I

Era una noche fría de invierno y el sonido de los cascabeles en los aparejos de los caballos que arrastraban carruajes penetraba a través de los remolinos amarillos de niebla de Limehouse, donde el Támesis vira y se arremolina y oscuras siluetas de los marineros revolotean a través de los sombríos pasajes y a través de los antiguos cristales ondulados de las ventanas de mi modesto piso para recordar a un triste viejo que aún existían jaraneros dispuestos a anunciar las alegres fiestas navideñas.

Mi mente se escapó a anteriores y más alegres navidades de mi juventud que transcurrieron entre los nativos salvajes del Afganistán barbárico antes de que una bala me interrumpiera la carrera en las fuerzas de Su Majestad, provocando mi envío a casa y el retorno, en último término, a la vida civil. En mi casa en Londres había intentado satisfacer mis modestas necesidades estableciendo una consulta en la calle Harley, pero me vi obligado a buscar alojamiento con otra persona de mi misma clase para poder llegar a fin de mes.

Eso fue el principio de la feliz y duradera asociación con el más audaz detective de nuestro tiempo —y quizá de todos los tiempos—. Un soltero convencido, mi asociado tuvo contactos con la persuasión femenina, mostrando siempre la mayor caballerosidad y amabilidad durante todo el tiempo que yo le conocí. Sin embargo, sólo en una ocasión se dejó seducir por conceptos románticos referidos al sexo más débil, y en todos los años que siguieron a este incidente se cuidó mucho de mencionar nunca el nombre de la persona implicada.

Con ocasión de mis propios matrimonios, nos felicitó a mí y a mi futura mujer efusivamente, me asistió supervisando la labor de los empaquetadores y cargadores en la mudanza de mis bienes personales de nuestra residencia de solteros, y mantuvo un interés amistoso, aunque algo distante, en mi bienestar hasta que las exigencias del destino dictaron el fin de mi estado marital y la vuelta a nuestra residencia de Baker Street.

Ahora todo eso era parte del pasado. El gran detective se había retirado y ahora se dedicaba a la apicultura en las colinas de Sussex. Tras mi último ensayo de matrimonio que terminó en algo parecido a un desastre, volví al 221B, para encontrarlo ocupado por un extraño. Tras preguntar a la siempre fiel señora Hudson, averigüé, entre apretones de mano, llantos y sollozos, que mi asociado —debería decir mi ex asociado— se había marchado con todas sus pertenencias, con la famosa daga, con los ficheros de recortes de periódico, el gramófono, el gasógeno y la malvada aguja.

Hasta las patrióticas siglas V. R., marcadas con agujeros de bala en el apreciado friso de caoba de la señora Hudson, habían sido rellenadas y barnizadas para borrar las huellas de cualquier ocupación anterior de la casa, y solamente una sensación familiar falsa y estéril marcaba las habitaciones que había ocupado durante tanto tiempo.

Me entristeció tanto esta noticia que apenas pude aceptar la oferta de la señora Hudson de arenques y bollitos, regados con un vaso de Cháteau Frontenac de 1809, antes de volver al frío de la noche.

¡Estaba desconsolado!

En un estado empobrecido, tanto económica como emocionalmente, caminé sin rumbo por las calles de la más grande de las ciudades, tropezando con los cuerpos bien abrigados de los últimos compradores y los primeros juerguistas, guiado por un instinto maligno a través de barrios cada vez más bajos, descuidados, peligrosos y de mala reputación. Al fin me encontré ante la fachada de un edificio que en poco tiempo habría de convertirse en mi morada.

Una lámpara de gas parpadeaba tras de mí, lanzando extrañas y misteriosas sombras. El claqueteo de las herraduras de los caballos sobre los adoquines se entremezclaba con los chirridos de los aparejos y con algún lejano grito pidiendo auxilio que, en Limehouse, más vale no investigar, a no ser que uno quiera arriesgarse a compartir la misma desgracia que la de la persona a la que había acudido a socorrer.

