decidió llamar El enigma de la mansión de Closton, pero estaba claro que su estima por sir Alexander debía ser grande y que estaba dividido por esta estima y la posición lógica de su hijo.

No estaba dormido. Dijo lentamente:

—Aparte del hecho de que me he retirado, éste no es el tipo de cosa en el que solía trabajar —parecía malhumorado.

—Claro que no —admitió el otro defensivamente—, pero lo que usted quiera cobrar es… —Norwood parpadeó tras sus lentes, pero consiguió sujetar la lengua.

El octogenario chupaba su pipa, irritado y nervioso. Al final balbuceó:

—Supongo que su padre quiere que vaya a Closton Manor para discutir mi empleo en este proyecto. ¿No?

Yo solté un bufido. Esta idea era ridícula. El sabueso de otros tiempos apenas salía de las habitaciones excepto para dar un pequeño paseo en esta misma calle para hacer algo de ejercicio.

—Eso, supuestamente, fue el objetivo de mi visita. Llevarle a casa para que él pudiera tratar todo este asunto con usted. Sin embargo, me doy cuenta que un viaje de ese tipo…

Para mi sorpresa, el anciano detective dio un golpe en el brazo de la silla y dijo:

—Jovencito, espéreme en su casa mañana por la tarde.

Antes de que yo pudiera protestar, Peter Norwood se había levantado. Estaba manifiestamente complacido.

—No se arrepentirá de esto, señor. Me haré cargo de que su tiempo no sea malgastado, al menos en lo económico.

La cara anciana intentó hablar sin éxito. Era obvio que el joven suponía que su propósito era justificable y que el sabueso había perdido casta por su decisión.

Acompañé a Norwood hasta la puerta en silencio.

Cuando volví permanecí de pie al lado de mi amigo y dije:

—Vamos a ver lo que va a ser esto…

Pero él frunció el ceño tozudamente y dijo lo que voy a describir en un tono charlatán:

—No hay ninguna razón que me impida hacer el viaje al campo para tomar un poco el aire, doctor. No entiendo por qué usted se cree que está mejor físicamente que yo. Si tiene prácticamente la misma edad.

Yo le respondí con intención de ser hiriente:

—Quizá mi buen estado físico en comparación con el suyo se deba al hecho de que cuando era jovencito y estaba destinado en el Medio Oriente hice del yogur parte de mi dieta diaria, mientras usted hacía lo mismo, pero con una aguja hipodérmica y cierto alcaloide cristalino, que no mentaré.

—Conque yogur, ¿eh? Je, je… —se rió de tal manera que reafirmaba todo menos su caducidad. Sacó la mano para coger su violín, probablemente por haberse olvidado de que tenía dos cuerdas rotas.

A pesar de mis protestas, a las diez de la mañana nos subíamos a un tren hacia Durwood, la aldea más cercana a aquella casa ancestral, la mansión de Closton, de la familia Norwood. Busqué su título en los libros y averigüé que era antiguo y distinguido, concedido originalmente en el campo de batalla en Tierra Santa por Ricardo I. Más recientemente, los portadores del título se habían distinguido en India y Sudán.

Llegamos a Durwood poco después de las doce y seguimos hacia la mansión de Closton en carreta. Un sirviente de mediana edad, encorvado de tanto trabajar, nos esperaba en la estación. Después de presentarse con el nombre de Mullins y diciéndonos que el señor Peter lo había enviado. No volvimos a oír nada de su boca hasta llegar a la mansión.

Entramos en la gran y desordenada casa por una entrada lateral donde nos recibió el mismo Norwood joven, quien nos condujo a través de una escalinata estrecha a las habitaciones de sir Alexander. Debo admitir que mi amigo detective estaba en muy buenas condiciones, habiendo dormido todo el camino desde Londres. Sus momentos más lúcidos, creo, eran inmediatamente después de despertarse.

Sir Alexander estaba sentado en un pequeño estudio bien abastecido de libros, panfletos y viejos manuscritos. Más que bien abastecido se podía decir que estaba sobrecargado.

Sir Alexander estaba sentado en una butaca tapizada, envuelto con una manta de viaje como si tuviera frío. Su barbilla reposaba sobre su pecho y sus ojos hundidos nos miraban por encima de sus quevedos. Un pequeño bigote y barba, ambos canosos, y una franja de pelo gris que sobresalía de la gorra que llevaba, ornamentaban su cara ascética, pálida en la oscuridad de su entorno inmediato.

—¡Ah, mi buen amigo! —dijo con una voz culta y bien entonada.

—Nos encontramos de nuevo —sus ojos brillaban con la juventud de que carecía su cuerpo. Extendió su mano.

El sabueso retirado, usando el bastón como si no fuera más que un accesorio innecesario, le extendió la mano.

—Es un enorme placer volver a renovar nuestra amistad, sir Alexander. ¿Puedo presentarle a mi amigo?

Nos presentó con una elegancia que no había visto en años.

Era mi turno de darle la mano y encontré la suya cálida y firme. Claro que las primeras impresiones a veces engañan. Sir Alexander estaba considerablemente más lejos de la muerte de lo que nos había hecho creer su hijo.

Peter Norwood dijo:

—¿Prefieres que me marche, papá, mientras comentas tus asuntos con nuestra visita?

El barón hizo un leve gesto.

—Si no te importa, hijo. Te veré a la hora del té, si no antes.

El joven Norwood se inclinó ante nosotros, guiñando el ojo cuando le daba la espalda a su padre, y se excusó.

Cuando nos quedamos solos, sir Alexander rió para sí.

—Peter, me temo, es de los que piensan que estoy un poco pasado de rosca.

El sabueso retirado se sentó cuidadosamente en una silla y rebuscaba en los bolsillos para encontrar la pipa y el tabaco.

—¿Por qué no nos cuenta toda la historia desde el principio?

El otro apoyó la cabeza de lado y le miró con el ceño fruncido y probablemente notando cómo había envejecido mi compañero desde la última vez que se habían visto. Pero dijo finalmente:

—Me temo que estoy en desventaja. No me cabe la menor duda de que sus opiniones ya han sido, en cierto modo, predefinidas.

Yo carraspeé, y si he de contar la verdad, debo decir que me sorprendió su enfoque del problema. Yo había esperado mucha menos firmeza mental, pero no detecté ni una pizca de esto. ¿Cabría la posibilidad de que este hombre hubiera estado tomándole el pelo a su hijo?

Mi compañero estaba llevando la cerilla al tabaco que había atascado en su pipa, y volvió a hablar sobre el tema.

—Yo me considero sin opiniones prefijadas, sir Alexander, como ya sabrá por mi pasado.

El otro enrojeció.

—Perdóneme, mi querido amigo. Si no llega a ser por su destreza hace tres décadas estaría muerto hoy —miró hacia otro lugar durante un rato como si estuviera buscando un punto de partida para su narración.

