La cosa que esperaba fuera
Barbara Williamson
En la introducción dije que Holmes era «indefinido»; que, al referirnos a él, no era necesario identificarle. Lo mismo ocurre con muchos de los personajes e historias sherlockianas. Sólo mencionarlos es suficiente. Sabrán lo que quiero decir cuando hayan leído esta historia.
Bajaba un viento frío de las colinas aquella noche y en su habitación, bajo el tejado en pico, los niños volvieron sus caras hacia el ruido.
—Sólo es el viento —dijo el padre.
—Sólo el viento —dijo la madre.
Había dos camas en la habitación, un vestidor pintado de blanco y, bajo las ventanas, una mesa con pequeñas sillas brillantes.
Las paredes de la habitación eran de color amarillo claro, como la primera luz del sol primaveral. En su claridad, los muñecos, los camiones de bomberos, el castillo de cartulina con sus caballeros en miniatura, incluso el títere arlequín de cara triste despedía calidez. Los animales de peluche parecían tan suaves como el plumón, y la crin del caballito balancín era una cresta de espuma.
Los muchachos, un niño de ocho años y una niña de seis, estaban ya en sus camas. La luz brillaba en sus caras, en su pálido pelo sedoso. Eran niños preciosos. Todo el mundo lo decía, incluso los extraños, y sus padres siempre sonreían y posaban sus manos llenos de orgullo sobre sus brillantes cabezas.
Ahora, en la luz amarillenta y con el viento acariciando mis ventanas, los niños escuchaban a su padre.
Estaba sentado en la cama del niño y hablaba suavemente. La madre estaba sentada con la niña, sus dedos tocaban de cuando en cuando la manga del camisón de su hija. Las caras de los padres mostraban algo de preocupación.
El padre dijo:
—¿Entenderás lo de los libros? ¿Entiendes por qué los tuve que guardar?
El niño no apartó la mirada de la cara de su padre, pero podía sentir el vacío de los estantes en el otro lado de la habitación. Dijo:
—¿Los devolverás algún día?
Su padre le puso la mano en el hombro.
—Sí, claro que sí —dijo—. Con el tiempo. Quiero que leas, que disfrutes de tus libros —miró a la niña y sonrió—. Estoy muy orgulloso de vosotros dos. Leéis tan bien y aprendéis tan rápidamente…
La madre sonrió también y dio un suave apretón de mano a la niña.
El padre dijo:
—Pienso que yo he tenido toda la culpa. Os di demasiados libros y os motivé a leer hasta el punto de ignorar otras cosas que también son importantes. Así que, por ahora, quiero que solamente leáis vuestros libros del colegio. Haréis otras cosas, como dibujar, jugar. Creo que os enseñaré a jugar al ajedrez. Os gustará.
—Y haremos cosas juntos —dijo la madre—. Daremos paseos en bicicleta y a pie por las colinas. Y cuando llegue la primavera jugaremos al croquet en el jardín. Y haremos meriendas en el campo.
Los niños miraban a sus padres con grandes ojos oscuros. Y al rato el niño dijo:
—Eso será divertido.
—Sí —dijo la niña—, será divertido.
La madre y el padre se miraron y luego el padre se agachó y acarició la barbilla del niño.
—Ahora os dais cuenta de que no visteis ni hablasteis con estos personajes de los libros. Sólo estaban aquí en vuestra imaginación. No visteis a los liliputienses ni hablasteis con la reina roja. No visteis a los habitantes de las cuevas, ni visteis cómo un tigre se comía a uno de ellos. Ellos no estuvieron en esta habitación. Ahora os dais cuenta. ¿No?
El niño miró fijamente a los ojos de su padre.
—Sí —dijo—, lo sé.
La niña asintió con la cabeza cuando el padre se volvió hacia ella.
—Lo sabemos —dijo ella.
—La imaginación es una cosa maravillosa —les dijo el padre—. Pero hay que andar con cuidado o se puede escapar del control, como los fuegos. Lo tendréis en cuenta, ¿verdad?
—Sí —dijo el niño, y la niña asintió de nuevo, con su largo pelo brillando con la luz.