Una cartulina en la ventana del bajo anunciaba que había un piso en alquiler en el edificio. El estado de la cartulina demostraba que la casa llevaba mucho tiempo deshabitada, y en virtud de esta ingeniosa deducción pude regatear con el desagradable e incivilizado dueño hasta un precio que caía dentro de mis estrechas posibilidades económicas.

Aprendí a observar y a deducir de mis observaciones de mi asociado, y ahora me vengaría de las humillaciones que tuve que pasar para aprenderlo, pues me iban a ahorrar alguna que otra libra esterlina de mi precaria economía.

Apenas me había establecido en mi nuevo dominio oí las pisadas de un pie menudo en el descansillo que había delante de mi puerta, y luego los golpes de una pequeña, pero decidida mano en la pesada y por mucho tiempo desatendida puerta.

Por un instante me permití el lujo de imaginarme que la puerta me revelaría un oficial elegantemente uniformado, o un golfillo de la calle del tipo que mi asociado algunas veces empleaba, o la familiar y ruidosa figura de la señora Hudson, o quizá incluso la alta y esbelta figura de mi propio asociado. Pero no había hecho más que levantarme de mi raída pero cómoda butaca cuando la realidad me golpeó y me di cuenta que ninguna de estas personas conocía la ubicación de mi nueva vivienda. Sería mucho más probable que fuera algún oscuro habitante de Limehouse para comprobar la valía de un nuevo inquilino.

Saqué mi pequeño pero potente revólver de su sitio entre mis pertenencias y lo metí en el bolsillo de la bata. Avancé cautelosamente hacia la puerta de la habitación y tiré del pestillo. El pestillo hacía un ruido espantoso por la falta de uso. La puerta se abrió, revelando a la persona que menos hubiera esperado como capaz de encontrarme ni de tener una razón para venir a verme aquí.

Casi no podía creer lo que veían mis ojos. Debimos de quedarnos unos quince segundos mirándonos en silencio. Yo, con los ojos tan abiertos como la boca por el asombro. De repente me di cuenta de los escuálidos alrededores entre los que me encontraba mi visita y el descuido personal en el que había abandonado mi apariencia física. Mi pelo, antes espeso y castaño, se había vuelto cano y ralo con el paso de los años. Mi bigote era amarillo por la nicotina y estaba manchado de vino y cerveza negra. Mi batín estaba deshilachado y marcado con el recuerdo de muchas comidas solitarias.

Por el contrario, mi visita tenía una figura que quitaba el aliento: elegante más que bella, había soportado los años transcurridos desde nuestro último encuentro con la gracia e imperturbabilidad que la habían marcado en un momento de su vida como la belleza más famosa de los escenarios dramáticos y en otro momento como la mujer por la que se había arriesgado un trono, y que, finalmente, fue salvado.

—¿Puedo entrar? —preguntó La Mujer.

Ruborizado hasta la raíz de los cabellos, me eché hacia atrás y le indiqué que no sólo podía entrar, sino que sería la invitada de honor.

—Debo pedirle perdón —dije yo— por este grosero recibimiento. ¿Podrá perdonarme, señorita…? ¿Debería decir madame…, Su Alteza? —me detuve ante la duda de cómo dirigirme a mi distinguida visita.

Mientras tartamudeaba y enrojecía de vergüenza, no podía dejar de observar la apariencia de La Mujer.

Era tan alta como recordaba, un palmo o así más que yo; casi tan alta como mi viejo asociado. Su pelo, apilado a la moda europea de la época, en un moño sobre su magnífica cabeza, brillaba tanto que parecía reflejar cada temblor de la llama de mi lámpara parpadeante de queroseno. Sus rasgos faciales eran perfectos, tan perfectos como recordaba en ocasión de nuestro primer encuentro muchos años antes, y su figura, como manifestaba su ropa bien ajustada —moda de la época— que llevaba con el aplomo de alguien que está acostumbrada desde hace mucho tiempo a los mejores sastres y modistas del continente, era tan elegante y apetecible como la de una colegiala.