—Supongo que no hay principio —dijo finalmente—. Esta cuestión me viene llamando la atención a lo largo de toda mi vida adulta. Sólo que le dedico la atención que realmente se merece desde hace muy poco —dudó un rato antes de decirme—. Doctor, si no le importa, páseme ese libro en lo alto de la pila a su izquierda.

Pude alcanzar el libro sin levantarme de la silla.

Sir Alexander dijo:

—Supongo que ambos conocerán a H. Spencer Jones.

Yo dije:

—El astrónomo. ¿No?

El otro levantó el libro.

—¿Conocen esta obra titulada Vida en otros planetas?

—Me temo que no —dijo el detective retirado. Yo también agité la cabeza negativamente.

—Déjenme que les lea un párrafo —nuestro anfitrión pasó unas cuantas páginas—. Aquí, por ejemplo.

Empezó a leer:

Con un universo construido a tan vasta escala, parece a todas luces improbable que nuestra pequeña Tierra sea el único hogar de la vida —pasó unas cuantas páginas—. Y aquí parece razonable suponer que dondequiera que las condiciones son propicias, surge inevitablemente la vida. Éste es el punto de vista más ampliamente aceptado por los biólogos.

Empezó a buscar más párrafos.

—No importa —dijo mi compañero—. Acepto lo que me ofrece. Con eso quiero decir que acepto la posibilidad. La posibilidad y no la probabilidad. Quizá existan otras formas de vida en alguna parte del universo. Déjeme decirle, sir Alexander, que el universo es bastante grande.

El vejete se estaba portando, tengo que admitirlo. Yo hubiera esperado verle dormitando a estas alturas.

Nuestro anfitrión asintió.

—Desde luego que lo es. Pero páseme la revista que tiene a su derecha, doctor.

Tomó la revista y empezó a pasar páginas.

—Ah, está aquí. Este artículo fue escrito por un alemán, Willy Ley. Un hombre que está muy interesado en la conquista del espacio por el hombre. Dice así:

… está justificada la creencia de que existe vida en Marte, una densa vida vegetal. Los cambios de color que podemos ver se explican de la manera más lógica y simple, suponiendo que hay una espesa vegetación —se saltó algunas líneas y luego continuó—. De las plantas terrestres, los líquenes posiblemente pudieran sobrevivir si fueran trasladados a Marte y uno puede imaginarse que algunas especies de la flora del desierto del Tíbet pudieran adaptarse. En cualquier caso, las condiciones son tales que la vida, tal y como nosotros la entendemos, sería difícil aunque no imposible.

Sir Alexander paró y se quedó mirándonos con cara interrogante. Yo dije:

—Supongo, sir Alexander, que la presencia de líquenes en Marte, y la posible presencia de vida inteligente en algún planeta más lejano, no implica que haya formas alienígenas corriendo por las calles de Londres.

El otro se estaba empezando a animar por la discusión. Se echó hacia delante.

—Ah, mi querido doctor, ¿es que no se da usted cuenta de lo principal? Cuando se admite la existencia de la vida en otro sitio hay que admitir las posibles consecuencias de este hecho.

Yo le miré duramente:

—Posiblemente se me escapara algo de lo que usted dijo.

Sir Alexander dijo rápidamente:

—¿Es que no se da cuenta? Si hay vida en otro lugar del universo, tenemos que hacer tres suposiciones. O es menos avanzada que la nuestra, igualmente avanzada o que sea más avanzada que la nuestra.

Mi amigo detective se rió de nuevo.

—¿Eso es todo, sir Alexander?

—Claro. Sin embargo hay que tener en cuenta que el hombre en la Tierra está empezando a extender sus brazos hacia las estrellas. El párrafo de Willy Ley que les cité es un ejemplo de miles de jóvenes que se preparan para la exploración de la Luna y, en un futuro más o menos próximo, de todo el sistema solar. Y sueñan con un futuro viaje a las estrellas —se echó hacia delante de nuevo para enfatizar su sinceridad—. Si admitimos la posibilidad de vida inteligente en otro planeta, entonces tenemos que aceptar que pueden estar más adelantados en su conquista del espacio. Nuestra raza, caballeros, es joven. La otra vida inteligente a lo mejor tiene millones de años sobre su espalda.

Ninguno de nosotros tenía una respuesta. En mi propio caso tengo que decir que eran demasiados datos para asimilarlos todos. Sospecho que mi amigo había perdido el hilo de su pensamiento.

Sir Alexander nos señaló con un dedo delgado para enfatizar sus palabras:

—Si el hombre ya está sentando planes para la exploración más allá de su propio planeta, ¿por qué no pueden haber dado ya esos pasos nuestros vecinos del espacio?

Apenas manteniendo oculta la irritación que sentía, dije:

—Ha expuesto un caso teórico sobre la posibilidad de la existencia de formas alienígenas de vida, y su deseo de llegar más allá de su propio mundo. Pero hasta ahora no nos ha dicho nada concreto. Hasta ahora todo está en el campo de la hipótesis. ¿Tiene usted alguna prueba, sir Alexander?

Nuestro anfitrión tiró la revista sobre una mesa abarrotada de cosas y frunció los labios. Dijo:

—Nunca he tenido la oportunidad de darle la mano a un extraterrestre, amigo mío.

Mi amigo se rió.

—No está mal. ¿Eh?

Se ve que después de todo estaba siguiendo la conversación.

Pero sir Alexander elevó sus canosas cejas.

—Quizá lo haga algún día, doctor. ¿Quién lo sabe? —se volvió hacia mi compañero—. El hombre lleva siglos avistando objetos voladores en el cielo. Mucho antes de los hermanos Wright, muchos testigos de confianza han visto objetos voladores en forma de platillo, de puro, de pelota… Cientos de casos han sido recogidos por Charles Fort, el americano.

—¿Americano? —balbuceó mi amigo—. ¡A dónde vamos a llegar!

—Pero sir Alexander —protesté yo—, todo el mundo sabe que ese hombre es un tonto, un fanático, un charlatán.

Las canosas cejas se elevaron de nuevo.

—¿Por quién, doctor? Supongo que sus adversarios se refieren a él en esos términos. Y aquellos que han elevado nuestra todavía inmadura ciencia al pedestal y gritan rabiosamente contra aquellos que no rezan. Pero hay muchas decenas de miles de personas que consideran a Fort como un cerebro capaz de revelar muchos aspectos de nuestras creencias científicas.

—Yo nunca me he molestado en leerlo —dije con un tono quizá demasiado cortante.

La boca de mi amigo estaba intentando en vano decir algo. Al fin dijo:

—¿Tiene otra evidencia?

El barón señaló con la mano a toda la habitación, llena de miles de manuscritos, recortes de prensa, libros, panfletos.

