II

Antes de marchar de mis modestas habitaciones, me paré para montar la mortal trampa contra malhechores, conectada con el daguerrotipo automático y con un cubo de agua encima de la puerta. Luego tiré hacia dentro de la cuerda del pestillo, y volviéndome a mi encantadora acompañante, dije:

—A su servicio, señora.

Bajamos la escalera, comprobando en cada descansillo la presencia de ladrones o traidores, y logramos salir con éxito la noche de Limehouse. Estaba empezando a caer una neblina que mojó los restos de nieve sucia, convirtiéndolo en un barrillo de nieve grisácea. Mi acompañante y yo nos abrimos camino a través de las callejuelas donde retumbaban ecos hasta salir a la carretera del Muelle de India Occidental, lugar de tantas y tantas fechorías infames y de atrocidades inexplicadas.

Un escalofrío irreprimible recorrió mi cuerpo mientras atravesábamos una plaza de suelo adoquinado. Por un momento me imaginé que era la plaza de San Wrycyxlwv, y ante el ojo de mi mente se levantaba la silueta gris-plateada cargada de joyas del Dios del Unicornio Desnudo. El tesoro artístico nacional del país adoptivo de La Mujer y la causa potencial de revolución y anarquía en el antiguo principado.

De algún sitio surgió un grito que rasgó la noche de Limehouse. Si se trataba de una vagabunda intentando salir del Támesis cubierto de niebla o de alguna infortunada víctima de la oleada de crímenes reinante en las calles de este barrio bajo, desde luego no tenía intención de averiguarlo.

Pasó a nuestro lado un taxi con las cortinas echadas, el chófer abrigado en la oscuridad y los cascabeles de las humeantes bestias negras tintineando en la noche.

Mi acompañante y yo caminamos nerviosamente a través de la impenetrable oscuridad, sólo iluminada por las luces de los establecimientos de clase baja donde la escoria de Limehouse jaraneaba. Tuvimos la buena fortuna de ver un taxi aparcado que estaba descargando pasajeros, un par de marineros de aspecto espantoso en busca de un lugar en el que malgastar los escasos restos de su sueldo de marinero que quedaban tras ser desvalijados y engañados por los parsimoniosos dueños y los deshonestos contables que suelen abundar en los barcos.

Estaba a punto de llamar al taxista cuando mi acompañante me paró en seco con un siseo y un apretón en el brazo.

Un segundo taxi se paró delante de la taberna y sus insalubres pasajeros se bajaron y se alejaron. Subimos al taxi, e Irene dio instrucciones suaves al conductor que miraba inquisitivamente por la ventanilla del compartimento de viajeros.

El primer taxi partió y mi acompañante se inclinó hacia mí y me dijo:

—Pensaba que a estas alturas sabría que no se puede coger el primer taxi que se encuentre.

—Pero acababa de llegar —protesté yo—. No hay ninguna posibilidad de que un malhechor sepa que estamos buscando un medio de transporte justo en este lugar y a esta hora para enviar un taxi en nuestra búsqueda.

En este momento, nuestra conversación se vio interrumpida por un destello y un gran estruendo justo delante de nuestro taxi. El otro vehículo había estallado en una masa de llamas, y las lenguas anaranjadas de fuego lamían el cielo expulsando nubes de humo negro y aceitoso.

—¡Increíble! —dije asombrado—. ¿Cómo sabía que…? La Mujer sonrió mientras nuestro chófer habilidosamente rodeaba al primer taxi, ahora vomitando llamas violentamente en mitad de una intersección de la carretera del Muelle de la India con una calle muy transitada que partía del Támesis y llegaba hasta un barrio más seguro y más respetable que Limehouse.

Pasamos por numerosas calles, algunas en ferviente actividad y tan iluminadas como si fuera el mediodía; otras, sin embargo, misteriosamente oscuras. A estas alturas, tenía la impresión de que me sería imposible encontrar el camino de vuelta, y por supuesto, no tenía la más mínima idea de dónde estábamos en ese momento. Por fin, el taxi paró al lado de un techado donde individuos vestidos de todas las maneras imaginables entraban y salían.