Entró en mis modestas habitaciones y mientras comprobaba que no había ningún ladrón al acecho en la húmeda oscuridad del descansillo se instaló cómodamente en una silla de madera que acostumbraba a utilizar cuando, pluma en ristre, practicaba esos ejercicios de embellecimiento literario, por los que tantas veces me reñía mi asociado.

Me volví para quedarme mirando a mi visita, sentándome tan cerca de su figura magnética como permitía el decoro. A esta corta distancia era evidente que su aire despreocupado no estaba, sin embargo, carente de nerviosismo y angustia. Intenté sonreír amablemente a La Mujer, y respondió como esperaba.

—¿Le importa si voy directamente al grano, doctor? —preguntó.

—Claro, claro, señorita…

—En privado puede dirigirse a mí simplemente llamándome Irene —dijo elegantemente.

Yo incliné la cabeza en modesta gratitud.

—Seguramente está sorprendido de que haya podido seguirle la pista —dijo La Mujer—, pero me ha sucedido algo que debe paliarse con la mayor urgencia. En otra ocasión les visité a usted y a su asociado en horas de grave crisis, y ahora que el problema es de dimensiones similares vuelvo a visitarles.

—Mi asociado se ha retirado —expliqué tristemente—. Si desea, puedo intentar ponerme en contacto con él por telégrafo. Ahora dedica todo su tiempo a un negocio de apicultura y tengo serias dudas de que se le pueda convencer para que abandone Sussex.

—Entonces usted me tendrá que ayudar. Por favor, doctor, no habría venido hasta aquí, ni habría interrumpido su soledad si no fuera por lo desesperado de mi actual situación.

Mientras decía esto se echó hacia delante y me tocó la muñeca con sus fríos dedos. Era como si pasaran corrientes galvánicas desde su organismo hacia el mío a través de los dedos. Me sentía inspirado y reactivado. ¡La Mujer estaba en apuros! ¡La Mujer había venido a mí en una hora de necesidad! No podía ni pensar en rechazarla, ahora menos, cuando caía sobre mis hombros la responsabilidad de mi mentor.

—Pues claro, Su Alt… Irene —sentía cómo volvía a enrojecer hasta la raíz de los cabellos al pronunciar su nombre de pila—. Si es tan amable de aguardar un momento mientras busco un bloc y algo para escribir para tomar nota de los detalles más sobresalientes de su historia.

Me levanté y busqué un papel y una pluma, luego regresé al sitio que había dejado ante mi encantadora visita. Por un momento, pensé en ofrecerle una taza de té con pastas y mermelada, pero me reprimí por la situación precaria de mi despensa y mi monedero.

—Proceda, por favor —dije.

—Gracias. Supongo que no tengo que darle mi dirección ni detalles concernientes a mi domicilio actual —empezó a decir La Mujer. Tras ver que confirmaba esto con la cabeza dijo simplemente—: El Dios del Unicornio Desnudo ha sido robado.

—¡El Dios del Unicornio Desnudo! —exclamé.

—¡El Dios del Unicornio Desnudo!

—¡No! —grité incrédulamente.

—¡Sí! —contestó serenamente—. ¡El Dios del Unicornio Desnudo!

—Pero… pero ¿cómo puede ser posible? El mayor tesoro de arte nacional de…

—¡Ssshhh! —me acalló con la mirada y volviendo a echar mano de mi muñeca—. ¡Por favor! Aun en lugares más familiares y recónditos que éste, no deberá mencionar el nombre de mi tierra natal adoptiva.

—Claro, claro —murmuré, recuperándome rápidamente—. Pero no veo cómo el Dios del Unicornio Desnudo pudo haber sido robado. No es…, pero espere, tengo aquí un libro de reproducciones artesanales. Examinemos una foto de la estatua para verlo.

