IV
Busqué en mi bata la pipa, eché a un lado el fútil revólver con el que estúpidamente había molestado a La Mujer cuando entró en mi casa de Limehouse hace, aparentemente, tanto tiempo y empecé a pasear por la habitación. Mi mente discurría. Mis pensamientos bailaban como restos de un naufragio en la marejada. ¿Qué haría Holmes en estas circunstancias? Era todo lo que podía pensar. ¿Qué haría Holmes?
Finalmente paré delante de Doc Savage y pregunté:
—¿Dejó el ladrón tras sí alguna pista…, alguna evidencia? Por muy insignificante que pudiera parecerle a usted.
Arrugas de confusión y concentración surcaron la frente del hombre de bronce. Al fin dijo:
—Puede que haya una cosa, Watson, pero parecía tan insignificante que apenas le di importancia, y ni siquiera sé si contárselo ahora.
—Permita que yo juzgue eso, por favor —dije en un tono cortante lo más parecido a Holmes que podía. Y el hombre me contestó como tantas veces había visto contestar a los testigos ante las preguntas de Sherlock Holmes.
—El criminal, aparentemente, ha creado un aparato capaz de reducir la estatura de sus víctimas hasta el tamaño de pigmeos, y se fue corriendo con Holmes bajo un brazo y Greystoke bajo el otro.
—Sí —dije—. Por favor, continúe.
—Bien, doctor Watson —siguió Savage—, cuando el criminal se marchaba de la Exposición de Progreso Europeo estaba murmurando algo. Apenas pude entender lo que decía. Pero era algo parecido a Angkor Wat, Angkor Wat. ¿Pero qué significado puede tener esto, Watson?
Sonreí condescendientemente y me dirigí a la asamblea que estaba sentada, atentamente siguiendo la conversación entre Savage y yo. Mediante un gesto tácito, les indiqué que aceptaría cualquier información que pudieran proporcionarme.
—¿Es una droga exótica? —preguntó uno de ellos.
—¿El nombre del criminal? —pensó otro.
—¿Alguna fórmula secreta? —dijo un tercero.
—¿Algún talismán religioso? ¿El más grande científico del antiguo Neptuno? ¿Un término náutico obsoleto? ¿El asiento de una monarquía obsoleta?
—¡Eso es! —grité entusiasmado—. Ya sabía yo que teníamos la solución dentro de estas cuatro paredes. Angkor Wat es una ciudad perdida en las junglas de Asia. Tenemos que buscar a ese criminal y a sus víctimas en Angkor Wat. Rápido —exclamé, volviéndome hacia Doc Savage—. Que preparen un medio de transporte en seguida. Partiremos hacia Angkor Wat esta misma noche.
—¿Puedo ir yo también? —preguntó La Sombra, retorciendo su anillo de ópalo.
—No, lléveme a mí —dijo El Vengador.
—¡A mí! —gritó Gordon de Yale.
—¡A mí! —gritaba David Innes—. ¡Conozco a Tarzán personalmente!
En poco tiempo estaban todos dando botes en los asientos, empujándose unos a otros para acercarse más a mí y discutiendo entre ellos acerca de quién debía tener el honor de acompañarme en mi misión de rescate de Sherlock Holmes y John Clayton, lord Greystoke.
—Esto es un trabajo sólo para Doc Savage y yo —les dije amablemente aunque con firmeza—. El resto deberá permanecer aquí preparados para entrar en acción si se solicita su ayuda.
—Bien, Savage —me dirigí al hombre de bronce—, que esos sirvientes que tanto abundan por este establecimiento tengan un vehículo listo para llevarnos a la ciudad perdida de Angkor Wat en las junglas del Lejano Oriente.
—Sí, señor —accedió él.
La firmeza, prometí, sería la característica fundamental de mi modus operandi desde ese momento en adelante.
En pocos minutos un grupo de seres grotescos había preparado una de las extrañas máquinas voladoras, las cuales eran conocidas con el nombre de autogiros —según Doc Savage—, con una abundante provisión de combustible de reserva. Era un modelo de aspecto malvado, con metralletas y correas cargadas de munición. Prácticamente antes de que hubiera dado tiempo a despedirse de todos los miembros de la Liga que Savage y yo estábamos dejando atrás, nos encontramos en el aire sobre los residuos árticos.
Antes de que hubieran pasado muchas horas, nuestro increíble autogiro zumbaba cruzando el Eurasia y al rato, pasando justo por encima de la mismísima plaza de San Wrycyxlwv donde habría de ser expuesto el Dios del Unicornio Desnudo, causa de angustia de La Mujer y de alteración de la estabilidad de la civilización europea, al cabo de aproximadamente veinticuatro horas que quedaban, si Doc Savage y yo fallábamos en nuestra misión.