Caballerosamente fui a medias con el costo del taxi a pesar de la vergonzante situación deficitaria de mi economía. Bajamos del taxi a los mojados adoquines de otra plaza londinense rodeada de tiendas y restaurantes que estaban todos cerrados por lo tarde de la hora. Sin mediar palabra, mi acompañante me llevó cuidadosamente hacia el techado, y bajamos por unas sucias y mal iluminadas escaleras hasta llegar a una plataforma iluminada por un tipo de luz totalmente desconocida por mí. Las llamas parecían estar completamente encerradas en unos globos minúsculos de cristal y ardían con una extraña regularidad y estabilidad. Cómo obtenían el aire para realizar la combustión estaba más allá de mi comprensión, pero mi acompañante se negó a permanecer el tiempo suficiente para que pudiera averiguarlo.

Pasamos al lado de un enorme cartel con un plano de la zona de Ladbroke Grove y, depositando los billetes en una especie de barrera giratoria, cruzamos la plataforma para esperar… No sabía muy bien qué. Había raíles de ferrocarril ante nosotros, y mi duda sobre si era una estación de algún tipo se disipó cuando apareció un tipo y modelo de tren que yo desconocía por completo. El tren se paró y nos subimos, tomamos asiento y viajamos en un extraño e incómodo silencio hasta que mi acompañante me indicó que debíamos bajarnos de este extraño tren.

Volvimos a la superficie de la tierra y descubrí que estábamos ante una amplia zona despejada tan grande como un campo de cricket, aunque su superficie en vez de ser de césped, estaba compuesta de un material duro y arenoso que no mostraba ninguna de las características usuales de una sustancia natural.

Mi acompañante me cogió la mano y me guió por la superficie endurecida hasta hallarnos al lado del aparato más extraño que había visto en mi vida.

Era tan largo como un vagón de tren y descansaba sobre ruedas, dos bastante grandes en un extremo y una pequeña en el otro. El cuerpo principal parecía ser un cilindro de unos cinco metros de largo y recubierto con una lona tirante que ahora brillaba con la llovizna de la noche.

Había dos carlingas situadas en la parte superior del aparato, con escudos curvos de celuloide o cola de pescado delante de cada uno y una serie de complejos mandos y botones en uno de ellos. Unas proyecciones sobresalían de los laterales y de la parte posterior de la máquina, y una gran estructura de madera, no muy distinta de una hélice marina, adosada a un extremo, acoplada a una máquina negra y aparentemente muy potente, que yo supuse sería un motor incorporado como los que se usan ocasionalmente en pequeñas embarcaciones experimentales.

Lo más raro de todo eran las cuatro aspas que proyectaban de la parte superior de una varilla montada sobre el aparato cuyos extremos se doblaban hacia abajo por su propio peso. Iban y venían con las ráfagas del viento helado y saturado de agua.

Mi acompañante metió la mano en la carlinga más cercana y sacó un casco para ella y otro para mí, demostrándome silenciosamente cómo debía colocármelo. Estaba hecho de cuero blando y protegía completamente el cráneo del usuario. Se enganchaba una tira por debajo de la barbilla que aseguraba una buena adaptación del casco. Había también unas gafas con lentes transparentes que se podían poner sobre los ojos para protegerlos del viento y la humedad, o se podían levantar sobre la frente para facilitar la mejor visibilidad cuando las condiciones eran menos adversas.

Mi acompañante puso un pie sobre una de las proyecciones laterales y se metió elegantemente en una de las carlingas. Por medio de gestos silenciosos me indicó que emulara sus acciones, y sin ánimo de defraudar a esta persona tan valiente y competente, accedí, subiéndome a la proyección lateral y desde allí a la segunda carlinga, donde me hallé sentado sobre un cojín de cuero que no era demasiado incómodo.

Mi acompañante se volvió para indicarme mediante gestos que me asegurara por medio de unos cinturones que debía cruzar sobre mi regazo. De nuevo, accedí, observando cómo abrochaba sus cinturones, y me quedé boquiabierto al ver a un mecánico ataviado con un mono cubierto de grasa correr por el campo hacia nuestra máquina, echar mano de las aspas de madera que asemejaban una hélice aérea y hacerlas girar.