—Llevo años recolectando datos que en muchos aspectos simplemente duplican los de Charles Fort. Relatos de apariciones extrañas, en tierra y en mar. Relatos de que fueron vistas personas extrañas, animales extraños, fenómenos imposibles.

Yo estaba empezando a impacientarme.

—¿Y usted cree que vienen de otro planeta?

Me miró con el ceño fruncido.

—No me malinterprete, doctor, yo aún no he tomado una posición definitiva. Pero deseo hacerlo pronto. Francamente, estoy dispuesto a ceder la mayor parte de mi fortuna a la Sociedad de Defensa del Mundo si se me demuestra que hay peligro de invasión de nuestro planeta por alienígenas. Hasta ahora, la evidencia que me han presentado es insuficiente para convencerme —se dirigió a mi amigo—. Por eso he acudido a usted. Tengo gran confianza en usted. Si hay alienígenas en Londres como me cuentan mis asociados, quiero saberlo. Si son peligrosos para nuestro modo de vida, quiero contribuir a nuestra defensa.

Miró hacia abajo, a su cuerpo envejecido.

—Desafortunadamente, mi edad no me permite más servicios que la ayuda económica.

No fui capaz de quitar la vista de él. ¿Estaba pidiéndole a un ciego que guiase a otro ciego? Mi amigo, de quien yo sospechaba ya estaba bordeando la frontera de la demencia senil, y yo, éramos casi una década más viejos que él. Pero era cierto, estaba contratándonos porque sus años no le permitían otra actividad.

Sin embargo, mi compañero, con un bastonazo, volvió a la vida repentinamente. Se puso de pie con una agresividad que incluso hace veinte años hubiera merecido admiración.

—Tomaré el caso, sir Alexander —me dio la impresión de que estaba a punto de salir corriendo por las llanuras en busca de hombrecillos verdes.

Ya era demasiado tarde, pero intenté rescatar algo de este desastre en bien del señor Norwood.

—Con una condición, sir Alexander.

La mirada del barón me atravesó.

—¿Y cuál es?

—Le aseguramos investigar lo mejor que sabemos. Pero, si averiguamos que no hay evidencia de tales alienígenas, usted debe prometer abandonar la Sociedad de Defensa del Mundo y todo su interés en formas de vida alienígenas.

Sir Alexander se hundió en la silla y permaneció silencioso durante un rato. Finalmente dijo con la boca pequeña:

—Muy bien, doctor. Confiaré en ustedes dos.

Prácticamente no hubo conversación entre mi compañero y yo en el viaje de ida o venida a la mansión de Closton. Se había dormido en ambos viajes. Desde luego que a la vuelta, agotado por los esfuerzos, roncó tan atrozmente fuerte que tuvimos el compartimento para nosotros solos durante todo el viaje. No fue hasta por la tarde, cuando nos hallábamos sentados delante del fuego, que comentó el caso —si es que se le puede llamar caso a esta farsa— conmigo.

Por encima del arco que había formado con los dedos de ambas manos, cosa que siempre hacía cuando quería fingir que todavía retenía sus facultades, me miró con cara interrogante.

—¿Cuál es su opinión sobre todo este asunto, doctor? —preguntó—. Supongo que tendrá alguna opinión formada.

Si ha de saberse la verdad, estaba algo sorprendido de que todavía se acordara de los sucesos de la mañana. Cualquier cosa que se salía de la rutina ordinaria acentuaba sus crecientes síntomas de demencia senil, según mi observación profesional.

Encogí los hombros en desaprobación.

—Sir Alexander parece un hombre admirable, pero me temo que está un poco…

—¿Que está pasado de rosca? Muy bien. Eso mismo dijo él. Muy bien… Antes lo llamábamos de otra manera. Pasado de rosca… Muy bien, je, je…

—Desgraciadamente —dije serenamente—, me da bastante pena el joven Norwood, su hijo. Francamente, creo que su único recurso está en la justicia, a no ser que podamos convencer al padre de que abandone su afición fantástica.

Me miró astutamente, con esa astucia que sólo se puede encontrar en aquellos que empiezan ya a fallar con la edad.

—Doctor, me temo que el joven Norwood le ha convencido —se rió hacia dentro, como si tuviera un secreto que yo no conociera—. Piensa que voy a sacarle las castañas del fuego.

—¿Qué? —dije yo interrumpiendo su balbuceo. Mi cara debió de ilustrar mi falta de comprensión, si es que cabía algo de comprensión en todo aquel asunto.

Agitó el dedo con superioridad pueril.

—Si ese cachorro intentase juzgar a su padre por el simple hecho de haber recolectado libros y revistas sobre un tema exótico, seguro que sería rechazado por los jueces. Sin embargo, si puede probar que su padre está malgastando el dinero en contratar a un viejo detective, entonces pocos serian los jueces que no le entregarían todo el dinero —se carcajeó agriamente—. Imagínese, contratar a un viejo carroza como yo para cazar a unos monstruos con ojos de insecto.

—¿Monstruos con ojos de insecto? —dije yo.

Esta vez no hubo risita, y empecé a sospechar que el período de lucidez de mi amigo se había terminado. Pero luego dijo criptogramáticamente:

—Tiene bastante abandonada la lectura, doctor.

Volví al tema.

—¿Entonces cree que Peter Norwood está deliberadamente provocando a su padre para acelerar la fecha de cobro de su herencia?

Se le movía la boca infructuosamente.

—Manifiestamente, sir Alexander está en un estado de salud excelente, si tenemos en cuenta su edad. A lo mejor vive otros cinco años…

—Por lo menos eso —murmuré yo.

—… lo cual hace comprensible que el joven Peter pueda estar impaciente por cobrar su herencia y el título.

Me empecé a poner nervioso con el viejo, no podía remediarlo.

—Entonces, maldita sea, ¿por qué ha aceptado este ridículo caso?

Mi acompañante agitó los hombros huesudos con movimiento petulante, lo cual, al menos para mí, aumentó su apariencia de viejo.

—¿Es que no se da cuenta? Si me hubiese negado, el viejo se habría ido a otra parte. Hay investigadores privados en Londres que cooperarían encantados con él. Al menos yo puedo velar por los intereses de sir Alexander.

Sospeché que de nuevo estaba desvariando acerca de sus posibilidades de actuar como lo había hecho en otros tiempos que ahora estaban lejanos. Solté un gruñido y le dije:

—No estoy demasiado seguro, pero me parece que ese muchacho puede tener razón y posiblemente su padre haya perdido la cabeza hasta el punto de no poder llevar sus propios asuntos.

Después de todo, imaginarse alienígenas del espacio, ¡es demasiado!

Pero mi amigo había cerrado los ojos, bien para dormir o para pensar, con lo que volví a mi libro.

