I

La bala boer que me atravesó el muslo en 1900 me dejó cojo para el resto de la vida, pero fui sobradamente capaz de manejarme solo a pesar de sus efectos. Sin embargo, a la edad de sesenta y un años, de repente me encuentro con un asesino que ha tumbado a más hombres que las balas dentro de mí. El doctor, un pariente mío, me da seis meses, a lo más, de vida y me dice muy francamente que van a ser muy dolorosos. El conoce mis crímenes, claro, y posiblemente piense que mi sufrimiento va a ser un justo castigo. No estoy seguro, pero juraría que éste era el significado de la mueca que acompañaba a esta declaración de mi fin.

Sea como sea, me queda poco tiempo. Tengo, sin embargo, la determinación de dejar escrita una aventura que Raffles y yo juramos nunca revelar. Ocurrió… Ocurrió en la realidad. Pero el mundo no lo habría creído entonces. Habrían pensado que estaba mintiendo o que estaba loco.

Escribo esto porque dentro de cincuenta años el mundo habrá progresado lo suficiente para que estas cosas sean creíbles. Quizá el hombre haya aterrizado en la Luna para entonces si logra perfeccionar una hélice que funcione en el éter como en el aire. O si descubre el mismo tipo de nave que trajo…; en fin, no me adelantaré a los acontecimientos.

Espero que el mundo de 1974 crea esta aventura. Sólo entonces sabrá el mundo que, cualesquiera que fuesen los crímenes que Raffles y yo cometimos, pagamos por ellos con creces por lo que hicimos aquella semana de mayo de 1895. Y, de hecho, el mundo está y estará siempre en deuda con nosotros. Sí, mi querido doctor, mi desdeñoso pariente, también tú, que esperas que sufra como castigo. Pagué mi deuda hace ya mucho tiempo. Sólo quisiera que estuvieses vivo para leer estas palabras. Y quién sabe, a lo mejor vives hasta los cien años y puedes leer este relato de lo que me debes. Espero que sí…