Mi acompañante hizo una señal al mecánico con los dedos gordos de la mano hacia arriba, ajustó algunos de los mandos que tenía ante sí y el motor que había en esa extraña nave cobró vida. Después de esperar unos minutos para que se calentara el motor, mi acompañante hizo gestos al mecánico, quien sacó las cuñas que había ante las ruedas del vehículo y empezamos a rodar hacia delante con una aceleración increíble, el viento flagelándonos, haciendo muy de agradecer el casco y las gafas que me dio mi acompañante.

Antes de que tuviera tiempo de preguntarme por el destino de este viaje extrañamente propulsado, me distraje con un sonido que venía justamente de encima de nosotros y se mantenía en consonancia con nuestra aceleración. Dirigí la mirada hacia arriba con la esperanza de encontrar la fuente de estos extraños sonidos y descubrí que provenían de las cuatro hélices adosadas a la torreta por encima de la carlinga donde me hallaba sentado.

Las hélices estaban girando tan rápidamente que apenas podía seguirlas con la vista, y doble susto me llevé cuando sentí cómo el extraño aparato, en el que me hallaba atado, empezó a levantarse del suelo y se desplazaba sin punto de apoyo por el aire.

Debí soltar un grito de puro asombro, pues mi acompañante se volvió para mirarme con una sonrisa tan llena de confianza y seguridad en sí misma que me eché a reír en voz alta por el pánico momentáneo que se apoderó de mí y me prometí no permitir que nada interfiriera en el disfrute de esta experiencia imprevista. Podía faltar el Dios del Unicornio Desnudo, podía estar el gran detective concienzudamente dedicado a sus abejas en las colinas de Sussex —en estos momentos, de no estar en la cama, quizá estuviera ocupado en la delicada y peligrosa tarea de segregar a la reina—, pero yo estaba en la gloria, y estaba decidido a disfrutar de esta experiencia que se me brindaba. Ya tendría tiempo más tarde de ocuparme de los problemas. Volamos —sí, utilizo la palabra literalmente y muy consciente de lo que estoy diciendo— en un gran círculo alrededor de Londres, viendo la salida del sol sobre el distante canal en el este, pasando quizá sobre la mismísima cabaña donde mi anterior asociado ahora vivía y cuidaba de sus abejas. Luego tomamos rumbo norte, pasando por encima de bosques y prados verdes, dejando Inglaterra, Gales, Escocia y las islas Orkney atrás.

No hablamos, pues no se podría oír nada aunque lo intentásemos por encima del zumbido de los motores que hacían girar la hélice aérea que nos daba el empuje horizontal a través del cielo, a la vez que arrastraba a las aspas arremolinadoras sobre nuestras cabezas. Lo que me sorprendió fue ver a mi acompañante que, de cuando en cuando, se levantaba y medio salía de su carlinga para alcanzar unos recipientes que vaciaba en una tobera sobre el cuerpo de la nave delante de su escudo de celuloide.

El sol ya había salido completamente, y el cielo era de azul norteño, con alguna nube de puro blanco que moteaba su monótona regularidad. No se divisaba ni tierra ni huellas de humanidad en la chispeante superficie acuática bajo nosotros. No sé cuánto tiempo ni cuán lejos habíamos viajado hacia el norte, aunque se notaba que el aire a nuestro alrededor era cada vez más frío y yo cada vez agradecía más haberme abrigado bien antes de abandonar mis habitaciones de Limehouse, cuando apareció bajo nosotros en la distancia el destello de un blanco cegador.

Mi acompañante echó mano del último recipiente de combustible que había en el vehículo y vació su contenido en la tobera que había usado previamente ante su escudo. Mirando por encima de su hombro hacia mí, señaló con el dedo hacia delante y gritó una serie de palabras que se me escaparon por el zumbido del motor y la riada de aire que pasaba por mis oídos recubiertos de cuero.