A los diez minutos aproximadamente y sin levantar los párpados dijo:

—Doctor, si hay alienígenas del espacio en esta ciudad, ¿por qué eligieron Londres? ¿Eh? ¿Por qué Londres? ¿Por qué no Moscú, París, Roma, Nueva York o Tokio? ¿Por qué no Tokio?

Habían pasado años desde que le creía capaz de concentrarse en un solo tema durante tanto tiempo. Suspiré y marqué donde estaba leyendo con el dedo. Habitualmente se había dormido ya a estas horas, algunas veces balbuceando algo de Moriarty o de algún otro enemigo de hace más de medio siglo. Intentando eliminar cualquier tono de impaciencia de mi voz, le dije:

—A lo mejor están en todas esas ciudades también.

Abrió los ojos, y con mirada acusadora me dijo:

—No. Supongamos que tales alienígenas existen. Y supongamos que se encuentran en Londres.

—Muy bien —le dije yo.

Su voz temblorosa se volvió pensativa:

—Manifiestamente, ellos mantienen su presencia en la Tierra en secreto por motivos que sólo ellos conocen. Si ésta es su política, se deduce que deben limitar su número.

—¿Por qué? —suspiré yo con ganas de volver a la lectura.

—Porque sería considerablemente más difícil mantener la presencia de cientos de alienígenas ocultos a los terrícolas que si fuesen dos o tres. Si están aquí, insisto, si están aquí, doctor, son muy pocos.

Yo asentí, pues encontraba entretenidos los malabarismos mentales de mi anciano amigo. La verdad es que estaba bastante orgulloso de él, especialmente por lo tarde que era.

—Eso es plausible —dije para animarle.

—¿Por qué, entonces —preguntó petulantemente—, están en Londres y no en otros sitios?

Yo le seguí la corriente.

—Es obvio. Londres es la ciudad más grande del mundo. Se podría decir que es la capital del mundo. Si los extraterrestres están investigando la Tierra y la raza humana, este sería el mejor sitio para empezar.

Abrió los ojos y me miró fijamente.

—Su patriotismo no le deja apreciar objetivamente las estadísticas, doctor. En primer lugar, Londres ya no es la ciudad más grande del mundo. Es Tokio; e incluso Nueva York excede a nuestra ciudad.

Yo empecé a ponerme nervioso, tengo que admitirlo, pero él siguió hablando en tono de cierto desprecio senil de mis opiniones y continuó diciendo:

—Y Nueva York es el centro comercial del mundo y tiene el puerto más grande. Además, Washington es ahora el centro político del mundo. Malditos yanquis.

Yo estaba enojado con esta actitud infantil de sabelotodo.

—Muy bien, entonces, conteste a su propia pregunta. ¿Por qué habrán escogido Londres, si es que admitimos la ridícula existencia de estos seres?

—Sólo hay una razón, doctor —afirmó con gran satisfacción personal—. El Museo Británico.

—No le sigo —dije fríamente.

Sus ojos legañosos una vez más me miraban con superioridad.

—Londres quizá no sea un líder en lo que a población se refiere. Ni la cabeza política. Pero si yo fuera uno de los MOIs de sir Alexander…

—¿MOIs? —dije yo.

Se rió de nuevo y continuó:

—… para hacer un estudio de este planeta pasaría una gran parte de mi tiempo en el Museo Británico. Tiene más datos que cualquier otro museo o biblioteca. Creo que si los alienígenas están en Londres, investigando nuestras costumbres e instituciones, seguro que dedican una parte considerable de su tiempo al Museo Británico.

Se levantó bostezando con somnolencia.

—Y es precisamente ahí, mi querido doctor, donde voy a empezar mis investigaciones mañana.

Tenía la sospecha de que al día siguiente ya se habría olvidado de todo el asunto, pero le dije:

—Entonces piensa seguir adelante con todo esto, andar por ahí investigando la presencia de alienígenas espaciales.

—Desde luego que sí, doctor —su tono era petulante—. Recuerde usted que me comprometí con sir Alexander —y con esto empezó a caminar hacia su habitación, siempre dependiendo de su bastón.

Le dije exasperado:

—¿Y qué se supone que son los MOIs?

Esto le hizo una gracia tremenda que intentó ocultar.

—Unos monstruos con ojos de insecto —me dijo.

Me asombró ver poco al gran detective en los días siguientes. Es más, manifestaba una energía tal, que se me ocurrió pensar, como lo he hecho en otras ocasiones, si habría hecho contacto con algún traficante que le estuviera suministrando una necesidad que yo creía extinta desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, estaba tomándose muy en serio su tarea. En dos ocasiones diferentes le encontré saliendo de nuestras habitaciones disfrazado, una vez de ancianita y otra de académico de aspecto profesoral. En ambas ocasiones me guiñó un ojo, pero ni se dignó hacerme un comentario sobre sus supuestos progresos. Estaba preocupado de que mi amigo, tan afectado por la edad, realmente creyera que este asunto ridículo era tan serio como las aventuras de hace un cuarto de siglo, cuando sus facultades estaban en pleno rendimiento.

Al quinto día, poco después de un desayuno durante el cual no dio pie a conversación sobre el caso de sir Alexander Norwood, permaneció sentado delante de mí intentando impresionarme, fingiendo estar profundamente concentrado. Me pidió prestado el fotómetro. Yo había adquirido este aparato recientemente, después de recibir como regalo de cumpleaños una cámara alemana bastante complicada de un pariente cercano. Estaba algo preocupado por lo olvidadizo que estaba últimamente, por si lo dejaba en algún sitio, pero no podía negarme a dejárselo.

Fue un gran alivio cuando me lo devolvió por la noche y luego, antes de avanzar dificultosamente hacia la cama, me pidió que por la mañana me pusiese en contacto con Alfredo, el capitán de su grupo de golfillos callejeros que le hacía gracia llamar los Irregulares de Baker Street, y que le dijese que viniera a verle al mediodía.

Cuando oí esto, me quedé mirando fijamente y absorto hacia la puerta por donde acababa de salir.

Alfredo, descanse en paz, había caído sirviendo a Su Majestad en Mons, en 1915, y la mayor parte del resto de los Irregulares de mi amigo acabaron en prisión.

Mi conciencia me empezó a doler. Había permitido que mi amigo —o más bien mi paciente— se pasara de rosca por el exceso de nerviosismo en la creencia de que estaba trabajando en un caso de enorme importancia, su mente había traspasado la barrera de la demencia senil, hasta el punto de que vivía en un mundo de completa fantasía.

Por la mañana planeé algo para poner fin a todo este asunto, poner las cosas al derecho y devolver a mi compañero a la vida que habíamos llevado hasta la aparición de Peter Norwood.