El padre sonrió y se puso de pie. La madre se levantó también y estiró las mantas en ambas camas. Entonces les dieron los besos a sus hijos con suaves susurros de amor y cariño.
—Mañana —dijo el padre— haremos algo divertido.
—Sí —dijeron los niños y cerraron los ojos.
Después de que el padre y la madre se hubieran marchado y la habitación estuviera oscura, los niños se quedaron quietos durante lo que parecía un largo período de tiempo. El viento hacía moverse las ventanas y la luna empezó a asomar más allá de las colinas.
Al fin, la niña se dirigió a su hermano:
—¿Ya es la hora? —preguntó.
El niño no contestó. Se destapó y cruzó la habitación hacia la ventana. El campo se veía plateado en la luz de la luna, pero las colinas eran una mole negra contra el cielo.
—Cualquier cosa puede salir de ahí abajo —dijo—. Cualquier cosa.
La niña se puso de pie a su lado, y juntos se quedaron mirando hacia fuera, pensando acerca de la cosa que había esperando fuera.
Entonces la niña dijo:
—¿Les llevarás el libro ahora?
—Sí —contestó el niño.
Se volvió y fue hacia el vestidor. Se arrodilló en el suelo, abrió el cajón de abajo y metió la mano cuidadosamente debajo de unas camisetas y calcetines. La niña vino a arrodillarse a su lado. Sus blancas caras destacaban en la oscuridad de la habitación.
Ambos sonrieron cuando el niño sacó el libro de su escondite. Se levantaron del suelo y el niño apretó el libro entre sus brazos. Entonces dijo:
—No empieces hasta que vuelva.
—No lo haré —dijo la niña—. No lo haría.
Todavía bien agarrado al libro, el niño fue hacia la puerta de la habitación, la abrió suavemente y salió al corredor.
Era una casa grande y vieja, y en el interior el viento se oía sólo como un susurro. El niño se quedó escuchando por un momento y empezó a bajar la escalera. Notaba la moqueta gruesa bajo sus pies descalzos y el pasamanos estaba tan frío como una piedra bajo sus manos.
En el piso de abajo flotaba un leve olor a especies de haber cocinado el día anterior. Fue hacia la parte posterior de la casa, dejando atrás habitaciones oscuras donde guiñaban los espejos con la luz del corredor y donde los suelos se veían cubiertos de densa negrura.
La madre y el padre se hallaban en la habitación que había al lado de la cocina. Había un fuego en una pequeña chimenea y dos tazas de café vacías en la mesa. En las paredes había fotografías de los niños con sus caras risueñas.
La madre estaba sentada en el sofá cerca de una lámpara con una pantalla. Su regazo estaba lleno de lana rosa, y sus agujas brillaban con la luz del fuego.
El padre se hallaba recostado en una gran butaca de cuero, mirando hacia el techo y con los dedos encorvados alrededor de su pipa favorita. El fuego crepitaba mientras subían chispas por la chimenea. Los ojos del niño se volvieron rápidamente a las esquinas de la habitación donde las sombras se habían recluido de la luz del fuego.
Desde el umbral dijo:
—No podía dormir hasta no traerte esto —entró en la habitación hacia sus padres con el libro en la mano—. Lo escondí, y eso no está bien. ¿No?
Se acercaron a él. La madre lo tomó en sus brazos y le besó, y su padre le dijo que era un chico estupendo y muy honesto.
La madre lo tuvo en el regazo durante un rato y le calentó los pies con las manos, sus ojos brillaban con la luz del fuego.
Pasaron un rato hablándole muy suavemente y él contestaba con síes o noes cuando era necesario. Luego bostezó y dijo que tenía sueño y que si podía volver a la cama.
Le llevaron hasta la escalera, le besaron y él subió sin volverse.
La niña le estaba esperando en la habitación del piso superior de la casa. El niño hizo una seña con la cabeza y los dos se metieron en sus camas y se dieron las manos sobre el estrecho espacio que separaba las dos camas. La luz de la luna golpeaba contra el suelo y el viento silbaba contra las ventanas.
—Ahora —dijo el niño agarrándose fuertemente a la mano de la niña—. Y recuerda que es más difícil cuando el libro está en otra parte.