—Lo tengo grabado a fuego en la memoria, doctor. Lo veo ante mis ojos día y noche. No tengo ninguna necesidad de examinar una mala imitación de un artista, pero busque su libro, si lo desea, para ver la representación de la obra maestra de Méndez-Rubirosa.

Crucé la habitación y regresé con un pesado volumen encuadernado, lo abrí cuidadosamente y empecé a pasar sus hojas de vitela hasta llegar al grabado de la obra capital del escultor Méndez-Rubirosa, el Dios del Unicornio Desnudo.

Según recordaba, la obra estaba moldeada en platino y adornada con piedras preciosas. Los ojos del dios eran rubíes y los de los unicornios aglutinados venerablemente alrededor de sus pies eran zafiros y esmeraldas. Las astas de los unicornios eran del más fino marfil, incrustado con oro afiligranado. La base de la estructura era un bloque sólido de ónice abrillantado, incrustado con jade de Pekín.

—Pero el Dios del Unicornio Desnudo es el tesoro nacional de Boh… —me di cuenta y paré justo a tiempo—. Si se hace público el robo, la mismísima corona estaría de nuevo en peligro.

—Eso mismo —dijo la mujer conocida como La Mujer—. Y se ha recibido un mensaje que amenaza con exhibir públicamente la escultura en la plaza de San Wrycyxlwv si no se paga un rescate de ochenta trillones de grudniks. El límite de tiempo dado es de cuarenta y ocho horas desde ahora. Puede usted ver, doctor, lo desesperados que estamos mi marido y yo. Por eso vine a verle. Usted es la única persona, si su colega insiste en seguir con sus abejas, que me puede ayudar.

Un millón de ideas pasaron por mi pobre cerebro en esos momentos.

—¡La plaza de San Wrycyxlwv! —exclamé.

—¡La plaza de San Wrycyxlwv! —confirmó ella.

—¡Pero ese es el lugar nacional de reunión de su enemigo más fiero e implacable!

—Precisamente, doctor.

Me froté la barbilla pensativamente y me di cuenta del espantoso rastrojo de barba incipiente que mermaba mi apariencia.

—¿Y son ochenta trillones de grudniks? —repetí.

—Sí, ochenta trillones de grudniks —dijo ella.

—Eso es, aproximadamente, cuarenta coronas, nueve libras y tres peniques —computé.

—Eso, o una cantidad cercana, que en la práctica es lo mismo —asintió mi encantadora visita.

—Cuarenta y ocho horas —dije yo.

—Aproximadamente, dos días —confirmó La Mujer.

—Ya veo —asentí, frotándome la barbilla de nuevo—. Y dígame, Su Alt…, digo Irene, ¿ha contestado usted o su marido a esta exigencia?

—Mi esposo ha ordenado al primer ministro que les dé largas mientras yo venía clandestinamente en busca de su ayuda. La suya y la de… —se quedó callada, mirando por los cristales empañados a la farola de gas de la calle envuelta en niebla—,… pero me dice usted que él no está disponible.

—Y su distinguido hermano. Estoy seguro de que se acuerda de su distinguido hermano —afirmé.

—Claro.

—Lo suspendieron —suspiré.

—¿Suspendido? —preguntó ella espantada.

—Suspendido —repetí yo.

La Mujer sacó un diminuto pañuelo de su manga de encaje con dedos finos y aristocráticos. Se secó brevemente los ojos. Éste era el momento, me recordaba un diablo interior, en el que una persona carente de escrúpulos del sexo masculino podría iniciar un avance disfrazado de simpatía y compasión. Pero mientras combatía esta debilidad secreta, La Mujer recobró la compostura por completo.

—Sólo hay una cosa que hacer, doctor —dijo firmemente—. Nadie más puede ayudarme. Tiene que venir conmigo. ¡Tiene que ayudarme!

Me levanté sin mediar palabra y me puse el impermeable, la capa, la gorra y las botas de agua, y extendí mi brazo a la todavía temblorosa pero agradecida Irene.