Para llevar esto a cabo, salí a la calle más bien tarde por la mañana y entablé conversación con el primer niño de diez u once años que encontré. Iba andrajoso, pero su mirada era inteligente y su voz era bastante más estridente que la de sus compañeros. A decir verdad, me recordaba mucho por su aspecto al viejo Alfredo que nos sirvió tanto y tan bien hace muchos años, y que, hace aún más, había jugado en estas mismas calles.

Dije:

—A ver, muchacho, ¿te gustaría ganarte media corona?

Se me quedó mirando durante un minuto.

—¿Haciendo qué? —dijo en un tono como dando a entender que ya conocía a los tipos como yo más que de sobra.

Me reprimí de darle un guantazo y le expliqué lo que quería, y después de regatear hasta el precio de tres chelines, aceptó la oferta.

Así que cuando el detective retirado llegó al mediodía, columpiando su bastón, en vez de estar apoyado en él, me deseó las buenas tardes y le dio al chico una palmada en la espalda. Parecía totalmente como si se hubiera quitado veinte años de encima por lo emocionado que estaba, y fue directamente al grano.

—Alfredo —dijo—. ¿Crees que puedes encontrar a tres o cuatro muchachos para una cosa que quiero hacer esta tarde?

El muchacho estaba de pie con los brazos en jarra ante él. Ahora se tocó el gorro y dijo:

—Creo que sí. ¿Los quiere en seguida, señor?

—En seguida, Alfredo. ¡Venga, espabila!

Yo no sabía qué pensar.

—¡Espera un momento! —grité pensando en esgrimir mi trampa. Me volví acusadoramente hacia mi anciano amigo—. ¿Quién se cree que es ese rapaz?

El detective parpadeó con sus legañosos ojos, como si fuera yo el que se hubiera deslizado por la pendiente de la senilidad.

—Es Alfredo. Con seguridad se acordará, mi querido doctor, de su abuelo, que nos sirvió tan bien en los viejos tiempos. Me hice amigo de él en mis paseos mañaneros por la calle.

Cerré los ojos y conté lentamente. Cuando los volví a abrir, el muchacho bajaba ya por la escalera armando un tremendo escándalo.

—¿Y cómo —pregunté malhumorado— va la investigación de los hombrecillos de Marte?

Se echó cansadamente en su silla. La fervorosa actividad que mostraba hacía tan sólo un momento, parecía haberse desvanecido y pude ver cómo estaba luchando con su boca para decir algo. Al fin, levantó las cejas y preguntó:

—¿Qué le hace pensar que son de Marte, doctor?

Estas preguntas tan lógicas estaban empezando a inquietarme.

—Hombre —dije yo—, sólo estaba bromeando.

—Ah —dijo algo entre dientes, cerró los ojos y supuse que su actividad mañanera le había agotado hasta el punto de quedarse dormido.

Así que me sobrepuse a la curiosidad que me corroía, me senté en mi silla y cogí una revista médica que había estado leyendo.

Pero no estaba dormido. Sin abrir los ojos me dijo en un tono que sólo puedo calificar de charlatán y al que me había acostumbrado en los últimos años:

—¿Se da cuenta, doctor, lo difícil que se hace detectar a un alienígena que tiene medios técnicos muy superiores a los nuestros? ¿Se da cuenta?

—Supongo que sí —asentí yo para ver si podía tirarle de la lengua y enterarme de lo que había estado haciendo. Todavía estaba, algo enojado por el malentendido de Alfredo.

—Si cometiera un error —murmuró—. Con que cometiera un error…

—¿Un error?

Abrió los ojos como para acusarme.

—Sus aparatos. No pude pillarle usando sus aparatos —cerró los ojos y se rió.

Yo estaba exasperado.

—No estoy seguro del todo de entenderle —dije fríamente.

Esta vez ni se preocupó de levantar los párpados.

—Simple deducción, doctor. Supóngase que está haciendo ficheros de algunos de los libros y manuscritos en el Museo Británico. Si utilizase una cámara de nuestra cultura, se vería obligado a cargar con los pesados volúmenes un trecho a un lugar con suficiente luz. Estaría muy tentado a usar uña cámara o cualquier otro aparato de su propia cultura. Uno que fuera capaz de fotografiar en esa penumbra.

—¡Dios mío! —grité—. ¡Cogió mi fotómetro esta mañana!

Adoptó una pose senil de superioridad durante un momento, y luego asintió con un irritante aire de éxito.

—Doctor, de hecho hay u… un… una persona que aparece todos los días en la biblioteca. Según su fotómetro, y según los tratados más recientes sobre fotografía, no existen lentes ni películas en el mercado capaces de tomar fotografías en la penumbra en la que él las estaba tomando.

Antes de que pudiera asimilar sus palabras, se oyó un terrible jaleo en la escalera y los gritos indignados de la dueña de la casa. Se abrió la puerta sin ningún tipo de ceremonia y entró el joven Alfredo seguido atropelladamente por un trío de gamberrillos del barrio.

—Aquí estamos, señor —gritó Alfredo, cerrando la puerta y acercándose a mi amigo, seguido de sus acompañantes.

—Eso veo —dijo el anciano detective—. Es un misterio para mí saber cómo actuáis tan rápidamente.

Sacó cuatro monedas de su bolsillo.

—Serán vuestras por un trabajo que será facilísimo para unos jóvenes tan activos.

Tras decir esto cacareó como si hubiera contado un chiste buenísimo.

—Quiero que sigáis a un tipo huidizo desde el Museo Británico hasta su vivienda.

Los ojos legañosos del viejo brillaban.

—Estoy seguro de que lo haréis. Y mientras una persona cautelosa en seguida sospecharía de un adulto, nunca se le ocurrirá pensar lo mismo de una panda de niños jugando por la calle.

Empezó a reírse de nuevo, y yo sospechaba que había perdido el hilo de sus pensamientos pero, entonces dijo:

—Y ahora salgamos muchachos, y busquemos un lugar estratégico desde el cual vigilar la salida del Museo.

—Supongo —dije un poco resentidamente— que no necesitará más de mi ayuda.

Me estaba empezando a preguntar si no era un aguafiestas, por no participar en todo el ajetreo que había a mi alrededor.

Pero él me dijo:

—No, doctor… Hoy no hace falta. Me temo que sus articulaciones artríticas no están para estos trotes —su voz se fue desvaneciendo por la escalera y lo último que dijo era algo referente a yogur, aunque no me enteré muy bien.

Me quedé mirando a la puerta cerrada indignadamente, pero ya se habían ido. Se oía el claqueteo de los zapatos en la escalera.

No volví a saber nada del caso en tres días, y luego, de repente volvió a surgir, que no concluir, si es que hay alguna conclusión a todo este asunto.