Pero pronto entendí el significado de lo que me quería decir pues, bajo su cuidadoso mando, la nave empezó a descender hacia lo que ya reconocía ahora como nada menos que un gran bloque de hielo de las regiones del Polo Norte de nuestro planeta. Nuestra nave volaba cada vez más bajo y las aguas oscuras bajo nuestras ruedas extendidas mostraban icebergs irregulares y, más hacia delante, enormes glaciares.

Las formaciones montañosas de hielo pasaban rápidamente por debajo de nuestra nave mientras volábamos en las capas más bajas de la atmósfera, y después apareció una explanada de blanco reluciente. Cruzamos esta área despejada y, al rato, mi acompañante viró la nave hasta describir círculos descendiendo lentamente en espiral ante una formación que yo en principio había interpretado como una escultura de hielo de belleza no habitual, y que sólo después de un buen rato me di cuenta que era un edificio.

Hasta aquí, en el lugar más remoto del Polo Norte, había llegado la mano del hombre. Casi lloré por la audacia y la belleza de la construcción. Sólo el aterrizaje del vehículo en el que me hallaba consiguió distraerme de este pensamiento. El vehículo rodó por el hielo duro y paró delante de la entrada de aquel precioso edificio.

Una ráfaga de viento levantó una nube de nieve contra la parte expuesta de mi cara. Me relamí, saboreando la clara pureza de los cristales que se derretían. No surgió señal de vida ni de actividad del edificio, nadie salió a recibirnos.

Mi acompañante se levantó de su asiento, dio un salto y aterrizó elegantemente sobre la superficie helada sobre la que descansaba nuestra nave. Yo hice otro tanto, aunque sintiendo en mis huesos y tendones la diferencia de edad. Luego entramos en el edificio.

Antes de que hubiéramos llegado al portal, dije:

—Irene, ¿qué lugar es éste? Yo tenía entendido que íbamos a su capital. Muy contrario, hemos venido al Polo Norte del planeta, una región que siempre se creía deshabitada, a excepción de los osos polares, pingüinos y gaviotas. Pero, de pronto nos encontramos con esta magnifica construcción. Le suplico que me lo aclare.

Se volvió hacia mí con la deslumbrante sonrisa que había cautivado los corazones y el aplauso del público de todo el mundo y que, además, la había unido a una de las cabezas coronadas de Europa en el matrimonio más deslumbrante que ha visto este siglo.

—Por favor, tenga paciencia unos minutos, doctor. Le será aclarado todo una vez que estemos dentro de la Fortaleza.

—¿La Fortaleza? —dije sin saber cómo reaccionar.

—La Fortaleza de la Soledad. La estructura sobre la cual descansa, que aparenta ser parte del hielo, es en realidad de mármol, mármol puro y blanco tomado de un depósito secreto y transportado clandestinamente hasta aquí. Dentro se hallan las personas que han solicitado su presencia. De los que soy una voluntaria y honrada agente.

Pasamos bajo el enorme umbral y recorrimos largos corredores en los que retumbaban nuestras voces hasta entrar en una habitación ocupada por una única persona, un gigante bronceado que se hallaba sentado en posición de profunda meditación. Me dio la impresión de que estaba completamente quieto, pero a los pocos segundos me di cuenta de que estaba ocupado en una serie de ejercicios solitarios que me parecieron sorprendentes.

Ante mis propios ojos estaba haciendo trabajar sus músculos, unos contra otros, hasta que una fina película de sudor cubrió su enorme porte. Vocalizaba suavemente y me di cuenta que estaba haciendo malabarismos matemáticos de cabeza con un número de doce cifras, multiplicando, dividiendo, sacando raíces cuadradas y cúbicas. Se volvió hacia un aparato que emitía ondas sonoras de frecuencias que desaparecían más allá de lo audible, al menos para mí, pero al parecer, por la expresión en su cara, él sí las detectaba.

Cuando terminaron, miró a mi acompañante y a mí. Habló con una voz que inspiraba confianza y obediencia.

—Hola, Patricia —dijo informalmente—. Veo que accedió a venir contigo. Estaba seguro de que lo haría.

Se levantó de su asiento, cruzó la habitación y abrazó a la mujer conocida como La Mujer con sus musculosos brazos. Pero el afecto que había en el abrazo era claramente fraternal —o quizá de primos— y nada más.

