VI
Recuerdo haber pensado, irrelevantemente, lo frío que se había puesto el aire en el corto período que habíamos estado dentro de la casa. La verdad es que no fue una cuestión tan irrelevante, pues el aire frío había provocado una espesa niebla que flotaba sobre la carretera y se entremezclaba con los árboles del bosque, ayudando al hombre que estábamos persiguiendo.
Raffles era más espabilado que un cobrador que persigue a uno de sus deudores, y mantuvo su mirada fija en la vaga figura hasta que se adentró en una arboleda. Cuando salí por el otro lado de la arboleda, respirando agitadamente, encontré a Raffles de pie al borde de un estrecho arroyo hundido en una zanja. Muy cerca, medio oculto por la niebla, había un corto y estrecho puente. Por el camino que partía del otro lado del puente había otra casa a medio construir.
—No cruzó el puente —dijo Raffles—. Lo habría oído. Si hubiese cruzado el arroyo habría chapoteado y también le habría oído. Pero tampoco tuvo tiempo de dar la vuelta. Crucemos el puente y veamos si hay huellas en el barro.
Cruzamos en fila india el estrechísimo puente, que se venció un poco bajo nuestro peso, dando una sensación bastante desagradable.
—El constructor debe estar usando los materiales más baratos que le permite la ley. Espero que esté metiendo mejores materiales en esas casas. Si no se las llevará el primer vendaval que venga.
—Sí, parece un poco frágil —dije yo—. El constructor no debe tener mucha ética profesional. Pero ya nadie construye como se hacía antes.
Raffles se agachó en el otro extremo del puente, encendió una cerilla y examinó el terreno a ambos lados del camino.
—Hay muchísimas pisadas —dijo con disgusto—. Sin duda son de los obreros, aunque las huellas del hombre que buscamos pueden estar entre ellas. En cualquier caso, lo dudo. Todas parecen hechas por las botas de los obreros.
Me dijo que bajase por la empinada orilla, que estaba llena de barro, para buscar huellas al otro lado del puente. Nuestras cerillas se encendían y se apagaban mientras nos contábamos los resultados de nuestras inspecciones. Las únicas huellas que vimos eran las nuestras. Subimos por las orillas rápidamente y empezamos a cruzar el puente de nuevo. Uno junto al otro, nos asomamos excesivamente por el débil pasamanos y nos quedamos mirando hacia abajo al arroyo. Raffles prendió un Sullivan, y el agradable olor me indujo a prender otro.
—Hay algo raro aquí, Bunny. ¿No te da esa impresión?
Estaba a punto de contestar cuando me puso la mano en el hombro.
—Habla bajito —me dijo—. ¿Oíste un lamento?
—No —contesté yo, mientras los pelos de la nuca se me ponían más tiesos que los muertos en las tumbas.
Entonces, de repente, dio un taconazo sobre una de las tablas. Fue entonces cuando oí un lamento muy tenue.
Antes de que pudiera decirle algo, ya había saltado por encima del pasamanos y aterrizado en el barro de la orilla. Prendió una cerilla, y fue entonces cuando me di cuenta de lo fina que era la madera del puente. Podía ver la llama a través de las tablas.
Raffles dio un grito de terror. Se apagó la cerilla. Yo grité:
—¿Qué ocurre?
De repente estaba cayendo. Me agarré al pasamanos, sentí cómo se me iba de la mano, golpeé contra el agua fría, sentí las tablas debajo de mí, sentí cómo se me escurrían de debajo, y grité de nuevo. Raffles, quien había sido tumbado y enterrado durante un minuto por el puente, se levantó tambaleándose. Encendió otra cerilla y empezó a maldecir. Yo entonces dije estupefacto:
—¿Y dónde está el puente?
—Salió volando —gimió—. ¡Como la silla!
Pasó por mi lado y subió rápidamente la orilla. Ya arriba se quedó un rato mirando fijamente al infinito en la luz de la luna y la oscuridad del horizonte. Salí tembloroso y gateando del arroyo y me levanté dando incluso más tumbos que mi amigo. Subí por la orilla clavando las uñas en el grasiento y frío barro. Un minuto más tarde, respirando agitadamente y sintiéndome un poco mareado por lo irreal de lo ocurrido, estaba de pie al lado de Raffles. Él estaba respirando casi tan agitadamente como yo.