Estábamos sentados por la tarde en nuestros sitios de costumbre; yo con un libro, mi amigo ex detective jugando con su Webley 455, un arma con el que en otra época había sido un as, pero que últimamente me causaba pavor cada vez que lo cogía. Un día de éstos voy a tirar toda la provisión de cartuchos que tiene guardados.

—Ah —dijo por fin—, nuestro amigo Peter Norwood llega para que le entregue el primer informe.

Tengo que admitir que su nuevo audífono es bastante efectivo; con él, su oído es bastante mejor que el mío.

Mientras hablaba, oí a alguien tocar en la puerta y la voz de la dueña de la casa. En pocos minutos tocaron en nuestra propia puerta.

Abrí y di la bienvenida al joven. La cara de Peter Norwood estaba algo enrojecida, sin duda por la hartura de buena comida y buenos vinos, pues era poco después de la hora de cenar.

Nos miró y el vino no le permitió adoptar una actitud menos beligerante.

—¿Cuánto piensa tardar? —exigió saber—. ¿Cuánto se tarda en inventar una historia razonable para que se la trague el viejo?

El detective no se levantó de su silla. Dijo muy suavemente:

—Ya envié el informe a su padre esta mañana, señor Norwood.

Esto fue un comentario muy lúcido, pero luego empezó a reírse disimuladamente.

—¿Cómo? —dijo Norwood sorprendido por un momento—. Bien —dijo mientras metía la mano en el bolsillo—, entonces no me queda más que pagarle los servicios —había un tono algo desdeñoso en sus palabras.

—No es necesario. No le cobro nada. Estoy retirado, jovencito. Ya no dependo de mi profesión —agitó el dedo torcido—. Pero si hubiera cobrado, habría enviado la factura a sir Alexander. Fue él quien me contrató.

Peter Norwood frunció el ceño con total incomprensión. Evidentemente, algo empezó a olerle mal, pues se le cambió la cara y empezó a gruñir.

—¿Qué es lo que decía el informe, señor? Aunque ya le aviso que me es bastante indiferente.

Mi anciano amigo rebuscó en los bolsillos y finalmente sacó una copia muy arrugada de papel carbón, que con seguridad había golpeteado laboriosamente en mi máquina de escribir. Me lo dio a mí, obviamente para que lo leyese en alto.

Ésta era la primera noticia que tenía de la carta, que decía:

Mí querido sir Alexander: Le quiero transmitir mi creencia de que su interés está bien fundamentado, y que su pasatiempo de investigar la existencia de formas de vida en otros planetas y/o en otros sistemas estelares, es bastante inteligente. He recolectado suficientes datos que sugieren la necesidad de que usted y el grupo al que se encuentra afiliado sigan investigando.

Lo había firmado normalmente. Francamente, no le creía capaz de redactar una carta tan coherente, no importa lo pueril que fuera su contenido.

Peter Norwood lo estaba atravesando con la vista. Empezó a tartamudear:

—Su… supongo que piensa que me ha hecho una faena con esto… con estas ridículas mentiras.

Mi amigo se reía por dentro tras escuchar estas afirmaciones, obviamente disfrutando al máximo.

—Pero dese cuenta, viejo tonto —dijo cortantemente el joven—, que no hay tribunal en el país que no me dé la razón.

Pero mi amigo le estaba diciendo que no con su dedo torcido, sus ojos acuosos aún capaces de mostrar una chispa de fuego.

—Nunca llegará a los tribunales, jovencito. Le aviso que si intenta llevar a sir Alexander ante los tribunales en un intento de asegurar la potestad sobre sus bienes, me veré obligado a revelar su propio secreto.

Tras decir esto le echó una mirada maliciosa.

No hubiera sido más efectivo aunque le hubiese golpeado en la cara. Peter Norwood empezó a recular, muy afectado. Su aspecto sonrosado se volvió pálido.

El anciano detective añadió sonriente:

—Sí, sí. No perdí el tiempo. No tengo ninguna intención de informar a su padre sobre esto. Ni a otros, quienes pudieran estar interesados. Siempre que usted haga caso de lo que le dije —su mirada maliciosa se volvió aún más malvada si cabe—. Y ahora puede marcharse —su voz acabó con otra especie de carcajada, como si estuviera pensando en el secreto de Norwood.

Sin mediar palabra, el joven salió tambaleándose de nuestras habitaciones.

—¿Cómo es posible? —dije asombrado—. No entiendo nada. Estoy en la más completa oscuridad. ¿Qué tipo de secreto sabía de ese calavera?

Empezó a reírse hasta tal punto que volví a pensar que su demencia senil estaba volviendo a manifestarse.

—Vamos, mí querido doctor. Está claro que estamos ante un cachorro que es víctima de sus vicios sensuales. Dispone de bastante dinero por lo que se deduce de sus grandes coches y sus buenos trajes —luego volvió a la terminología de los viejos tiempos—. Usted conoce mis métodos, aplíquelos —y empezó a reírse como un idiota de nuevo.

—¿Quiere decir que…?

—No tengo la más mínima idea de cuál puede ser el secreto que oculta ese jovencito. El juego, una mujer joven, quizá. Pero no dudo que tal secreto exista, ni de que haya más de uno.

Yo mismo empecé a reírme por lo cómico de la situación.

—Pero, mi querido compañero, el informe que envió a sir Alexander. ¿No cree que le alentará en su error?

Había encontrado su pipa y la estaba cargando, probablemente pensando con su mentalidad pueril que pasaría desapercibido por la conversación.

—Le diré, doctor, en primer lugar que es un pasatiempo inocuo que llenará las horas vacías de este viejo, cuya mente aún está lúcida.

—¿Y en segundo lugar? —pregunté.

—Ah, en segundo lugar, el informe tiene algo de verdad.

Empezó a reírse de nuevo, y yo pensé que había perdido el hilo de la conversación, pero volvió.

—Supongo, que habrá deducido de mis actividades que localicé al individuo del Museo que estaba haciendo una colección extensa de fotografías. Hacía fotos de periódicos, libros, panfletos…

Yo asentí para animarle a seguir hablando.

—Pues —continuó murmurando— con la ayuda de mis Irregulares de Baker Street pude seguirle hasta sus habitaciones —me miraba astutamente por el rabillo del ojo—. Con el tiempo tuve ocasión de registrarlas.

Me eché hacia delante para mostrar mi interés.

—¿Y qué encontró?

—Nada.

—¿Nada? ¿Usted? El más sobresaliente detective de nuestra época. ¿No encontró nada?

Encendió su pipa y agitó la mano para apagar la cerilla.

—No encontré ninguna evidencia, doctor, pero esto no carecía de valor. El apartamento de este hombre, y digo hombre con reservas, carecía de archivos, efectos personales o cualquier otra cosa que pudiera dar una pista sobre su identidad.

—¡Un espía! —salté diciendo.

Respiró profundamente mostrando su disgusto.