—Y usted, señor —dijo el gigante bronceado volviéndose hacia mí y estirando su potente mano en saludo varonil—, tiene que ser el doctor John H. Watson, ¿no es así?

Le di la mano todo lo fuerte que pude, y debo confesar que me sentí muy aliviado de recibir mi mano de vuelta en una pieza, y sin que los huesos estuvieran más deformados de lo que ya estaban.

—Eso es. ¿Puedo tener el honor de conocer sus credenciales, señor?

Sonrió amablemente y dijo:

—Claro, claro, me llamo Clark Savage, Jr. Tengo algunos títulos académicos que acumulé a través de los años. La mayor parte de mis amigos me llaman Doc, y me sentiría muy honrado si usted también lo hace.

Por alguna razón me sentí más halagado que ofendido por esta apertura e informalidad, y no tuve inconveniente en llamarle por el nombre preferido por él, Doc.

—Supongo —dije yo como respuesta— que se evitará mucha confusión si usted me llama como me llamaba el más íntimo de mis amigos, simplemente Watson.

—Estaré encantado de hacerlo —dijo el gigante bronceado.

—¿Oí cómo se refirió a nuestra acompañante femenina con el nombre de Patricia?

Doc Savage asintió con su cabeza color cobre, densamente poblada de pelo:

—Es mi prima.

Yo, perturbado, dije:

—¿Pero no es…? —me volví hacia La Mujer y me dirigí directamente a ella—: ¿Pero no es usted Irene Adler, en la actualidad Su Alteza Real…?

—¡Por favor! —interrumpió la encantadora mujer—. Para Doc soy su prima, Patricia Savage. Para usted y su asociado soy otra persona. Dejemos eso a un lado, se lo ruego.

Sus palabras me confundieron aún más, pero me daba la impresión de que bajo las circunstancias del momento, no tenía más remedio que acceder a lo que se me pedía.

—Debe perdonarme, Watson —dijo el gigante bronceado—. Mi prima me ha asistido en un engaño sin importancia, necesario para traerle aquí, a mi Fortaleza de Soledad polar. Si se llega a saber algo en las capitales del mundo sobre este encuentro al que le he llamado secretamente, estallaría una ola de crímenes sin precedentes en la historia de nuestro planeta.

—¿Quiere decir que… —tartamudeé boquiabierto—, que el Dios del Unicornio Desnudo no ha sido robado? ¿Que no se está pidiendo un rescate de ochenta trillones de grudniks? ¿Que no lo van a exhibir públicamente en la plaza de San Wrycyxlwv si no se paga el rescate? ¿Que todo esto ha sido una especie de fraude?

—Oh, en cuanto al robo, desde luego que ha habido un robo, doctor Watson —dijo La Mujer—. El Dios del Unicornio Desnudo no está y todo lo que le dije que iba a suceder sucederá si no se recupera. Pero esto es sólo una mínima parte de la amenaza mundial.

—Exactamente —dijo Doc Savage—. Yo acabo de regresar de un viaje por el mundo, escapando de las garras de un canalla sin igual en los anales del crimen. Lo que está ocurriendo aquí hoy es nada menos que una junta de guerra, una junta de guerra contra una amenaza a la estructura ordenada y los justos procederes del orden establecido en todo el mundo. Alguien, cuya identidad, y no digamos nada de su base de operaciones, es un misterio envuelto en un rompecabezas y todo esto dentro de un enigma.

—Bien dicho —asentí—. ¿Pero estamos nosotros tres solos entre las fuerzas del orden, la civilización y este canalla?

—No nosotros tres, doctor —dijo La Mujer—. Yo debo abandonarles ahora. Mi papel ya ha terminado. Es hora de que yo deje el escenario donde se representa este drama y vuelva al lado de mi marido para observar y rezar por aquellos en cuyas manos se encuentra el destino del mundo.

Una vez más intercambió un casto abrazo con el hombre de bronce, me dio la mano efusivamente y desapareció de la habitación. Al rato oí el ruido de su máquina que recobraba de nuevo vida, con el zumbido y el uop-uop-uop, que significaba que los rotores estaban levantando el cuerpo cubierto de lona en el helado aire del ártico, y que luego se desvanecería gradualmente en la distancia.