Pasamos por encima de los imperios germánicos y austro-húngaros, los estados eslavos semibárbaros al este y peligrosamente a través de los picos blancos de las siniestras montañas Urales hasta llegar a Asia. Nada nos detuvo, nada nos hizo perder tiempo. Los sirvientes de Savage habían equipado el autogiro con numerosos tanques auxiliares de combustible y nos habían metido una enorme cesta de mimbre a rebosar de delicados manjares.
Pasamos por encima de la ciudad abarrotada de Bombay, viramos hacia el norte, tirando huesos limpios de pollo sobre las arenas, habitadas únicamente por tribus nómadas, del desierto de Gobi. Volamos muy alto por encima de las densas hordas de China mientras terminábamos una ración de langosta con mayonesa (dejando caer los caparazones de los crustáceos marinos en las manos de los orientales asombrados) y, por fin, cruzamos la bahía de Tonkin, saludando con la mano a los barcos de vapor, hasta que de nuevo llegamos a tierra y pude divisar, muy por debajo de las ruedas del autogiro, el verdor de la ancestral selva.
Al poco tiempo, mi compañero señaló hacia abajo a una abertura que había en la jungla. A través de las palmeras espaciadas podía ver las pirámides y pagodas de una antigua metrópoli, perdida durante milenios y redescubierta hacía poco tiempo, para asombro incluso de los académicos europeos.
Doc Savage manipuló los mandos del autogiro y caímos, caímos, caímos a través del cálido aire tropical, hasta que las ruedas de caucho del vehículo aéreo rodaron y se detuvieron en la cima de la pirámide más alta de Angkor Wat.
Bajamos del autogiro y miramos la ancestral ciudad desde lo alto. Era el alba en este cuarto del globo y, en alguna parte, un animal emitió un saludo al sol mientras los grandes felinos regresaban lentamente hacia sus guaridas tras sus paseos nocturnos y los pájaros con las plumas como joyas brillantes surcaban el aire en busca de frutos tropicales que engullir.
—Sólo hay un lugar en una ciudad como ésta donde un enemigo como el nuestro puede establecer su cuartel general —gruñó Savage— y es el Templo del Sol, por eso he aterrizado aquí.
Bajamos por los gigantescos escalones de granito de la pirámide en la misteriosa serenidad de la metrópoli selvática, parando de cuando en cuando para admirar la labor de algún artista asiático olvidado hace ya mucho tiempo, para matar alguna serpiente venenosa o para tirar piedras a los habitantes plumados de los aires con el único propósito de entretenernos.
Finalmente llegamos al suelo y caminamos hacia la escalinata que daba a la gran cámara del templo. Encontramos la cámara de presos del archicriminal, pero nuestra presa había volado. Savage y yo quedamos horrorizados al ver el instrumento de tortura del maníaco, espantados no tanto por las dimensiones, pues no era mucho mayor que un maletín, como por las malignas potencialidades que revelaban sus complejos mandos.
Claramente el criminal y sus víctimas habían estado allí poco antes que nosotros y el canalla había huido a toda prisa abandonando su infernal instrumento en el proceso. Pero este descuido sugería la posibilidad de que tenía otros tan malos o peores en otros lugares, adonde había llevado a sus víctimas.
Savage y yo corrimos hacia el autogiro, parándonos sólo para descifrar algunas de las pistas necesarias para determinar el destino del criminal y sus cautivos.
De esta manera, les perseguimos desde Angkor Wat hasta la bulliciosa ciudad moderna del Japón, Tokio; luego a la misteriosa isla de Pascua, donde caminamos boquiabiertos entre las extrañas esculturas monolíticas, hasta que Doc Savage solicitó la ayuda del Lama Verde por medio de telecomunicaciones. Este hombre invocó a una de las estatuas, quien nos reveló a Savage y a mí que había observado al criminal y a sus dos prisioneros tan sólo unos minutos antes de nuestra llegada. Habían partido en una ruta que les conduciría al asentamiento americano de Peoría, en el estado de Illinois.
Cruzamos a duras penas el Pacífico con el zumbido de los rotores del autogiro y entramos de nuevo en la noche.
Pasamos por encima de la luminosa bahía de San Francisco, subimos a alturas glaciales para pasar sobre las Montañas Rocosas, y de nuevo descendimos a alturas menores para saludar a algún vaquero o buscador de oro y vimos el sol elevarse una vez más antes de llegar a Peoría.
¡Tan sólo nos quedaba un día! Horrorizado, intenté imaginarme la escena en la plaza de San Wrycyxlwv y la inevitable desintegración del orden mundial que seguiría, especialmente en ausencia de esos dos salvadores de lo cuerdo y lo normal: Holmes y Greystoke.
Cada escondite de este canalla nos revelaba el abandono de un modelo más avanzado y más malévolo, si cabe, del infernal instrumento de tortura, su tablero de mando plagado de teclas y palancas, cada una marcada con alguna abreviatura arcana de significado alfabético o cabalístico, conocidos sólo por el torturador y —deduje con un escalofrío— por Sherlock Holmes y John Clayton.