—¿Qué es? —pregunté yo.
—¿Qué es, Bunny? —preguntó él lentamente—. Es algo que puede cambiar su forma para parecerse a prácticamente cualquier cosa. En cualquier caso, ahora tendremos que averiguar dónde está, más que averiguar lo que es. Debemos encontrarlo y matarlo, aunque tome la forma de un niño pequeño o de una bella mujer.
—¿De qué me estás hablando? —grité yo.
—Bunny, pongo a Dios por testigo, cuando encendí la cerilla debajo del puente vi un ojo oscuro que me miraba fijamente. Estaba en una tabla que era más gruesa que el resto. Y no estaba lejos de lo que parecían dos labios y una oreja deformada. Aparentemente no tuvo tiempo de completar su transformación. O más probablemente, retuvo órganos de vista y oído para saber lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Si hubiese inutilizado todos sus órganos de los sentidos, no habría sabido cuándo hubiera terminado el peligro para transformarse de nuevo.
—¿Estás loco? —pregunté yo.
—No, a no ser que tú compartas mi locura, pues viste las mismas cosas que yo. Bueno, esa cosa puede, de algún modo, alterar su carne y sus huesos. Tiene tal control sobre sus células, sus órganos, sus huesos (que de alguna manera pueden cambiar de la rigidez a la más extrema flexibilidad), que puede tomar el aspecto de otros seres humanos. También puede metamorfosearse para parecerse a objetos. Tal como la butaca que se hallaba en el dormitorio, que era exactamente igual que la original. No me extraña que Hopkins y Mackenzie e incluso el irrefutable Holmes fallaran en la búsqueda del señor James Phillimore. A lo mejor hasta se sentaron encima de él mientras descansaban de su agotadora búsqueda. Es una pena que no rasgaran la butaca con un cuchillo para buscar las joyas dentro. Me parece que se habrían llevado una gran sorpresa.
»¿Me pregunto quién sería el señor Phillimore original? No hay ni rastro de la persona que pudo haber servido de modelo. Posiblemente se basara en una persona con otro nombre y luego tomó el nombre de alguna tumba o simplemente de algún periódico americano. Hiciera lo que hiciese, era el puente que tú y yo cruzamos. Un puente sensible, un puente dolorido, que no podía evitar emitir quejidos mientras nuestras duras botas se clavabas en él.
Por un lado no podía creerle, pero por otro no podía no creerle.
Raffles predijo que la cosa esa estaría corriendo o andando hacia Maida Vale.
—Allí tomará un taxi a la estación más cercana para adentrarse en el laberinto de Londres. Lo endiablado de la cosa es que no sabremos qué o a quién buscar. Puede estar en forma de mujer, o de un caballito, por lo que sabemos ahora. O quizá un árbol, aunque no es un refugio demasiado móvil.
—¿Sabes una cosa? —me dijo después de haber pensado un rato—. Tiene que haber alguna limitación a lo que puede hacer. Nos ha demostrado que puede estirar su masa hasta el grosor del papel. Pero, después de todo, tiene que estar sujeto a las mismas leyes físicas que nosotros en cuanto a masa se refiere. Sólo tiene una determinada cantidad de sustancia, y por lo tanto su tamaño tiene que ser limitado. Y supongo que sólo puede comprimirse hasta cierto punto. Así que, cuando dije que podía adoptar la forma de un niño, a lo mejor me estaba equivocando. Probablemente puede estirarse, pero no contraerse mucho.
Al final resultó que Raffles tenía razón, pero sólo en parte. La cosa tenía medios para hacerse más pequeño, pero pagando un precio.
—¿De dónde puede haber venido, A. J.?
—Eso es un misterio que sería mejor que lo resolviese Holmes —me dijo—. O mejor todavía para un astrónomo. Yo diría que esa cosa no es autóctona. Yo diría que llegó hace poco, quizá de Marte, quizá de un planeta más distante, durante el mes de octubre de 1894. ¿Recuerdas, Bunny, cuando los periódicos no hacían otra cosa que hablar de una gran estrella fugaz que cayó en el estrecho de Dover, ni siquiera a cinco millas de Dover? ¿Pudo haber sido una nave que viajara a través del éter y que llevara un pasajero a bordo, desde algún cuerpo celestial donde existiera vida inteligente aún desconocida por el hombre? ¿Pudo haber colisionado por algún fallo en su sistema de propulsión? Si así fuera, la fricción, por su gran velocidad de descenso, habría quemado parte de su casco. Por otro lado, las llamaradas que emitía pudieron haber sido la expresión de su propia fuerza propulsiva, de sus cohetes.
