III

Cuando leímos los periódicos vespertinos pudimos saber que el asunto había tomado un cauce aún más extraño. Pero en esos momentos no teníamos ni idea de la horripilante metamorfosis que estaba aún por venir.

Dudo que haya una sola persona en Occidente —o para el caso en Oriente— que no haya leído el extraño caso del señor James Phillimore. A las ocho de la mañana, un simón aparcó delante de la puerta de su finca. La sirvienta y el cocinero eran las únicas dos personas que se hallaban en la casa. El exterior de los muros estaba siendo vigilado por ocho miembros del Departamento de Policía Metropolitana. El conductor del simón tocó el timbre eléctrico de la verja. El señor Phillimore salió de la casa y bajó por el camino de gravilla del jardín hasta la verja. Allí fue visto por el conductor del simón, por un policía que se hallaba cerca y por otro que se hallaba en un árbol. Éste último podía ver claramente todo el jardín delantero de la casa, y otro policía que se hallaba en otro árbol divisaba claramente la parte trasera del jardín y de la casa.

El señor Phillimore abrió la verja del jardín, pero no salió. Comentó al conductor que parecía que se avecinaba lluvia, y añadió que volvería a buscar su paraguas. El conductor, el policía y la sirvienta lo vieron entrar de nuevo en la casa. La sirvienta estaba en esos momentos en la planta baja, en una habitación que daba a la parte delantera de la casa. Ella iba hacia la cocina cuando el señor Phillimore entró en la casa y dijo que había oído pisadas en la escalera que conducía al primer piso.

Ella fue la última en ver al señor Phillimore. No volvió a salir de la casa. Después de media hora, el señor Mackenzie, el inspector de Scotland Yard que estaba al cargo, se dio cuenta de que Phillimore se había percatado de algún modo de que estaba siendo vigilado. Mackenzie hizo una señal y él, con tres hombres más, entraron por la verja, mientras los otros cuatro mantuvieron sus posiciones en el exterior. El exterior de los muros de la casa no quedaron ni un solo momento sin estar vigilados, igual que el interior.

Tras mostrar la orden de registro a la sirvienta, los policías entraron y llevaron a cabo un minucioso registro. Para su asombro, no encontraron ni rastro de Phillimore. El caballero, de metro ochenta de estatura y ciento veintiocho kilos de peso, había desaparecido por completo.

Durante los siguientes dos días, la casa —y el jardín que la rodeaba— fueron el objeto de una intensísima investigación. Esta investigación demostró que la casa no contenía ningún túnel ni escondite. Se estudió cada centímetro cúbico de la casa. Era imposible que no hubiera abandonado la casa y, por otro lado, era evidente que no la había abandonado.

—Si llegamos a tardar un minuto más, nos habrían arrinconado la otra noche —dijo Raffles sacando otro Sullivan de su cigarrera plateada—. Pero, Dios mío, ¿qué está ocurriendo en esa casa? ¿Qué fuerzas misteriosas están actuando? Date cuenta que no se encontraron joyas dentro de la casa. Eso dijo la policía, por lo menos. ¿Realmente volvió para coger su paraguas el señor Phillimore? El paraguas estaba en el paragüero de la entrada; sin embargo, él subió directamente por la escalera. De este modo pudo observar a los zorros que estaban en la verja del jardín y se encerró en su matorral como un buen conejo.

—¿Y dónde está esa madriguera? —pregunté yo.

—¡Ah! Ésa es la cuestión —suspiró Raffles—. ¿Pero qué conejo es capaz de meterse en una madriguera y luego hacerla desaparecer? Éste es el tipo de misterio que atrae hasta al gran detective. Se ha comprometido a investigarlo.

—¡Entonces mantengámonos alejados de todo este asunto! —grité yo—. ¡Bastante afortunados hemos sido hasta ahora de que ninguna de nuestras víctimas haya acudido a tu primo en busca de ayuda!

Raffles era primo tercero o cuarto de Holmes, aunque nunca se habían visto, que yo sepa. Dudo que el detective ni siquiera haya ido a Lord’s a ver un partido de cricket.

—No me importaría competir con él por una vez —dijo Raffles—. Posiblemente así cambie su opinión acerca de quién es el hombre más peligroso de Londres.

—Tenemos dinero de sobra —dije yo—. Olvidémonos de todo este asunto.

—Ayer mismo te quejabas de aburrimiento, Bunny —me dijo—. No, creo que será conveniente que hagamos una visita a nuestro amigo el periodista. Quizá sepa algo que ni nosotros ni la policía sepa. Pero si lo prefieres —añadió desdeñosamente— puedes quedarte en casa.

Eso me dolió, claro, e insistí en acompañarle. Pocos minutos más tarde nos hallábamos en un simón, y Raffles le dijo al conductor que nos llevara a Praed Street.