No se movieron durante un buen rato. Sus ojos estaban fijos en el techo y ni siquiera parpadeaban. El sudor empezó a brillar en sus caras y su respiración se hacía agitada. La habitación empezó a fluir a su alrededor. La sombra y la luz se mezclaban y se separaban como las corrientes marinas.
Cuando los sonidos de abajo empezaron a alcanzarles, siguieron quietos. Sus manos unidas, resbaladizas de sudor, se mantuvieron fuertemente agarradas. Sus músculos se tensaban y se relajaban. Sus ojos ardían y nadaban con la rápida alternancia de luz y oscuridad.
Al fin dejaron de oírse los ruidos del piso de abajo. Sólo había silencio a su alrededor, un silencio que refrescaba sus caras y aliviaba sus ojos febriles.
El niño se quedó mirando y dijo:
—Ya está hecho. ¿Sabes lo que tienes que hacer ahora, no?
—Sí —dijo la niña. Deslizó su mano fuera de la suya, se quitó los pelos que le molestaban en la cara y cerró los ojos. Sonrió y pensó en un jardín lleno de flores. Había una mesa en el centro del jardín y sobre la mesa había platos de porcelana. Cada plato tenía un arcoíris de pasteles. Había pasteles rosas, amarillos y algunos de chocolate. Se relamía al pensar lo dulces que estarían.
El niño pensaba en barcos, barcos altos con velas blancas. Produjo un viento cálido del sur que llevó al barco sobre un mar verde y azul. Las olas rompían espumosas en la cubierta y los marineros se resbalaban y reían, mientras sobre sus cabezas volaban gaviotas con sus alas brillando bajo el sol.
En la hora acordada, cuando la luz empezaba a asomar por las ventanas, los niños se levantaron de sus camas y bajaron por la escalera.
La casa estaba muy fría. Las sombras empezaban a tornarse gris y el fuego estaba muerto en la habitación que había al lado de la cocina, sólo tenía ingrávidas cenizas.
La madre estaba tumbada en la esquina de la habitación, cerca de la pared exterior. El padre estaba a menos de un metro. Aún estaba agarrado al atizador.
El niño miró alrededor de la habitación rápidamente.
—Yo encontraré el libro —dijo—. Vete tú a abrir la puerta de la terraza.
—¿Y por qué ésa?
El niño la miró severamente.
—Porque ésa es la que tiene el pestillo estropeado. ¿Tuvo que entrar de alguna manera, no?
La niña se volvió y dijo:
—¿Y luego podemos desayunar?
El niño había empezado a desplazarse por la habitación, mirando bajo las mesas, debajo del sofá.
—No hay tiempo —decía él.
—¡Pero tengo hambre!
—No me importa —dijo el niño—. Es el día que viene la asistenta y tenemos que estar dormidos cuando llegue. Comeremos más tarde.
—¿Unas tortas? ¿Con almíbar?
El niño ni la miró.
—A lo mejor —dijo—. Ahora vete a abrir la puerta como te dije.
La niña le sacó la lengua.
—Ojalá fuese yo la mayor —dijo ella.
—Pero no lo eres —dijo el niño volviéndose y echándole una dura mirada—. Ahora haz lo que te he dicho.
La niña se echó el pelo hacia atrás en tono desafiante, pero salió de la habitación, sin prisa, y en el corredor empezó a tararear una canción para fastidiarle.
El niño ni lo notó. Ahora se estaba angustiando. ¿Dónde podría estar el libro? No estaba en la mesa. Y no podía estar fuera de la habitación. Entonces lo vio, en el suelo, bajo una lámpara destrozada.
Corrió hacia donde estaba y sus manos estaban temblando cuando lo cogió y le quitó los trozos de cristal roto que tenía. Lo examinó cuidadosamente, pasando las páginas y recorriendo con sus dedos la suave encuadernación, las letras en relieve de la portada. Luego sonrió. Estaba bien. Ni siquiera había salpicaduras de sangre.
Cerró las tapas y lo abrazó contra su pecho. Sentía una gran alegría por dentro. Era una de sus historias favoritas. Muy pronto, se prometió a sí mismo, leería El sabueso de Baskerville.