Incluso ahora, cuando escribo esto en 1924, me maravillo de la desbordante imaginación de Raffles y de su poder deductivo. Todo esto ocurrió en 1895, tres años antes de que fuera publicada La guerra de los mundos del señor Wells. Bien era cierto que el señor Verne llevaba muchos años escribiendo sus maravillosos cuentos de inventos científicos y de viajes extraordinarios. Pero en ninguno de ellos había sugerido la posibilidad de vida en otros planetas, ni la invasión o infiltración por alienígenas de algún planeta lejano. Esta idea era absolutamente sorprendente para mí. Sin embargo, Raffles lo dedujo de un complejo entramado que para cualquier otra persona habría sido un montón de irrelevancias.
—Yo relaciono la caída de la estrella fugaz con el señor Phillimore, porque no fue mucho después cuando el señor Phillimore surgió de la nada. En enero de este año, el señor Phillimore vendió su primera joya a un perista. Desde entonces, una vez al mes, el señor Phillimore ha vendido una joya, cuatro en total. Éstos parecen zafiros, pero podemos suponer que no son tales por la experiencia del monstruito que había en la caja de cerillas de Persano. ¡Esas pseudo-joyas, Bunny, son huevos!
—¿No lo dirás en serio? —pregunté yo.
—Mi primo tiene un principio que ha sido ampliamente citado. Dice que después de eliminar lo imposible, lo que queda, aunque sea improbable, es la verdad. Sí, Bunny, la raza a la que pertenece el señor Phillimore pone huevos. Éstos, en su forma inicial, son algo parecido a un zafiro. La pequeña estrella en su interior puede ser la silueta de un embrión. Supongo que poco antes de la eclosión, el embrión se hace opaco. El material que se encuentra en su interior, la yema, es absorbido o comido por el embrión. Luego se rompe el cascarón y los fragmentos son comidos por el pequeño monstruo. Transcurrido poco tiempo, diría yo, después de la eclosión, el animalito se hace móvil, se desplaza serpenteando, y toma refugio en alguna ratonera o cualquier grieta. Allí seguramente se alimenta de cucarachas, ratones, y cuando se hace mayor, de ratas. ¿Y luego, Bunny? ¿De perros? ¿Y luego?
—¡Calla! —grité—. ¡Es demasiado horrible de imaginar!
—No hay nada que sea demasiado horrible de imaginar, Bunny, si hay algo que podamos hacer acerca de lo imaginado.
En cualquier caso, si estoy en lo cierto, ruego a Dios que sólo haya eclosionado un huevo hasta ahora. El que tenía Persano era el primero que había sido puesto. Dentro de treinta días nacerá otro. Y esta vez, a lo mejor, se nos escapa. Tenemos que encontrar todos los huevos y destruirlos. Pero lo primero es encontrar la cosa que los produce. Eso no será fácil. Tiene una inteligencia y adaptabilidad sorprendentes. O por lo menos tiene unas habilidades miméticas increíbles. En tan sólo un mes ha aprendido a hablar inglés perfectamente y se ha familiarizado con las costumbres británicas. Eso no es una tarea fácil, Bunny. Hay miles de americanos y franceses que han pasado mucho tiempo aquí y no han comprendido aún el idioma, el temperamento ni las costumbres británicas. Y son seres humanos, aunque hay algunos británicos que lo ponen en duda.
—¡Venga, A. J.! —dije yo—. ¡Tan pedantes no somos!
—¿Que no? No hay nada como conocerse a uno mismo y yo soy descabelladamente pedante. Después de todo, si uno es británico, no es ningún crimen ser pedante, ¿no? Siempre tiene que haber alguien superior, y nosotros sabemos perfectamente quién es ese alguien. ¿No es así?
—Estabas hablando de esa cosa —dije enojado.