Una pista en Illinois nos llevó a un almacén abandonado en la parte baja de la Séptima Avenida de Nueva York. En este lugar, Savage y yo encontramos nuevos y diferentes modelos de instrumentos y oímos un portazo lejano en el lado opuesto del edificio, tras el cual nuestras botas golpearon contra el suelo en persecución del maníaco.
Le perseguimos por un largo y tortuoso túnel bajo lo que parecían los cimientos rocosos de Manhattan, luego se oyó un estruendo, un destello, una sensación extraña de estiramiento y retorcimiento, y Savage y yo nos encontramos en el mismísimo techado londinense donde La Mujer me había convencido de participar en esa extraña odisea.
—¿A dónde vamos ahora? —gritó Savage frenético, consultando el cronómetro que llevaba en la muñeca de su potente brazo bronceado.
Me paré en pensar un momento dónde, en la inmensa metrópoli, pudiera estar el maníaco. De repente me sentí inspirado. Agarré al gigante bronceado por el codo y fui corriendo a la parada más cercana donde nos subimos al segundo carruaje de la fila. Di instrucciones al conductor y partimos a paso ligero, con el claqueteo de las pezuñas contra los adoquines, hasta llegar a un viejo edificio que me era familiar, donde había pasado tantos años felices.
Le tiré una moneda al taxista y Savage y yo subimos las escaleras en una carrera. Yo martilleé frenéticamente sobre la puerta del bajo, y supliqué a su ocupante, dueña y gerente del edificio, que nos ayudara en la misión que debíamos llevar a cabo en el piso de arriba y que trajera la llave maestra.
Cuando la mujer hubo girado la llave en la cerradura del piso de arriba, Savage irrumpió en la habitación con un solo empujón de su potente hombro y yo entré tras él, revólver en mano, y contemplamos la escena.
Allí estaba el canalla, sentado ante su infernal máquina, operando las teclas y las palancas con gran rapidez mientras en la mesa a su lado vi las dos penosas figuras encogidas de Sherlock Holmes y John Clayton, bailando y dando vueltas con cada tecla de la máquina. A un lado de la máquina había una pila de páginas escritas con letra de imprenta. Al otro lado había una pila aún mayor de páginas en blanco esperando a ser escritas.
Había una sola hoja en la máquina del criminal y cada vez que apretaba una tecla aparecía una nueva letra en la página, y con cada palabra podía ver cómo aumentaba la expresión de dolor en las caras de los dos héroes y cómo su estatura se hacía cada vez más pequeña.
—¡Alto, canalla! —grité yo.
El maníaco se volvió en su asiento y sonrió malévolamente a Savage y a mi persona. Su pelo era blanco, su cara satánicamente elegante, aunque marcada con huellas de corrupción y de excesos sin fin.
—¡Muy bien, Savage —dijo en tono macabro— y Watson! Me habéis encontrado. Pues de bien poco os va a servir. ¡Ningún hombre puede interponerse en el camino de Albert Payson Agrícola! Habéis caído en mis manos. Como veis, ahí están vuestros dos compatriotas. Es el destino que tendrá toda la Liga. Y yo seré el único dueño del Dios del Unicornio Desnudo —al decir esto señaló grandiosamente hacia una mesa que había en el otro lado de la habitación.
Allí, sobre la mesa de caoba donde mi gasógeno había estado tantos años entre la funda del violín de Holmes y su jeringa hipodérmica, reposaba ahora la obra maestra de plata y piedras preciosas de Méndez-Rubirosa, el Dios del Unicornio Desnudo.
—Y ahora —gritó Agrícola triunfantemente— añadiré dos nuevos trofeos a mi colección de marionetas.
Se volvió hacia el tablero de mando de su aparato infernal y empezó a manipular palancas. Con cada palanca sentí un golpe de dinamismo galvánico pasar a través de mi propio organismo y vi al pobre Savage retorcerse en bronceada agonía.
—¡Para! —conseguí gritar al canalla—. ¡Para o tendré que…!
Apretó otra tecla. De repente me sentí enormemente magnificado y con gran potencia. Tiré del gatillo de mi revólver y Albert Payson Agrícola echó los brazos al aire. Dio con el codo en una de las palancas del aparato y yo regresé a la normalidad. Vi a Doc Savage a mi lado masajeando sus doloridos miembros. Vi a Sherlock Holmes y Tarzán de los Monos empezando, con infinita lentitud aunque perceptiblemente, a recuperar su forma y estatura normales.
Albert Payson Agrícola cayó sobre la moqueta, con un agujero bien formado entre los ojos.
De la herida no parecía fluir sangre ni cerebro aplastado, sino jirones y jirones de pulpa de madera para hacer papel, amarillento y con la impresión corrida.