Estaba solo en la habitación con el gigante bronceado, Doc Savage.

—Por favor, venga conmigo, Watson —dijo al fin. Me sentí como si no tuviera otra alternativa que obedecer. Anduvo con paso decidido hacia una puerta, manipuló un aparato que yo supuse era una alarma infinitamente más avanzada que la que había dejado en mi piso de Limehouse, y se echó a un lado, dejándome paso libre a la siguiente dependencia. Me encontré en una sala que habría dejado atrás el más lujoso de los clubes masculinos de Londres, Chicago o incluso Shanghai.

Paredes recubiertas de madera se elevaban hacia un alto techo laboriosamente tallado, del cual colgaban lámparas de hierro forjado. Emanaba una luz tenue de las velas que era suplementada por medio de luces artificiales cuidadosamente ocultas. Las paredes estaban tapizadas de filas y filas de libros en grupos de idéntico tamaño y color con encuadernaciones del más fino bucarán y cuero. Los títulos, estampados a mano en el más fino oro, reflejaban la luz.

Al otro lado de una espesa alfombra oriental de exquisito gusto y muy trabajada, se veía una pequeña porción de suelo lujosamente enlosado, expuesto ante una chimenea ornamentada donde crepitaba un fuego de belleza indescriptible que emitía una fragancia delicada y placentera.

Las hinchadas butacas de cuero y madera oscura elaboradamente labrada estaban desperdigadas por la habitación, y todas, menos un par de ellas que contrastaban por estar vacías, estaban ocupadas por hombres de porte imponente, aunque vestidos de manera algo excéntrica.

En una silla se encontraba una figura musculosa vestida enteramente de gris. Pelo gris, cara gris, túnica y pantalones grises. Mientras estaba de pie en el umbral de la puerta, levantó sus fríos ojos de muerte para mirarme, de mis fuertes botas británicas hasta mi desvanecida cosecha de pelo. Saludó con la cabeza, pero no habló.

La silla que había a su lado estaba ocupada por un hombre vestido de negro de los pies a la cabeza, excepto en ciertas partea donde se dejaban entrever sus ropas escarlatas. Tenía el cuello vuelto hacia arriba, ocultándole parte de la cara, y un sombrero de alas echado hacia delante. Sólo asomaban sus ojos destellantes y su nariz aguileña entre el ala del sombrero y el cuello levantado. Con una mano jugaba con un extraño anillo de ópalo que llevaba puesto en un dedo de la otra mano.

A su lado, había un hombre con una expresión que contrastaba con el resto, pues era pueril y abierta, pelo algo rizado y rubio, y ojos azules que brillaban como chispas. Llevaba un jersey ajustado, pantalones también apretados con una ancha tira que recorría los laterales, además de botas altas y muy brillantes. Por alguna razón, me dio la impresión de ser americano —los demás también, aunque éste iba más lejos y sugería la figura de un gran atleta de universidad—, un hombre de Harvard, supuse.

Más allá, otro individuo joven, con apariencia de ser abierto de carácter. Éste llevaba un traje rojo de cremalleras que iba muy bien con su rojo pelo rizado. Más allá se encontraban dos personas de porte atlético y muscular. Uno, prácticamente desnudo, vestía únicamente unos aparejos cargados de armas; el otro, vestido con indumentaria ordinaria, parecía un hombre fuerte y competente.

Sólo había dos más. Uno de ellos era otra figura de capa oscura y sombrero, una figura extrañamente parecida a la del hombre de nariz aguileña, con la diferencia de que no dejaba entrever el rojo chillón que aliviaba los oscuros colores de su indumentaria. Pero poseía unos hilos plateados que recubrían sus ropas, dando la sensación de estar envuelto en una enorme tela de araña.

El otro era un joven de semblante agradable, aunque con algo de la indolencia que caracteriza a los muy ricos. Me miró con una expresión amistosa y abierta, y me sorprendió ver el cuello del revés y la coloración monótona en un tono suave de verde jade de su traje, que por lo demás se puede decir que no tenía nada de particular.