—Sí. Ahora debe estar nervioso. Sabe que ha sido descubierto y debe pensar que la raza humana entera está reclamando su sangre. Eso espero, al menos. Si nos conociera realmente se daría cuenta de que nosotros seríamos muy reacios a informar a las autoridades. No queremos ser fichados; ni superaríamos una investigación en nuestras propias vidas. Espero, sin embargo, que ignore todas estas cosas y que esté intentando escapar del país. Para hacerlo, tomará el medio de transporte más rápido, y para hacer eso tendrá que comprar un billete a un destino concreto. Ese destino, supongo, será Dover. Pero no es seguro.
Raffles preguntó a varios conductores de la parada de taxis de Maida Vale. Tuvimos suerte. Uno de los conductores había observado a un compañero recoger a una señora que pudiera ser la persona —o cosa— que perseguíamos. El taxista, animado por el billete de una libra que soltó Raffles, nos la describió. Era una gigante, dijo, y parecía tener aproximadamente cincuenta años, y por alguna razón tenía una cara familiar. Pero, según él, nunca la había visto antes.
Raffles le hizo describir su cara, facción por facción. Le dio las gracias, dio media vuelta y me guiñó el ojo. Cuando estábamos de nuevo solos, le pedí que me explicara por qué había guiñado.
—Ella, la cosa, tenía facciones familiares, porque eran las de Phillimore, aunque un poco afeminadas —dijo Raffles—. Vamos por buen camino.
De camino a Londres en nuestro taxi, yo le dije:
—No entiendo cómo se deshace de la ropa cuando cambia de forma. ¿De dónde sacó ropa de mujer y el bolso? ¿Y el dinero para comprarse el billete?
—Las ropas deben ser parte de su propio cuerpo. Debe tener un control completo; es un camaleón, un supercamaleón.
—¿Y su dinero? —dije yo—. Tenía entendido que vendía los huevos para subsistir. Y también, supongo, para diseminar a su prole. Pero ¿de dónde sacó esa cosa el dinero cuando se hizo mujer para comprar los billetes? ¿Era el bolso parte de su cuerpo antes de la metamorfosis? Si lo era, entonces debe ser capaz de separar partes de su propio cuerpo.
—Yo imagino que, más bien, tiene escondites con dinero aquí y allá —dijo Raffles.
Nos bajamos del taxi cerca del parque de St. James y anduvimos hacia las habitaciones de Raffles en Albany, tomamos un desayuno rápido, que nos fue traído por el sirviente, nos ataviamos con barbas postizas, gafas sin graduación y ropa limpia. Luego llenamos una maleta de cosas y enrollamos una manta de viaje. Raffles se puso un anillo vulgarmente grande. Este anillo escondía en su interior un cuchillo, pequeño pero muy afilado. Raffles lo había adquirido después de haber escapado de la trampa mortal tendida por la Camorra (véase La última carcajada). Dijo que si hubiera tenido un aparatito así entonces, quizá hubiera podido soltarse él mismo de las ligaduras sin tener que depender de alguien que le rescatara del endiablado ejecutor automático del conde Corbucci. Tenía el presentimiento de que debía llevar el anillo en esta ocasión.
En pocos minutos estábamos sentados en un simón, y en seguida en el andén de la estación de Charring Cross, esperando el tren que nos llevaría a Dover. Ya sentados cómodamente en un compartimento privado, fumando un puro y tomando sorbos de coñac que Raffles llevaba en una petaca, Raffles me dijo:
—Estoy dejando de lado la deducción y la inducción en favor de la intuición, Bunny. Puede que esté equivocado, pero la intuición me dice que esa cosa está en el tren que va delante del nuestro camino a Dover.
—Hay otros que piensan igual que tú —dije mirando a través de la puerta de cristal—. Pero debe ser inferencia y no intuición lo que les trae a ellos.
Raffles levantó la mirada a tiempo de ver los elegantes gestos aguileños de su primo y la rechoncha aunque genial figura de su colega médico. Un momento más tarde pasó la inconfundible figura de Mackenzie.
—No sé cómo —dijo Raffles—, pero ese sabueso humano ha detectado el rastro de esa cosa. ¿Habrá adivinado algo de la verdad? Si así fuera, seguro que lo guardará para sí mismo. Los cabezotas de Scotland Yard pensarían que está loco si contase sólo una ínfima parte de la realidad que hay detrás de este caso.