—¿Un espía? ¿De quién? En cualquier caso, ya era tarde. Ya había volado el pájaro.

—Un espía de una potencia extranjera…

Se rió.

—… una potencia como Rusia, o Alemania. Posiblemente de Francia o de los Estados Unidos. Todas las naciones tienen sus espías.

Sus ojos me miraban con desprecio.

—Debo decirle, doctor, que ninguna de las naciones que ha mencionado se meten a hurtadillas en el Museo Británico para conseguir la información que allí existe. Está abierto al público, que incluye al Cuerpo Diplomático de estos países.

Si todo hubiera acabado aquí sin más acontecimientos, y en esto voy a ser sincero con mis lectores, es poco probable que hubiera tomado nota de la última aventura del afamado sabueso. Entre otras cosas porque estaba convencido de que su mente se había deslizado irreversiblemente hacia el precipicio de la senilidad, y ya era suficientemente doloroso informar sobre estas actividades del que, en su día, fue un gran cerebro. Sin embargo, la posdata de todo este asunto me deja muy satisfecho y transmito a los demás seguidores de la carrera del detective más inmortal, los hechos tal y como sucedieron, sin conclusión final.

Fue la noche siguiente a la conversación citada cuando alguien tocó en nuestra puerta. No hubo ninguna llamada previa en la puerta de la calle, ni los ruidos de la dueña de nuestra casa. Nada más que la llamada en nuestra puerta.

Mi amigo frunció el ceño, echó mano de su audífono para ver si funcionaba, con la cara confusa como tantas veces había admitido estar ante ciertas situaciones, dijo algo en voz baja mientras yo iba a abrir la puerta.

El hombre que apareció en el umbral de nuestra puerta tendría unos treinta y cinco años, estaba impecablemente vestido y tenía un aire que era todo menos condescendiente. Quizá porque yo todavía estaba disgustado por la conversación de la noche anterior, le pregunté de manera algo cortante:

—¿Sí, mi buen hombre?

El otro dijo:

—La persona con la que quiero tratar es…

—¡Hombre! —saltó el viejo detective—. Señor Mercado-Menéndez. ¿O será mejor que le llame Herr Doktor Bechstein? O incluso, mejor, ¿señor James Phillimore? Así que nos encontramos de nuevo. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde nuestra confrontación en el cúter Alicia?

Decir que me asusté sería apenas rozar la superficie. He narrado, hace ya mucho, el misterioso episodio del Alicia, que en una mañana primaveral se metió en un pequeño banco de niebla y de la cual nunca volvió a emerger; ni se volvió a saber de él ni de su tripulación. Una de las pocas aventuras de mi amigo detective, cuando todavía estaba en su mejor época, que no fue capaz de resolver. Tampoco tuve problema en situar el nombre Phillimore, quien, hace mucho tiempo, entró en su propia casa para buscar un paraguas y nunca más fue visto en este mundo. Otra de las aventuras que nunca se resolvió.

Pero, y ya lo he dicho, nuestro invitado no podía sobrepasar los treinta y cinco, y los dos casos que mencioné tuvieron lugar durante la Guerra Boer, cuando éste no podía ser más que un niño.

Se inclinó y, sin hacerme caso, se dirigió a mi compañero sin entrar dentro de los límites de nuestra habitación.

—Enhorabuena, señor. No esperaba que me reconociera. De lo contrario, habría tomado precauciones.

El viejo detective gruñó:

—Como si le hubieran servido de algo. Yo nunca cierro un caso, señor. Hasta el de Isadora Persano todavía me amarga la existencia.

Fue entonces cuando me acordé. La tercera aventura que nunca fue resuelta por el mayor cerebro que dedicó esfuerzos a la detección de criminales. Isadora Persano, el afamado periodista y duelista, quien fue encontrado tras perder la razón con una caja de cerillas ante él que contenía un extraño gusano desconocido para la ciencia.

Y ahora tuve ocasión de notar que el señor Mercado-Menéndez, si es que ése era su nombre, se quedó en la penumbra de la habitación por buenas razones. Su cara se parecía a la de un cadáver mal embalsamado, como de cera, por lo que me preguntaba si no sería una máscara. Sólo la expresión de sus ojos indicaban que su cara vivía.

Se inclinó de nuevo.

—En el pasado, señor, no ha sido necesario contactar con usted directamente, aunque en las diversas ocasiones que menciona se acercó peligrosamente a cierta información que no era de su incumbencia… ni de la de nadie.

Surgió cierta tensión en el aire, y la boca de mi viejo amigo empezó a esforzarse por decir algo.

—Deduzco, señor Mercado-Menéndez, que usted no es de este mundo.

Yo esperaba que esta tontería fuera suficiente para que cualquiera se marchase sin más discusión, pero nuestro invitado se quedó mirando durante algunos largos momentos, como si estuviera meditando sobre las palabras del viejo.

Finalmente, y sin hacerme ningún caso, dijo:

—He venido a avisarle, señor, que el Consejo Galáctico no puede seguir tolerando sus intromisiones en la investigación legítima de un estudiante, llevada a cabo con todos los cuidados para no alterar los asuntos internos de lo que se podría llamar su extraña cultura.

Obviamente, este hombre era mentalmente tan incompetente como mi amigo, quien por lo menos tenía la disculpa de la edad. Pensé en intervenir, pero me miró con los ojos de una cobra que está avisando a su enemigo, y decidí permanecer en silencio.

El otrora gran detective se acomodó en su silla malhumoradamente.

—En cuanto a mí se refiere, el caso está cerrado. Sin embargo, no puedo hablar por sir Alexander y la Sociedad de Defensa del Mundo.

Hubo una expresión como de diversión en los ojos penetrantes de nuestro invitado.

—Por ahora no nos preocupa el grupo de sir Alexander. Ya hemos tenido a más como sir Alexander.

Con esto volvió el tono condescendiente en la voz del extraño.

—Tampoco tienen que preocuparse por la conservación de la integridad de su planeta. Su deseo en ese aspecto es insignificante cuando se compara con el de la Oficina de Arqueología y Etnología, Departamento de Investigación de Culturas Primitivas Vivientes del Consejo Galáctico.

Hubo un largo período de silencio y cuando mi amigo volvió a hablar, lo hizo pensando cuidadosamente las palabras, lo cual me recordó a los viejos tiempos, cuando el afamado sabueso se acercaba a la solución de algún problema que estaba más allá de las mentes ordinarias.

—Otra deducción es que su trabajo es similar al de un oficial de policía…, quizá guardián sea un término más adecuado.

El hombre encogió los hombros de una manera muy humana, torció la boca y se inclinó. Sus ojos volvieron a escrutarme y tuve la sensación de ser sopesado y rechazado como elemento válido en este duelo verbal. Entonces dijo amablemente:

—El Consejo está deseoso de proteger planetas como el suyo. Desde luego que existen elementos que explotarían su cultura. Yo soy un sirviente del Consejo.

Posiblemente el viejo detective se estaba cansando del tono condescendiente con el que hablaba el otro y decidió adoptar un tono más agresivo.

—Estoy empezando a sospechar, señor Mercado-Menéndez, la respuesta a muchos de los crímenes irresueltos de este mundo. La desaparición del gran diamante de Mogul, por ejemplo. La desaparición sin rastro del tesoro azteca tras la noche triste de Hernán Cortés. El robo del sarcófago de Alejandro Magno. Los increíbles robos de las tumbas de los faraones. El…

Si la cara del extraño hubiera sido susceptible de enrojecimiento, era manifiesto que a estas alturas ya estaría como un tomate. Levantó la mano para poner fin a este listado.

—Admito que incluso el mejor de los guardianes puede meter la pata algunas veces.

La cara del detective se encendió de tal manera que, por mi experiencia pasada, sabía que había llegado a una conclusión que le satisfacía. Luego pensé que estaba desvariando de nuevo.

Intentando eliminar el temblequeo de su voz, dijo:

—En este mundo de hoy, las naciones están en profunda crisis internacional, la guerra acecha y todo el mundo se prepara. Las principales naciones envían agentes a todos los continentes. No está claro, señor, que un espía británico disfrazado como un árabe tuviera dificultades insuperables para detectar un espía alemán de primera categoría que también estuviese disfrazado de árabe en la misma ciudad. Pero un árabe nativo estaría mucho mejor preparado para detectar los fallos en el disfraz del alemán.

Todo esto no parecía tener la menor relación con la conversación de antes, por lo menos yo pensaba eso, y estaba a punto de decirle al invitado que estaba abusando de las fuerzas de mi amigo con todo este jaleo, y que lo mejor sería que se marchase.

Pero el señor Mercado-Menéndez, si es que éste era su verdadero nombre, parecía entender lo que yo no había entendido. Sus palabras ahora carecían del tono tolerante que en un principio tenían.

—Entonces sugiere que…

El viejo detective asintió mientras encendía su pipa.

—Desde luego que sí.

El otro se quedó pensativo.

—¿Y en concepto de qué espera ser contratado?

—Pues —contestó mi compañero— como ya sabrá de sobra yo soy un detective, señor. Y mis tarifas, puedo añadir, no son pequeñas.

De dónde estaba sacando recursos mi viejo compañero era un misterio para mí, aunque tengo que admitir que yo ya estaba muy cansado y me estaba empezando a seducir la idea de irme a la cama. Entonces dije:

—¿Es que todavía no han dicho suficientes tonterías? No me entero de nada de lo que están hablando. Si hubiera de sacar una conclusión, diría que mi paciente octogenario se está ofreciendo como empleado… —pero no me hacían caso.

Hubo cierta condescendencia de nuevo en el tono del más joven.

—Hace cincuenta años, señor, quizá su oferta hubiera sido digna de consideración.

El otrora gran detective levantó la mano torcida por la edad y la agitó negativamente.

—No creo que necesite contestar a esa afirmación —dijo con una risotada—. Su propio aspecto, después de todos estos años es amplia evidencia de que su gente ha, digamos, descubierto lo que el fraile Roger Bacon una vez llamó elixir vitae.

Hubo un silencio largo. Finalmente dijo:

—Ya veo. Y tiene razón; sus tarifas no son baratas. Sin embargo, no es una práctica habitual del Consejo Galáctico interferir con el progreso natural de los planetas introduciendo técnicas médicas más allá…

La mano desvencijada se movía negativamente de nuevo.

Yo reprimí un bostezo. ¿Es que iba a continuar esto eternamente? ¿De qué narices estaban hablando?

Mi amigo dijo:

—Obviamente, señor Mercado-Menéndez, toda regla ha de tener su excepción. Si lo que pretende su Consejo es tener éxito, necesitará un —su risa irritante volvió a sonar—, digamos agente nativo entre su personal. Vamos, señor, usted conoce mi habilidad y mis métodos.

El extraño parecía haber llegado a una conclusión.

—La decisión no es mía. ¿Puede venir a consultar con mis superiores inmediatos?

Para mi sorpresa, el viejo dio un golpe en el brazo de la silla y se puso en pie.

—Inmediatamente, señor.

—Espere un momento —protesté yo—. Esto se está pasando de rosca. No puedo permitir que mi… mi paciente sea llevado a la calle a estas horas, después de una semana sobrecargada de actividad. Insisto que…

—Cállese, doctor —murmuró el viejo detective mientras cogía su abrigo y bufanda—. Conque paciente…

A pesar de mi cansancio, estaba resuelto a mantener la firmeza.

—Le aviso, no pienso tolerar estas tonterías más tiempo. Si insiste en salir a estas horas de la noche, a su edad, yo no tengo la más mínima intención de acompañarle. Me quedaré aquí.

Esto le hacía gracia. Logró ponerse el abrigo sin ayuda, y se dirigió al extraño.

—Cuando usted quiera, señor.

Admito que me quedé mirando fijamente a la puerta un buen rato después de que se marchara y no podía salir de mi asombro. Quizá fuera por mi cansancio, pero la verdad es que no oí el sonido de su bajada por la escalera y su salida por la puerta principal. Por otro lado, mi oído ya no era lo que había sido.

No había regresado por la mañana, ni a la mañana siguiente.

No pude más que recordar lo que ocurrió hace algunas décadas cuando desapareció durante algunos años. Pero las diferencias con la situación actual son manifiestas. Un octogenario no se pasea por las calles de Londres sin más acompañante que un chalado que dice ser un representante de un consejo galáctico, o como se llame.

Mientras me debatía sobre si debería llamar a la policía, y dudando mucho por las implicaciones que tendría sobre la reputación de mi amigo —llevaba muchos años con el apodo de «el detective inmortal»—, me vinieron a la memoria unas palabras suyas que no había entendido cuando las dijo. Quizá hubiera alguna pista en ellas.

Fui a la enciclopedia y busqué a Roger Bacon y el término elixir vitae.

Roger Bacon, alquimista y metafísico del siglo XIII. Uno de los más prominentes buscadores del elixir de la vida que dotaría al hombre de inmortalidad y la piedra filosofal que convertiría los metales en oro.

Gruñí y devolví el volumen a su sitio. No había más que tonterías del tipo de las que se habían estado intercambiando dos noches antes.

Pero me reprimí de llamar a las autoridades.

En estos últimos años me vienen las palabras que he oído tantas veces de su boca: Cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, aunque sea improbable, es la verdad.

También continué recordando las últimas palabras que mi amigo me dijo mientras salía de la habitación con el misterioso señor Mercado-Menéndez.

—Yogur, je, je…